Authors: Douglas Niles
Poshtli y el centinela se estudiaron sin miedo. En la mirada del legionario parecía haber un cierto respeto ante la agilidad y el coraje del guerrero. Por su parte, Poshtli lamentaba estar desarmado, aunque comprendía que tener un arma en la mano habría significado una muerte segura.
——¡Un momento! —dijo una voz suave pero con la fuerza suficiente para hacerse escuchar desde el otro lado del patio. Naltecona apareció en una de las puertas del palacio, y se dirigió a la entrada en compañía de varios cortesanos y media docena de legionarios. El canciller vestía de gala, con su gran tocado de plumas esmeraldas, una capa de
pluma
y tapones de oro en las orejas y el labio.
——Sobrino, debes escucharme —manifestó Naltecona, cuando llegó al portón—. Estoy aquí por mi propia voluntad. ¡Era la única solución!
——¿Cómo puedes decir tal cosa cuando estás rodeado de hombres armados? —protestó el joven—. ¿Cuando no permiten que te vean los miembros de tu propia corte?
——¡Poshtli, escúchame! —El tono de Naltecona tenía una dureza que Poshtli desconocía—. Es la única manera. Debes volver con los guerreros y sacerdotes. Diles que estoy aquí por mi propia voluntad, que nadie me ha obligado. ¡No deben atacar a los extranjeros! Los resultados de la batalla serían desastrosos.
»Está en tus manos evitarlo.
Halloran tomaba el sol en el patio de la casa de Lotil; la herida en las costillas estaba casi cicatrizada del todo. Al pie del risco, podía ver a los pobladores de Palul dedicados a las tareas de reconstrucción. Derribaban los muros incendiados y retiraban los escombros.
Desde su posición, sentía una intranquilidad cada vez mayor por su aislamiento de la brutal escena en el valle. La falta de actividad había comenzado a irritarlo, en especial en horas como ésta, cuando Erixitl se encontraba en Palul ayudando a sus vecinos.
Pensó en la suerte que habría corrido la legión en Nexal. Habían tenido noticias de la entrada de Cordell en la ciudad, pero desde entonces no habían vuelto a saber nada más.
Una mujer caminaba por uno de los campos que había sido escenario de los combates entre los nexalas y los kultakas. Escogía las mazorcas que se habían salvado, y las cargaba en un cesto. Los hombres tejían nuevas techumbres de paja en algunas de las casas menos dañadas.
A sus espaldas, sonaba el canturreo de Lotil. Hal se lo imaginaba en su trabajo, colocando con destreza las plumas en la trama de algodón, para crear formas a cada cual más bella. A pesar de la ceguera, el viejo era capaz de trabajar con gran precisión. Al parecer, sus dedos tenían la habilidad de distinguir los colores de las plumas.
En los últimos días había tenido la oportunidad de observar la fuerza y el tesón de los campesinos. Ya nadie iba a la pirámide. Los sacerdotes habían muerto en la batalla, y, sin la presión de los clérigos, la gente se ocupaba de asuntos más productivos y urgentes.
Hal se estremeció al pensar en la cara oscura de esta civilización, en la calma que demostraba la gente ante el apetito sangriento de sus dioses. Claro que también existía Qotal. Era consciente de que el pueblo no siempre había sido partidario de los sacrificios. Quizás alguna vez volverían los tiempos de una religión menos terrible.
Inmerso en sus pensamientos, se pasaban las horas. Vio las tumbas en las afueras de Palul, e imaginó a la legión acampada en Nexal. ¿Qué nueva catástrofe podría ocurrir? A su juicio, la cultura maztica merecía algo mejor que ser destruida para arrebatarle su oro.
Erixitl volvió al anochecer. Hal advirtió la agitación de su esposa cuando ésta pasó por la última curva del sendero, un poco más abajo de la casa.
——¿Qué ocurre? —gritó, mientras corría a su encuentro.
——¡Han hecho cautivo a Naltecona! —jadeó Erix, casi sin aliento por la carrera.
——¿La legión? ¿Dónde?
——En Nexal. En la plaza sagrada. Las noticias de que Naltecona le había dado Cordell el palacio de Axalt eran ciertas. ¡Ahora el general se ha llevado al canciller al palacio y lo retiene entre sus legionarios! —La pareja entró en la casa. Erix miró desesperada a su padre y a su marido.
——¿Por qué estás tan asustada, hija mía? —preguntó Lotil.
——¡Las sombras! ¡En el momento en que escuché las noticias, todo se volvió oscuro! Apenas si podía ver para subir la colina. ¡Era como estar en medio de una nube de tormenta! —La joven hizo un esfuerzo por dominar sus nervios.
»La primera vez que vi las sombras, padre, tuve un sueño. Fue la noche en que el guacamayo nos guió hasta el agua en el desierto —añadió. Erix ya no pudo contenerse más. Les relató su visión, y los dos hombres percibieron su alivio al poder compartir la carga de aquel sueño.
»Vi el fin del Mundo Verdadero. Comenzaba en Nexal, a la luz de la luna llena. A Naltecona lo mataban los extranjeros, en la terraza de un edificio que entonces yo no conocía, pero que reconocí cuando fuimos a la ciudad. ¡Era el palacio de Axalt!
——No puedo creer que los guerreros no hayan atacado —afirmó Hal—. En estos momentos, debe de haber combates por toda la ciudad.
——Por extraño que parezca —dijo Erix—, no hay combates. Los esclavos llevan comida a los legionarios cada día, y Naltecona en persona aparece a diario en la terraza para proclamar que está allí por propia voluntad.
——Quizá sea cierto —opinó Hal, escéptico.
——Aunque lo sea, el peligro es terrible —insistió Erix—. En mi sueño, su muerte sólo era el comienzo. ¡La destrucción posterior se extendía por todas partes como la noche, amenazando devastar el mundo entero!
——Si lo has visto, ocurrirá —dijo Lotil—, porque Qotal te ha dado el don de ver el futuro.
——¿Qué quieres decir? —preguntó Erix.
——Observa tu capa, la que te regaló el plumista en Nexal —respondió el viejo, con una sonrisa sabia—. ¿Qué ves en ella?
La joven se quitó la prenda y la extendió sobre su falda. Halloran la ayudó en su tarea, llevado por la curiosidad.
——Es más hermosa de lo que recordaba —dijo Erix. Pasó los dedos por el brillante plumaje, y recorrió las hebras de rojo, verde, blanco y azul. Cada color correspondía a una pluma superpuesta a otras de la misma o diferente tonalidad.
Desplegada, la capa cubría una superficie en forma de abanico de casi un metro cincuenta de largo de punta a punta, y casi lo mismo en el punto más ancho. Su espesor de varios centímetros creaba un acolchado tan mullido como liviano.
Erix siguió el recorrido de las líneas de color hacia el ápice de la capa. Cada pluma se unía a la vecina en una sola, que a su vez se unía a la siguiente, cada vez más arriba. Cuando sus dedos llegaron al final, descubrió que todo el entramado acababa en una cánula fuerte y flexible.
——¡Es una pluma gigante! —exclamó, asombrada—. ¿De qué puede ser?
——¿Tú qué crees? —preguntó Lotil con una sonrisa divertida.
——¿A qué se refiere? —intervino Hal—. Es una sola pluma. ¿Qué tiene de particular?
——La Capa de una Sola Pluma es un regalo del propio Qotal, el segundo heraldo de su regreso. Lo he sabido desde el primer momento —respondió Lotil suavemente.
»Su regalo, al igual que el retorno del
coatl,
es la marca que te ha impreso. Eres su elegida. Cuídala bien, hija mía. Habrá un momento en que te dará la bendición de Qotal.
——¿Elegida para qué? —protestó Erix, asustada—. ¿A qué te refieres? ¿Para qué me sirve? ¿Sólo para ver el desastre que se cierne sobre el mundo?
——Quizá te ha sido dada para que puedas evitarlo —sugirió Lotil.
——¿Pero cómo? ¿Qué puedo hacer?
——¡Tal vez podamos hacer algo! —Hal apretó los puños contra la frente, desesperado ante el sufrimiento de Erix por la catástrofe que veía en sus sueños. Tenía que encontrar una salida. Entonces, se le ocurrió un plan.
»Has dicho que los legionarios mataban a Naltecona, en la terraza del palacio, a la luz de la luna llena —dijo, impulsivamente—. ¿Qué pasaría si no sube a la terraza? ¿Qué ocurriría si no está en el palacio?
El joven se entusiasmó con la propuesta, en un intento de convencerse a sí mismo de que no era una locura.
——Quizá podríamos rescatar a Naltecona y llevarlo a algún sitio seguro. Si pudiéramos encontrar a Poshtli y contar con su ayuda, tendríamos una posibilidad de éxito.
——¿Cómo haríamos para entrar en el palacio, vigilado por la legión? —preguntó Erix. Por un momento, la joven se había contagiado del entusiasmo de su marido, pero, al pensar en los obstáculos que encontrarían, se desvaneció su esperanza.
——¿No nos dijo algo Poshtli acerca de unos pasadizos secretos que comunicaban a los palacios entre sí? Haz un esfuerzo. Fue a poco de llegar a Nexal. ¡Quizás él sepa dónde están!
Erix intentó recordar, pero la distrajeron las palabras de su padre.
——Ve a la puerta, hija mía —dijo Lotil—, y dime dónde está la luna.
——A poca altura, por el este.
——Y hace poco que se ha puesto el sol, ¿verdad? Noto el fresco del anochecer.
——Sí.
——Entonces —añadió el plumista—, quiere decir que disponéis de tres días hasta que sea llena.
Los sacerdotes arrastraron al guerrero kultaka hacia el altar, y Shatil vio que la víctima era un adolescente, cuya inexperiencia le había impedido escapar de los nexalas en Palul. El sol rozó el horizonte cuando los clérigos sujetaron al muchacho sobre el ara. El puñal de Shatil cayó una vez, y después el sacerdote levantó bien alto el corazón arrancado del pecho de su víctima, delante de la estatua guerrera de Zaltec.
Shatil arrojó el corazón por el agujero abierto en la boca de la escultura, y se apartó del altar. Los acólitos ya se habían encargado de retirar el cadáver, y otros traían a la próxima víctima.
Esta vez era un hombre mayor, un esclavo entregado como ofrenda a Zaltec por su amo, un Caballero Jaguar. El guerrero, que había abrazado el culto de la Mano Viperina, no había conseguido capturar ningún enemigo en la reciente batalla y, por este motivo, ofrecía como compensación la vida de su fiel sirviente.
El pobre hombre se resistió con fiereza hasta el último momento, y Shatil le hendió el pecho casi como una venganza. Cuando entregó el corazón a su dios, lo hizo un poco avergonzado por la falta de fe de la víctima.
Hubo más sacrificios. Hoxitl, Shatil y unos cuantos sacerdotes superiores de Nexal intentaban satisfacer el apetito feroz de su dios. Aturdido por el honor que le otorgaban —era mucho más joven que todos los otros clérigos ocupados en este desesperado ritual—, Shatil se esforzaba por conseguir la perfección en cada sacrificio. Cada corazón tenía que significar un aporte a la fuerza de Zaltec. Hoxitl les había prometido que muy pronto llegaría el momento de entrar en acción.
El culto de la Mano Viperina florecía en todos los rincones de la ciudad, si bien la mayoría de sus adeptos se mantenían apartados de la plaza sagrada. Por su parte, los extranjeros nunca se aventuraban más allá de los muros del palacio de Axalt. Los sirvientes de Naltecona se ocupaban del abastecimiento, y, a menudo, el reverendo canciller se paseaba por las terrazas, aparentemente sereno y feliz.
Ya era de noche cuando se realizó el último sacrificio. Los sacerdotes se reunieron ante el altar para escuchar a Hoxitl.
——He visto a los Muy Ancianos —explicó el patriarca. Los corazones de sus desesperanzados clérigos se animaron al escuchar la nueva, y esperaron sus palabras, impacientes.
——Zaltec está complacido con nuestros esfuerzos. Cuando comience la batalla, su poder nos protegerá de las armas metálicas de los invasores. Pero debemos tener presente lo más importante: ¡todavía no es el momento de atacar!
Las esperanzas de Shatil se vinieron abajo ante esta noticia. Percibió la desilusión de los demás clérigos.
——Patriarca —exclamó, sin poder contenerse—. ¿Por qué no podemos atacar cuando todo el culto no espera otra cosa, y los ánimos están más exaltados que nunca?
——Ahora os diré la razón —respondió Hoxitl, resignado—. Los Muy Ancianos me han formulado una advertencia. Existe una persona que puede destruir nuestros planes. Se trata de una joven escogida por los dioses que, con su sola presencia, puede dar la victoria a los invasores y hundirnos a todos en la más terrible de las catástrofes.
»Mientras ella viva, nuestro levantamiento estará condenado al fracaso. Por lo tanto, nuestra primera tarea es encontrar a esta mujer y entregar su corazón a Zaltec. ¡Entonces quedará asegurado nuestro triunfo total!
——¿Quién es? ¿Dónde está? —clamaron los sacerdotes. Hoxitl los silenció con una mirada. Después miró a Shatil.
——Tenemos que esperar a que venga a Nexal —dijo suavemente—. Es probable que esté en compañía del extranjero, Halloran. —Shatil dirigió una mirada de sobresalto al sumo sacerdote, y descubrió que éste lo observaba.
»Es tu hermana, Erixitl de Palul.
Chical, el orgulloso capitán de los Caballeros Águilas, se presentó en la sala del trono del palacio de Naltecona para entrevistarse con Poshtli. El joven no ocupaba el trono, pero este lugar le había parecido el más adecuado por ocuparse de los asuntos de estado y de la ciudad en ausencia de su tío.
En presencia de Chical y los nobles de mayor rango, el reverendo canciller había encomendado estas tareas a su sobrino, además de advertirle severamente que debía mantener la paz con los extranjeros.
El problema que traía de cabeza a Poshtli eran las relaciones entre los nexalas y kultakas, acampados en la plaza sagrada en torno a los palacios. Los guerreros locales se entrenaban en la plaza y frecuentaban los templos y altares del lugar. Los kultakas, y en menor medida los payitas, no habían interferido en estas actividades, pero Poshtli suponía que los altercados no tardarían en ocurrir.
Saludó cortésmente la llegada de su viejo capitán, aunque adivinaba el motivo de la visita.
——¿Cuándo ordenarás el ataque? —preguntó el jefe Águila.
——No habrá ningún ataque hasta que Naltecona dé la orden. ¡Tú estabas presente cuando lo dijo! —replicó Poshtli.
——¡Entonces te habrás dado cuenta de que habló amenazado por las espadas de los extranjeros.
——No es lo que vi. ¿Acaso crees que el reverendo canciller sería capaz de mentir a su gente por miedo a perder la vida? —La pregunta de Poshtli tenía un tono de desafío, y Chical optó por desviar la mirada.
——No, no lo creo. —Volvió a mirar al joven, y el profundo dolor del hombre se reflejó claramente en sus ojos y la expresión de su rostro—. Sin embargo, el espíritu de Nexal, el de todo Maztica, se rompe bajo el peso de la afrenta —añadió en voz baja—. Quizá nuestros enemigos puedan llegar algún día a conquistarnos, pero que no lo hagan como nuestros invitados.