Authors: Douglas Niles
Poshtli vio que sus palabras hacían mella en Naltecona, y se alegró de que el reverendo canciller aún pudiera sentir vergüenza.
——Por favor, tío. Deja que los ataquemos. ¡Podemos echarlos de Nexal, o matarlos a todos! ¡No son nuestros amos, y no puedes obligar a tu pueblo a que sea esclavo sin darle una oportunidad de luchar por su libertad!
——¿De qué serviría? —Naltecona suspiró, y el sonido recordó a Poshtli el viento estéril del desierto—. Intentamos detenerlos en Palul. Sabes mejor que yo cuál fue el resultado. Recuerda aquella matanza, y multiplícala por cien, por mil, si ocurriera aquí, en el corazón del Mundo Verdadero.
——Pero piensa en lo que está a punto de acabar, tío. Piensa en el legado de Maztica, el Mundo Verdadero. ¿A quién beneficia su desaparición? No es posible que consideres a los extranjeros como dioses. ¡Has visto sus actos, has escuchado sus discursos!
——Unas palabras muy convincentes, sobrino —dijo Naltecona, con una risa severa—. Pero son sólo palabras, y yo debo pensar en vidas. Debo evitar un conflicto que podría destruirnos a todos.
——¡Pero, señor, acabaremos por destruirnos nosotros mismos! —exclamó Poshtli, con una vehemencia inapropiada.
——Es suficiente —ordenó Naltecona en voz baja.
——Perdóname, tío. —Poshtli hizo una reverencia, desgarrado por el conflicto interior. Presentía una tragedia inevitable, pero debía aceptarla con estoicismo, como hacía el hombre que tenía delante.
»Cumpliré tus órdenes —dijo el guerrero. Hizo otra reverencia y salió de la habitación.
Los oficiales de la legión se reunieron con su capitán general en una sala que, en otra época, había ocupado uno de los soberanos de Maztica. Quizá, pensó Daggrande, una vez más servía para lo mismo.
La sala del trono de Axalt era tan imponente como la de Naltecona, aunque ahora había en ella un mueble desconocido. Cordell había ordenado a sus carpinteros que construyeran una silla de madera de gran tamaño, porque no confiaba en el asiento de
pluma
flotante utilizado por el reverendo canciller.
Daggrande, Kardann, Darién, Domincus, Alvarro y los otros capitanes presentes en la sala pudieron ver por la expresión helada en los ojos de Cordell que el general tenía noticias importantes.
——Durante los próximos días, debemos extremar las medidas de vigilancia —anunció el comandante—. Al mismo tiempo, tenemos ante nosotros la perspectiva de conseguir la recompensa final de nuestra campaña.
Hizo un rápido y resumido relato de su reunión con Naltecona, y de su asquiescencia a entregar los tesoros de su pueblo.
——Nos encontraremos frente a una cantidad de riquezas incalculables. Montañas de objetos de oro, piedras preciosas, algo que supera todo lo imaginable —informó el general. Después, con voz amenazadora, añadió—: Pero es muy probable que nos veamos metidos en otra guerra.
——¡La guerra será inevitable! —chilló Kardann, incapaz de contenerse—. ¡Vuestras exigencias han sido prematuras! ¡Nos matarán a todos!
Daggrande se volvió hacia el asesor regordete y le clavó un dedo entre las costillas.
——Al parecer, aún no ha aprendido a escuchar mientras el general habla —comentó el enano. Aumentó la presión del dedo, y el hombre soltó un gemido—. ¡Ahora, cállese!
Los ojos de Kardann se desorbitaron, mientras el contable vacilaba entre el terror de un posible levantamiento nexala y la amenaza directa de otra regañina del irascible capitán de ballesteros. Prefirió evitar esto último, y guardó silencio.
A su lado, Alvarro se humedeció los labios, al recordar las pilas de oro en la cámara secreta. En su mente, imaginaba una multitud de pilas similares.
——Existe el problema del transporte, señor —dijo—. ¿Cómo haremos para llevarnos los tesoros hasta el Puerto de Helm?
——Tendremos que esperar a saber cuál es la cantidad a transportar. Después los carpinteros se encargarán de construir trineos. Ordenaré a los payitas que se ocupen de arrastrarlos hasta el punto de destino.
——¿Hay alguna probabilidad real de que Naltecona se avenga a entregarnos todos sus tesoros? —preguntó Domincus. A pesar del enorme desprecio que sentía por los nativos, le resultaba difícil aceptar una rendición total, sin un amago de resistencia.
——Naltecona se avendrá —respondió Cordell—. El problema es saber si su pueblo estará de acuerdo.
Sin que nadie lo advirtiera, Darién se cubrió con la capucha para ocultar una sonrisa furtiva. Mientras los oficiales se retiraban, la maga abandonó la sala antes de que Cordell pudiera retenerla.
Volvió a su habitación particular y cerró las cortinas. Al ver su libro de hechizos sin terminar, en el que había transcrito la mayoría de los encantamientos originales —aunque no todos—, se reavivó su odio hacia Halloran. No tardaría en llegar el momento de castigarlo por su audacia.
Pero, por ahora, debía apañárselas con los poderes que tenía a su disposición. Se acomodó frente a una mesa baja y comenzó a estudiar.
Darién tenía muy presente que se acercaba al momento cumbre de su destino.
Hal durmió plácidamente en el dormitorio de su casa, y se despertó no muy temprano. En el exterior, el cielo aparecía encapotado. Los rigores del viaje hasta Nexal también habían agotado a Erixitl, que dormía a su lado.
Por un momento, todavía amodorrado, lo invadió una sensación de placer y felicidad. Su amor por Erix apartó cualquier otra preocupación, y la paz de espíritu lo invitaba a seguir durmiendo. Notó el contacto agradable de las pulseras que le había regalado Lotil, y cerró los ojos mientras pensaba en el anciano.
Pero, unos segundos más tarde, volvió a abrirlos al recordar los peligros que debían enfrentar. El próximo amanecer anunciaría la luna llena. Sólo tenían el día de hoy para entrar en el palacio de Naltecona y encontrar a Poshtli.
Erix se movió a su lado, y él la abrazó, para deleitarse con la sonrisa que apareció en su rostro dormido. Entonces también la joven se despertó con una expresión muy seria, plenamente consciente de la realidad.
——Debes dejarme ir al mercado —dijo Erix, reanudando la discusión que habían mantenido antes de dormir—. Quizás encuentre a alguno de los camaradas de Poshtli, alguien que puede ayudarnos a llegar hasta él.
——Es demasiado peligroso —replicó Hal con vehemencia—. No podemos olvidar que los sacerdotes te buscan por todas partes.
——¿De qué otro modo podemos cruzar la plaza y llegar al palacio de Naltecona? —preguntó Erix. Gankak les había advertido de la presencia de millares de kultakas y payitas acampados en la plaza, bajo la estrecha vigilancia de los guerreros y sacerdotes nexalas.
——Tengo una idea —dijo Halloran. Se acercó a las alforjas donde guardaba sus posesiones. La noche anterior las había sacado de su escondrijo en el jardín. Rebuscó en el interior de las bolsas, y sacó un frasco lleno de un líquido transparente.
——Ah, la pócima —comentó Erix sin mucho entusiasmo. No podía olvidar el susto cuando, en una ocasión, Hal había bebido un líquido parecido y se había convertido en un gigante de casi seis metros de estatura. El efecto mágico sólo había sido temporal, pero la muchacha todavía temblaba con el recuerdo del episodio.
——¡Podemos volvernos invisibles! —afirmó Halloran—. Con un sorbo cada uno, nadie podrá vernos durante una hora, más o menos. Tendríamos tiempo suficiente para cruzar la plaza y entrar en el palacio.
Erix lo miró sin ocultar su expresión de escepticismo ante la eficacia de la pócima.
——Es nuestra única esperanza de encontrar a Poshtli —le recordó Hal—. Podremos hablarle de tus visiones, y convencerlo del peligro que corre Naltecona. Nos ayudará a rescatar a su tío. ¡Tenemos que sacar a Naltecona del palacio antes de la luna llena!
Halloran no dudaba de la amenaza implícita en el sueño de Erix. Para los dos, la llegada de la luna llena representaba un peligro capaz de destruir todo Maztica.
Erixitl volvió a mirar el frasco y sopesó los riesgos. No encontró ningún argumento para oponerse a la propuesta de su marido.
——De acuerdo —dijo—. Debemos intentarlo.
De las crónicas de Coton:
Me invade la desesperación, mientras comparto el dolor del Mundo Verdadero.
Poshtli me visitó una vez más esta mañana. Viste con honor la capa de plumas del gobernante, si bien todavía camina con el orgullo y el porte imponente de un Caballero Águila. A medida que la carga se hace más pesada sobre sus hombros, intuyo su deseo de poder volver a la sencillez de su vieja orden.
El dolor se refleja en su rostro mientras me cuenta las sorprendentes órdenes de Naltecona. Para Poshtli —para todos nosotros— el oro de Nexal no es nada más que un metal bonito, destinado a fines ornamentales.
Pero, si el oro no tiene valor, nuestro orgullo lo es todo. Es evidente que no puede soportar la humillación de rendirse. Sin embargo, no puedo ofrecerle ninguna alternativa.
Por toda la ciudad crecen la indignación y el resentimiento, a medida que se conocen las exigencias de Cordell. Se dice que el reverendo canciller ha sido embrujado y que no puede ejercer el mando. Son muchos los partidarios de que Poshtli asuma el poder y nos guíe en la lucha contra el extranjero.
Por su parte, Poshtli es fiel al gran Naltecona y, por lo tanto, lo obedece.
——Decidle a Chical que pase —ordenó Poshtli al cortesano que permanecía junto a la puerta de la sala del trono. Con un profundo suspiro se dejó caer en la litera de pluma; acababa de reunirse con los jefes del consorcio de mercaderes de Nexal, y el encuentro con Chical no iba a ser muy agradable.
Los mercaderes habían protestado con vehemencia contra la orden de entregar su oro a los extranjeros, y Poshtli había apelado a las amenazas y a las súplicas para convencerlos. Después de todo, los mercaderes —el pequeño grupo que controlaba, desde Nexal, todo el comercio entre las naciones del Mundo Verdadero— dependían del reverendo canciller y de su ejército para desarrollar sus actividades. No podían malquistarse con el poder político y militar, sin arriesgar su posición dentro de la estructura social del país.
En cambio, el jefe de los Águilas era otro cantar.
Chical entró en la sala; de inmediato, alguien cerró las puertas a sus espaldas, para que el guerrero y el noble pudieran tratar sus asuntos en privado. Por la expresión de sus ojos, Poshtli comprendió que su viejo camarada ya estaba al corriente de las órdenes para entregar el oro de su patria.
——Gracias por tu visita —dijo Poshtli con afecto. A pesar de su abandono de la logia, su aprecio por su antiguo jefe permanecía inalterado. No obstante, Chical no parecía dispuesto a entretenerse en cortesías.
——¿Cómo puedes ordenar que entreguemos nuestros tesoros a los extranjeros? —le espetó, colérico—. ¿Has perdido el juicio y el orgullo?
Poshtli levantó una mano, con un gesto de cansancio. Un día antes, las mismas preguntas habrían hecho que se lanzara sobre Chical dispuesto a estrangularlo. Ahora, pensó entristecido, eran de esperar.
——Es una orden de mi tío. Cree que existe una posibilidad de hacer la paz con los invasores; que, si aceptamos sus exigencias, decidirán marchase.
——¿Por qué le preocupa tanto la paz? —objetó Chical, disgustado—. ¿No hemos sido siempre una nación que ha conseguido sus objetivos a través de la guerra? ¿Acaso no hemos sido siempre los vencedores? ¿A qué viene ahora esta actitud de vieja asustada?
Poshtli abandonó la litera y se adelantó hacia Chical, que no se arredró.
——No debes olvidar tus modales, viejo amigo. Soportaré tus insultos hasta donde sea necesario, y nada más. ¡Pero no toleraré ningún insulto a la dignidad de mi tío!
Los ojos del jefe Águila se abrieron de asombro; la actitud de su antiguo subordinado, además de sorprenderlo, también lo complacía.
——Dime una cosa —dijo Chical, en un tono más moderado—, ¿por qué la paz se ha convertido en algo tan importante?
——¿Es que no has advertido los portentos, las señales? —preguntó Poshtli. Su voz adquirió un tono más duro—. Naltecona ha tenido sueños, visiones que le han permitido saber cuál sería el resultado de una guerra contra los extranjeros. Yo también las he tenido.
»El resultado sería un mundo de locura. Esta vez no sería una guerra como todas las demás que tú y yo hemos conocido. Si estalla la guerra, Maztica será arrasada, y no quedará otra cosa que la muerte para los pueblos; es un conflicto que no se debe producir por mucho que nos cueste evitarlo.
Chical miró furioso a Poshtli, y el joven mantuvo su mirada. Por fin, el jefe de los Águilas suspiró, resignado.
——Los Águilas obedecerán los deseos del reverendo canciller y su sobrino. Pero debes saber que los sacerdotes de Zaltec se resistirán —afirmó Chical—. Su culto es cada vez más poderoso. Se dice que cuentan con veinte mil adeptos. ¿Crees que Hoxitl podrá contenerlos durante mucho más?
——No lo sé, amigo mío —respondió Poshtli, sin ocultar su estima por el viejo maestro—. Pero, conscientes de que el destino del mundo está en juego, debemos intentarlo.
Las ascuas brillaban en los braseros, proyectando una luz mortecina en el interior del templo. Las espesas nubes de incienso daban un toque sobrenatural a la escena, dominada por la enorme estatua de Zaltec, apenas visible entre las tinieblas.
Shatil se dirigió al encuentro del sumo sacerdote, profundamente impresionado por el ambiente.
——Loado sea Zaltec —susurró, con una reverencia.
——Señor de la noche y la guerra —respondió el patriarca—. Gracias por atender a mi llamada.
Shatil se inclinó otra vez, para agradecer la deferencia del sumo sacerdote.
——Soy yo quien debe dar las gracias por la bondad que me habéis demostrado.
La semana que Shatil había pasado en Nexal le había ofrecido una experiencia tan enriquecedora como gratificante, a pesar de la presencia de los extranjeros en la plaza sagrada. Había podido oficiar junto a Hoxitl y los sacerdotes principales los ritos de Zaltec en la Gran Pirámide de Nexal, que era el centro del culto en el Mundo Verdadero.
La marca de la Mano Viperina le quemaba en el pecho, pero era una llama espiritual, no un dolor físico. El fuego crecía poco a poco en su interior, y él sólo vivía para el momento en que lo consumiría en un acto de devoción final, para mayor gloria de Zaltec.
A su alrededor había muchos más como él, almas gemelas dispuestas a ejecutar la venganza del dios. Shatil se sentía orgulloso de que, entre tantos miles de seguidores de la Mano Viperina y a pesar de provenir de una aldea insignificante, Hoxitl lo tratara con tanto favoritismo.