Amorphia, sentada con su negro atuendo sobre un banquillo al otro lado del tablero, se quedó muy quieta. Entonces movió un Invisible.
Dajeil recorrió el tablero con la mirada, tratando de averiguar qué pretendían los últimos movimientos de los Invisibles del avatar. Se encogió de hombros. El cabaleriano, entre el sonido del entrechocar del hierro y los alaridos, y el olor de la sangre, acabó con los irregulares casi sin sufrir daño.
Amorphia hizo otro movimiento Invisible.
Por un momento, no ocurrió nada. Entonces se escuchó un retumbar casi imperceptible. La torre de Dajeil se derrumbó sobre el octógono del tablero en medio de una nube de polvo de aspecto muy real y el estruendo de rocas que chocaban unas con otras y se hacían pedazos. Y más gritos. La mayoría de los movimientos importantes estaban acompañados por gritos. Un olor a tierra removida y polvo de roca inundó el aire.
Amorphia levantó una mirada casi vergonzosa.
–Zapadores –dijo, y se encogió de hombros.
Dajeil enarcó una ceja.
–Hmm –dijo. Examinó la nueva situación. Desaparecida la torre, el camino al interior de sus tierras estaba expedito. No tenía buena pinta–. ¿Crees que debería pedir la paz? –preguntó.
–¿Quieres que se lo pregunte a la nave? –preguntó el avatar.
Dajeil suspiró.
–Supongo que sí. –Volvió a suspirar.
El avatar miró de nuevo el tablero. Levantó de nuevo la vista.
–Tengo siete posibilidades entre ocho de vencer –le dijo a la mujer.
Esta se reclinó en su gran silla.
–En tal caso, la partida es tuya –dijo. Se inclinó de nuevo hacia el tablero y recogió otra torre. La estudió. El avatar, aparentando estar moderadamente satisfecho consigo mismo, la observó con detenimiento.
–¿Eres feliz aquí, Dajeil? –preguntó.
–Sí, gracias –respondió ella. Volvió a concentrarse en la pequeña torre que tenía entre los dedos. Guardó silencio durante un rato y entonces dijo–. Bueno. ¿Qué va a pasar, Amorphia? ¿Puedes contármelo ya?
El avatar miró fijamente a la mujer.
–Nos estamos dirigiendo a gran velocidad a la zona de guerra –dijo, con una voz extraña, casi infantil. Entonces se inclinó hacia delante y la estudió más de cerca.
–¿Zona de guerra? –preguntó Dajeil, mirando el tablero de soslayo.
–Hay una guerra –le confirmó el avatar, asintiendo. Adoptó una expresión sombría.
–¿Por qué? ¿Dónde? ¿Entre quién?
–Por una cosa llamada Excesión. En el lugar al que nos dirigimos. Entre la Cultura y la Afrenta. –Pasó a explicarle parte del escenario.
Dajeil dio vueltas y vueltas a la torre en miniatura entre sus dedos, mientras la observaba con el ceño fruncido. Al final, acabó por preguntar:
–¿Y de verdad es tan importante esa Excesión como todo el mundo parece creer?
El avatar puso cara pensativa un momento y entonces abrió los brazos y se encogió de hombros.
–¿Eso importa? –dijo.
La mujer volvió a fruncir el ceño, sin comprender.
–¿No es lo que más importa?
El avatar sacudió la cabeza.
–Algunas cosas significan demasiado como para ser importantes –dijo. Se puso en pie y se estiró–. Recuerda, Dajeil –le dijo–. Puedes marcharte cuando te plazca. La nave hará lo que quieras.
–Por ahora me quedaré –respondió. Levanto la mirada un momento–. ¿Cuándo...?
–Dentro de un par de días –le dijo–. Si todo va bien.
Permaneció allí de pie, mirándola, durante un rato, mientras la mujer seguía dando vueltas a la pequeña torre entre sus dedos. Finalmente asintió, se dio la vuelta y salió en silencio de la habitación.
Dajeil apenas se percató de su marcha. Se inclinó hacia delante y dejó la pequeña torre sobre un octógono, cerca del borde opuesto del tablero, en una región de costa que bordeaba la franja azul que se suponía representaba el mar, cerca de donde, hacía unos movimientos, un barco de Amorphia había desembarcado un pequeño contingente que había establecido una cabeza de puente. En todas las partidas que habían jugado, nunca había colocado una torre en un lugar así. El tablero respondió al movimiento con nuevos gritos, pero esta vez fueron los de las aves marinas que graznaban sobre el sonido del pesado y constante oleaje. Un acusado olor a sal se levantó sobre el tablero-cubo y ella volvió a encontrarse allí, entonces, con el sonido de las aves marinas y los olores del gallardo y salvaje mar enmarañados en el pelo, y con el bebé, siempre pesado y a veces vivaz, casi violento con sus repentinas patadas, en el vientre.
Estaba sentada en cuclillas sobre la playa de guijarros, con la torre a la espalda, bajo un sol que era un gran escudo de fuego rojo y que se proyectaba sobre el oscuro y desbocado mar y arrojaba una cortina teñida de sangre sobre la línea de los acantilados, un par de kilómetros tierra adentro. Se cubrió con el chal y trató de pasarse una mano por el negro pelo. Estaba enmarañado y se resistió. No trató de deshacer los nudos. En realidad esperaba casi con impaciencia el largo y lento proceso de cepillarlos y domarlos y deshacerlos cuidadosamente, más avanzada la tarde, junto a Byr.
A ambos lados, las olas rompían sobre los guijarros y las rocas de la costa en grandes inhalaciones y exhalaciones de lo que sonaba como el aliento de una criatura marina, un sonido que iba aumentando y cobrando profundidad y que terminaba en un instante de algo que casi era silencio, antes de que cada ola cayera y se precipitara sobre la ladera de rocas y piedras, levantando y apartando y removiendo los guijarros gigantes y relucientes en un repiqueteante impacto de agua que se abría camino entre ellos mientras las rocas se deslizaban y chocaban y se partían unas contra otras.
Justo delante de ella, donde había una gran roca que no llegaba a aflorar sobre la superficie del agua, las olas que rompían en la playa eran más pequeñas, casi amistosas, mientras que las fuerzas principales del gruñón e hinchado océano se reunían a cincuenta metros de distancia en un tosco semicírculo marcado por una línea de espuma.
Juntó las manos con las palmas hacia arriba sobre el regazo, bajo la hinchazón del vientre, y cerró los ojos. Aspiró hondo y sintió intensamente el ozono y la sal en las fosas nasales, conectándola con la salina inquietud del mar, volviendo a hacerla, en su mente, parte del gran fluido coagulante de la constancia y el cambio, imbuyendo sus pensamientos de parte de aquella acogedora vastedad, aquella cuna de profundidad escalonada capaz de crear noches y partir mundos.
En el interior de su mente, en el estado de semi-trance en el que se había sumido, se adentró sonriendo en sus propias y fluidas capas de protección y confirmación, hasta donde descansaba su bebé, sano y en proceso de crecimiento, medio despierto y medio dormido, absolutamente precioso.
Su propio cuerpo, genéticamente alterado, interrogó con delicadeza a los procesos placentarios que protegían la química y la genética del cuerpo de su hijo, unidas pero sutilmente diferentes, de su propio sistema inmunológico y administraban cuidadosa y equilibradamente las por lo demás egoístas demandas que el niño hacía de los recursos de sangre, azúcares, proteínas, minerales y energía de su cuerpo.
Siempre estaba ahí la tentación de entrometerse, de manipular los parámetros que lo regulaban todo, como si aquella acción probara lo cuidadosa y vigilante que estaba siendo, pero ella siempre se resistía, satisfecha con que no hubiera señales de alarma, indicios que señalaran que algún desequilibrio estaba amenazando su salud o la del feto y encantada de dejar que la sabiduría sistémica del cuerpo se impusiera al deseo de su cerebro de intervenir.
Cambiando el enfoque de su concentración, pudo utilizar otro de aquellos sentidos incorporados que ninguna criatura procedente de su distribuido entorno Cultural había poseído jamás y contempló la imagen de su futuro niño, modelando su forma en su mente a partir de la información que le proporcionaban unos organismos especializados que nadaban en las todavía cerradas aguas que rodeaban al feto. Lo vio; encorvado y hecho un ovillo en un espectro curvo de suaves rosas, alrededor del cordón umbilical que lo unía a ella como si estuviera concentrándose en el suministro de sangre, tratando de incrementar su velocidad de fluido o la saturación de los nutrientes.
Se maravilló, como siempre. Por la belleza de su bulbosa cabeza, por su extraño aire de informe y vacía intensidad. Contó los dedos de manos y pies, inspeccionó los cerrados párpados, sonrió ante la diminuta e incipiente hendidura que revelaba que las células se habían decantado, sin intervención externa alguna, por la feminidad. Mitad ella, mitad algo extraño y ajeno. Una recolección nueva de materia e información para presentarle al universo, que, a su vez, le sería presentado. Diferente, presumiblemente a partes iguales, de la grande, siempre repetitiva y eternamente cambiante jurisdicción del ser.
Tranquilizada por lo que había visto, dejó que la apenas consciente criatura continuara con su automático y resuelto crecimiento y regresó a la parte del mundo real en la que estaba sentada sobre los guijarros de la playa y las olas ruidosas caían formando espuma entre las rocas revueltas y alborotadas.
Byr estaba allí cuando abrió los ojos, hundido hasta la altura de las rodillas en las pequeñas olas, frente a ella, con el traje mojado, el pelo rubio dividido en largos rizos húmedos, el rostro oscuro contra la tinta puesta de sol que se manifestaba a su espalda, sorprendido en el acto de quitarse la máscara del traje.
–Buenas tardes –le dijo, sonriendo.
Byr asintió y salió chapoteando del agua, se sentó a su lado y la rodeó con un brazo.
–¿Estás bien?
Dajeil cogió los dedos de la mano que tenía sobre el hombro.
–Los dos lo estamos –dijo–. ¿Y la pandilla?
Byr se rió y se quitó los pies del traje, dejando al descubierto unos dedos arrugados y de un color entre marrón y rosado.
–Sk'ilip'k ha decidido que no le gusta la idea de que sus ancestros abandonaran el océano y luego volvieran a él como si hiciera demasiado frío. Quiere que fabriquemos una máquina andante para él. Los demás creen que está loco, aunque la idea de que salgan todos juntos a volar cuenta con cierto apoyo. Les he dejado un par de pantallas más y he aumentado su acceso a la información sobre vuelo en los archivos. Me han dado esto. Para ti.
Sacó algo del bolsillo lateral del traje y se lo ofreció.
–Oh, gracias. –Colocó la figurilla en la palma de su mano y empezó a darle vueltas cuidadosamente entre los dedos, inspeccionándola a la luz mortecina y rojiza del final del día. Era preciosa. Estaba hecha de alguna piedra suave y representaba a la perfección la que debía de ser su visión de los seres humanos: pies con aletas naturales, piernas unidas a la altura de las rodillas, el cuerpo más grueso, los hombros más delgados, el cuello más ancho, la cabeza más estrecha, lampiños. Se le parecía. La cara, a pesar de estar distorsionada, guardaba cierta semejanza. Probablemente fuera obra de GTstig'tk't's. Tanto la delicadeza del trazo como un cierto sentido del humor que se detectaba en la expresión facial de la figurilla parecían propias de la personalidad de la vieja hembra. La sostuvo frente a los ojos de Byr.
–¿Tú crees que se me parece?
–Bueno, la verdad es que estás poniéndote igual de gorda.
–¡Oh! –dijo y le dio un golpe en el hombro. Bajó la mirada hacia su vientre y le dio unas palmaditas–. Por fin te muestras como eres de verdad –dijo.
Byr, con el rostro salpicado todavía de gotitas de agua, que atrapaban los últimos rayos del sol, sonrió. Miró hacia abajo, cogió la mano de Dajeil y le dio unas palmaditas en la barriga.
–Naa –dijo mientras se ponía en pie. Le ofreció una mano a Dajeil y volvió la mirada hacia la torre–. ¿Vas a venir o piensas seguir sentada, comulgando con las olas del océano toda la tarde? Esta noche tenemos invitados, ¿recuerdas?
Dajeil cogió aliento para decir algo, pero entonces levantó la mano. Byr la ayudó a levantarse; de repente se sintió torpe, pesada y... poco manejable. Sentía un dolor apagado en la espalda.
–Sí, vamos dentro.
Se volvieron hacia la solitaria torre.
El vínculo de la Excesión con las dos regiones de la red de energía desapareció sin más, sendos pináculos alargados de tejido de espacio-tiempo que se colapsaron y volvieron a sumergirse en la red como dos interpretaciones idealizadas del final de una explosión en la superficie del mar. Las dos capas de la red oscilaron un momento, como un líquido de una perfección abstracta, y por fin quedaron inmóviles. Las olas producidas en las superficies de la red desaparecieron rápidamente, absorbidas. La Excesión, por lo demás tan enigmática como siempre, empezó a flotar con libertad en el tejido del espacio real.
Durante un rato, las tres naves que la vigilaban guardaron silencio.
Finalmente, la
Consejo sobrio
preguntó:
~ ... ¿Eso es todo?
~ Parece que sí –respondió la
Destino susceptible de cambio.
Estaba aterrada, extasiada, decepcionada, las tres cosas al mismo tiempo. Aterrada por encontrarse en presencia de algo capaz de hacer lo que acababa de ver, extasiada por haber podido presenciarlo y haber realizado mediciones –había datos allí, en la velocidad del colapso de los enlaces tejido-red, en la aparente viscosidad de la reacción de la red a la separación de los dos enlaces, que alimentarían una investigación genuina, completamente original– y decepcionada porque tenía la furtiva sensación de que en efecto, aquello,
era
todo. La Excesión se quedaría allí por un tiempo, sin hacer nada. Un hastío aparentemente interminable, un instante de miedo cegador... y un nuevo hastío interminable. Con la Excesión cerca, uno no necesitaba una guerra.
La
Destino susceptible de cambio
empezó a transmitir todos los datos que había recogido sobre el colapso de los vínculos red-tejido a varias naves más, sin ni siquiera ordenarlos de forma apropiada. Sin embargo, otra parte de su Mente estaba reflexionando.
~ Esa cosa ha
reaccionado
–dijo a las otras dos naves.
~ ¿A la señal de la Afrenta? –envió la
Apelación a la razón
–
.
Estaba preguntándome si era posible tal cosa.
~ ¿Podría ser este el estado en el que
La paz trae plenitud
descubrió la entidad? –preguntó la
Consejo sobrio.