–¿Y qué se supone que debo hacer yo?
–¡Vaya, pues hablar con ella! –exclamó el avatar, levantando los brazos (y al hacerlo, de repente, le recordó a Ulver).
–¿Y si no quiero participar en el juego? –preguntó.
–Entonces compartirás mi destino –le dijo el representante de la nave despreocupadamente–. Sea el que sea. Siempre puedo mantenerte aquí hasta que accedas al menos a hablar con ella, aunque para conseguirlo tenga que pedirle que vuelva después de haberla puesto a salvo.
–¿Y cuál es el destino más probable?
–Oh, la muerte, posiblemente –dijo el avatar, encogiéndose de hombros con aparente falta de preocupación.
El humano sacudió la cabeza.
–No tienes el menor derecho a amenazarme de este modo –dijo, con algo parecido a una risa que confiaba no revelara el nerviosismo que sentía.
–Sin embargo, te
estoy
amenazando de este modo, Genar-Hofoen –dijo el avatar, inclinándose a la altura de la cintura para acercársele un momento–. Puede que no sea tan Excéntrica como parezco, pero piensa en esto: solo una nave que estuviera predispuesta a la excentricidad en cierto grado hubiera aceptado este estilo de vida durante cuarenta años. –La criatura volvió a erguirse–. Hay una Excesión sin precedentes en Esperi que podría conducir a un sinfín de universos y a un poder varios órdenes de magnitud por encima del que cualquiera de los Involucionados conocidos posee en la actualidad. Tú ya conoces cómo trabaja CE, Genar-Hofoen. No finjas no saber que las Mentes utilizan la fuerza de vez en cuando ni creas que, en un asunto de tanta importancia, cualquier nave tendría reparos en sacrificar otra consciencia por semejante premio. Según me han informado, varias Mentes han sido engañadas ya. Si, en las excepcionales circunstancias que estamos viviendo, se considera que intelectos de tal calibre son objetivos aceptables, piensa lo poco que importará un solitario humano.
El hombre se quedó mirando al avatar. Tenía las mandíbulas y los dientes apretados.
–Tú estás haciendo todo esto por un
solo
humano. Dos, si cuentas al feto.
–No, Genar-Hofoen –dijo el avatar sacudiendo la cabeza–. Lo estoy haciendo por mí, porque se ha convertido en una obsesión. Porque mi orgullo no permitirá que se resuelva de otro modo. Dajeil, en este sentido, y a pesar de su rencor y el sufrimiento de la flagelación que se inflige a sí misma, ha ganado. Te impuso su voluntad hace cuarenta y cinco años y ha hecho lo mismo conmigo durante los últimos cuarenta. Ahora más que nunca, ha ganado. Ha arrojado por la borda cuatro décadas de su vida en una rabieta auto-indulgente, pero está a punto de ganar según sus propios criterios. Tú has pasado los últimos cuarenta años disfrutando, Genar-Hofoen, de modo que también podría decirse que has ganado según los
tuyos
, y después de todo, la última vez te llevaste a la chica, que era lo único que en aquel momento te importaba, ¿recuerdas? Esa era tu obsesión. Tu necedad. Bien, los tres estamos pagando nuestros mutuos y entremezclados errores. Tú tomaste parte en la creación de esta situación. Lo único que ahora te pido es que participes también en resolverla.
–¿Y lo único que tengo que hacer es hablar con ella? –Parecía escéptico.
La criatura asintió.
–Hablar. Tratar de comprender, tratar de ver las cosas desde su perspectiva, tratar de perdonar o de dejarte perdonar. Ser honesto con ella y contigo mismo. No estoy pidiéndote que te quedes con ella o vuelvas a ser su pareja ni que forméis una bonita familia de tres. Solo quiero que se identifique y se alivie lo que sea que le ha impedido dar a luz; y que se resuelva, si es posible. Quiero que siga adelante con su vida, y con el niño para empezar. Luego serás libre para regresar a tu vida.
El hombre dirigió la mirada al mar, y luego a su mano derecha. Pareció sorprendido al ver que sostenía una piedra. La lanzó tan fuerte y tan lejos como le fue posible; no alcanzó ni la mitad de la distancia que los separaba de la lejana e invisible pared.
–¿Qué se supone que vas a hacer? –le preguntó a la criatura–. ¿Cuál es tu misión?
–Llegar hasta la Excesión –dijo Amorphia–. Destruirla, si se estima necesario y si es posible. Quizá solo extraerle una respuesta.
–¿Y la Afrenta?
–Una complicación añadida –asintió el avatar, mientras volvía a agacharse y estudiaba las piedras que había alrededor de sus pies–. Puede que tenga que encargarme también de ellos. –Se encogió de hombros, cogió una piedra y la sopesó. Volvió a dejarla y escogió otra.
–
¿Encargarte
de ellos? –dijo Genar-Hofoen–. Creía que habías dicho que una flota de guerra entera se dirigía hacia allí.
–Oh, así es –dijo el avatar desde el suelo–. Sin embargo, hay que intentarlo, ¿no crees? –Volvió a levantarse.
Genar-Hofoen la miró, tratando de averiguar si lo estaba diciendo con sarcasmo o solo con ingenuidad. No había forma de saberlo.
–¿Y cuándo llegaremos a donde está el meollo? –preguntó, mientras trataba en vano de conseguir que una piedra plana rebotara sobre las olas.
–Bueno –dijo Amorphia–. Estos días, el meollo está probablemente a treinta años luz de la propia Excesión. –El avatar se estiró y flexionó el brazo tras de sí–. Deberíamos llegar allí esta noche –dijo. Su brazo se movió como un latigazo. La piedra silbó por el aire y pasó con elegancia sobre los frentes de una docena de olas antes de desaparecer.
Genar-Hofoen se volvió y se quedó mirando al avatar.
–¿Esta
noche?
–dijo.
–Estamos un poco cortos de tiempo –dijo el avatar con expresión consternada. Su mirada volvió a perderse en la lejanía–. Lo mejor para todos los implicados sería que hablaras con Dajeil... pronto. –Esbozó una sonrisa vacua.
–Bueno, ¿qué tal ahora mismo? –dijo, abriendo las manos.
–Ya veremos –dijo la criatura, y se volvió repentinamente sobre sus talones. De improviso, donde acababa de estar, apareció un ovoide reflectante, como un huevo gigante de papel plata apoyado en su extremo superior. El campo Desplazador pareció menguar y colapsarse en un punto y se desvaneció por completo casi antes de que el hombre hubiera tenido tiempo de percibir su existencia. El proceso produjo un suave
pop
.
La
Tiempo de matar
atravesó intacta la tercera oleada de antiguas naves de la Cultura. Sus enemigas siguieron adelante, hacia la Excesión. Desvió algunas cabezas y misiles más y devolvió un par de estos últimos contra sus naves unos momentos antes de que fueran detectados y destruidos. La mole de la
Regulador de actitud
quedó rezagada tras la flota atacante, avanzando en punto muerto, retorciéndose y rotando en el hiperespacio, alejándose aún de la
Hora de matar
mientras esta frenaba y empezaba a virar.
La cuarta oleada era puramente testimonial: catorce naves (que estaban apuntando ahora sus armas). De haber sabido que había tan pocas en el último escalón, la
Hora de matar
habría atacado la segunda oleada. Oh, bueno, la suerte también contaba. Observó un momento más a la
Regulador de actitud
para asegurarse de que realmente estaba deshaciéndose. Así era.
Devolvió su atención a las catorce naves restantes. Podía lanzarse sobre ellas en su trayectoria suicida, sabiendo que tendría un número aceptable de posibilidades de destruir unas cuatro de ellas antes de que se le acabara la suerte, o media docena si era realmente afortunada. O podía alejarse y completar su maniobra de freno-y-aceleración para hacer una segunda pasada por la flota principal. Aunque esta vez lo estuvieran esperando, podía contar con llevarse unas cuantas por delante. Entre cuatro y ocho, también.
O podía hacer esto.
Rodeó el perímetro de la última oleada mientras sus naves reconfiguraban su formación para salir a su encuentro. Como se encontraban en la retaguardia, habían tenido más tiempo para responder a su ataque y para adoptar un patrón de defensa apropiado. La
Tiempo de matar
ignoró la tentación más evidente, lanzarse sobre ellas y pasar volando entre sus filas, y apuntó solo a las cinco más cercanas.
No respondieron nada mal, pero ella salió victoriosa y despachó a dos con implosiones de sus motores de campo. Aquel era, como siempre había pensado, un modo limpio, decente y honorable de morir. Los restos de las dos naves destruidas se alejaron flotando de la formación. Las demás, intactas, siguió adelante en pos de la flota principal. Ni una sola de ellas se volvió para atacarla.
La
Tiempo de matar
continuó frenando y se orientó hacia la flota enemiga –que ahora estaba alejándose a gran velocidad– y la región de la Excesión. Los campos de sus motores estaban abriendo grandes y lívidos surcos en la red de energía para invertir el sentido de su marcha.
Topó con una URO que había quedado rezagada por una avería en los motores. Mientras la
Hora de matar
frenaba y la otra nave, carente de potencia, avanzaba tratando desesperadamente de reparar sus motores, se encontraron. Trató de comunicarse con la URO enemiga, esquivó varios disparos y contraatacó con el efector. Los sistemas automáticos independientes de la nave detectaron que su Mente empezaba a ceder. Activaron una secuencia de autodestrucción, y un nuevo hiperespacio de radiación floreció por debajo del tejido del espacio-tiempo.
Mierda
–pensó la
Hora de matar.
Estudió el hiperespacio a su alrededor.
Nada amenazante.
Vaya, maldita sea
–pensó mientras frenaba–.
Sigo viva.
Aquel era el único desenlace que no había anticipado.
Llevó a cabo una comprobación de sistemas. Estaba totalmente intacta, con la sola excepción de la degradación que ella misma había provocado a sus motores. Redujo la potencia, aminoró hasta la velocidad máxima convencional y estudió las lecturas. Degradación significativa dentro de unas cien horas. No estaba mal. Con los motores apagados, la reparación automática llevaría días. Reservas de cabezas, reducidas al cuarenta por ciento. Para rellenarla a partir de cero necesitaría entre cuatro y siete horas, dependiendo de la combinación concreta que eligiese. Eficiencia de las cámaras de plasma al noventa y seis por ciento. Casi perfecta para el perfil de encuentro, según las tablas y gráficos relevantes. Mecanismos de auto-reparación trabajando al máximo. Miró a su alrededor, concentrándose en la situación a popa. No había ninguna amenaza evidente. Dejó que algunas de sus unidades de auto-reparación empezaran a trabajar en dos de las cuatro cámaras. Tiempo de reconstrucción completa: doscientos cuatro segundos.
Duración total del enfrentamiento: once microsegundos. Hmmm; le había parecido más. Pero eso era lo lógico.
¿Debía hacer una segunda pasada? Lo pensó mientras enviaba una señal con los detalles del enfrentamiento a la
Liquídalos más tarde
y a otras dos Mentes lejanas. Luego hizo una copia para la
Brillo acerado,
sin dejar abierto el canal de comunicaciones. Necesitaba tiempo para reflexionar.
Se sentía excitada, energizada, purificada por la batalla que había librado. Se le había abierto el apetito. Una segunda pasada sería un ataque multi-destructivo-sin-reservas, no una serie de acciones defensivas de contención para tratar de ganar tiempo y encontrar a una nave concreta. Esta vez podía ser algo muy
serio...
Por otro lado, había infligido unas pérdidas más que razonables a la flota enemiga sin sufrir más que una degradación apenas significativa en su capacidad operativa. Había ignorado el consejo de una Mente superior en tiempo de guerra pero había salido victoriosa. Había jugado y había ganado, y el acto de recoger ahora las ganancias tenía algo de inesperada elegancia para ella. Seguir insistiendo podía parecer una especie de obsesivo orgullo, un exceso de belicismo, especialmente ahora que el objeto de su ira había sido derrotado. Puede que lo mejor fuera aceptar las alabanzas y/o calumnias que pudiera recibir y reintegrarse a la estructura de mando militar de la Cultura (aunque empezaba a tener sus dudas sobre el papel que la
Brillo acerado
estaba desempeñando en el asunto).
Llegó a la altura de la nube de restos de las dos naves destruidas en la última oleada de la flota enemiga. Las dejó a popa.
Lo que quedaba de la
Regulador de actitud
se le acercaba por el hiperespacio, girando con lentitud. Flotando, cada vez más lenta, cayendo gradualmente en el tejido del espacio normal. Externamente parecía ilesa.
La
Hora de matar
aminoró su marcha para situarse a la altura de la nave vencida. Sus sentidos la sondearon cuidadosamente, con el efector concentrado en su Mente y preparada para actuar a la mínima señal de peligro. En términos humanos, era como estar tomándole el pulso a alguien teniendo una pistola metida en su boca.
Los campos del motor de la
Regulador de actitud
, más débiles cada vez, estaban todavía destrozando lo que quedaba de su Mente, injuriándola y picoteándola y deshaciéndola hebra a hebra, demoliendo y desgarrando y cauterizando hasta los últimos cuantos de su personalidad y sus sentidos. Parecía que había más o menos una docena de Afrentadores a bordo. También ellos estaban muertos, fulminados por las fugas de radiación de la autodestrucción de la Mente.
La
Hora de matar
sintió una leve punzada de remordimientos, hasta de enfado consigo misma, por lo que se había forzado a hacerle a la que todavía era, en cierto sentido, una nave hermana, pero otra parte de sí se deleitaba y complacía en la agonía de la nave moribunda.
El lado sentimental salió vencedor: bombardeó a su enemiga con una profusión de fuego de plasma de sus dos cámaras operativas y se mantuvo allí durante unos momentos, mientras se producía la expansión de radiación, para ofrecer el poco respeto que la nave traidora todavía pudiera merecer.
La
Hora de matar
tomó una decisión. Envió una señal a la UGC informándola de que aceptaría sus sugerencias de ahora en adelante. Hostigaría a la flota enemiga si era lo que se le ordenaba, o colaboraría en la defensa de Esperi si se consideraba que eso era lo mejor.
Probablemente muriera de todas maneras, pero lo haría como un leal y obediente miembro de la Cultura, no como una especie de nave renegada en busca de venganza personal.
Entonces, lentamente, tras permitirse un fugaz momento de respiro, volvió a activar los motores a plena potencia y, acelerando al máximo, trazó un curso hiperbólico alrededor del de la flota enemiga, no tan directo, pero igualmente dirigido a la Excesión.