Authors: Douglas Niles
El hermano de Erix continuó la marcha, aturdido, sin saber qué hacer. Hasta hacía muy poco, sabía muy bien cuál era su misión; ahora, en cambio, lo atormentaban las dudas.
Se dijo a sí mismo que había hecho un juramento en el que daba su alma y su vida por Zaltec, el dios protector de los nexalas, que recompensaría a sus devotos. Esto, al menos, era lo que Shatil había creído a pie juntillas.
En el pasado, había calificado de débiles a todos aquellos, incluidos su padre y su hermana, que preferían unos dioses pacíficos y bondadosos. Había utilizado la desaparición de Qotal como la prueba más evidente de que esa clase de dioses no podían existir en Maztica. Siempre acabarían por ser desplazados por otros dioses fuertes y viriles: divinidades alimentadas con corazones humanos.
Pero ahora tenía delante de los ojos nada menos que al
coatl,
el heraldo de Qotal. La criatura los había guiado contra los Muy Ancianos, los portavoces de Zaltec, y había ganado. ¿Qué significado tenía la victoria? ¿Podía suponer que su fe estaba equivocada? Miró a su hermana, envuelta en la capa de plumas. Se había convertido en una mujer muy fuerte y hermosa.
¡Y
Chitikas!
¡Los había transportado hasta aquí con una celeridad pasmosa! Ahora buscaban la cueva, intentaban descubrir la entrada entre las abruptas laderas y los abismos sin fondo, siempre envueltos por una niebla fétida. ¿Qué pasaría cuando la encontraran?
Enfadado, el clérigo sacudió la cabeza. El
coatl
era como cualquier otro enemigo de su fe: un rival poderoso y mágico, pero al que se podía matar. Observó a la criatura volar a toda prisa y desaparecer detrás de un saliente. Shatil tocó la empuñadura de su daga y acarició la Zarpa de Zaltec, oculta en la bolsa.
No tardaría mucho en anochecer, y Shatil tuvo el presentimiento de que sería una noche muy larga.
——¡Traed al primer cautivo!
La orden de Hoxitl sonó como un ladrido, cargada de una alegría cruel. Los clérigos medio cargaron y medio arrastraron al legionario que se debatía aterrorizado ante el destino que le aguardaba, y lo colocaron de espaldas sobre el altar.
——¡Alabado sea Zaltec! —gritó el sumo sacerdote, levantando bien alto el puñal sobre el pecho de la víctima. Con los ojos casi fuera de las órbitas, el hombre balbuceó incoherente mientras Hoxitl lo observaba, despreciativo. Desde luego los extranjeros no sabían morir con dignidad. Prolongó el momento para disfrutar del espectáculo, deseado por todos, de ver al invasor tendido en el ara.
Cayó el puñal como un rayo y, con un gesto brutal, Hoxitl le abrió el pecho y metió la mano en el cuerpo moribundo para arrancarle el corazón.
Una tremenda ovación surgió de los guerreros de la Mano Viperina, agrupados al pie de la pirámide, que continuaron dando vivas a medida que el resto de la docena de legionarios prisioneros eran conducidos, uno a uno, al sacrificio. Cuando acabó la horrible ceremonia, ya era noche cerrada, y la lluvia caía sobre la ciudad.
Después del último sacrificio, la algarabía en la plaza sonaba como un redoble de tambores que se podía escuchar por todo Nexal. La fiesta de los guerreros no decaía, y Hoxitl se encargaba de estimularla. Sabía que al enemigo, atrapado en el palacio, no se le escaparía el motivo de la celebración.
——¡Os advertí que cometíamos un error terrible al venir aquí! —gimió Kardann, retorciéndose las manos—. ¡Ahora jamás conseguiremos salir con vida de esta trampa!
——¡Silencio! —le ordenó Cordell—. ¡Si no calláis, os enviaré a la pirámide junto con aquellos hombres valientes!
Un silencio sombrío se extendió sobre los oficiales, reunidos en una de las salas donde habían disfrutado de opíparos banquetes. La escena que habían presenciado a la hora del crepúsculo los había conmovido a todos, y era esto, más que la ira de su general, la razón de su desánimo.
——Ahora —dijo el capitán general, mientras se paseaba arriba y abajo delante de sus oficiales—, tenemos que trazar un plan. ¡Quiero oír vuestras sugerencias!
Ante él tenía a Daggrande, Garrant, el fraile Domincus y Kardann. Los cuatro se movieron incómodos; comprendían tan bien como Cordell que la situación era desesperada.
——Los jinetes podrían intentar otra carga —propuso Daggrande, al cabo de unos momentos—. Los respaldaríamos con los infantes. Tal vez consigamos abrirnos paso.
——¿A través de aquella puerta? ¿Por las calles de la ciudad? ¡Has perdido el juicio! —protestó Garrant, que era el jefe de las compañías de infantería.
——¿Qué otra cosa podríamos hacer? —preguntó Kardann—. ¡Tenéis que encontrar alguna solución!
La discusión se generalizó entre los oficiales, y Cordell movió la cabeza, desconsolado. Tenía razón: ¿qué otra cosa podían hacer? Sin los hechizos, sin
Lenguahelada,
sin Darién...
Con un gemido, el general se sentó con los codos apoyados en la mesa y se sujetó la cabeza entre las manos. ¿Por qué lo había traicionado? Por un momento se dejó llevar por la autocompasión; después volvió a la realidad, se levantó y reanudó el paseo.
——Al parecer, se han apartado un tanto de los muros —comentó el fraile—. Quizás ésta sea nuestra oportunidad. Intentar la huida al amparo de la oscuridad.
——El cielo está encapotado —añadió el enano—. Es una noche muy oscura y no deja de llover.
——Dispongo de unos cuantos hechizos que podrían ser muy útiles —afirmó Domincus—. La plaga de insectos podría abrirnos un camino. O tal vez el viento y el agua.
——Creo que has dado con una idea muy atinada —aprobó el general, desesperado por encontrar una salida—. Una cosa está bien clara: quedarnos aquí significa la muerte de todos nosotros.
»De acuerdo. Lo intentaremos esta noche —decidió Cordell, recuperando un poco de su vieja presencia.
——¿Pero cuántas vidas perderemos? —protestó Kardann.
——Ya sabemos cuál es la vida que tanto os preocupa, mi buen asesor —respondió Cordell, tajante—. Os aseguro que haremos todo lo posible para protegeros.
«Mientras tanto —añadió—, ocupaos de hacer los preparativos para transportar varias toneladas de oro. Disponéis de dos horas.
De las crónicas de Coton:
Una nota antes de que me retire, mientras la ciudad muere a mi alrededor.
Ahora por fin Qotal ha enviado su señal, y el
coatl
lucha en su nombre. Perdonadme, gran maestro de mi fe, que no registre mi gratitud ante este hecho. Habéis atendido mis ruegos y plegarias en las que imploraba tu intervención.
Pero ahora debo preguntar el motivo. ¿Por qué ha venido el
coatl
? ¿Qué sentido tiene continuar la lucha a estas horas, en medio de la oscuridad de la noche?
¿De qué sirve todo esto cuando no queda otra cosa por hacer sino esperar la muerte?
——¿Está preparado? —La pregunta del capitán general iba dirigida al sargento mayor Grimes, consciente de que sólo había una respuesta. Había escogido a Grimes, un veterano fanfarrón y mal hablado, para reemplazar al capitán Alvarro. El sargento mayor no era un hombre de muchas luces, pero se podía confiar en él como alguien que cumpliría las órdenes a pie juntillas.
El jinete rubio encabezaba a los lanceros, formados en una columna de dos en dos en el gran pasillo del palacio. Jamás, pensó Cordell, había visto un grupo de hombres tan cansados. A pesar de sus heridas y del agotamiento, estaban dispuestos a marchar.
Delante de ellos, las puertas de madera —reconstruidas por los legionarios al finalizar la batalla— permanecían cerradas, para ocultar a los nexalas los preparativos del intento de fuga. Los vigías apostados en la terraza habían avisado que no llegaban al centenar los guerreros que se movían cerca de las puertas.
——Espero la señal, comandante —gruñó Grimes.
——Todavía falta una hora. Tenemos que esperar a que las cosas se tranquilicen al máximo. Recuerde que, en cuanto salga, tiene que cargar a través de la plaza hasta llegar al portón. Una vez allí, se encargará de defenderlo hasta que llegue el resto de la legión.
Grimes asintió, con el entrecejo fruncido en su esfuerzo por no olvidar las órdenes de su comandante.
——Capitán general...
——¿Sí? —preguntó Cordell. Se volvió, irritado—. ¿Qué queréis, Kardann?
——Se trata del oro, señor. Lo hemos cargado en alforjas, pero todavía queda una montaña. ¿Qué hacemos con el resto?
El capitán general soltó un suspiro, lamentando verse en la necesidad de abandonar un tesoro conseguido a base de tanta sangre y sacrificios.
——Que los hombres cojan para ellos todo lo que quieran. El resto se quedará aquí.
La orden del general corrió como el viento entre la tropa. Los soldados se apiñaron alrededor de la montaña de oro, y llenaron bolsas, mochilas, bolsillos, y hasta botas y guantes, con el metal precioso. Hubo algunos que apenas si podían caminar con tanta carga. Otros como Daggrande, conscientes de que los esperaban largas jornadas de marcha y combates, sólo cogieron unos pocos objetos del oro más fino.
Por fin, reinó la calma en toda la extensión de la plaza. El ruido de la lluvia torrencial apagaba cualquier otro sonido y dificultaba la visión.
——Preparados —le avisó Cordell a Grimes, después del último informe de los vigías—. En cuanto se abran las puertas, cargad.
Detrás de las tres docenas de lanceros, formaban las otras compañías de la Legión Dorada, infantes, alabarderos y ballesteros, dispuestos para la marcha. Todos comprendían que la única posibilidad de abandonar la ciudad, que de pronto se había convertido en una trampa mortal, dependía de su capacidad para moverse con la mayor prisa posible.
——¡Adelante! —gritó Cordell. Dos legionarios abrieron las puertas del palacio, y los jinetes salieron como una tromba, aplastando a su paso a los pocos nexalas que estaban cerca. La compañía galopó a través de la plaza, y habían recorrido más de la mitad del camino hasta el portón antes de que sonara la voz de alarma.
Después, un griterío infernal estalló en medio de la noche. Al verse descubiertos, Grimes y sus hombres clavaron las espuelas y se lanzaron en una carga desesperada que los llevó hasta el portón. Allí los esperaban un centenar de guerreros, pero los legionarios pasaron entre ellos como el viento entre las hojas.
Los cascos resbalaban en el adoquinado, y la lluvia se metía en los ojos de los jinetes, pero esto no les impedía encontrar blancos para sus lanzas. En medio de la oscuridad, calados de pies a cabeza, los lanceros no dejaron de matar hasta conseguir hacerse con el control de la entrada.
Los nexalas, avisados del intento de fuga, se lanzaron a la plaza, escalando el muro que rodeaba la ciudad, dispuestos a impedir por todos los medios a su alcance que los extranjeros pudieran escapar. Pero la columna legionaria prosiguió su marcha hacia el portón a buen paso. Los hombres de primera línea avanzaban con los escudos en alto y las lanzas en ristre, y los demás los seguían formando un grupo bien compacto.
Por su parte, Grimes colocó a sus hombres al otro lado de la entrada. Vio las bandas de guerreros que corrían por las calles en dirección a la plaza, y al instante comprendió que no eran tropas fogueadas en el combate como aquellas con las que se habían enfrentado antes. El veterano decidió obrar por su cuenta.
——¡Escuadrones Rojo y Azul, seguidme! —gritó—. ¡Negro y Oro, cargad por la derecha!
Hizo girar a su caballo y bajó la lanza. Una docena de jinetes se desplegaron a su lado y se lanzaron calle arriba. A sus espaldas, otra docena de lanceros realizó la misma maniobra en dirección opuesta. En unos segundos, se encontraron con los mazticas; muchos murieron aplastados por los cascos de los caballos, o ensartados en las lanzas. Los demás dieron media vuelta y escaparon despavoridos ante la brutalidad de la carga.
El sargento mayor no perdió el tiempo y volvió a todo galope al portón de la plaza, donde lo esperaban los otros escuadrones. Casi al mismo tiempo, los primeros infantes aparecieron en la salida.
——Tome la mitad de los lanceros y vaya hacia la calzada —le ordenó Cordell—. Que la otra mitad cubra la retaguardia. ¡En marcha!
Al instante, el jinete rubio clavó las espuelas a su cabalgadura y partió a toda velocidad por la ancha avenida en dirección a la calzada sudoeste, que era la ruta más corta hasta la orilla del lago, seguido por la mitad de su compañía.
El general mandó a la infantería seguir a Grimes, y ordenó a Daggrande que protegiera el final de la columna.
——¡En marcha! ¡A paso ligero! —gritó. Con su comandante al frente, la tropa emprendió la marcha, desesperada por conseguir salir de la trampa que amenazaba con matarlos a todos.
Una masa de guerreros salió de la plaza en su persecución, mientras nuevos refuerzos los atacaban desde las calles laterales y los edificios. La Legión Dorada luchaba con todas sus fuerzas sin dejar de correr por las calles de Nexal, a través de la oscuridad y la lluvia. Muchos hombres cayeron malheridos y tuvieron que ser abandonados a su suerte. A menudo, pedían a sus compañeros que los remataran para poder evitarse el horror del sacrificio en los altares de Zaltec, y más de un veterano lloró a lágrima viva mientras daba el golpe de gracia a un viejo camarada.
De pronto Cordell, al frente de la infantería, se encontró con Grimes, que había topado con una barrera de guerreros nexalas; sólo quedaban ocho de los doce jinetes. El agua chorreaba por las alas de sus cascos, y tenían los cabellos y barbas empapados. El sargento mayor vio a su comandante, y sacudió la cabeza en un gesto de derrota.
——¡Cargue! —gritó el general.
——¡Ya lo he hecho, y cuatro hombres han muerto! —replicó Grimes—. Forman una masa compacta. Están apostados en el cruce de aquellas dos calles anchas.
Cordell reconoció el lugar; unos metros más allá se entraba a la calzada. Maldijo a los guerreros de la barrera.
——¡Que Helm nos dé su ayuda! —exclamó Domincus, que en aquel momento se unió a Cordell.
El fraile levantó la mano con el guantelete marcado con el ojo vigilante de Helm y, mientras recitaba una plegaria a su dios, alzó la otra mano y señaló hacia los guerreros que les cerraban el paso.
En el acto se escuchó un fuerte zumbido y, un segundo más tarde, los gritos de dolor y pánico de los nexalas. A pesar de la poca luz, se podía ver una mancha muy oscura e informe compuesta por millones de pequeños insectos, que picaban con ferocidad todo lo que encontraban a su paso.