Reinaba un cierto ajetreo en la galería. Su madre, alta, despeinada y ataviada con una chilaba, estaba allí, así como tres primos, siete tíos y tías, casi una docena de amigos –íntimos todos ellos, y un poco ojerosos tras la fiesta de Graduación– y un par de drones domésticos esclavos que trataban de controlar a los animales; una jauría de espetyldos leonados que miraban a todo el mundo y husmeaban y babeaban de excitación y sus tres alseínos, encapuchados pero inquietos a pesar de ello, que no dejaban de sacudir las alas y emitir su penetrante y melancólico grito. Otro dron esperaba tras una ventana cercana con Bravo, su montura favorita, que, ya ensillada, pateaba el suelo mientras los tres drones que para ella eran el número mínimo con el que se podía sobrevivir se encargaban de los baúles de su equipaje, que todavía estaban bajando del ascensor de la casa. Una bandeja con su desayuno flotaba a su lado. Acababa de empezar a comer un trozo de chisle cuando el dron le dijo que haría el viaje sola.
Churt Lyne no replicó con palabras. En su lugar lo hizo –cosa que era toda una novedad– a través de su randa neural:
~ Ulver, por misericordia, esto es una misión secreta para Circunstancias Especiales, no una cita con tus amigas.
–¡Y no me andes con secretitos! –siseó con los dientes apretados–. ¡Joder, eres tan
maleducado!
–Muy cierto, querida –murmuró su madre con un bostezo.
Un par de amigas suyas se rieron con desgana.
Churt Lyne se le acercó hasta casi tocarla y lo siguiente que supo fue que había una especie de cilindro gris alrededor de la máquina y ella. Se extendía desde el suelo de madera al techo de piedra tallada y con su casi metro y medio de diámetro contenía a Churt Lyne, a la bandeja del desayuno y a ella misma sin demasiada holgura. Se quedó mirando al dron con los ojos y la boca muy abiertos. ¡Nunca había hecho nada parecido! Su campo de aura había desaparecido. Ni siquiera había tenido la decencia de hacer el campo cuadrado y ponerle espejos en las paredes. De ese modo, al menos podría haber visto qué aspecto tenía.
–Lo siento, Ulver –dijo la máquina. Su voz sonaba desafinada dentro del estrecho cilindro. Ulver cerró la boca y tocó el campo en el que el dron los había encerrado. Su tacto recordaba al de las piedras calientes–. Ulver –volvió a decir el dron mientras le cogía una mano en su campo manipulador–. Discúlpame. Tendría que habértelo dicho antes. Simplemente asumí... Bueno, da igual. Se supone que yo debo acompañarte a Grada, pero nadie más. Tus amigos tendrán que quedarse aquí.
–¡Pero Peis y yo siempre hemos ido juntas al espacio profundo! Y Klatsli es mi nueva protegida. Le prometí que podría estar cerca de mí. ¡No puedo abandonarla sin más! ¿Tienes idea de lo que eso podría significar para su desarrollo? ¿Para su vida social? La gente podría pensar que la he echado. Además, tiene un hermano mayor absolutamente
exquisito.
Si no...
–No puedes llevártelas –dijo el dron en voz alta–. La invitación no las incluye.
–Ya te oí ayer, ¿sabes? –dijo Ulver, sacudiendo la cabeza e inclinándose hacia el dron–. "Guarda el secreto". No les he dicho adónde vamos.
–Esa no es la cuestión. Cuando te dije que no se lo contaras a nadie me refería a que no le contaras a nadie que te ibas, no solo que no contaras adónde te ibas
exactamente.
Ulver echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada.
–¡Churt, vamos a ser serios! Mi diario es un documento público, ¿no te habías dado cuenta? Hay al menos tres canales dedicados a mí... Todos están dirigidos por jóvenes desesperados, lo admito, pero da igual. No puedo cambiarme el color de
ojos
sin que se entere toda la gente de la Roca interesada en la moda en menos de una hora. ¡No puedo desaparecer así, sin más! ¿Es que te has vuelto
loco?
–Y tampoco creo que puedan venir los animales –dijo Churt Lyne con voz calmada, ignorando la pregunta–. Desde luego la protira no puede venir. No hay sitio en la nave.
–¿Que no hay
sitio?
–bramó–. ¿Pero qué
tamaño
tiene? ¿Estás seguro de que no es
peligrosa?
–Las naves de guerra no tienen establos, Ulver.
–¡Es una
antigua
nave de guerra! –exclamó sacudiendo los brazos–. ¡Au! –Se chupó los nudillos que acababan de chocar contra el campo cilíndrico.
–Lo siento. Pero es así.
–¿Y qué hay de mi ropa?
–Puedes llevarte un camarote entero lleno de ropa si quieres, aunque no sé para qué te la vas a poner.
–¿Y qué pasa cuando llegue a Grada? –gritó–. ¿Y qué pasa con el tío al que se supone que me tengo que tirar? No esperaréis que ande por ahí
desnuda.
–Llévate dos camarotes llenos. Tres. La ropa no es problema y puedes comprar más cuando llegues allí... No, espera, sé lo que tardas tú en escoger ropa nueva. Llévate lo que necesites y ya está. Cuatro camarotes.
–¡Pero mis amigos...!
–Una cosa, voy a enseñarte el lugar en el que trabajarás, ¿de acuerdo?
–Oh, de acuerdo –dijo ella, sacudiendo la cabeza y suspirando pesadamente.
El dron envió imágenes del interior de la antigua nave de guerra al cerebro de Ulver a través de su randa neural.
Ulver se quedó pasmada. Cuando las imágenes dejaron de pasar, tenía los ojos muy abiertos. Se quedó mirando al dron.
–¡Qué habitaciones! –exclamó–. ¡Esos camarotes son pequeñísimos!
–Cierto. ¿Sigues queriendo llevar a tus amigos?
Lo pensó un segundo.
–¡Sí! –gritó, dando un puñetazo en la pequeña bandeja que flotaba junto a ella. La bandeja se balanceó, tratando de compensarse para no verter el zumo de frutas–. ¡Será muy acogedor!
–¿Y si os enfadáis?
Esto la desconcertó un momento. Se dio unos golpecitos en el labio mientras contemplaba el espacio con el ceño fruncido. Se encogió de hombros.
–Puedo ignorar a alguien en el mismo vagón de metro que yo, Churt. Puedo hacerlo aunque estemos en la misma
cama.
–Se inclinó de nuevo hacia la máquina y miró las paredes grises del campo cilíndrico que la rodeaba–. Puedo ignorar a alguien en un sitio
así
de pequeño –dijo con tono resuelto y las manos en las caderas. Echó la cabeza atrás, entornó la mirada y bajó la voz–. Podría negarme a ir, ¿sabes?
–Podrías –dijo la máquina con un pronunciado suspiro–. Pero nunca ingresarías en Contacto y CE se vería obligado a buscar un doble, una entidad sintética, para suplantar a esa mujer en Grada. Y si las autoridades lo descubrieran, no les gustaría nada.
Miró directamente a la máquina un momento. Suspiró y sacudió la cabeza.
–Cabrón –masculló mientras cogía el vaso de zumo de frutas y, al darse cuenta de que se había vertido un poco de contenido, lo miraba con asco–. Odio esta mierda de los adultos. Volvió a dejar el vaso de zumo en la bandeja y se pasó la lengua por los labios–. Está bien. ¡Vamos, vamos!
Las despedidas se prolongaron. El tono de Churt Lyne se volvió más y más negro a medida que crecía su frustración, hasta que pareció convertirse en una especie de esfera negra. Entonces desactivó del todo el campo de aura y salió por la ventana más cercana. Una vez fuera, se dedicó a volar de un lado a otro a toda velocidad. Un par de detonaciones sónicas casi provocan que las monturas se encabritaran.
Sin embargo, finalmente llegó el momento en que Ulver se hubo despedido de todos y, tras decidirse a dejar todos sus animales y dos baúles de ropa tras de sí –y serena en medio de la algarabía reinante y de las lágrimas de Klatsli– entró en el metro acompañada por un Churt Lyne que había adoptado un tono azul escarchado y partió a los Muelles Delanteros donde un hangar de grandes dimensiones y muy bien iluminado, la antigua Unidad Rápida de Ofensiva de clase Psicópata
Franco intercambio de puntos de vista,
la estaba esperando.
Se echó a reír.
–Si parece –bufó– un vibrador.
–Muy apropiado –dijo Churt Lyne–. Cuando está armada, puede follarse sistemas solares enteros.
Recordaba una vez en que, de niña, había estado en un puente que cruzaba un barranco de los Espacios Interiores. Tenía una piedra en la mano y su madre la levantó hasta el parapeto del puente para que pudiera asomarse sobre el borde y tirar la piedra al agua. Había levantado la piedra –tenía el mismo tamaño que su pequeño puño– a la altura de sus ojos y había cerrado uno de ellos, de modo que la oscura piedra había tapado todo lo que podía ver. Entonces la había soltado.
Churt Lyne y ella se encontraban en el minúsculo hangar, rodeados por sus maletas, bolsas y baúles, y por un montón de equipamiento militar, sencillo pero de aspecto amenazante. La piedra había caído hacia las aguas oscuras de una manera que se parecía mucho a la que tenía ahora la Roca Phage de alejarse en silencio de la vieja nave de guerra.
Esta vez, por supuesto, no hubo ningún chapoteo.
Una vez que Phage hubo desaparecido del todo, Ulver cerró la vista que el randa neutral había importado a su cerebro y se volvió hacia el dron, con una idea en la cabeza que se le habría ocurrido el día anterior –o eso esperaba– de haber estado sobria y tranquila.
–¿Cuándo enviaron esta nave a Phage, Churt, y desde dónde?
–¿Por qué no se lo preguntas tú misma? –dijo, volviéndose y señalando un pequeño dron que se acercaba sobrevolando el equipaje.
~ ¿Churt? –pensó a través del randa neural.
~ ¿Sí?
~ Maldición. Confiaba en que el representante de la nave fuera un joven guapísimo. Pero más bien se parece a un...
Churt Lyne la interrumpió.
~ Ulver, ¿eres consciente de que la propia nave hace de intermediaria en estas comunicaciones?
~ Oh, vaya –pensó, y sintió que se ponía colorada mientras el pequeño dron se aproximaba. Lo recibió con una gran sonrisa.
–No pretendía ofender –dijo.
–No lo ha hecho –dijo la maquinita, deteniéndose delante de ella. Poseía una voz aflautada pero razonablemente melodiosa.
–Para que quede constancia –dijo, sin dejar de sonreír y sin dejar de ruborizarse–, estaba pensando que parece usted un joyero.
–Podría haber sido peor –dijo Churt Lyne–. Deberías oír lo que me llama a mí a veces.
La parte delantera del pequeño dron se inclinó hacia el suelo en una especie de reverencia.
–No pasa nada, señorita Seich –dijo–. Encantado de conocerla. Permita que le dé la bienvenida a bordo del Punzón Muy Rápido
Franco intercambio de puntos de vista.
–Gracias –respondió ella y se inclinó a su vez–. Ahora mismo le estaba preguntando a mi amigo de dónde habían venido y cuándo los enviaron.
–No vengo de otro sitio que Phage –le dijo la nave.
Ulver sintió que se le abrían mucho los ojos.
–¿De veras?
–De veras –dijo la máquina lacónicamente–. Y las respuestas a sus próximas tres preguntas son, sospecho: porque estaba muy bien escondida, cosa que es sumamente sencillo en un conglomerado de masa del tamaño de Phage; durante quinientos años; y hay otras quince como yo allí. Confío en que esto haya contribuido a tranquilizarla más que a asombrarla y que podamos contar con su discreción en el futuro.
–Oh, caramba, pues claro –dijo, asintiendo, y le faltó poco para entrechocar los talones y saludar.
Últimamente, Dajeil había pasado mucho más tiempo con los animales. Nadaba con los grandes peces y los mamíferos y reptiles marinos, se ponía un traje volador y sobrevolaba el mar a gran altura con las amplias alas extendidas y en compañía de las criaturas flotantes, en las calmadas corrientes de aire y entre las capas de nubes, y se ponía un traje de gelcampo completo, con una unidad AG secundaria, y se abría camino entre los gases venenosos, las nubes ácidas y las tormentas de la alta atmósfera, rodeada por la toxicidad y la feroz belleza de su ecosistema.
Hasta había pasado algún tiempo paseando por los parques de las zonas superiores de la nave, las reservas naturales que la
Servicio durmiente
había poseído incluso cuando era un VGS modoso y serio y un miembro diligente de la sección de Contacto. Los parques –paisajes completos, con sus colinas, sus bosques, sus llanuras, sus ríos y sistemas lacustres, e incluso los restos de pequeñas aldeas y hoteles– cubrían las superficies planas de la gran nave y en su conjunto se extendían a lo largo de ochocientos kilómetros cuadrados. Con la marcha de los seres humanos, habían quedado grandes poblaciones de animales terrestres en los parques de la nave, incluidos herbívoros, depredadores y carroñeros.
Nunca les había prestado demasiada atención –siempre le habían interesando más los grandes y flotantes animales de los medios fluidos– pero ahora que presumiblemente se enfrentaban al mismo exilio o a la misma inconsciencia que los demás, había empezado a sentir un tardío, casi culpable interés por ellos (como si, pensó con tristeza, su atención otorgara algún sentido especial al comportamiento que estaba presenciando o significara algo para las criaturas implicadas).
Amorphia no le hizo su acostumbrada visita. Pasó otro par de días.
Cuando el avatar volvió a presentarse, ella había estado nadando con las rayas triangulares de alas púrpura en los bajíos del mar que se extendía más allá del desnudo acantilado de tres kilómetros que era la parte trasera de la nave. Al regresar había cogido el volador que la nave ponía habitualmente a su disposición, pero le había pedido que la dejara en lo alto del cono de desmoronamiento que había tras el acantilado que miraba a la torre.
Era un día brillante y frío y el aire traía un aroma intenso. En aquella parte de la nave estaba aproximándose el invierno. Todos los árboles, salvo unos pocos siempreazules, se habían despojado de sus hojas, y las nieves no tardarían en llegar.
El aire era muy claro y desde lo alto del cono se veían las islas del Borde, treinta kilómetros más allá, próximas al lugar en el que el campo de contención interior de la nave descendía abruptamente como un muro en mitad del mar.
Había descendido con lentitud por la ladera entre el traqueteo de piedras que caían como alborotados riachuelos secos de polvo y guijarros. Hacía tiempo que había aprendido a utilizar en su beneficio su alterado centro de gravedad para aventuras como aquella y nunca había sufrido una caída de importancia. Llegó al fondo con el corazón alborotado, los músculos calientes por el esfuerzo y la piel brillante de sudor. Caminó a paso vivo por la marisma salina, recorriendo los caminos que la nave había abierto para ella.