~
Podría ser, ¿no? –asintió la
Destino susceptible de cambio.
~
Ha llegado la hora... –transmitió la
Apelación a la razón
–
.
Voy a enviar un dron.
~ ¡No! ¿Esperas a que la Excesión asuma la misma configuración que probablemente poseía cuando se apoderó de vuestra camarada y
entonces
decides abordarla del mismo modo que debió de hacer ella? ¿Es que estás loca?
~ ¡No podemos seguir aquí sin hacer nada! –dijo la
Apelación a la razón
a la nave de la Cultura–. La guerra se encuentra a escasos días de nosotros. ¡Hemos recurrido a todas las formas de comunicación conocidas sin conseguir nada! ¡Debemos probar algo diferente! Voy a lanzar un dron dentro de dos segundos. ¡
No
trates de interferir!
–Bueno, íbamos a tenerlos al mismo tiempo. Parecía... no sé, más romántico, supongo, más simétrico. –Dajeil se rió con desenvoltura y le acarició el brazo a Byr. Se encontraban en la gran sala circular de la parte alta de la torre. Kran, Aist y Tuly, y Byr y ella. Ellas dos estaban junto a la chimenea encendida. La miró para ver si quería continuar la historia, pero ella se limitó a sonreír y a tomar un trago de vino de su copa–. Pero luego, cuando lo pensamos un poco más –continuó Dajeil–, nos pareció una especie de locura. Dos recién nacidos, y solo nosotras dos para cuidarlos, y además, los dos padres... o sea, madres, primerizas.
–Y
ultimizas
–musitó Byr arrugando el gesto y mirando el fondo de la copa. Los demás se echaron a reír.
Dajeil volvió a acariciarle el brazo.
–Bueno, ya veremos cómo sale todo. Pero de este modo podemos tener... el tiempo que queramos entre que nazca Ren y nuestro otro niño. –Miró a Byr con una cálida sonrisa–. Aún no tenemos decidido el otro nombre. En cualquier caso –continuó– si lo hacemos así, tendré más tiempo para recuperarme y podremos acostumbrarnos a lo que es tener un niño antes de que Byr... antes de que tenga el suyo, vaya –dijo, riéndose, y rodeó a su compañera con el brazo.
–Sí –dijo Byr, mirándola de soslayo–. Podemos practicar con el tuyo y así el mío saldrá bien.
–¡Oye! –dijo Dajeil y le pellizcó el brazo. La otra sonrió.
El término utilizado para lo que Dajeil y Byr estaban haciendo era Mutualizar. Era una de las cosas que se podían hacer cuando existía la posibilidad –como había existido virtualmente para cada ser humano de la Cultura desde hacía varios milenios– de cambiar de sexo. El proceso de transformación de hembra a macho, o viceversa, podía durar hasta un año. Era indoloro y se ponía en marcha con solo dar la orden mentalmente. Entrabas en una especie de trance parecido al que Dajeil había utilizado aquella tarde para comprobar el estado de su feto. Si buscabas en el lugar apropiado de tu mente, encontrabas una imagen de ti mismo tal como eras en aquel momento. Un pequeño pensamiento bastaba para conseguir que la imagen cambiara de sexo. Salías del trance y ya estaba. Tu cuerpo ya habría empezado a cambiar, segregando las señales víricas y hormonales que pondrían en marcha el gradual proceso de transformación.
En menos de un año, una mujer que había podido llevar una criatura en su vientre –de hecho, que había podido ser madre– sería un hombre perfectamente capaz de educar un niño. En la Cultura, la mayoría de la gente cambiaba de sexo alguna vez a lo largo de su vida, pero no todos tenían hijos mientras eran mujeres. En general, la gente solía revertir a su sexo de nacimiento, pero no siempre era así y a algunas personas les gustaba pasar por ciclos de masculinidad y feminidad a lo largo de toda su vida, mientras otras preferían un estado andrógino intermedio en el que encontraban una confortable ecuanimidad.
Las relaciones duraderas en una sociedad en la que la gente vivía generalmente más de tres siglos y medio eran, por necesidad, de naturaleza diferente a las que habían predominado en las sociedades más primitivas que habían sido el caldo de cultivo de la Cultura. La monogamia no era algo totalmente insólito, pero sí que era una rareza excepcional. Las parejas que se mantenían unidas hasta la adolescencia de sus hijos eran un poco más frecuentes, pero tampoco eran lo habitual. El niño típico de la Cultura estaba bastante próximo a su madre y en la mayoría de los casos sabía quién era su padre (asumiendo que no fuera un clon de su madre o tuviera, en el lugar de los genes del padre, material genético manufacturado al efecto), pero lo normal es que estuviera más unido a sus tíos y tías en el seno de una misma familia comunal. Que, por lo general, vivía en la misma casa, apartamento extendido o finca.
No obstante, había emparejamientos con vocación de perduración y una de las formas elegidas por ciertas parejas para subrayar su co-dependencia era sincronizar sus cambios sexuales y ejercer en momentos diferentes los dos papeles en el acto sexual. Una pareja tenía un niño, a continuación el hombre se convertía en mujer y la mujer en hombre, y tenían otro hijo. También eran posibles formas más sofisticadas gracias al enorme grado de control sobre los propios sistemas reproductivos que había hecho posible la manipulación genética.
Para una hembra de la Cultura era posible quedarse embarazada y luego, antes de que el embrión fertilizado se hubiera trasladado de su ovario al útero, emprender el lento proceso de transformarse en hombre. El embrión fertilizado no seguía desarrollándose, pero tampoco era necesariamente reabsorbido. Podía mantenerse, contenido, en una especie de animación suspendida que ponía fin a la división celular, mientras esperaba, todavía dentro del ovario. El ovario, por supuesto, se convertía en un testículo pero –con un poco de delicado control celular y un poco de fontanería compleja– el embrión fertilizado permanecía a salvo, viable e intacto en el testículo, mientras el órgano hacía su parte en la inseminación de la mujer que había sido hombre y que había donado el semen para la concepción original. Luego, el hombre que había sido mujer volvía a cambiar. Si la mujer que antes había sido hombre detenía también el desarrollo de su embrión fertilizado, era posible sincronizar el crecimiento de los dos fetos y el nacimiento de los dos bebés.
Para algunos ciudadanos de la Cultura, este proceso –largo y exigente en términos de tiempo– era sencillamente la forma más hermosa y perfecta de que dos personas se expresasen su mutuo amor. Para otros era un poco grotesca y, vaya, asquerosa.
Lo más extraño de todo es que hasta que no había conocido a Dajeil y se había enamorado de ella, Genar-Hofoen había sido un firme defensor de esta última postura. Veinte años atrás había decidido, antes incluso de alcanzar la madurez sexual y de saber gran cosa sobre la mayoría de las cosas, que seguiría siendo hombre toda la vida. Se daba cuenta de que la posibilidad de cambiar de sexo era útil y, para algunas personas, podía ser incluso excitante, pero él, sin saber muy bien por qué, la encontraba débil.
Se habían conocido a bordo de la Unidad General de Contacto
Converso reciente
. Ella estaba aproximándose al final de una carrera de veinticinco años en la sección de Contacto y él acababa de empezar un período de diez años que, llegado el momento, tal vez prolongara o tal vez no. Él había sido el joven juerguista, ella la inalcanzable mujer madura. Al ingresar en la sección de Contacto había decidido que trataría de llevarse a la cama al mayor número de mujeres posible y desde el primer momento se había dedicado a ello con una determinación y dedicación que muchas encontraban encantadora por sí misma.
Desde el mismo instante en que había subido a bordo de la
Converso reciente
había emprendido su habitual acoso a la mitad de la tripulación humana de la nave del otro sexo, pero Dajeil Gelian lo había obligado a frenar en seco.
No porque no quisiera acostarse con él. Se lo había pedido a montones de mujeres que habían rechazado, por múltiples razones, y nunca había sentido resentimiento alguno hacia ellas, ni se había sentido menos dispuesto a contarlas entre sus amigas que con aquellas a las que sí había hecho el amor. Fue porque ella le había dicho que lo encontraba atractivo y en condiciones normales lo habría invitado a su cama pero no iba a hacerlo a causa de su promiscuidad. A él, esta razón le había parecido un poco absurda, pero se había limitado a encogerse de hombros y seguir con su vida.
Se hicieron amigos; buenos amigos. Y la cosa no terminó ahí. Ella se convirtió en su mejor amiga. Él seguía esperando que la amistad desembocase tarde o temprano en sexo –aunque solo fuera una vez– pero no ocurrió. Para él, lo obvio, lo natural, lo normal y lo bueno era que ocurriese. No acostarse juntos después de algún evento social particularmente entretenido, o una sesión de deporte o una sencilla noche de borrachera le parecía una auténtica perversidad.
Dajeil le dijo que se estaba destruyendo con su libertinaje. No la entendió.
Ella
era la que lo estaba destruyendo, en cierto modo. Seguía viendo a otras mujeres pero pasaba tanto tiempo en su compañía –por amistad, pero también porque se había convertido en un desafío para él y había decidido que la
vencería
, costase lo que costase– que su programa habitual de seducciones, asuntillos y relaciones se había resentido enormemente. No era capaz de concentrarse como correspondía con las mujeres que demandaban, o hubieran debido demandar, sus atenciones.
Ella le dijo que se prodigaba demasiado. En realidad no estaba destruyéndose, solo estaba dejando de desarrollarse. Seguía en una especie de fase pueril, un estado casi infantil en el que el número importaba más que todo lo demás, en el que la captura, recolección, enumeración y catalogación obsesivas revelaban una especie de inmadurez básica. Nunca podría crecer y desarrollarse como ser humano hasta que superase aquella obsesión infantil con la penetración y la posesión.
Él respondió que no quería pasar de aquella fase. Le encantaba. Además, aunque le encantara y no le importara que se prolongase hasta que fuera demasiado viejo para seguir disfrutando de ella, lo más probable era que cambiase, en algún momento, pasado el tiempo, a lo largo de los más o menos tres siglos de vida que podía esperar... Había tiempo
de sobra
para esa tontería del crecimiento y el desarrollo. Ya se encargaría él. No iba a forzar el paso. Si toda aquella actividad sexual era algo que tenía que sacar de su organismo antes de poder madurar apropiadamente, su deber moral era librarse de ella lo más deprisa posible, empezando ahora mismo...
Ella lo rechazó, como de costumbre. No entendía, le dijo. No era un suministro finito de promiscuidad que estaba agotando, era una fijación infinita que estaba carcomiendo su potencial para el crecimiento personal futuro. Ella era el punto estático que su vida necesitaba, o al menos,
un
punto estático. Probablemente necesitara muchos más a lo largo de su vida, no se hacía ilusiones al respecto. Pero por ahora, era ella. Ella era la roca que el río de su pasión turbulenta tenía que rodear. Ella era su lección.
Los dos tenían la misma especialidad: exobiología. Algunas veces la escuchaba hablar y se preguntaba si era posible sentirse más próximo a un ser de una especie diferente que a uno de la propia, que se suponía que debía pensar de forma más o menos parecida pero que en realidad lo hacía de forma completamente diferente. Él podía estudiar a una especie alienígena, meterse bajo su piel, introducirse por debajo de su caparazón, sus espinas, sus membranas o lo que sea que hubiera que penetrar (¡ja!) para llegar a conocerla. Siempre, pasado algún tiempo, lo conseguía. Empezaba a pensar como ellos, a sentir las cosas como ellos debían sentirlas, a anticiparse a sus reacciones, a hacer suposiciones bastante aproximadas sobre lo que estarían pensando en cada momento determinado. Era una habilidad de la que se enorgullecía.
El hecho de ser tan diferente de la criatura a la que estaba estudiando le proporcionaba inicialmente la perspectiva que necesitaba, o eso pensaba él, para poder realizar esta penetración e introducirse en sus mentes. Con alguien que era idéntico a ti en un noventa y nueve por ciento, a veces ocurría que estabas demasiado cerca. No podías apartarte para echar un vistazo desde otro ángulo. Te limitabas a rozarte con él de vez en cuando en una sucesión de contactos fugaces. No había forma de profundizar. Solo una frustración tras otra.
Entonces había aparecido un puesto en un mundo llamado Telaturier. Una misión a largo plazo, que requería pasar un máximo de cinco años con una especie llamada 'Krik, a la que la Cultura quería ayudar a desarrollarse. Era el tipo de puesto estacionario que Contacto le ofrecía a sus agentes al final de su carrera. Dajeil era la candidata idónea. Significaría que una, o puede que dos personas, tendrían que quedarse en el planeta, completamente solos con la única excepción de los 'Ktik, durante todo ese tiempo. Recibirían visitas de vez en cuando, pero apenas gozarían de permisos o vacaciones. El objetivo de la misión era establecer una relación personal duradera con individuos 'Ktik. No era una cosa que pudiera hacerse a la ligera. Significaba un compromiso muy serio. Dajeil solicitó el puesto y fue aceptada.
Byr no podía creer que fuera a abandonar la
Converso reciente
. Le dijo que lo estaba haciendo para fastidiarlo. Ella respondió que eso era ridículo. E increíblemente egocéntrico. Lo estaba haciendo porque era importante y porque era algo que creía que podía hacer bien. Además, llegaba precisamente en el momento en que estaba preparada para hacerlo. Había pasado tanto tiempo como el que más pateándose la galaxia en UGC y había disfrutado hasta el último segundo, pero ahora había cambiado y estaba preparada para aceptar algo más sólido y duradero. Lo echaría de menos, y esperaba que a él le pasara lo mismo –aunque, desde luego, no durante tanto tiempo como aseguraba y ni siquiera tanto como él creía– pero había llegado la hora de seguir adelante, de hacer algo diferente. Sentía no poder quedarse más tiempo, no poder seguir siendo su punto estable, pero las cosas eran así y se trataba de una oportunidad demasiado buena como para dejarla pasar.
Más tarde, Byr no recordaría exactamente por qué había tomado la decisión de acompañarla, pero eso fue lo que hizo. Puede que hubiera empezado a creer algunas de las cosas que ella le decía, pero el caso es que también él, a pesar del poco tiempo que llevaba en Contacto, decidió que había llegado el momento de hacer algo diferente.