Authors: Douglas Niles
Los nexalas intentaron una carga a la desesperada, que fue rechazada a golpes de maca. Los kultakas pasaron al contraataque, y sus avances fueron aislando a las milicias nexalas. Todos los grupos rodeados ofrecían una dura resistencia, pero las compañías nexalas luchaban solas, aisladas y sin coordinación con las demás. En cambio, los kultakas concentraban sus fuerzas primero contra una, y después pasaban a luchar contra la siguiente. De esta manera, los regimientos nexalas se vieron aplastados por la superioridad numérica del enemigo.
Alrededor de la plaza, las compañías de legionarios asaltaban los edificios donde se encontraban los guerreros que habían pretendido emboscarlos. Ahora, reducidos a grupos pequeños y desprovistos de la ventaja de la sorpresa, no podían hacer otra cosa que luchar con bravura hasta sucumbir bajo las armas de acero de los invasores.
Los dardos de los ballesteros cayeron como una lluvia sobre los defensores de la pirámide, y los atacantes consiguieron avanzar hasta casi las tres cuartas partes de la altura. Shatil observó pasmado que el fragor de la batalla amenazaba con llegar a la cima y destruir el templo y la imagen sagrada. Con expresión adusta, empuñó su daga de sacrificio y se situó junto a la puerta, dispuesto a ofrecer su vida en una última defensa del recinto.
No obstante, todavía no había llegado su momento. Los guerreros resistían en las estrechas escaleras, y sus
macas
y lanzas, si bien resultaban superadas por el acero de los invasores, eran armas mucho más formidables que su cuchillo de obsidiana.
Una casa estalló en llamas, y Shatil vio que el fuego lo había provocado la mujer de la túnica negra. Había levantado una mano y señalado el edificio. Al instante, las llamas aparecieron en las puertas y ventanas. Los guerreros que había en el interior salieron a la carrera por las aberturas, con los cuerpos incendiados, para morir en la calle.
Entonces, el clérigo vio que la mujer se volvía hacia otra casa de la cual salían guerreros dispuestos a vengar a sus compañeros. Pero, esta vez, la mujer levantó las dos manos, y una nube tenue se extendió delante de ella. A medida que los nativos entraban en la nube, comenzaban a retorcerse y se llevaban las manos a la garganta como si les faltara el aire. Después caían a tierra, donde su terrible agonía se prolongaba durante unos segundos más, hasta que la vida escapaba de sus cuerpos. Más y más guerreros sucumbieron a la nube, mientras ésta crecía y se hacía más espesa, y sus cadáveres parecían muñecos rotos sobre el pavimento.
La nube se filtró por las aberturas de todas las casas de la calle. Sólo de unos pocos edificios salieron guerreros que exhalaron su último suspiro un instante después. En las demás todo permaneció igual, pero a Shatil no le resultó difícil imaginar lo que había ocurrido con sus ocupantes.
La mortífera nube siguió su recorrido, dejando una estela de muerte a su paso, y el silencio se extendió sobre el pueblo. Ya no había más combates excepto el que tenía lugar en la pirámide. Los guerreros que la defendían habían cedido a los invasores todos los peldaños, y ahora resistían en la plataforma.
Los infantes aún entraban en las casas, para rematar a cualquiera de los ocupantes. Sin embargo, no tenían mucho que hacer porque la mayoría de los edificios habían sido abandonados.
——Esto se acaba —dijo Zilti con un gruñido—. Pero uno de nosotros debe avisar a Nexal, a Hoxitl, que hemos sido traicionados.
——¡Tenemos que defender la estatua de nuestro dios! —protestó Shatil—. ¡Los invasores no deben tocar la imagen sagrada de Zaltec!
——¡No! —ordenó Zilti, con voz firme, aunque en un tono suavizado por su compasión ante la fidelidad de Shatil—. Yo me quedaré aquí. Tú te encargarás de llevar el mensaje.
——¿Cómo? —preguntó Shatil, al ver los legionarios alcanzaban la plataforma por dos de las escaleras. Un círculo de guerreros cada vez más pequeño rodeó a los dos sacerdotes, intentando apartar a los atacantes del altar sagrado.
——¡Por aquí! —Zilti guió a Shatil al interior del templo, y se dirigió a la parte de atrás de la horrible efigie de Zaltec, cuya boca estaba cubierta de sangre seca. El joven clérigo se estremeció al ver en su imaginación cómo los invasores hacían pedazos la estatua.
Zitil no perdió el tiempo. Empujó una piedra en la espalda de la escultura, y de pronto se abrió una trampilla en el suelo, que dejó al descubierto una estrecha escalera que desaparecía en las profundidades de la pirámide.
——Por aquí podrás llegar a nivel de la calle —dijo Zilti—. Saldrás muy cerca del templo, pero deberás esperar a que sea de noche, para no ser descubierto. —El sumo sacerdote le entregó un rollo de pergamino—. Lleva este mensaje a Nexal. Entrégaselo a Hoxitl, sumo sacerdote de Nexal. Es el relato de todo lo ocurrido aquí. ¡Ahora vete!
Shatil sujetó el pergamino, consciente de que Zilti no había tenido tiempo de escribir un mensaje, pero no discutió la orden de su superior. Una vez más, vaciló, aunque esta vez no por miedo a la oscuridad sino por lealtad a su maestro.
——¡Venid conmigo! —rogó—. ¡Los dos podemos escapar!
Zilti miró hacia el exterior del templo. Varios legionarios se encontraban junto al altar, enarbolando sus espadas invencibles.
——No —respondió—. Tengo que cerrar la trampilla. ¡Vete, y vénganos!
Sin decir nada más, Shatil se metió en el agujero. Pisó con cuidado el primer escalón, y no había tocado todavía el segundo cuando Zilti ya había cerrado la puerta secreta.
El dulce olor de la sangre cosquilleaba en la nariz de Alvarro, borrando la fatiga y el agotamiento del prolongado combate. Sostenía su sable, cubierto de inmundicia, preparado para matar, pero ya no había más víctimas. A su lado cabalgaba el sargento mayor Vane. Los dos caballistas se habían alejado mucho de los límites del pueblo.
Pese a ello, no se detuvieron. Los lanceros habían recorrido los campos, lanzados a la persecución de los nativos, hasta que, en un momento dado, se habían separado del resto de la compañía. Los fugitivos habían conseguido llegar a las laderas cubiertas de matorrales, y la tarea de perseguirlos correspondía a los infantes.
Alvarro vio que un grupo de legionarios acababa de capturar a una muchacha. Con gritos de alegría, la arrastraron hasta un claro. Por un momento, el capitán observó la escena, interesado por saber si podía ser la mujer que le había llamado la atención en el pueblo. Cuando los soldados la arrojaron al suelo, la aterrorizada joven volvió el rostro hacia el jinete; no era ella. ¿Por qué aquella mujer, la intérprete, le había resultado conocida? El recuerdo persistía en la mente de Alvarro, y lo empujaba a seguir adelante, aun después de que los demás jinetes habían abandonado la persecución. Desde luego, era muy hermosa, y su capa de plumas parecía una cosa mágica, pero había algo más: estaba seguro de que la había visto antes.
¡Halloran! De pronto lo recordó todo. Su viejo enemigo lo había derribado de su caballo en la batalla de Ulatos para salvar a aquella misma mujer de su lanza. El capitán entornó los párpados. Las piezas comenzaban a encajar. ¿Quién sino Halloran podría haberle enseñado la lengua de Faerun? Pensó con astucia si la muchacha no sabría alguna cosa acerca del paradero del renegado.
Alvarro sabía que fray Domincus y Darién sentían un odio asesino hacia Halloran. Si conseguía atrapar al traidor, obtendría el reconocimiento de estos dos poderosos personajes, los lugartenientes de Cordell.
Hizo un esfuerzo para concentrarse en sus pensamientos. La joven había escapado hacia el oeste con el resto de la muchedumbre. Clavó las espuelas en los flancos del caballo, y con un tirón de las riendas cogió el camino en dirección oeste, seguido por Vane. No había nadie en el sendero, aunque podía ver a los nativos que corrían a esconderse entre los maizales. Puso el caballo al trote y se mantuvo atento tratando de descubrir a la muchacha.
Alvarro no podía contener sus carcajadas cada vez que sacaba a un maztica de su escondrijo, pero no se molestaba en perseguirlos. Ahora ya tenía a quién cazar.
Distinguió un movimiento entre las altas plantas de maíz, el ondular de una cabellera negra, y algo lo obligó a detenerse. Una mujer escapaba de la batalla, pero, a diferencia de los demás pobladores, parecía que intentaba regresar al pueblo dando un rodeo. Entonces vio un destello de color: ¡la capa! Mientras la observaba, la muchacha se volvió para mirar en su dirección, antes de desaparecer entre las plantas.
Alvarro reconoció a su presa.
Bandas de guerreros kultakas recorrían la campiña para hacer cautivos. No obstante, Erixitl sabía que no podía escapar con el resto de los pobladores, la mayoría de los cuales parecían dispuestos a correr hasta Nexal. Tenía que regresar y buscar a su padre. Sin duda, los invasores acabarían por descubrir su casa en lo alto del risco, al otro lado de la aldea. En cuanto a su hermano, lo daba por muerto en el transcurso del asalto a la pirámide. Aturdida por la conmoción, todavía no era del todo consciente de la magnitud de la tragedia, y esto le evitaba nuevos sufrimientos.
Erix dejó el sendero que recorría los campos de maíz en el fondo del valle, y se dirigió hacia el norte de Palul, hasta que alcanzó el arroyo más allá del pueblo. Hizo una pausa para descansar y echar un vistazo a los alrededores.
Vio a dos jinetes plateados en el camino, casi a un par de kilómetros de distancia. Por las cintas negras en el yelmo de uno de ellos, reconoció al bárbaro capitán de lanceros. Durante un momento, deseó ser un guerrero y tener un arco poderoso que le permitiera derribarlo de la montura, tanto era el odio que sentía hacia aquel hombre despreciable. Entonces vio que él miraba en su dirección, y se dejó caer en el arroyo para ocultar su presencia.
Cruzó la corriente casi a gatas y prosiguió su marcha hacia el poblado por la orilla opuesta.
Por fin, casi un kilómetro más allá, Erix llegó a un recodo del arroyo, cerca de la base del risco donde se encontraba la casa de su padre. Aquí salió a descubierto, trepó el barranco y cruzó un campo de maíz en busca del cobijo ofrecido por los matorrales de la ladera.
En aquel momento escuchó el ruido de los cascos, y supo que la habían descubierto. Sin mirar atrás, adivinó la identidad de sus perseguidores, y esto la hizo correr con la velocidad de un gamo.
Pero los caballos eran más rápidos. Erix sintió que uno de los animales estaba a punto de arrollarla y, antes de que pudiera llegar a la espesura, recibió un golpe tremendo que la hizo rodar por tierra.
Con un grito salvaje, se levantó de un salto y se volvió, en el preciso momento en que el legionario de la barba roja desmontaba y se le echaba encima con todo el peso de su cuerpo acorazado. Una vez más cayó al suelo, y esta vez se quedó sin resuello.
El otro jinete sofrenó su caballo y le dirigió una mirada de lobo. Después desmontó y se mantuvo aparte sin dejar de mirarla.
Erix intentó arañar el rostro de su atacante, quien se burló de sus esfuerzos y, con una sola mano, le sujetó los brazos contra el suelo. La muchacha podía oler el octal en su aliento y ver el brillo de la locura en sus ojos. La risa del hombre se transformó en un rugido de amenaza.
——¡Vaya fierecilla que estás hecha! —exclamó. Ella le escupió en la cara, y él la miró, burlón.— ¡Además de bonita, indómita! ¡Ahora entiendo el capricho de Halloran!
Al escuchar el nombre, Erix se puso tensa, aunque de inmediato se arrepintió de su reacción al ver la sonrisa satisfecha en el rostro del legionario.
——Ahora —dijo el capitán, acercando una mano al corpiño de su vestido—, vamos a echarte una mirada.
Lolth probó la sangre, sintió el calor de la batalla, y comenzó a interesarse por el lejano reino de Maztica. Su atención se apartó un poco de los drows rebeldes que se atrevían a adorar otro dios.
Quizá no debía apresurarse en su venganza. Al medir el tiempo en la escala de los dioses, no tenía prisa por castigar las travesuras de sus niños. Ya sentirían las consecuencias de su cólera.
Pero antes podía disfrutar con las matanzas y destrucciones que realizaban los humanos.
Al parecer, aquella tierra llamada el Mundo Verdadero estaba destinada a ofrecer una cosecha sangrienta.
Halloran no tuvo necesidad de preguntarle a Poshtli; sabía que la columna de humo negro que se elevaba en la distancia marcaba la ciudad de Palul. A varios kilómetros de la localidad, se habían encontrado con los primeros mazticas que escapaban hacia Nexal. Los refugiados echaban a correr y se ocultaban en los campos de maíz y los matorrales a la vera del camino en cuanto divisaban a dos hombres montados en una yegua.
Lleno de aprensión, Hal sentía vergüenza de su propia apariencia, al ir vestido con el uniforme del invasor. Los niños, al verlo, comenzaban a chillar horrorizados. Vio a una anciana con las piernas heridas que se arrastraba fuera de la carretera, tratando de esconderse entre los hierbajos.
Pero el enorme miedo que sentía por la seguridad de Erix lo obligaba a seguir adelante.
——¡Jamás la encontraremos! —gimió Hal, cuando les faltaba un par de kilómetros para llegar al pueblo. Podían ver la pirámide y el templo que ardía en la cima. Los incendios habían destruido manzanas enteras de casas, y los pocos pobladores que ahora encontraban a su paso presentaban heridas muy graves, o estaban tan aturdidos que vagaban sin rumbo fijo.
——¿Crees que nos habría reconocido? —preguntó Poshtli, en la suposición de que tal vez ya se habían cruzado con Erix entre la masa de refugiados.
——No lo sé —respondió Hal—. No la culpo si echó a correr para ocultarse en cuanto vio el caballo.
——Quizá deberíamos separarnos —opinó Poshtli—. Podemos rodear Palul cada uno por un lado y encontrarnos al otro lado del pueblo. Si no damos con ella, entonces intentaremos entrar y ver si todavía está allí.
——¡La casa de su padre! —exclamó Halloran, al recordar la descripción de Erix—. Dijo que estaba en el risco que domina Palul, cerca de la cresta. Es posible que haya ido allí.
Los jóvenes observaron la empinada ladera cubierta de vegetación en el lado más alejado del pueblo.
——De acuerdo. Nos encontraremos al pie de la ladera. —Poshtli miró a la distancia, mientras desmontaba—. Allá, cerca de la cascada. —Señaló el salto de agua donde desembocaba un arroyo a través de una garganta, al costado del risco.
——Muy bien —dijo Hal. Le dio la mano al guerrero—. Mantén los ojos bien abiertos. Habrá legionarios por todas partes.