Después de demorarse innecesariamente con cada uno de los presentes, al fin se había acercado a ella, en el momento justo en que Diana se quedó a solas.
—No esperaba un empeoramiento tan rápido —dijo la mujer, después de ofrecer sus condolencias—. He estado toda la semana fuera, visitando a unos familiares en Lugo.
Se llevó un ridículo pañuelito de encaje, que más parecía hecho para presumir que para sus verdaderos fines, a los ojos completamente secos. Diana se preguntó a qué juego estaría jugando, pretendiendo ser tan educada con ella, cuando notó que la mano de Fernando se posaba en su cintura, atrayéndola hacia su cuerpo con un ademán claramente posesivo.
—Este cambio de tiempo... —apenas acertó a murmurar Diana, confusa—. Este enfriamiento repentino, supongo, ha sido la causa.
Su esposo estaba allí, en silencio, mirándolas a una y a otra, imponiendo cautela y urbanidad con su sola presencia.
—Ya me han dicho que ha sido usted su más abnegada enfermera. Es lamentable que esto haya ocurrido cuando debería estar gozando de su luna de miel. —A pesar de todo, aquella serpiente no podía evitar tratar de inocularles su veneno, aunque fuera en pequeñas dosis.
—Mi esposa será compensada por cada minuto que ha pasado junto a la cama de mi madre. —Fernando la acercó aún más a su cuerpo, y la miró a los ojos mientras hablaba—. Por fortuna, ambos somos muy jóvenes, tenemos toda una vida por delante para gozar de nuestra luna de miel.
Diana esbozó una sonrisa y lo miró de una forma tan cálida que más de uno se volvió a observar a la pareja y hubo risas sofocadas y cuchicheos varios.
—No parece el lugar ni el momento más adecuado para estas demostraciones —comentó la viuda, estrujando el cordón de su bolso de mano.
Diana supuso que soñaba con retorcerle a ella el cuello.
—Mi querida madre se sentiría muy feliz al verme tan enamorado de la mujer con la que realmente deseo estar casado. —Dio un leve beso en la frente de Diana antes de enfrentar la mirada airada de su antigua amante—. En cuanto a los demás, todos saben de nuestro reciente matrimonio y de lo difícil que resulta para un hombre dejar ni un momento a solas a su esposa, en especial cuando es tan bella como dulce.
La viuda enderezó la espalda, que ya parecía tan rígida como si llevara un palo de escoba bajo el vestido, musitó a duras penas unas breves palabras de despedida y se alejó de ellos. No se atrevió a volver la vista atrás ni una vez.
—Me auguró que este matrimonio sólo me traería lágrimas —dijo Diana.
—Por desgracia, así ha sido hasta ahora. —Fernando le acarició una mejilla y ella apoyó el rostro en su cálida mano—. No he hablado porque sí. A partir de ahora, pienso compensarte por tantos malos momentos.
Finalizados todos los rituales y por fin de regreso en casa, Diana comprendió que no quería continuar aquella inútil guerra que tan inconscientemente había comenzado. Ya le daba igual la viuda negra y sus agoreras palabras. El pasado de Fernando debía quedar enterrado, como él amablemente había ignorado el suyo. Se suponía que ahora debían construir un futuro juntos, y ella estaba más que dispuesta. La vida la había obligado a mirarla a los ojos a la muerte, y ahora comprendía lo cortos que eran sus días sobre la Tierra, y la locura que suponía malgastarlos en enfados y rencores.
—¿Duermes?
No lo había oído llegar. Abrió los ojos, parpadeando amodorrada, y lo miró como si fuera un desconocido, tratando de descubrir quién era aquel hombre con el que se había casado. Desde luego, era apuesto, algo que había descubierto en su primer encuentro, no era de extrañar que nunca le hubieran faltado las mujeres. Por qué la había escogido a ella y por qué seguía aguantándola después de lo mal que se había portado era un misterio que temía desvelar.
—Sólo descansaba. Te estaba esperando.
Fernando pidió disculpas por su retraso, comentando la llegada de unos amigos de Pontevedra a última hora, cuando ya salía de casa de su padre. Mientras hablaba, entró en el vestidor y se quitó la ropa, tan húmeda y arrugada como la de Diana, por el largo día pasado con ella puesta. En un cajón, perfectamente doblados, estaban los aburridos pijamas que su madre había escogido para él. No podía decirle que prefería dormir desnudo, por más que la mujer seguramente lo sabía, y ahora resultaba que había acertado con aquella compra. Se imaginó el susto de Diana si se aparecía ante ella tal como Dios lo trajo al mundo, y se metía así en su cama. Por un momento, incluso sonrió.
—Tus padres también se han ido ya, y Jorge ha conseguido entretener a las pequeñas para que dejaran de llorar.
Diana asintió, tragando el nudo que tenía en la garganta. Había sido un día difícil para todos, y no podía imaginar el dolor que Fernando cargaba en su interior. Se puso en pie y se acercó a él, por más que verlo en pijama le provocaba cierta ansiedad difícil de controlar. Apretando las mandíbulas y clavando la vista en su antebrazo, logró posar su mano en él, mientras le expresaba de nuevo sus condolencias.
—No he tenido demasiado tiempo para conocerla bien, pero realmente he llegado a apreciarla.
—Lo sé. —Fernando acarició la mano que ella tenía sobre su brazo, y luego la tomó de la barbilla, obligándola a mirarlo a la cara. No tenía palabras para agradecer todo lo que había hecho por su madre, y por toda la familia, en aquellos terribles días. Su hermano Jorge aseguraba que la amaba y que nunca encontraría a otra como ella. Las pequeñas Rosa y Lucía la adoraban como la hermana mayor que no tenían, que las cuidaría y enseñaría, guiándolas ahora que ya su madre no podía hacerlo—. Ella te quería desde antes de conocerte. Cada carta que recibía de tu madre, era como la de una hermana que le hablaba de una sobrina querida a la que hacía demasiado tiempo que no veía. Sé que se sintió muy feliz por nuestro matrimonio y que eso le ha ayudado a descansar en paz.
—Así que por eso tenías tanta prisa por casarte —trató de bromear Diana.
Cuando Fernando asintió, devolviéndole la sonrisa, sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
—Esperaba incluso que esa alegría le mejorase la salud, pero ya era demasiado tarde. Todos sabíamos de su gravedad desde hace mucho tiempo. Lo único bueno es que eso nos ha ayudado a estar preparados para este momento, y que hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano por cuidarla y procurarle las mejores atenciones.
«Este matrimonio sólo te traerá lágrimas», dijo una voz insidiosa en la cabeza de Diana. ¿Cómo podía haber estado tan engañada todo aquel tiempo? ¿Y por qué Jorge le había mentido, tratando de hacerle creer que su esposo la quería de verdad? Había sido una tonta, una ilusa, tan fácil de engañar como un niño de pecho. Fernando nunca se hubiera fijado en ella de otro modo. Sólo se había casado con la elegida de su madre. Un matrimonio de conveniencia como tantos otros.
—Te casaste conmigo sólo por contentar a tu madre —resumió, con la vista perdida en algún punto de la habitación.
—Un hombre tiene que estar dispuesto a hacer cualquier cosa por los que ama.
Diana asintió, aceptando su razonamiento a pesar de que sus palabras eran una garra que arrancaba de su corazón aquel nuevo sentimiento que apenas acababa de arraigar en él. Ahora descubría cuánto lo quería. Ahora que ya no veía futuro para ellos.
Sin una palabra, entró en el vestidor, buscó un bolso de viaje y comenzó a meter dentro prendas que iba cogiendo sin mirar, incapaz de decidir qué era lo imprescindible y qué podía mandar a recoger al día siguiente. Fernando entró detrás de ella y la miró como si se hubiera vuelto loca.
—¿Qué crees que estás haciendo?
—Me voy con mis padres. No quiero imponerte ni un minuto más mi presencia.
Con manos temblorosas, se quitó la bata, que dejó caer al suelo, y comenzó a desabrocharse los botones del cuello del camisón. Se detuvo al darse cuenta de que Fernando seguía allí, muy cerca de ella, mirándola desconcertado.
—No voy a permitir que te vayas.
—Ya no necesitas estar casado conmigo, y no quieres estarlo. Tengo entendido que el matrimonio se puede anular... —No pudo seguir hablando. Los dos sabían demasiado bien por qué su matrimonio aún no era válido.
—¿Es ése tu deseo? ¿Tan insoportable te resulta estar casada conmigo?
Diana levantó el rostro con un respingo, mirándolo con ojos desorbitados. En la última semana, había descubierto que Fernando podía ser el esposo que toda mujer desearía. Era atento, cariñoso y devoto con las personas que amaba. Y, por un momento, ella había imaginado que en verdad comenzaba a quererla y que aún podían ser felices juntos. Ahora, todas sus ilusiones se habían hecho añicos como el cristal de una ventana azotada por el viento.
—Nunca me has querido, y lo entiendo. —Las lágrimas ahogaban sus palabras en su garganta, pero consiguió someterlas con un duro esfuerzo. No podía soportar que él tratase de retenerla sólo por compasión.
—Diana... No te voy a decir que te quiero desde el primer momento en que te vi. —Fernando la tomó de las manos, acariciándole los nudillos con los pulgares—. Entonces sólo me fijé en que tenías unas preciosas piernas. —Sonrió ante el recuerdo, viéndola aún sentada en el suelo, con el pie dentro de la cesta de las sardinas y la cara roja de indignación—. Descubrí entonces tu mal genio, no puedes negarlo. —Diana no lo hizo, pero él vio que comenzaba a relajarse ante sus palabras y que ya no respiraba como si un peso enorme le estuviera oprimiendo los pulmones—. Pero eso no me preocupa. No me gustan las mujeres sumisas, sin voz ni opinión, que se dejan guiar en todo por sus mayores, por el qué dirán, por los mandados de la Iglesia o por las normas estrictas de la sociedad. Me gusta tu franqueza, aunque a veces resulte brusca, y la forma en que miras a los ojos al hablar.
—No sé si eso es motivo suficiente para seguir casados —insistió Diana, recordando de nuevo las insidiosas palabras de la viuda: «Nunca te será fiel»; «Las ha tenido mucho mejores».
—Nunca pensé que esto del matrimonio fuera tan complicado. Se supone que conoces a la persona que el destino o el Señor te ha escogido. Te enamoras, te casas y vives feliz para siempre, porque al fin te sientes completo. Has encontrado tu otra mitad.
—Pero tú no estás enamorado de mí.
—¿Cuándo he dicho yo eso?
Fernando le soltó las manos para enlazarla por la cintura, estrechándola contra su cuerpo y enterrando la cara en su cuello, con un suspiro de placer al tenerla por fin entre sus brazos, donde tanto tiempo llevaba soñándola.
—No me merezco que me quieras —insistió ella, tan terca como siempre.
—No, desde luego. —Fernando rió contra su mejilla, besándole la frente, las sienes, y el hueco de detrás de la oreja—. ¿Tienes una libreta para anotar lo que yo te voy a decir? —Diana negó con la cabeza, mirándole como si estuviera loco, hasta que recordó el cuaderno en el que anotaba todas las groserías que ella le había dedicado desde que se conocían—. Pondré a prueba tu memoria, entonces. He llegado a la conclusión de que para mí, tú, Diana Tejada de Novoa, eres la más odiosa, la más adorable, la más repelente, la más encantadora, la más insoportable y la más imprescindible de las mujeres.
Ella no tenía respuesta para esas palabras. Simplemente, se puso de puntillas, pasando los brazos alrededor del cuello de Fernando. Había descubierto que estar así, pegada a él, sintiendo el calor de su piel y los latidos de su corazón contra su pecho, era la sensación más deliciosa que se podía imaginar. Mejor que un trozo de chocolate deshaciéndose en su boca. Mejor que un vaso de agua fría en verano, o una bebida caliente en invierno. Mejor que un paseo por la playa con la brisa acariciándole la cara.
—¿Me estás pidiendo que me quede contigo? —susurró, cuando la boca de él ya estaba muy cerca de la suya.
—Te estoy pidiendo que seas mi esposa.
Fernando se separó unos centímetros para poder mirarla a los ojos, esperando, con el corazón encogido, su respuesta. Diana notó el calor que nacía en sus mejillas, bajaba por su pecho e inundaba su vientre. No se iba a resistir esta vez. Era su esposo, su unión había sido bendecida, y lo que ocurriera entre ellos pertenecía a su intimidad y nadie la iba a convencer de que era incorrecto o pecaminoso.
—Soy tuya —aceptó y, en un rapto de valentía, se deslizó el camisón por los hombros y lo dejó caer al suelo, mostrándose ante él tal cual era, sin falsas vergüenzas ni rubores.
La semipenumbra del vestidor ponía sombras aquí y allá sobre su piel inmaculada. Aun así, Fernando tenía una visión más que generosa del cuerpo desnudo de su esposa, un regalo inesperado para sus ojos.
—No sólo tienes las piernas preciosas —aseguró, alargando una mano para acariciarle la curva del cuello, bajándola luego por el pecho hasta el nacimiento de su senos.
Diana no sabía si aquello era correcto. No sabía nada de nada de lo que iba a ocurrir. Pero un instinto casi animal guiaba sus pasos. Desabrochó el primer botón del pijama de su esposo. Le pareció justo que si ella estaba desnuda él también lo estuviera. No tuvo tiempo de desabrochar el segundo. Con un suspiro, Fernando se había deshecho de las prendas y estaba ante ella como una turbadora y bella imagen de Adán en el paraíso, pero sin hoja de parra que cubriera sus partes más íntimas.
Si antes el abrazo se le había antojado delicioso, cuando sus pieles desnudas se unieron, Diana no pudo contener un gemido de auténtico placer. Con una sonrisa satisfecha ante su respuesta, Fernando la cogió en brazos y la llevó a la alcoba, mientras le aseguraba que estrenarían aquella dichosa cama de una vez. Diana rió y aún tuvo tiempo de pensar que él siempre lo conseguía. Por muy enfadada que estuviera, por mucho que algo la disgustara, su esposo siempre lograba arrancarle una sonrisa.
Pero cuando la dejó sobre las sábanas y cubrió su cuerpo con el suyo, ya no hubo ocasión para risas. Sí hubo suspiros, sorpresas, mareas de cálidas sensaciones, húmedas, deliciosas y atormentadoras. Diana descubrió un mundo insospechado al que se entregó con entusiasmo, y Fernando se encontró con una esposa inexperta, pero muy buena alumna, que aceptaba su guía e imitaba paso a paso sus caricias, sus besos y hasta los juegos más atrevidos.