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Authors: Douglas Niles

Erixitl de Palul (19 page)

BOOK: Erixitl de Palul
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——¿Adónde ha ido su jefe? —preguntó Shatil de pronto. Un segundo antes había mirado en dirección a su hermana, y la había visto sentada en la manta de plumas en compañía de todos los demás. Pero ahora Cordell y los otros dos acompañantes extranjeros, la hechicera y el sacerdote, habían desaparecido.

——Allí está —señaló Zilti, aliviado.

Cordell acababa de hablar con un hombre muy bajo y robusto con una barba rizada. Erix se había referido a estos extranjeros más pequeños con el nombre de «enanos», y les había explicado que el hecho de ser pequeños no disminuía en absoluto su tremenda capacidad de combate, pero todos se habían mostrado escépticos. En estos momentos, el enano caminaba entre sus hombres, al tiempo que les hacía comentarios.

Por fin, el capitán general volvió a su sitio de honor. Los caballeros y Erix se pusieron de pie al verlo llegar y, por un instante, pareció como si ninguno de ellos quisiera volver a sentarse.

——Atento a la orden —dijo Zilti, con la voz ahogada por la emoción—. Kalnak se dispone a dar la señal. ¡Es el momento de la gran batalla!

——Os habéis referido a los kultakas como viejas comadres —manifestó Cordell. Esta vez, la maga elfa se encargó de hacer la traducción sin darle tiempo a Erix de empezar a hablar. Darién no omitió el tono provocativo de la voz del general.

——Son nuestros enemigos de toda la vida —insistió Kalnak, sorprendido por la súbita agresividad de su invitado.

——Yo digo que son viejas comadres aquellos que libran sus batallas ocultos detrás de las mujeres y de los niños, detrás de fiestas y regalos.

Mientras Kalnak lo miraba atónito, Cordell desenvainó su espada y la levantó bien alto.

——¡Ésta es la recompensa que merece la traición! —gritó.

Cayó la hoja, trazando un arco plateado a la luz del sol. Su paso produjo un silbido en el aire, tan rápido fue el golpe del capitán general. El borde afilado hendió el cuello de Kalnak mientras el Caballero Jaguar todavía miraba atónito, y el acero no perdió impulso. Pasó limpiamente a través del cuello y emergió en una lluvia de sangre al otro lado del cuerpo.

La cabeza de Kalnak, cubierta con el casco del cráneo de jaguar, cayó a un costado. La sangre brotó como un surtidor del muñón del cuello, y el cuerpo decapitado dio un par de pasos tambaleantes como si quisiera atacar a su verdugo. Entonces, el cuerpo cayó de bruces y bombeó el resto de su vida sobre las piedras de la plaza.

Erix vio la hoja como un rayo negro a través de las sombras grises que le velaban los ojos. Permaneció inmovilizada por el espanto, conmocionada ante la monstruosa crueldad de los invitados. Por un momento, reinó el silencio en la plaza.

De pronto, un relámpago de luz blanco azulada cortó el aire, penetrando incluso en las sombras de la visión de Erix. Vio a la maga Darién a un costado, separada de la multitud. En su mano sostenía un pequeño bastón, y le pareció que aquella vara era la fuente del relámpago. Erix recordó que Hal le había hablado de algo parecido; ¿qué nombre le había mencionado?

Gritos de dolor y pánico surgieron de todos los rincones de la plaza. Erix pudo ver que, allí donde había brillado la luz, todos los que habían estado participando alegremente de la fiesta permanecían inmóviles. Algunos habían caído al suelo, mientras los demás se habían convertido en estatuas congeladas de gente que comía, bebía, hablaba o reía.

¿Congeladas en el acto?
Lenguahelada.
Ahora recordaba los comentarios y explicaciones de Hal. El hechizo provocaba un manto de escarcha capaz de matar instantáneamente a muchísimas personas.

La joven no dudaba que la mayoría de las víctimas habían muerto; ¡un centenar o más de mazticas, exterminados en un solo ataque! Únicamente en los bordes del sector afectado podía ver a los heridos que se retorcían de dolor. Los pobres desgraciados intentaban con desesperación alejarse de los muertos, y Erix vio que muchos de ellos no podían mover las piernas heladas o exhibían en sus cuerpos las terribles quemaduras producidas por la congelación.

Más tarde, Erix comprendería que la pausa sólo había durado un par de segundos, pero en aquel momento le pareció que habían pasado varios minutos mientras todos permanecían inmóviles en la plaza. El ataque de
Lenguahelada
por fin rompió la parálisis. Una vez más la vara vomitó su destello helado, y la luz alumbró y mató a otro grupo de nativos.

Chical soltó un aullido furioso, y levantó su
maca
para saltar sobre Cordell. El capitán general descargó un sablazo contra el Caballero Águila, quien esquivó el golpe, pero el comandante, sin perder un segundo, invirtió la trayectoria y golpeó el cráneo de Chical con la empuñadura del arma. El guerrero cayó fulminado sobre la manta de plumas, y sólo alcanzó a sacudir las piernas antes de perder el conocimiento.

El pánico dio alas a Erixitl, que se alejó del hombre para desaparecer entre la muchedumbre de nativos aterrorizados. Mientras la muchacha escapaba, Cordell liquidó de un solo golpe a un Caballero Jaguar.

El destello de luz bañó la plaza una vez mas, y en esta ocasión alumbró a Erix. Asombrada, contempló a los aldeanos caer como moscas a su alrededor. En cuanto desapareció la luz, advirtió que ella y algunos niños —que habían estado casi pegados a su cuerpo— no habían sido afectados por el estallido. Sintió las pulsaciones de su amuleto de
pluma,
y comprendió que la magia de su padre la había salvado del hechizo diabólico. Darién la observó desde las profundidades de su capucha. La mirada de Erix no podía penetrar en las sombras, pero sí vio que los ojos de la hechicera resplandecían como diamantes.

Con una sacudida, Erix se libró del encantamiento y, acicateada por el miedo, volvió la espalda a la maga para echar a correr con todas sus fuerzas. Escuchó resoplidos y golpes de cascos, y vio a los legionarios montar en sus caballos. El adolescente con el tocado de plumas miró asombrado cuando el capitán de barba roja se cernió sobre él. Con una mueca cruel, el hombre descargó un golpe con su sable, que hendió el cuerpo del jovencito desde la cabeza hasta la cintura.

Una mujer cargada con un bebé soltó un alarido delante de Erix, y cayó al suelo escupiendo sangre. La joven vio que uno de los mortíferos dardos de los ballesteros había atravesado el cuerpo del niño y de la madre, y se volvió horrorizada para no presenciar la agonía de estos inocentes.

Más y más dardos volaron cerca de ella, provocando una terrible matanza. El ruido sordo de los gatillos marcaba una siniestra cadencia de muerte. Los Ballesteros, formados en círculo, cargaban y disparaban sus armas, lanzando sus flechas contra la masa de víctimas indefensas, en una horrenda carnicería que acababa por igual con la vida de hombres y mujeres, viejos y niños. Erix resbaló en la sangre que cubría el pavimento de la plaza. Como todos los demás nativos en el lugar, sólo pensaba en poder escapar. Los guerreros que había entre ellos empuñaron sus armas y se lanzaron a la batalla, en un intento desesperado de dar a los paisanos tiempo para huir. En aquel momento, a Erix no le pareció extraño que hubiera tantas lanzas y
macas
al alcance de unos guerreros que habían entrado desarmados en la plaza. La muchacha intentó correr hacia el norte, en dirección a la casa de su padre, pero la muchedumbre la arrastró hacia el oeste, en su estampida por escapar de la masacre.

Vio a los jinetes cargar sobre la multitud. Los caballos, que unos momentos antes parecían unos animales dóciles satisfechos de poder pastar y beber con tranquilidad, se habían convertidos ahora en las bestias feroces que tanto habían aterrorizado a los payitas en Ulatos, y provocaron el mismo efecto entre los mazticas de Palul. Los grandes mastines también se habían transformado, y atacaban con salvajismo a los aldeanos, mordiendo a todos los que pasaban a su lado, y sus sonoros ladridos contribuían a aumentar todavía más la confusión.

Los caballistas empleaban sus sables porque al parecer no había espacio suficiente para utilizar las lanzas. Cargaron sobre una línea de guerreros que intentó hacerles frente y, en unos segundos, docenas de cuerpos quedaron destrozados por los mandobles y los cascos de los corceles.

En cuestión de segundos, los lanceros alcanzaron a la multitud de mujeres y niños que los guerreros habían intentado proteger. Las víctimas se dispersaron en todas direcciones, pero muchísimas no tuvieron la oportunidad de escapar con vida.

Por encima de la masa, Eríx vio el yelmo negro con cintas del capitán de lanceros. El hombre guiaba a su corcel con un abandono cruel, con una sonrisa de oreja a oreja. Por un momento, sus miradas volvieron a cruzarse, y se sorprendió al ver el velo en sus ojos; parecían tan muertos como los cadáveres a su alrededor. Esta vez, tuvo la seguridad de que la había reconocido. Entonces, la multitud engulló a Erix y la arrastró como una marea.

——¡Por el poder del todopoderoso Helm, que os aflija una plaga!

La voz estentórea del fraile sonó como un trueno por encima de los gritos y alaridos, y provocó el pánico de Erix. Sabía, por las explicaciones de Hal, que el clérigo poseía poderes sobrenaturales equiparables a los de Darién.

De pronto, la multitud frenó su carrera, y Erix vio que la gente comenzaba a dar manotazos y a retorcerse, mientras chillaban de dolor. Los niños caían al suelo llorando, para morir en cuestión de segundos. Al principio, no pudo ver nada a través de la sombras, aunque podía escuchar un profundo zumbido que hacía vibrar el aire.

Entonces Erix vio unas sombras más oscuras, al tiempo que sentía un pinchazo ardiente en la muñeca. Dio un manotazo, y vio que había matado a una enorme avispa, cuyo aguijón asomaba entre la carne inflamada.

Ahora la fuente del zumbido se hizo evidente, a medida que más avispas atacaban a los aldeanos. Ante sus ojos, todo se volvió oscuro mientras la nube de insectos cubría como un manto el cuerpo de sus víctimas, que se desplomaban acribilladas por miles de aguijones. Dos avispas le clavaron sus aguijones en el cuello y el hombro.

¿Qué clase de poder dominaban estos hombres? Desalentada, comprendió que el fraile había invocado a los insectos, y que ellos habían aparecido para hacer su voluntad. ¿Cómo podía el Mundo Verdadero oponerse a semejante poder?

Empujada por el pánico y el dolor, sin dejar de gritar y llorar, Erix se volvió con la muchedumbre hacia el sur. Su propia voz se unió al griterío mientras, obnubilada por el terror, buscaba cualquier vía de escape de ese lugar infernal. La masa corría desbocada, pisoteando a todos aquellos demasiado lentos o débiles para mantener la carrera.

Llegaron a los árboles que bordeaban la plaza, y éste fue el límite para muchos de los aldeanos exhaustos. Erix observó, aturdida, que los combates se habían extendido a las casas vecinas. Los legionarios corrían de casa en casa, matando a todos los mazticas que encontraban. Los guerreros intentaban defenderse con bravura, pero, divididos en pequeños grupos, no eran rivales para las armas de acero que segaban sus vicias.

Al otro lado de la calle, asomaron lenguas de fuego por las ventanas de una casa. Algo pareció estallar silenciosamente en su interior, con una gran erupción de calor y llamas. En un instante, el fuego se propagó al techo de paja de la vivienda vecina, y rápidamente el incendio se extendió a toda la manzana.

Allí donde miraba, Erix veía el humo mezclado con las sombras, pero las tinieblas no alcanzaban a ocultar el horrible espectáculo de muerte y desolación. Su pesadilla no era más que un pálido reflejo del horror de la realidad.

Erix se desplomó sobre el pavimento y, mientras luchaba por respirar, pensó que lo mejor que podía sucederle al pueblo era acabar consumido por las llamas.

La pirámide de Zaltec tenía una altura de casi quince metros y se levantaba cerca del centro de la plaza de Palul, en medio de la fiesta y, por lo tanto, de la batalla. Unas escaleras muy empinadas ascendían por cada uno de los lados hasta una plataforma superior. En su centro, un pequeño templo de piedra encerraba el ara de sacrificio y la estatua del dios de la guerra, Zaltec.

Al principio del combate, los guerreros se habían reunido alrededor de la pirámide, buscando intuitivamente proteger la imagen sagrada de su dios. También por intuición, los legionarios avanzaron por los cuatro costados, en un intento de llegar a lo alto y destrozar el ídolo.

Los nativos luchaban con un fanatismo salvaje, pero los invasores insistieron con denuedo. Poco a poco, los defensores retrocedieron hacia la cima, renunciando a cada terraza sólo cuando ya no podían hacer otra cosa. El ataque inexorable de los legionarios los acercó lentamente a la plataforma manchada de sangre.

——¡Brujería! —gritó Zilti, delante del altar, mirando la carnicería que se desarrollaba más abajo—. ¿De qué otra manera hubiesen podido descubrir la trampa?

Shatil, que se encontraba junto al sumo sacerdote, miraba a su alrededor, aturdido. Estaba acostumbrado al derramamiento de sangre y a la muerte —él mismo había realizado más de un centenar de sacrificios— pero la matanza que tenía lugar ante sus ojos lo llenaba de espanto.

Los legionarios parecían invencibles. Los jinetes cabalgan a lo largo y ancho de la plaza, y sólo el hecho de que cada vez había menos nativos impedía que mataran a centenares en cada una de sus cargas. Las terribles espadas subían y bajaban; decapitaban a sus víctimas o abrían heridas enormes que no tardaban en producir la muerte.

Primero habían cerrado la salida norte de la plaza, mientras la repentina horda de insectos taponaba la vía del oeste. La figura encapuchada provista de la pequeña vara había sellado toda la parte este de la plaza, y allí se podían ver centenares de cadáveres congelados. Los aldeanos sólo podían escapar por el lado sur, y era por allí que huían en dirección al monte.

Por fin los caballos comenzaron a resbalar y caer en el pavimento cubierto de sangre, y los jinetes desmontaron. Ya no quedaba nadie vivo que los amenazara.

Shatil miró hacia los riscos vecinos, consciente de que miles de guerreros nexalas permanecían ocultos en las laderas. Desde la altura de la pirámide, podía ver por encima de las casas y los árboles del pueblo. Sin duda, los guerreros habían presenciado la batalla.

En efecto, la habían visto, pero los kultakas aliados de los legionarios también habían sido alertados de la emboscada. Ahora los kultakas cargaban sobre sus enemigos, y Shatil contempló incrédulo cómo las compañías nexalas eran obligadas a retroceder. Los guerreros de ambos bandos luchaban con valor, y las lanzas, flechas y dardos eran como una nube en el aire.

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