–¡Ja! –gritó Cinco Mareas mientras se llevaba la maniatada y temblorosa criatura al pico delantero y le arrancaba el cable que la mantenía inmóvil–. ¿Otra partida, Genar-Hofoen? –Escupió el cable entero y le dio una palmadita a la bolalada en uno de los miembros mientras el animalillo flexionaba sus recortadas alas.
–¿Por qué no? –dijo Genar-Hofoen con tranquilidad. Estaba exhausto pero no pensaba permitir que Cinco Mareas lo supiera.
–Nueve a cero para mí, creo –dijo el Afrentador mientras levantaba la bolalada hasta la altura de sus ojos–. Lo sé. Hagámoslo más interesante. –Colocó a la criatura en la punta de su pico y sus apéndices oculares se inclinaron hacia delante y hacia abajo para inspeccionar lo que estaba haciendo. Hubo un delicado movimiento en las frondas bucales de Cinco Mareas y un diminuto chillido, acompañado por un pequeño reventón.
Cinco Mareas apartó la criatura de su pico y, aparentemente satisfecho, la inspeccionó.
–Bien –dijo–. Para variar, siempre es interesante jugar con una bola ciega. –Le arrojó la criatura, que no dejaba de estremecerse y gemir, a Genar-Hofoen–. Sacas tú, creo.
La Cultura tenía un problema con la Afrenta. La Afrenta también lo tenía con la Cultura, por cierto, pero en comparación era bastante insignificante. El problema de la Afrenta con la Cultura era que trataba de impedirle hacer todas las cosas que le gustaba hacer. El problema de la Cultura era que la Afrenta era como un picor que no podía rascarse. El problema de la Cultura con la Afrenta era que la Afrenta existía y que la Cultura no podía, en conciencia, hacer nada al respecto.
El problema derivaba de un accidente de la topografía galáctica y una combinación de mala suerte y mala planificación.
La región de límites mal definidos en la que habían surgido las diferentes especies que con el tiempo habían conformado la Cultura se encontraba en el otro extremo de la galaxia del planeta nativo de la Afrenta y los contactos entre ambas civilizaciones habían sido inusualmente escasos por una serie de razones muy banales. La Cultura tardó algún tiempo en conocer bien a la Afrenta, y para entonces –poco después de la prolongada distracción que supuso la Guerra Idirana– la Afrenta era una especie en proceso de rápido desarrollo y veloz maduración y, aparte de una nueva guerra, no había forma de cambiar fácilmente su naturaleza o su comportamiento.
Algunas Mentes de la Cultura habían argüido en aquel momento que una corta guerra contra la Afrenta era precisamente el curso de acción más conveniente, pero incluso ellas eran conscientes al presentar su argumento ante las demás de que era un caso perdido. A pesar de que la Cultura se encontraba en el cénit de una potencia militar que nunca hubiera esperado alcanzar al inicio de aquel prolongado y largo conflicto, predominaba a todos los niveles el convencimiento paralelo de que –cumplida la misión de frenar la implacable expansión de los iridíanos– nunca necesitaría ni querría volver a alcanzar semejante pináculo de excelencia marcial. Aunque las Mentes habían coincidido en que un solo golpe inesperado y aplastante beneficiaría a todos los implicados –incluida la Afrenta, y no solo a largo plazo sino muy pronto– las naves de guerra de la Cultura estaban en aquel momento siendo desmovilizadas, desactivadas, desmontadas, almacenadas y desmilitarizadas por decenas de miles, mientras sus trillones de ciudadanos se congratulaban por el trabajo bien hecho y regresaban con el deleite de los auténticos pacifistas que eran al disfrute desinhibido de todas las maravillas recreativas que la decididamente hedonista sociedad en la que vivían podía ofrecer.
Probablemente, jamás hubiera existido ocasión menos propicia para defender la conveniencia de una guerra y la discusión no resistió a las circunstancias, pero el problema no desapareció.
Parte del problema estribaba en que la Afrenta tenía la perturbadora costumbre de tratar a todas las especies con las que se encontraba con total suspicacia o divertido desprecio, en función de si la civilización en cuestión andaba tecnológicamente por delante o por detrás de ella. Había existido una especie desarrollada –los Padressahl– en la misma zona de la galaxia, suficientemente parecida a la Afrenta en términos de trasfondo evolutivo y apariencia física como para que la tratara casi como amiga y que disfrutaba al mismo tiempo de un punto de vista moral lo bastante similar al de la Cultura como para ejercer como cicerone ante las demás especies locales, y hay que decir para su eterno crédito que los Padressahl llevaban tratando de influir en la Afrenta para convertirla en algo remotamente parecido a una civilización decente más siglos de los que recordaban o se atrevían a admitir.
Fueron los Padressahl quienes pusieron su nombre a la Afrenta. Originalmente, la Afrenta se llamaba a sí misma como su mundo natal, Issorile. Al bautizarla como la Afrenta –cosa que había ocurrido tras un incidente relacionado con una embajada comercial de los Padressahl en Issorile a la que sus habitantes habían tratado como si fuera parte del menú– habían tenido la decidida intención de insultarla pero resultó que los issorilianos creyeron que aquel nombre sonaba mucho mejor y se negaron a abandonarlo aun después de haber formado su relajada alianza con los Padressahl.
Sin embargo, más o menos un siglo después del fin de la Guerra Idirana, los Padressahl tuvieron lo que la Cultura consideró el feísimo detalle de sublimar inesperadamente a la Ancestralidad Avanzada en el peor momento posible, dejando sueltos a sus menos civilizados y más entusiastas vecinos junto a las ruedas de los miembros locales de la alargada y esforzada caravana de civilizaciones que (voluntariamente o no) marchaban en pos del progreso y que se conocía como la Cultura, libertad que aprovecharon para masacrar a varias de las especies vecinas menos desarrolladas con las que, por su propio bien, nadie se había puesto todavía en contacto.
La opinión sugerida por las Mentes más cínicas de la Cultura de que la decisión de los Padressahl de pulsar el botón del hiperespacio y marchar en busca de la divinidad sin importarles un ápice lo que les pasara a los demás había sido provocada parcial, si no fundamentalmente, por la frustración y la repulsa que les provocaba la espantosa naturaleza de la Afrenta no había sido nunca ni aceptada del todo ni convincentemente refutada.
En cualquier caso, al final, con un motón de apretones de manos y tentáculos, alguna donación de tecnología admirablemente administrada (a través de lo que el Regimiento de Inteligencia de la Afrenta pensaba todavía, jubilosa pero ingenuamente, que había sido un astuto robo por su parte), algún que otro cabezazo (o cualquiera intercambio anatómico que se considerara apropiado) ocasional y un recurso generalizado al soborno de toda la vida (absolutamente poco elegante para una Mente de la Cultura –cuyos gustos se decantaban por formas más refinadas de latrocinio– pero de innegable eficacia) la Afrenta se había avenido finalmente –pataleando y chillando en ocasiones, es cierto– a unirse a la gran comunidad de meta-civilizaciones galácticas. Habían accedido a acatar sus leyes la mayoría del tiempo y, bien que de mala gana, habían admitido que otros seres aparte de sí mismos podían tener derechos, o al menos deseos tolerablemente excusables (como por ejemplo los concernientes a la vida, la libertad, la autodeterminación y cosas por el estilo) que en ocasiones podían colisionar con la, según ellos, perfectamente natural, manifiestamente justa e incluso discutiblemente sagrada prerrogativa de la Afrenta de ir adonde le viniera en gana y hacer lo que se le antojase, a ser posible divirtiéndose un poco a costa de los lugareños mientras lo hacían.
Todo esto, no obstante, representaba únicamente una solución parcial a la parte más acuciante del problema. Si la Afrenta no hubiera sido más que otra de esas especies expansionistas de aventureros crueles e inmaduros pero tecnológicamente avanzados y con malos modales, el problema que representaba para la Cultura habría quedado relegado a la categoría de lo más o menos ignorable. Habrían entrado a formar parte de la desordenada colección de especies obstinadamente resistentes que luchaban por expresarse en la vasta vaciedad que era la galaxia.
Sin embargo, el problema tenía raíces más profundas. Se remontaba más, era más intrínseco. El problema era que, incluso antes de salir de su pequeño y nublado planeta, la Afrenta había pasado incontables milenios experimentando y alterando cuidadosamente la flora y, en especial, la fauna de su medio. Había descubierto en un punto relativamente temprano de su desarrollo cómo cambiar el maquillaje genético tanto de su especie –que, casi por definición y dada su manifiesta superioridad, necesitaba pocas modificaciones– como el de las demás criaturas que compartían su mundo natal.
Consecuentemente, aquellas criaturas habían sido sometidas a todas las modificaciones que a la Afrenta le habían parecido convenientes, para su propia diversión y deleite. El resultado era lo que una de las Mentes de la Cultura había descrito como una especie de interminable y auto-perpetuado holocausto de agonía y terror.
La sociedad de la Afrenta se apoyaba sobre una enorme base de adolescentes explotados sin ningún miramiento y una subclase de hembras oprimidas que, a menos que hubiesen nacido en el seno de una de las familias
más
importantes –y a veces ni siquiera en estos casos–, podían considerarse afortunadas si solo eran violadas por miembros de su propia tribu. En general se consideraba muy significativo –en el seno de la Cultura, por lo menos– el hecho de que uno de los aspectos de su propia condición genética que la Afrenta sí hubiera decidido modificar era el de convertir el acto sexual para sus hembras en una práctica mucho menos placentera
y
mucho más dolorosa de lo que su naturaleza genética básica requería. Para fomentar, al menos así se justificaba, lo que se consideraba el bien de la especie frente al impetuosamente egoísta placer del individuo.
Cuando un Afrentador salía a cazar los artificialmente engordados lanzárboles, segamembros, paralices o desolladores que eran las presas favoritas de su raza, lo hacía en una carroza voladora tirada por unos animales llamados velozalas, que vivían en un estado de perpetuo terror y cuyos sistemas nerviosos y receptores de feromonas habían sido laboriosamente modificados para que reaccionaran aumentando su nivel de terror y sus ganas de huir en la misma medida en que lo hicieran la excitación –y, por ende, los olores relevantes– de sus amos.
Los animales cazados experimentaban también un terror artificial, provocado por la mera apariencia de los Afrentadores, de modo que recurrían a maniobras aún más desesperadas en su frenético afán por escapar.
Cuando un Afrentador quería que le limpiaran la piel, recurría a un pequeño animal llamado xermana, cuya diligencia había recibido considerable impulso desde el momento en que se había dotado a las criaturas de una voracidad tan frenética por las células muertas de la piel de los Afrentadores que a menos que el agotamiento lo impidiera, se atracaban hasta reventar.
La Afrenta había llegado al punto de declarar que incluso sus animales domesticados estándar tenían un sabor mucho más interesante cuando mostraban señales de haber sufrido una gran agonía, de modo que los habían alterado para hacer que existieran en tan elevado grado de ansiedad –además de criarlos en condiciones orquestadas para intensificar este efecto– que inevitablemente producían lo que cualquier Afrentador digno de su metilacetileno hubiera coincidido en que era la carne de sabor más delicioso a este lado de un horizonte de sucesos.
Los ejemplos se multiplicaban; de hecho, al examinar su sociedad, era más o menos imposible no topar con el deliberado, e incluso artístico uso que de la manipulación genética hacía la Afrenta para producir, por medio de una especie de egoísmo en ebullición –que para ellos era imposible de distinguir de un genuino altruismo–, la clase de resultados que la mayoría de las sociedades requeriría paroxismos de miseria autodestructiva para generar.
Cordial pero horrible, así era la Afrenta. "¡Al progreso por el dolor!" era un dicho Afrentador. Genar-Hofoen lo había escuchado incluso en labios de Cinco Mareas. No podía recordarlo con exactitud, pero seguramente hubiera sido acompañado por un estruendoso "¡Jo, jo, jo!".
La Afrenta horrorizaba a la Cultura. Sus miembros le parecían totalmente incorregibles y tanto su actitud como su abominable moralidad parecían inasequibles al remedio. La Cultura se había ofrecido a proporcionarles máquinas para encargarse de los trabajos que hacían los castrados juveniles pero la Afrenta se había limitado a reírse a carcajadas. Vaya, ellos ya podían construir fácilmente sus propias máquinas pero, ¿qué honor había en recibir el servicio de una mera
máquina?
Del mismo modo, los intentos de la Cultura por convencer a la Afrenta de que existían otros métodos de controlar la fertilidad y la herencia familiar que los que se basaban en el encarcelamiento ritual, la mutilación genética y la violación organizada de sus hembras o de que se podía consumir carne criada en contenedores –aún mejor que la de verdad– o de proporcionarles versiones inconscientes de sus animales de caza se encontraban con negativas igualmente burlonas y afables.
A pesar de todo, a Genar-Hofoen le gustaban, e incluso había llegado a admirarlos por su vivacidad y entusiasmo. En realidad, nunca había suscrito la creencia generalizada en la Cultura de que toda forma de sufrimiento era intrínsecamente mala; él aceptaba que un cierto grado de explotación era intrínseco al desarrollo de una civilización y era partidario de la escuela de pensamiento que sostenía que la evolución, o al menos las presiones evolutivas, debían seguir existiendo en el seno de una especie civilizadas, en lugar de –como había hecho la Cultura– reemplazarla con una especie de inmovilidad– sicológica-con-lista-de-alternativas, elegida democráticamente y que entregaba el auténtico control de la sociedad a las máquinas.
No es que Genar-Hofoen odiase a la Cultura ni le desease nada especialmente malo en su forma actual. Le satisfacía profundamente haber nacido en ella y no en cualquiera de las sociedades humanoides en las que uno sufría, procreaba, moría y punto. Lo único que pasaba era que en la Cultura no se sentía siempre como en casa. Era una patria que quería abandonar, sabiendo que podría regresar siempre que le apeteciera. Quería experimentar la vida como un Afrentador y no solo en una simulación, por muy fidedigna que fuera. Además, quería ir a sitios que no hubiese visitado nadie de la Cultura y, vaya, explorar el universo.