Authors: Douglas Niles
El guerrero se deslizó en silencio por la abertura, seguido por Erix y Hal. Olieron las hojas húmedas y notaron la hierba bajo sus pies. Por unos momentos, no vieron más que la oscuridad impenetrable, hasta que, gradualmente, sus ojos se acomodaron a las tinieblas.
Se encontraban en un jardín interior, desde el que se podía ver el cielo. Hal supuso que éste era el palacio que buscaban; ahora faltaba saber si habían salido en el sector correcto.
——¿No has escuchado algo? —La pregunta, hecha por una voz gutural, sonó a unos pocos pasos, y el trío se detuvo. El idioma era el de los legionarios.
——No. De todos modos, enciende una antorcha.
——
Slyberius —
murmuró Hal, al tiempo que sacaba una pizca de arena de su bolsa. Había estudiado el encantamiento soporífero, pero no lo había utilizado nunca.
——Eh... —La primera voz soltó un gruñido de sorpresa, y un segundo más tarde se escuchó el ruido de tres cuerpos que caían al suelo.
Erix se arrodilló junto a los guardias. Las nubes tapaban gran parte del cielo, pero la luz de la luna casi llena se filtraba para iluminar en parte el jardín.
——Creía que los habías matado —susurró—, pero duermen como leños.
——Los guardias son una buena señal —comentó Poshtli—. Significa que aquí hay algo que vale la pena vigilar, y éste parece ser el jardín real. Es probable que Naltecona se encuentre en uno de estos dormitorios.
Avanzaron por un sendero cubierto de hierba entre helechos y flores. La silueta de varias palmeras muy altas se recortaba contra el cielo.
——¡Esperad! —les advirtió Erix, alarmada.
——¿Qué ocurre? —Hal se volvió hacia un lado y al otro, intentando ver algo anormal entre el follaje. ¿Había visto una cosa que se movía.
——
¡Kirisha! —
La orden, dada por una voz de mujer, iluminó el jardín con una intensa luz blanca, y una docena o más de legionarios salieron de las habitaciones con las espadas en alto.
——¡Una trampa! —gritó Poshtli. Sin perder un instante, esgrimió su sable y rechazó el ataque del primer legionario.
Halloran se colocó de un salto delante de Erix, y descargó su espada contra otro atacante. Soltó un grito de sorpresa al ver que su arma partía el sable del rival y seguía su trayectoria para cortar el cuerpo del hombre en dos partes. Jamás había descargado un mandoble con tanta fuerza.
Se volvió y paró la carga de un legionario que intentaba sorprenderlo por el flanco. Su golpe hizo volar por los aires a su oponente, que se estrelló contra la pared. Halloran descargó un mandoble del revés que hendió al hombre desde la cabeza hasta casi la cintura.
Poshtli, acosado por tres legionarios, retrocedió hasta casi tocar a Hal, que se volvió con presteza. Su espada fue como un relámpago. Tres golpes de una fuerza descomunal fueron suficientes para abatirlos, y Hal no se detuvo, sino que siguió dispuesto a acabar con los demás soldados.
Vio el miedo en el rostro de sus rivales, pero, atento a la seguridad de sus compañeros, prefirió contenerse. Regresó junto a Erix, que lo miraba, atónita.
——¿Cómo has podido hacerlo? —preguntó la joven, señalando los cuerpos de los caídos.
Por primera vez, Halloran advirtió un cosquilleo en las muñecas y observó las pulseras emplumadas que llevaba; la dote que le había dado Lotil, el plumista. ¿Era posible que las hermosas pulseras fueran la fuente de su súbito e increíble poder? ¿Qué le había dicho Lotil?
«...No parecen gran cosa, pero pienso que llegarás a apreciarlas.»
¡Desde luego que sí! Un tanto agitado, miró a su alrededor. Los legionarios los habían rodeado y los contemplaban, asustados. Vio a alguien que se movía detrás de los soldados, y reconoció la figura encapuchada de Darién. Ella era quien había pronunciado el encantamiento de la luz mágica.
La hechicera levantó una mano, y Hal distinguió la pequeña esfera de luz que se desprendía de uno de sus dedos; ya sabía lo que era.
——¡Una bola de fuego! —gritó, dominado por el pánico, mientras la esfera volaba hacia ellos.
Erixitl sujetó por el brazo a Hal y Poshtli y los acercó a su cuerpo. Fascinados observaron la bola de fuego, y el par de segundos que duró su vuelo les parecieron horas.
Entonces el mundo a su alrededor estalló en una luz cegadora. Lenguas de fuego líquido surgieron de la esfera y los envolvieron en un calor infernal. La vegetación exuberante se convirtió en cenizas. Los legionarios retrocedieron, muchos de ellos con quemaduras en el rostro y las manos.
Halloran tuvo la sensación de que el calor era —una cosa sólida, y su cuerpo se cubrió de sudor. Aturdido por el miedo, esperó a que las llamas pusieran fin a sus vidas. Notó el miedo de Erix en la presión que hacía sobre su brazo.
¡Pero entonces ocurrió lo imposible! Las llamas perdieron intensidad, y ellos estaban ilesos, en medio de un círculo de cenizas humeantes. La
plumamagia
de Erix los había protegido del hechizo.
——¡Atrapadlos, cobardes! —Por una vez, la voz de Darién alcanzó un registro muy agudo. Los legionarios todavía eran más de una veintena, y avanzaron en respuesta a la orden recibida.
——Quédate junto a mí —le advirtió Erix a Halloran, en el momento en que él se disponía a salirles al encuentro. Hal observó que la zona quemada marcaba el espacio protegido por la
plumamagia:
casi unos tres metros de radio.
Hizo un amago de ataque a los hombres que tenía delante, y después se volvió para, con la ayuda de Posh—tli, rechazar a los legionarios que amenazaban por la retaguardia. Tres golpes significaron la muerte de otros tantos hombres, y el maztica abatió a un cuarto. Hal vio que Poshtli utilizaba la espada como si fuese una
maca,
arma que sabía emplear a la perfección.
En aquel momento, Darién volvió a levantar la mano. Un rayo mágico surgió de su dedo, y Halloran no tuvo tiempo para evitar la descarga. Lanzó un grito de dolor cuando el rayo se clavó en su cadera, produciéndole una quemadura.
Otro rayo siguió al primero. El joven intentó apartarse de la trayectoria, consciente de que no podría evitarlo. Entonces, su esposa se colocó delante como un escudo. La saeta mágica chocó entre los pechos de Erix, contra el amuleto de
pluma
oculto debajo de su vestido.
El rayo se convirtió en una lluvia de chispas que cayeron al suelo, sin consecuencias para nadie. Los legionarios se detuvieron por un momento, al escuchar el terrible grito de rabia que profirió Darién. Rayo tras rayo se estrellaron inútilmente contra el medallón mágico. Por fin, Darién bajó la mano; había agotado el hechizo. Los soldados avanzaron, vacilantes.
——Tenemos que salir de aquí —gruñó Poshtli—. Esperaban nuestra llegada. ¡Naltecona está muy bien vigilado!
Halloran soltó una maldición, aunque sabía que su compañero estaba en lo cierto. Se sentía capaz de vencer a cualquier oponente y de enfrentarse a todos los riesgos, mientras dispusiera de la energía suministrada por las pulseras de
pluma.
Pero comprendió que sólo era una ilusión. Al fin y al cabo, era mortal.
——¡Vamos! —dijo Erix, encaminándose hacia la puerta secreta por la que habían entrado.
Hal y Poshtli se situaron junto a ella para protegerla de los ataques. En el calor de la batalla, Hal no sentía remordimientos mientras descargaba mandobles a diestro y siniestro contra sus viejos camaradas, como si fuesen enemigos en cualquier otra guerra. La presencia de Erix a su lado y la necesidad de velar por su seguridad lo impulsaban a actuar sin contemplaciones.
La puerta estaba abierta. Los tres guardias dormían su sueño mágico, ajenos a la lucha que se libraba a su alrededor. Uno de ellos se movió en el momento en que Hal y Erix se volvían hacia los soldados, que se mantenían a una distancia prudente para evitar ser alcanzados por los golpes mortales de la espada.
——¡Adelante, yo cerraré la puerta! —gritó Poshtli en cuanto alcanzó el portal. Se hizo a un lado para que sus amigos pudieran pasar.
——¡Ve! —le dijo Halloran a Erix, sin dejar de enfrentarse a los legionarios.
Ninguno de ellos vio al soldado medio dormido, sentado cerca de la puerta. Los efectos del hechizo se disiparon cuando el hombre advirtió que se desarrollaba una pelea.
Se levantó de un salto para lanzarse sobre Erix; juntos rodaron por tierra, alejándose de la puerta.
——¡Erix! —llamó Halloran, angustiado. Corrió hacia su esposa, pero no llegó a tiempo para evitar que los otros legionarios ayudaran a su compañero.
Como en sueños vio a Darién levantar una mano, y las palabras de su hechizo sonaron claramente en medio de la barahúnda. Erixitl desapareció delante de sus ojos mientras él se estrellaba contra una pared de piedra: una barrera de granito creada entre él y su esposa por la maga elfa.
——¡No! —rugió. Los legionarios se amontonaban en los extremos, extendiendo la barrera con sus cuerpos. El muro lo superaba en altura y ocupaba más de la mitad del jardín.
Con un aullido rabioso, Halloran descargó un puñetazo contra la pared. Sus nudillos chocaron contra el granito, y el poder arcano de la
pluma,
aunado a su propia fuerza multiplicada por la ira, hizo saltar la barrera en mil pedazos. Se lanzó entre los escombros como un animal feroz, sólo para ver que un grupo de legionarios arrastraba a Erix al interior de una de las habitaciones.
Ciego de cólera, Halloran prosiguió su avance. Los soldados se hicieron a un lado, conscientes de que acercarse significaba la muerte.
De pronto, la siniestra realidad despejó el velo que le cubría los ojos. Una hilera de legionarios apareció entre él y el lugar donde habían llevado a Erix. Pero estos hombres no llevaban espadas: eran los ballesteros de Daggrande.
Halloran se detuvo, mientras se esforzaba por dominar sus emociones, y miró a su antiguo camarada. El enano barbudo le devolvió la mirada con gesto firme. Sólo sus ojos traicionaban el dolor que sentía. Con voz clara, ordenó apuntar a sus hombres.
¡No me obligues a hacerlo, muchacho!
Halloran leyó el mensaje en la mirada del enano, y comprendió que una andanada de aquellos dardos de acero representaba su muerte.
——¡Disparad, idiotas! ¡Se escapa! —El grito estridente de Darién siguió a Hal a su paso a través de la puerta en busca de la seguridad del pasaje secreto. Las lágrimas de frustración y rabia le impidieron ver a Poshtli cerrar la puerta a sus espaldas.
De las crónicas de Coton:
En los sueños, quizá podamos encontrar la esperanza y la promesa que nos esquivan durante la vigilia.
Una vez más, la serpiente emplumada aparece en mis sueños. El
coatl
dorado, de brillante plumaje e inmenso poder, vuela a mi alrededor tentándome con su presencia, para después desaparecer antes de la llegada del alba.
Y así el
coatl
continúa siendo un sueño, una fantasía espectral de esperanza y fe que resulta cada vez más penosa por su promesa vacía. Los nubarrones del desastre tapan el cielo de Nexal, y la ciudad se prepara para el baño de sangre.
Oh,
coatl
, heraldo del Plumífero, ahora necesitamos algo más que tu promesa.
Tres legionarios barbudos lanzaron a Erixitl contra la pared con tanta fuerza que el golpe la dejó sin respiración. Mientras intentaba llevar aire a sus pulmones les hizo frente, sin miedo pero con una profunda amargura. Uno de los hombres le quitó de la cintura el puñal de piedra, que era su única arma. Un cuarto se acercó a ella con una mueca feroz en el rostro.
——¿Qué ocultas debajo de las plumas? —preguntó.
La Capa de una Sola Pluma le cubría los hombros y la espalda. El soldado tendió una mano hacia el broche con la intención de arrancársela. De pronto, la capa emitió un chisporroteo azul, y el hombre retiró la mano que mostraba una quemadura.
——¡Ay! ¡Que Helm la maldiga! ¡Es una bruja!
Erix se sorprendió tanto como el legionario. Se sentía desesperada, y no experimentó ninguna alegría por la protección de la capa. En realidad, le servía para ocultar su bolsa, pero en su interior sólo estaba el frasco con la pócima, que había insistido en guardar personalmente, en un intento de impedir que Hal probara el contenido.
——El tipo aquel era Halloran —escuchó comentar a uno de los hombres—. ¡El bastardo pelea como un demonio!
——Mató a Garney —gruñó otro. Los legionarios contemplaron a Erix como si desearan matarla allí mismo.
¡Halloran! Erix luchó por contener su pena. Habían fracasado. ¿Podía pensar que estaba vivo?, ¿que habían escapado? Hundida en sus pensamientos sombríos, no advirtió la entrada del capitán general hasta que estuvo delante de ella.
——Tú hacías de intérprete en Palul —dijo Cordell, en un tono ligeramente acusador y seguro de haberla reconocido.
——Sí —respondió Erix. No tenía sentido negarlo. A su alrededor, los legionarios, espada en mano, sólo esperaban la orden de ejecutarla. Cordell la estudió, con la maga a su lado.
——¿Por qué has venido aquí? —preguntó el general.
——Nos perdimos —contestó Erixitl, un poco más tranquila.
——¡Estas preguntas son una pérdida de tiempo! —exclamó Darién—. ¡Mata a la bruja y acabemos de una vez con todo esto!
——¡Espera! —ordenó Cordell, al tiempo que levantaba una mano en un gesto de reproche—. ¿Buscabais a Naltecona, no es así? ¿Queríais rescatarlo?
Erixitl se limitó a negar con un ademán, consciente de que el hombre no la creía.
En aquel momento, otra figura se abrió paso a codazos entre los legionarios. Se trataba de Alvarro, que, muy preocupado, venía a informar a su general.
——¡El muy hijo de perro ha matado a seis hombres y herido a una docena más! —El tono del capitán reflejaba su incredulidad. Entonces su mirada se fijó en Erix, y una sonrisa cruel retorció los labios de Alvarro—. ¡Vaya! ¡Veo que hemos atrapado a su mujer!
La forma en que pronunció la palabra «mujer» hizo estremecer a Erix. También Darién advirtió la inflexión, aunque nadie observó su sonrisa oculta por las sombras de su capucha.
——¿Su mujer? —repitió Cordell, sorprendido.
Alvarro permaneció callado por un segundo, pensando en la respuesta. Había ocultado algunas cosas en su relato acerca del encuentro con Halloran y Erixitl, en las afueras de Palul.
——Sí —dijo—. Cuando mató a Vane, intentaba reunirse con ella. Sin duda, debe de sentir una gran atracción por esta mujer. —El pelirrojo miró el cuerpo de Erix como un animal hambriento—. ¡No puedo decir que lo culpe por ello!