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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (37 page)

BOOK: Erixitl de Palul
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——¡Por aquí! —susurró
Chitikas,
descendiendo. Rodeó con su cuerpo a los cuatro humanos, y una vez más la intensa luz blanca destelló en la terraza. Halloran experimentó una desagradable sensación de mareo cuando sus pies perdieron contacto con el suelo.

Una fracción de segundo más tarde, volvieron a pisar la terraza a sólo unos pasos de los elfos oscuros ¡y a sus espaldas!
Chitikas
podía teleportarlos con la misma rapidez y precisión que los drows.

——¡Matad a la bruja! —gritó Hal, decapitando a uno de los elfos que se interponía entre él y Darién. Poshtli lo acompañó en la carga en el momento en que los drows se volvían para enfrentarse al inesperado ataque por la retaguardia.

Otro de los Muy Ancianos se interpuso en el camino de Hal para proteger a Darién. Levantó su espada negra, y los aceros sonaron con el choque. El golpe de Hal, respaldado por el poder de la
pluma,
fue incontenible, y el drow profirió un aullido cuando se le rompió el brazo. Halloran vio los ojos desorbitados de Darién. y experimento un placer brutal al ver el miedo reflejado en ellos.

Entonces, la banda de Muy Ancianos volvió a desaparecer.

Los guerreros nexalas, guiados por los fanáticos sanguinarios del culto de la Mano Viperina, hicieron retroceder a sus enemigos kultakas hasta las paredes del palacio. Sin la ayuda de los payitas —muertos, huidos, o capturados— soportaban ahora todo el peso del ataque.

Hoxitl presenciaba la batalla desde la Gran Pirámide, feliz al ver la cantidad de corazones que podría ofrecer a Zaltec. Su fervor ante la matanza aumentaba a medida que los combates se sucedían a lo largo de la noche. Vio a sus guerreros utilizar redes, cuerdas y ganchos para arrastrar a los kultakas cautivos. La fila de prisioneros dispuestos para el sacrificio daba la vuelta a toda la pirámide, y había muchos más agrupados en el templo.

Ahora sólo debía esperar el alba para comenzar a alimentar a su dios.

En el patio cubierto de sangre, Tokol, cacique de los kultakas, tenía muy clara la gravedad de su situación. Sus guerreros luchaban con disciplina y denuedo, matando mientras les quedaba un hálito de vida. Pero la superioridad numérica del enemigo era aplastante y, con los muros del palacio a sus espaldas, ya no podían retroceder más. Desde la terraza, los dardos de los ballesteros sembraban la muerte entre los atacantes, aunque su efecto casi no se notaba entre los miles de nexalas que los acosaban.

El hijo de Takamal se preguntó si no habría llevado a su pueblo al exterminio, al depositar su confianza y sus servicios en manos de la legión invasora. La batalla estaba perdida, y su obligación consistía ahora en salvar el máximo número de guerreros.

Dio la orden de retirada, y los kultakas estrecharon filas. A un pitido de su jefe —un sonido agudo que se escuchó claramente en medio de la barahúnda—, los aliados de la Legión Dorada cargaron contra las hordas nexalas. Su formación fue como un ariete que se abrió paso entre el despliegue caótico de los atacantes hacia la puerta de la plaza sagrada.

Los nexalas se apartaron, sin dejar de luchar pero tampoco haciendo mucho más para impedir la huida. Tokol iba a la cabeza, con la
maca
bañada en sangre, abatido por ser el responsable de la tragedia que le tocaba vivir a su gente. De los veinte mil guerreros que había traído de Kultaka, sólo un poco más de la mitad estaba a punto de escapar, y esto gracias a que sus enemigos los dejaban ir.

Por su parte, Hoxitl y el culto sabían muy bien que el verdadero enemigo permanecía atrapado en el interior del palacio de Axalt. Sin la ayuda de sus aliados, la suerte de la Legión Dorada estaba sellada.

Más flechas negras volaron a través de la noche alumbrada por la luna.
Chitikas
las vio venir y apartó a los cuatro humanos antes de que llegaran a su destino. Una vez más, Halloran y Poshtli arreciaron en su ataque a los drows, y nuevamente los elfos oscuros desaparecieron antes de que sus espadas pudieran alcanzar a Darién.

Otro drow yacía muerto en la terraza, pero también Poshtli y Hal habían sufrido varias heridas. Extenuados, los compañeros hicieron una pausa para recuperar el aliento.

——¡Allí! —gritó Erixitl, señalando la esquina de uno de los techos de paja.

Los hombres, incluido Shatil, saltaron junto a Erix, y
Chitikas
los transportó para un nuevo ataque. Una y otra vez, la batalla teleportada prosiguió por la terraza del palacio, sin que ninguno de los bandos obtuviera una ventaja decisiva. Los legionarios casi ni se fijaron en esta pelea, muy ocupados en la defensa del edificio.

Durante toda la noche, Hal, Poshtli, Erix y Shatil persiguieron a los elfos oscuros, mientras en la plaza proseguían los feroces combates. Ocho o nueve de los Muy Ancianos perecieron en la persecución, pero Darién siempre consiguió escapar ilesa.

Por fin, cuando el alba tiñó de rosa el horizonte, los elfos oscuros se esfumaron y no volvieron a reaparecer.

De las crónicas de Coton:

En medio de un mar de sangre que se extiende, el templo de Qotal permanece como una isla de paz, cada vez más pequeña.

A mi alrededor ruge la guerra, una batalla odiosa, incontrolada, total, cuyo único resultado puede ser el exterminio. Los sacerdotes de Zaltec se entusiasman con la victoria, sin comprender el coste futuro de su triunfo.

Los Muy Ancianos, al servicio de Zaltec, intentan matar a la hija escogida de Qotal, pero ahora —y deberían saberlo— es demasiado tarde para evitar el desastre.

No se dan cuenta de la presencia de Lolth, cada vez más cerca, cada vez mayor. La diosa araña contempla complacida el derramamiento de sangre. Aguarda su momento, sin darse prisa por ayudar a la matanza, a la vista de que los humanos saben muy bien cómo matarse los unos a los otros.

Pero no tardará en llegar la hora de su intervención.

19
Marea alta

Desde la terraza del palacio, Cordell, acompañado por Daggrande y el fraile, observó a los kultakas abrirse paso hacia los portones de la plaza sagrada. Su sentido de la disciplina lo impulsaba a condenarlos por la huida y el abandono de sus aliados.

Pero, por otro lado, su espíritu de soldado admiraba la precisión y el coraje de su maniobra. A la pálida luz del amanecer, los nativos luchaban por salvar sus vidas, y Cordell no podía culparlos. La intensidad de la batalla alrededor del palacio disminuyó un poco a medida que los kultakas se retiraban, y los nexalas hicieron una pausa para descansar. El capitán general sabía que, a pesar de la calma relativa, no tardaría en producirse un nuevo ataque.

——¡Capitán general! ¡Capitán general Cordell! —La llamada desvió su atención de los sucesos de la explanada.

——¿Qué ocurre? —preguntó, al ver a Kardann que corría hacia él. El rostro del asesor estaba enrojecido por el esfuerzo de la carrera, y sus ojos casi desorbitados por el miedo.

——¡El capitán Alvarro, señor! ¡Está muerto! ¡Asesinado por aquella mujer!

——¿Mujer? —exclamó el comandante. Aunque sospechaba la respuesta, añadió—: ¡Hablad claro!

——¡La muchacha que capturamos, la que vino con Halloran! ¡Es la asesina! —Kardann relató sus noticias como si fuesen la cosa más importante de la larga noche de catástrofes.

Cordell apoyó un pie en el borde del parapeto, y contempló la plaza. Alvarro. La herramienta ideal para la traición de Darién. No resultaba difícil adivinar lo sucedido. El idiota había desobedecido las órdenes de su comandante, tentado por la recompensa ofrecida por la elfa, y entrado en la celda para matar a la prisionera.

Sólo que, vaya a saber cómo, la mujer había conseguido defenderse y matar a su agresor. El general no podía culparla por su actuación, y únicamente lamentó que la muerte del estúpido capitán le impidiera aplicarle su propio castigo. De todas maneras, decidió olvidarse del tema. Tenía entre manos problemas mucho más importantes y urgentes que atender.

——¡La mujer todavía está aquí, en el palacio! —chilló el fraile, furioso—. ¡Podemos capturarla y hacerle pagar su crimen!

Cordell miró al clérigo como si éste hubiese perdido el juicio. Sabía que Erix, Halloran y los nativos —junto con la impresionante serpiente voladora— habían luchado durante toda la noche contra los elfos oscuros, a todo lo largo y ancho de la terraza del palacio.

——Gracias por la información —le dijo el general a Kardann—. Ahora os sugiero que volváis a donde está el tesoro. Organizad los preparativos para llevarnos todo el oro que podamos. No nos quedaremos aquí más de lo necesario.

El representante de Amn miró a Cordell, boquiabierto. Jamás se le habría ocurrido pensar en la posibilidad de una huida, máxime cuando significaba abandonar la protección ofrecida por los gruesos muros del palacio. No obstante, algo en la mirada del capitán general lo convenció de que era mejor no discutir y aceptar la sugerencia.

——Muy bien, señor —asintió, con una reverencia.

——¿Qué pasará con la bruja? —protestó Domincus—. ¿Es que no queréis castigar su crimen?

——La única bruja que conocemos, y duele decirlo, es la que me engañó..., nos engañó a todos, y que ahora está fuera de nuestro alcance. En cuanto a la mujer de Halloran, su muerte no nos reportaría ningún beneficio.

——Mire, general —intervino Daggrande en tono grave. El enano señaló a través de la plaza.

La luz del amanecer les permitió ver la columna de prisioneros —payitas y kultakas— que rodeaba la base de la Gran Pirámide y ocupaba los escalones de la escalera hasta la cumbre. En cuanto el sol asomó por el horizonte, la fila se puso en movimiento.

Darién pasó entre las figuras encapuchadas de los Muy Ancianos hasta llegar al borde del gran caldero del Fuego Oscuro. Se puso de rodillas, y tocó el suelo con la frente en señal de respeto al Antepasado, mientras el venerable maestro de los drows ocupaba su trono.

——Padre mío, he vuelto —susurró.

——Y nos has acercado más que nunca a nuestra meta, hija mía —contestó el Antepasado con voz áspera. Levantó la cabeza y contempló a los demás drows, reunidos alrededor del caldero; sus blancos ojos resplandecieron como trozos de hielo en su rostro cadavérico.

»No obstante, el triunfo final nos elude —añadió—. ¡Dices que la muchacha todavía vive, que consiguió escapar del ataque de todos vosotros!

——¡La protege la magia de la
pluma! —
intervino un drow llamado Kizzlok. Todavía vestía la cota de malla negra y llevaba la espada que había utilizado en el palacio; era uno de los pocos supervivientes de aquellos que habían respondido a la llamada de Darién.

——Es verdad, padre —afirmó Darién—. Mis hechizos más poderosos no sirven de nada contra el amuleto que lleva.

——¡Entonces debemos intentarlo todas las veces que sea necesario hasta conseguir matarla! —gruñó el líder, con un odio feroz—. Mis visiones insistían en la importancia de su muerte antes de que comenzara la guerra; no lo hemos conseguido, pero no podemos tolerar que siga viva. Quizá todavía estemos a tiempo. El destino depende de los hechos de los próximos días. No podemos permitirnos otro fracaso, ahora que estamos tan cerca del triunfo.

——¿Qué pasará ahora que Naltecona ha muerto, y la hija escogida de Qotal todavía vive? —preguntó Kizzlok.

——No lo sé a ciencia cierta, pero los augurios son terribles. Debemos enfrentarnos a los hechos a medida que se produzcan —respondió el Antepasado—. Tú, Kizzlok, te encargarás de llevar un grupo a la ciudad tan pronto como anochezca. Una vez allí, búscala y acaba con ella. ¡Si no lo consigues, no te molestes en volver!

——Esperad —intervino Darién, sin alzar la voz—. Quizás haya otra manera.

——¿De qué se trata? —preguntó el Antepasado, molesto.

——Creo que la mujer vendrá aquí por su propia voluntad —replicó la maga—. Pretenden destruir nuestros planes para la guerra. Desde anoche, saben contra quién dirigir sus esfuerzos: contra nosotros, los Muy Ancianos. Y sin duda saben dónde encontrarnos.

El Antepasado escuchó las palabras de Darién, y por unos instantes se sumió en sus pensamientos.

——¿De verdad crees que será así? —inquirió. Darién asintió—. Muy bien. Nos haremos fuertes aquí, y esperaremos a que vengan.

»Y, sólo para estar seguros de que su llegada no pase inadvertida, pondremos centinelas en el exterior de la cueva, quizá puedan resolvernos el problema. —El Antepasado soltó una carcajada que hacía rechinar los dientes.

»¡Llamad a los Jaguares! —ordenó.

——¡Complaceos en el alimento que os ofrezco, señor! —rogó Hoxitl, arrojando en la boca sangrienta del ídolo el corazón palpitante de otro cautivo. La voz del sumo sacerdote temblaba por el agotamiento tras la larga mañana de sacrificios.

Más de un millar de kultakas y payitas habían muerto en el ara. Por encima de ellos, el volcán tronaba hambriento, y los sacerdotes se afanaban en su siniestra tarea. Abrían el pecho de los prisioneros a toda prisa, arrancaban el corazón y lo metían en la boca de la estatua de Zaltec, sin interrumpirse en ningún momento, mientras los legionarios los contemplaban desde los parapetos del palacio que se había convertido en su prisión.

Por fin, Hoxitl guardó su puñal y cedió su lugar a otros clérigos. Apenas si era consciente de su fatiga, porque trabajar para su dios le resultaba un gran estimulante. Observó el avance de los cautivos, que marchaban resignados a la muerte, y estudió con ojo crítico el desempeño de sus entusiastas acólitos en la realización de los ritos.

Otros sacerdotes se encargaban de arrojar los cadáveres por la parte de atrás de la Gran Pirámide, donde se había formado una enorme y sangrienta pila. Mientras observaba a los acólitos, Hoxitl vio que el jefe de los Caballeros Águilas, Chical, subía la escalera junto con varios Caballeros Jaguares y otros guerreros con tocados de plumas.

——¡Vuestra batalla marcha a la perfección! —exclamó el patriarca, feliz, en cuanto los nombres llegaron a la plataforma superior. La lentitud de sus pasos revelaba el agotamiento de los soldados—. Ahora debéis iniciar el ataque contra los extranjeros.

——Los guerreros han combatido durante toda la noche —protestó Chical, sorprendido por la demanda del sumo sacerdote—. Hemos conseguido un gran número de prisioneros, más que en cualquier otra batalla de las muchas que he librado en mi vida. Ahora es el momento de que mis hombres descansen. Ya habrá tiempo mañana para atacar a los extranjeros.

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