Cuando, quinientos años más tarde, llegó el momento de desmantelar la colosal maquinaria de guerra que la Cultura había creado para destruir la de los iridíanos, de repente se le había encontrado un uso a Miseria.
La mayor parte de las naves de guerra de la Cultura habían sido desmovilizadas y desmanteladas. Algunas de ellas se habían conservado, desarmadas, para utilizarlas como transportes rápidos de cantidades pequeñas de materia –seres humanos, por ejemplo– en las raras ocasiones en las que la transmisión de información no bastaba para resolver un problema, y un número todavía menor se habían mantenido intactas y operativas. Doscientos años después del fin de la guerra, el número de naves completamente activas era en realidad menor que antes de que esta estallara (aunque, como no se cansaban de señalar los críticos de la Cultura, la Unidad General de Contacto media –declaradamente pacífica– era muy superior a la mayoría de las naves alienígenas con las que cabía esperar que topara a lo largo de su carrera).
Sin embargo la Cultura, que nunca se había caracterizado por ser una civilización amante del riesgo, y que se enorgullecía de la asiduidad con la que se anticipaba a riesgos posibles, no había destruido todas las naves restantes; unos pocos millares –que representaban menos de un uno por ciento del total original– se mantuvieron en reserva, completamente armadas, con la sola excepción del cargamento habitual de cabezas explosivas Desplazables (que de todas maneras era un sistema de armas secundario), que se fabricarían llegado el momento de la movilización. La mayoría de aquellas apolilladas naves se guardaban en varios Orbitales de la Cultura, escogidos de tal modo que si alguna vez se presentaba una emergencia que requiriera de su intervención, ninguna zona de la gran galaxia estuviera a más de un mes de alguna de ellas.
Garantía contra amenazas y posibilidades que hasta ella misma tenía dificultades para especificar, algunas de las naves de reserva de la Cultura no estaban amarradas en Orbitales habitados, entre naves de crucero y VGS de visita, sino en los lugares más remotos y apartados que podían encontrarse entre los cavernosamente fríos y vacíos espacios de la gran galaxia; lugares silenciosos, secretos, ocultos; lugares apartados de las vías más transitadas, lugares cuya existencia, tal vez, nadie conociera.
Miseria había sido escogida como uno de ellos.
El Vehículo General de
Sistemas Invitado inesperado
y una flota entera de naves de guerra de apoyo habían sido enviados a la fría, oscura y vagabunda roca. La encontraron exactamente donde habían esperado, y entonces empezó el trabajo. Primero, se había excavado una serie de enormes salas en su interior. A continuación, el VGS había escogido un fragmento de la materia extraída de uno de aquellos hangares gigantes, lo había pesado y medido con toda pulcritud, lo había apuntado con milimétrica precisión y por fin lo había disparado contra Miseria, donde el impacto había creado un pequeño cráter en la superficie del mundo, exactamente como habría hecho un fragmento de basura interestelar.
La razón de todo esto era que Miseria no estaba girando con la suficiente rapidez ni se dirigía al punto exacto que convenía a los propósitos de la Cultura. La colisión, exquisitamente planificada, consiguió los dos objetivos de manera simultánea. De modo que Miseria empezó a girar un poco más deprisa para conseguir que cobrara mayor fuerza la gravedad artificial de su interior y su trayectoria se vio alterada una fracción para apartarla del sistema estelar con el que, de lo contrario, hubiera topado aproximadamente cinco mil quinientos años más tarde.
Se emplazaron varias unidades Desplazadoras gigantes en la superficie de Miseria y las naves de guerra fueron Desplazadas, de una en una, al interior de los espacios gigantes que el VGS había creado. Por último, se situaron sistemas sensoriales y armamentísticos de aterradora variedad en la superficie de Miseria y en sus entrañas, al tiempo que una nube de diminutos y oscuros artefactos de una potencia apocalíptica se situaban en órbita alrededor de la masa giratoria para escudriñar el espacio en busca de invitados indeseables y –en caso necesario– darles la bienvenida con la destrucción.
Concluida su tarea, la
Invitado inesperado
había partido, llevándose consigo la mayor parte del mineral del interior de Miseria. Dejó tras de sí un mundo que –salvo por aquel cráter nuevo de aspecto inocente– parecía intacto. Incluso su masa total era casi la misma que antes, con una pequeña sustracción debida a la colisión que había sufrido. Los restos se dejaron vagar al dictado de las leyes de la gravedad. La mayoría se alejó girando por el espacio como una metralla perezosa, pero una pequeña parte –capturada por su minúsculo campo gravitatorio– siguió flotando en compañía de Miseria, y de este modo, casualmente, se convirtió en el escondite perfecto para la nube de centinelas de cuerpo negro.
Cerca del centro de Miseria, vigilándola, se encontraba su propia y silenciosa Mente, cuidadosamente diseñada para disfrutar de la vida tranquila y de extraer un orgullo contenido y pasivo del hecho de estar conteniendo y guardando celosamente una medida casi incalculable, latente y, con suerte, innecesaria, de poder militar.
A las Mentes especializadas de las naves se las había consultado, igual que a todas las demás, sobre su destino hacía quinientos años. Las que se Almacenaban en Miseria habían optado por permanecer dormidas hasta que pudieran necesitarlas y estaban preparadas para aceptar que su sueño podía ser muy prolongado y que probablemente solo terminara antes de una muerte en el campo de batalla. En lo que todas ellas habían estado de acuerdo era en que preferirían despertar solo como preludio a la Sublimación definitiva de la Cultura, cuando esta fuera la decisión de la sociedad (si es que tal cosa llegaba a ocurrir). Hasta entonces, dormirían en sus oscuras estancias, como dioses guerreros de una cólera pasada, en implícita custodia de la paz del presente y la seguridad del futuro.
Mientras llegaba su momento, la Mente de Miseria se ocupaba de ellas y dirigía su mirada al resonante silencio y la oscuridad moteada de soles que se extendía entre las estrellas, eternamente contenta e inefablemente satisfecha con la ausencia de cualquier cosa que pudiera considerarse interesante.
Miseria era pues un lugar muy seguro y a Gestra Ishmethit le gustaban los lugares seguros. Era un lugar muy solitario, y la soledad era algo que Gestra Ishmethit siempre había buscado. Era al mismo tiempo un lugar muy importante y un lugar que casi nadie conocía o a casi nadie le importaba (ni de hecho, probablemente, le importaría jamás) y eso complacía profundamente a Gestra Ishmethit porque era una criatura extraña y lo sabía.
Alto y afectado de la torpeza y la falta de garbo de un adolescente a pesar de sus doscientos años, Gestra tenía la impresión de haber sido un renegado toda su vida. Había probado la alteración física (había sido bastante guapo por algún tiempo), había probado a ser mujer (bastante bonita, según le habían dicho), había probado a mudarse del lugar en el que se había criado (se había trasladado a un Orbital muy diferente, situado a media galaxia de distancia pero tan agradable en todos los sentidos como su hogar), y había probado a vivir una existencia onírica (había sido un príncipe tritón en una nave llena de agua que luchaba contra una mente cibernética colectiva y, según el escenario, debía cortejar a la princesa de otro clan), pero en ninguna de las cosas que había probado se había sentido más que torpe: ser bien parecido era peor que ser larguirucho y desmañado, porque tenía la impresión de que su propio cuerpo era una mentira. Ser mujer tenía el mismo inconveniente, y además era un poco embarazoso, algo así como estar ocupando el cuerpo de alguien tras haberlo invadido desde dentro. Su traslado no había conseguido otra cosa que forzarle a explicar a todo el mundo por qué se había marchado de su hogar. Tenía miedo de sumergirse en el mundo virtual tan completamente como su tritón en su acuoso reino y perder sus vínculos con la realidad, que además, en el mejor de los casos, siempre le habían parecido endebles, de modo que vivía su fantasía con la permanente sensación de que era un pez en pecera ajena, nadando en círculos entre las ruinas petrificadas de castillos hundidos. Al final, para su consternación, la princesa se había entregado a la mente colectiva cibernética.
El hecho desnudo era que no le gustaba hablar con la gente, no le gustaba mezclarse con ella y ni siquiera le gustaba pensar en ella en términos individuales. Sus mejores momentos los pasaba cuando se encontraba solo y lejos de los demás. Entonces podía sentir una nada desagradable nostalgia de su compañía colectiva, una nostalgia que se esfumaba por completo –reemplazada por un temor que le encogía el estómago– en el mismo instante en que se veía satisfecha.
Gestra Ishmethit era un sujeto extraño. A pesar de haber sido engendrado por la madre más normal y sana imaginable (y un padre igualmente normal), en la más normal de las familias y el más normal de los Orbitales y haber disfrutado de la más normal de las educaciones, un accidente de nacimiento o alguna insólita conjunción de disposición natural y educación lo habían convertido precisamente en la clase de persona que la cuidadosa manipulación genética de la Cultura jamás producía: un inadaptado genuino, algo aún más raro en el seno de aquella sociedad que un bebé físicamente deformado.
Pero, mientras que un miembro enano o un rostro desfigurado eran muy fáciles de reemplazar o rehacer, cuando la rareza estribaba en el interior, las cosas eran muy diferentes, hecho que Gestra había aceptado siempre con una ecuanimidad que, sospechaba a veces, la gente consideraba aún más rara que su casi patológica timidez original. ¿Por qué no se sometía sencillamente a un tratamiento?, le preguntaban sus parientes y conocidos. ¿Por qué no pedía que, aun dejándolo tan intacto como fuera posible, le quitaran, le extirparan aquella extraña aberración? Puede que no fuera sencillo, pero al menos sería indoloro. Probablemente podrían hacérselo mientras dormía. No recordaría nada y cuando despertara podría llevar una vida normal.
Despertó el interés de las IAs, drones, humanos y Mentes que estudiaban esta clase de cosas. No tardaron en estar haciendo cola para tratarlo: ¡Era un desafío! Sus –según el caso– amables, animosas, tentadoras, bruscas o sencillas maneras de abordarlo para solicitar una entrevista, aconsejarlo y explicarle los méritos de sus diversos tratamientos acabaron por asustarlo de tal modo que dejó de responder a su terminal y, en la práctica, se convirtió en un ermitaño en la casa de verano de la finca de su familia, incapaz de explicar que, a pesar de todo –o de hecho, precisamente a causa de todos sus anteriores intentos por integrarse en el resto de la sociedad y de lo que le habían hecho aprender sobre sí mismo– quería ser quien era, no la persona en la que se convertiría si le quitaban el rasgo que lo diferenciaba de todos los demás, por muy perversa que su decisión se les antojara a ellos.
Al final, había hecho falta la intervención de la Mente Nuclear del Orbital en el que vivía para llegar a una solución. Un dron de Contacto había venido a verlo un día.
Siempre le había resultado más sencillo hablar con drones que con humanos, y aquel dron en particular había conseguido, de alguna manera, mostrarse serio y encantador al mismo tiempo y, tras la que probablemente fuera la conversación más larga que Gestra había mantenido en toda su vida, le había ofrecido diversos puestos en los que podría estar solo. Había elegido el que le ofrecía la posibilidad de estar más solo, el que le permitiría anhelar a sus anchas la única cosa que sabía que era incapaz de apreciar, el contacto humano.
Al final había terminado por ser una sinecura. Desde el principio le habían explicado que en realidad no tendría nada que
hacer
en Miseria; sencillamente,
estaría
allí: una presencia humana simbólica en medio de un ejército de armas dormidas, un testigo de la silenciosa custodia que la Mente hacía de sus máquinas. Gestra Ishmethit tampoco había puesto la menor objeción a la falta de responsabilidades. Ya llevaba un siglo y medio viviendo en Miseria y en todo ese tiempo no la había abandonado una sola vez, no había recibido una sola visita y no había sentido otra cosa que una completa satisfacción. Algunos días, hasta se sentía feliz.
En los enormes y oscuros espacios, las naves se disponían en filas y columnas de sesenta y cuatro unidades. Aquellas grandes estancias se mantenían a oscuras y en el vacío, pero Gestra había descubierto que si cogía algo de basura de sus habitaciones y lo mantenía caliente en un saco de gelcampo y luego lo ponía en el suelo helado de uno de los hangares y lo rociaba con oxígeno de un tanque presurizado, podía conseguir que ardiera. Una pequeña pero satisfactoria fogata, que despedía una cegadora luz blanca bajo el chorro de gas y producía una nube de humo y hollín que se dispersaba con rapidez. Había descubierto también que ajustando el chorro de oxígeno y dirigiéndolo por medio de una pipeta que él mismo había diseñado y construido, podía producir una llama furiosa, un brillo de un rojizo apagado o cualquier estado intermedio de conflagración.
Sabía que a la Mente no le gustaba que lo hiciera, pero a él le divertía y era casi la única cosa que podía hacer para enojarla. Además, la Mente había acabado por reconocer de mala gana que la cantidad de calor producida era demasiado pequeña para atravesar los ochenta kilómetros de hierro que los separaban de la superficie de Miseria y que, en último caso, los productos de desecho provocados por la combustión serían recuperados y reciclados, así que Gestra se entregaba a su pequeño pasatiempo con la conciencia tranquila cada pocos meses.
La fogata de aquel día se alimentaba de unos viejos tapices de los que se había hartado, unos restos de verduras de comidas pasadas y pequeños trozos y astillas de madera. Los restos de madera eran los desechos de su afición, construir modelos de antiguas embarcaciones de vela a escala 1:20.
Había vaciado la piscina de sus aposentos y la había convertido en una plantación y una granja en miniatura utilizando parte de la biomasa que les habían dado a la Mente y a él. Allí crecían árboles diminutos que cortaba y de los que extraía pequeñas planchas, que a su vez utilizaba para producir los mástiles, palos, cubiertas y demás piezas de madera que requerían las naves. Otros bonsáis de su bosque le proporcionaban las fibras que tensaba y retorcía y anudaba, convirtiéndolos en las hebras con las que hacía las drizas y cabos. Otras plantas le permitían extraer fibras más finas que tejía en telares infinitesimales, construidos también por él mismo, para hacer las velas. Las partes de hierro y acero las hacía con material arañado en las paredes de hierro de la propia Miseria. Fundía el material en un horno en miniatura para librarse de las últimas trazas de impurezas y a continuación lo pulía en un pequeño molino accionado a mano y lo moldeaba utilizando cera y unos polvos parecidos al talco, o le daba forma curva con un torno microscópico. Otro horno fundía la arena –extraída de la playa que había formado parte de la piscina– para hacer obleas de cristal para portillas y tragaluces. Y otra parte de la biomasa del sistema de soporte vital se utilizaba para producir brea y aceites, con los que revestía el casco y engrasaba las pequeñas grúas,
derricks
y otras piezas de maquinaria. Su bien más preciado era el cobre, que se veía obligado a extraer de un telescopio que le había regalado su madre (con algún comentario irónico que había olvidado hacía mucho tiempo) cuando le anunciara su decisión de marcharse a Miseria (ahora su madre estaba Almacenada; una de sus tátaranietas se lo había comunicado por carta).