–¿Disculpe? –dijo. No estaba segura de haberle entendido bien.
–Phoese Cloathel-Beldrunsa Iel Poere da'Merire, ha sido usted nombrada representante de los humanos en el Orbital llamado Cloanthel. Por consiguiente le informo de que este Orbital ha sido reclamado en nombre de la República Afrentadora. Todo el personal de la Cultura forma parte ahora de la Afrenta (como ciudadanos de tercera clase). Obedecerán las órdenes de sus superiores. Cualquier resistencia se considerará un acto de traición.
La profesora se frotó los ojos.
–¿Nubrillante, es usted? –preguntó al Afrentador. El destructor
Corta las alas
había llegado el día anterior con un grupo de intercambio cultural que la universidad llevaba semanas esperando. Nubrillante era el capitán de la nave. Habían mantenido una interesante conversación sobre semántica pan-racial en la fiesta de la noche pasada. Una criatura inteligente y sorprendentemente sensible. Ni de lejos tan agresiva como ella esperaba. El que estaba allí se parecía a él pero era diferente. Phoese tenía la inquietante sensación de que todas las protuberancias de su traje eran armas.
–
Capitán
Nubrillante, si es tan amable, profesora –dijo el Afrentador mientras se le acercaba flotando. Pasó sobre su falda, que estaba tirada en el suelo. Demonios, la noche pasada había sido un poco descuidada.
–¿Habla en serio? –preguntó. Sintió el repentino impulso de ventosearse pero lo contuvo. Tenía miedo de que el Afrentador se sintiera insultado.
–Hablo muy en serio, profesora. La Afrenta y la Cultura están en guerra en este momento.
–Oh –dijo. Dirigió la mirada a su broche terminal, colgado de una extensión del cabecero de la cama. Vaya, la luz del Noticiario estaba parpadeando en aquel preciso momento. De hecho, casi parecía una luz estroboscópica. Debía de ser urgente. Su mente empezó a pensar–. ¿No deberían estar informando de ello al Núcleo?
–Se niega a comunicarse –dijo el oficial Afrentador–. Lo hemos rodeado. Ha sido designada usted representante de la Cultura... o de la antigua Cultura, debería decir, en este lugar. Siento decirle que no es ninguna broma, profesora.
»Hemos sembrado el Orbital de minas con cabezas AM. Si es necesario, su mundo será destruido. Su completa cooperación y la de todos los demás habitantes del Orbital contribuirá a impedir que esto ocurra.
–Bueno, no puedo aceptar el honor, Nubrillante, yo...
El Afrentador se había vuelto y regresaba flotando a la ventana. Dio media vuelta en el aire sin dejar de alejarse.
–No es necesario que lo acepte –dijo–. Como ya le he dicho, ha sido usted designada.
–Bueno, en tal caso –dijo–, considero que está usted actuando sin ninguna autoridad que yo reconozca y...
El Afrentador voló hacia ella a toda velocidad y se detuvo directamente sobre la cama, haciendo que la mujer se encogiera a su pesar. Captó un olor... frío y tóxico.
–Profesora –dijo Nubrillante–. Esto no es un debate académico ni un juego. Son ustedes prisioneros y rehenes y sus vidas están en nuestras manos. Cuanto antes comprenda la realidad de la situación, tanto mejor. Sé tan bien como usted que no está al mando del Orbital, pero ciertas formalidades han de observarse al margen de su irrelevancia práctica. Considero que ya he cumplido con este deber y, para serle franco, eso es lo único que importa, porque quien tiene las cabezas AM soy yo y no usted. –Se apartó rápidamente, arrastrando tras de sí una corriente de aire frío–. Por último –dijo–, siento haberla molestado. Le doy las gracias en nombre de mi tripulación y en el mío propio por la fiesta de recepción. Fue de lo más entretenida.
Se marchó. Las cortinas se columpiaron adentro y afuera, lentas y doradas.
Su corazón, descubrió Phoese con sorpresa, estaba latiendo furiosamente.
La
Regulador de actitud
las despertó una por una y les contó a todas la misma historia: amenaza Excesionaria cerca de Esperi, nave Anegante imitando las configuraciones de la Cultura, cooperación de la Afrenta, máxima urgencia. Seguid mis instrucciones o las de nuestros aliados de la Afrenta si yo llegara a desaparecer. La historia despertó las sospechas de algunas naves, o al menos provocó su confusión. Los mensajes de confirmación de otras naves –la
Vivienda sin remodelar
, la
Moreno diferente
y la
No se inventó aquí
– terminaron de convencerlas en todos los casos.
Parte de la
Regulador de actitud
estaba asqueada. Sabía que estaba haciendo lo que debía, en conjunto; pero a un nivel simple, superficial, le repugnaba el engaño que estaba teniendo que utilizar con sus hermanas. Trató de decirse que todo terminaría sin apenas derramamiento de sangre y sin la muerte de ninguna Mente, o al menos de muy pocas, pero sabía que no había ninguna garantía de que fuese así. Había pasado años preparándolo todo, desde que recibiera aquella proposición, setenta años antes, y ya entonces había sabido y aceptado que podía desembocar en lo que estaba ocurriendo, aunque había confiado en que no fuera así. Ahora que el desenlace era inminente estaba empezando a preguntarse si había cometido un error, pero sabía que ya era demasiado tarde para volver atrás. Más valía creer que entonces había estado en lo cierto y que lo único que pasaba era que ahora la asaltaban dudas y temores.
No podía estar equivocada. No estaba equivocada. Había mantenido una mentalidad abierta y había llegado a la conclusión de que lo mejor era sumarse al plan que le estaban sugiriendo, en el que tendría que desempeñar una parte tan importante. Había hecho lo que se le había pedido: había observado la Afrenta, la había estudiado, se había sumergido en su historia, su cultura y sus creencias. Y en todo ese tiempo había llegado a desarrollar una especie de simpatía por ella, casi una empatía, y hasta puede que el conato de un sentimiento de admiración, pero al mismo tiempo había terminado por sentir un frío y terrible odio hacia sus costumbres.
Al final, creía haber podido entenderlos porque se les parecía un poco.
Era una nave de guerra, al fin y al cabo. Había sido construida,
diseñada
para solazarse en la destrucción, al menos cuando era justa. Encontraba, como se suponía que debía hacer, una espeluznante belleza tanto en las armas de guerra como en la devastación que estas armas eran capaces de sembrar, y sin embargo era consciente de que esta admiración derivaba de una especie de inseguridad, de puerilidad. Consideraba que –según ciertos criterios– una nave de guerra, siquiera por la pureza perfectamente articulada de su propósito, era el mecanismo individual más hermoso que la Cultura era capaz de producir, pero al mismo tiempo era consciente de la pobreza de la visión moral que implicaba semejante juicio. Apreciar en su totalidad la belleza de un arma era admitir una especie de estrechez de miras rayana en la ceguera, era confesar una especie de idiocia. El arma no estaba sola en sí misma; nada lo estaba. El arma, como cualquier otra cosa, solo podía juzgarse en última instancia por el efecto que tenía sobre otros, por las consecuencias que producía en un contexto exterior, por el lugar que ocupaba en el resto del universo. Siguiendo este criterio, el amor, o siquiera el aprecio de las armas, era una especie de tragedia.
La
Regulador de actitud
lo había visto, o eso creía, en el espíritu de los Afrentadores. No eran los tipos juerguistas y temerarios que todo el universo creía. No eran crueles en una búsqueda de benignos e incluso admirables placeres para sí mismos. No eran solo unos terribles pícaros.
Se solazaban, primero y por encima de todo, en su crueldad. Su crueldad era la cuestión. No eran estúpidos. Sabían que hacían daño a los suyos y a los demás, y se complacían en ello. Este era su propósito. El resto –la robusta jovialidad, la vivaz camaradería– era en parte un afortunado accidente y en parte una estratagema astutamente exagerada, el equivalente a un niño de mirada angelical que descubre que una sonrisa luminosa puede fundir hasta el corazón del adulto más severo y conseguir que excuse casi cualquier acto, por muy deplorable que sea.
Había accedido a participar en el plan que ahora estaba fructificando con el corazón apesadumbrado. Moriría gente y se destruirían Mentes por culpa de lo que estaba haciendo. Sus horribles actos equivalían a gigamuertecrimen. Destrucción masiva. Horror completo. La
Regulador de actitud
había mentido, engañado, se había comportado –de acuerdo con la que sabía que sería opinión compartida por todos sus iguales, salvo unos pocos– con inmenso deshonor. Era muy consciente de que cabía la posibilidad de que su nombre se perpetuase durante incontables milenios como el de un traidor, un ser aborrecible, una abominación.
Sin embargo, haría lo que había llegado a creer que había que hacer, porque lo contrario habría sido imponerse un odio hacia sí aún más intenso, una abominación definitiva de su yo.
Puede, se dijo mientras despertaba de su sueño a otra nave de guerra, que la Excesión lo arreglase todo. El pensamiento era irónico de por sí, pero no lo abandonó a pesar de ello. Sí; puede que la Excesión fuera la solución. Puede que mereciera todo lo que estaban arriesgando en su nombre y fuera capaz de llevar a buen puerto toda aquella situación. Sería maravilloso: las excusas aceptadas, el
casus belli
que dejaba paso a la paz...
Y una mierda,
pensó. La nave se contempló a sí misma con desprecio, examinó el estúpido pensamiento y por fin lo descartó, posiblemente con menos desdén del que merecía.
Ya era, en cualquier caso, demasiado tarde para cambiar de idea. Ya había hecho demasiado. La Mente de Miseria, que había preferido la autodestrucción al compromiso, estaba ya muerta. El humano, la única otra mente consciente que había morado en la roca, había sido asesinado, y las naves que estaban despertando se precipitarían, impulsadas por un completo engaño, a lo que muy bien podía ser su destrucción. Solo el futuro sabía lo que se llevarían consigo. La guerra había empezado y lo único que la
Regulador de actitud
podía hacer era cumplir con el papel al que se había comprometido.
La Mente de otra nave de guerra emergió a la superficie del despertar.
...Amenaza Excesionaria cerca de Esperi, le dijo la
Regulador de actitud.
Nave Anegante imitando las configuraciones de la Cultura, cooperación de la Afrenta, máxima urgencia. Sigue mis instrucciones o las de nuestros aliados de la Afrenta si yo llegara a desaparecer. La historia despertó las sospechas de algunas naves, o al menos provocó su confusión. Mensajes de confirmación de la
Vivienda sin remodelar,
la
Moreno diferente
y la
No se inventó aquí
adjuntos...
El módulo Scopell-Afranqui olvidó un instante la urgencia del momento y volvió a ocultarse en una especie de simulación de la difícil situación en la que se encontraba.
La máquina tenía una vena romántica, sentimental incluso, que Genar-Hofoen apenas había entrevisto en los dos años que habían pasado juntos en el hábitat de God'shole (y que, de hecho, mantenía oculta deliberadamente por miedo al ridículo) y ahora se veía como el castellano de una pequeña embajada fortificada en el interior de una vibrante ciudad bárbara, lejos de las tierras civilizadas de las que procedía. Un hombre sabio y reflexivo, técnicamente un guerrero pero más bien un pensador, que comprendía mucho mejor las realidades de la misión de la embajada que aquellos que la dirigían, y que había rezado fervientemente para que sus habilidades marciales no fueran nunca necesarias. Bien, pues el momento había llegado. Ahora mismo, los soldados nativos estaban golpeando las puertas del recinto y la caída de la embajada era solo cuestión de horas. Había un tesoro en su interior y los bárbaros no descansarían hasta haberse apoderado de él.
El castellano abandonó el parapeto desde el que estaba contemplando las fuerzas enemigas y se retiró a su cámara privada. Sus escasas tropas estaban ofreciendo toda la resistencia que podían. Nada que él pudiera hacer o decir serviría ya más que para estorbarlas. Los pocos espías con que contaba habían escapado hacía algún tiempo a la ciudad por pasadizos secretos, con la misión de sembrar el caos una vez que la embajada cayera, como sin duda acabaría por ocurrir. No había nada que requiriera su atención. Salvo esta decisión.
Había abierto la caja fuerte y había sacado las órdenes selladas. Tenía el documento en la mano. Volvió a leerlo. Así que la destrucción. Lo había sospechado pero, por alguna razón, había sido una sorpresa.
No tendrían que haber llegado a eso, pero había ocurrido. Conocía los riesgos, le habían informado sobre ellos al principio, al aceptar el puesto, pero ni por un momento había imaginado que se vería obligado a decidir entre la deshonra completa y la traición indirecta de la colaboración forzada, o una muerte por su propia mano.
Por supuesto, la decisión no era tal decisión en realidad. Podría decirse que por cuestión de educación. Recorrió con mirada de pesar la pequeña cámara privada que contenía los recuerdos de su hogar, su biblioteca, su ropa y sus demás pertenencias. Aquel era él. Los mismos principios y creencias que lo habían llevado hasta aquel puesto lejano y apartado imponían que no hubiera elección entre la rendición o la muerte. Pero todavía quedaba una decisión que tomar, y era una decisión muy amarga.
Podía destruir completamente la embajada –y a sí mismo con ella, por supuesto– de modo que lo único que les quedara a los bárbaros fueran sus piedras. O podía llevarse consigo la ciudad entera. No era solo una ciudad. En cierto sentido, no era principalmente una ciudad. Era un vasto arsenal, un campamento militar abarrotado y una base naval muy importante. En su conjunto, un importante componente de la maquinaria militar de los bárbaros. Su destrucción beneficiaría al bando al que el castellano servía, la causa en la que creía con fervor. A la larga, podía estar seguro de que salvaría vidas. Y sin embargo, la ciudad albergaba también civiles. Los poco numerosos inocentes que eran las mujeres, los niños y las clases sojuzgadas, por no mencionar a los neutrales que tenían la desgracia de haberse encontrado en medio de una guerra que no era culpa suya. ¿Tenía derecho a matarlos con la aniquilación de la ciudad?
Dejó el trozo de papel en la mesa. Contempló su reflejo en un espejo lejano.
Muerte. En su decisión no había lugar para la duda por lo referente a su destino, solo a la forma en que quería ser recordado. ¿Como benefactor de la humanidad o como cobarde? ¿Como asesino de masas o como héroe?