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Authors: Antonio Tabucchi

Tags: #Cuento

El tiempo envejece deprisa (2 page)

BOOK: El tiempo envejece deprisa
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Hacía mucho calor. Se preguntó cómo era posible que a mil metros de altitud hiciera más calor aún que en la ciudad. Tal vez la ciudad se aprovechara del efecto benéfico del agua, es lógico que una gran cuenca de agua refresque el aire que la rodea. Pero tal vez la temperatura fuera la misma que en Ginebra, tal vez el calor lo sintiera ella, un calor interior como cuando la temperatura del cuerpo, por razones que sólo el cuerpo conoce, se vuelve mucho más alta que la del ambiente circunstante. El sol caía a plomo sobre el altozano, además no había árboles, sólo una inmensa extensión de prados, mejor dicho, una pradera pajiza, hace muchos años, cuando Michel la había traído allí por primera vez, era primavera, el altozano estaba verde a causa de las lluvias invernales, acababan de conocerse, ella no había estado nunca en Suiza, eran unos críos o poco más, Michel estaba haciendo el último año de medicina, de modo que fue hace quince años más o menos, porque aquel junio había terminado la carrera y con el título habían celebrado también su cumpleaños, veinticinco años. Durante un instante pensó en el tiempo, y en qué era en realidad, pero fue sólo un instante, porque el panorama de aquella llanura amarillenta capturó de nuevo sus ojos y sus pensamientos, era de una paja corta sobre la que se andaba mal, probablemente la hierba había sido cortada en junio para el aprovisionamiento invernal de los campesinos, pensó que el verde amarilleaba, y después su mente volvió al calendario, los meses, los años, las fechas, casi cuarenta años, dijo en voz alta, treinta y ocho, mejor dicho, aunque treinta y ocho son casi cuarenta, y aún no he tenido un hijo. Se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta, como si le estuviera hablando a un patio de butacas inexistente en aquella requemada llanura amarillenta, y en voz alta continuó: ¿por qué no me lo he preguntado antes? ¿Cómo es posible que una mujer casada desde hace casi quince años no haya tenido aún un hijo y no se pregunte por qué? Se sentó en el suelo, sobre la paja hirsuta. Si hubiera sido una cosa acordada, un pacto con Michel, habría tenido sentido, pero no había ocurrido por voluntad de ambos, así habían ido las cosas, no había llegado nunca un hijo, punto y final, y de aquello ella no se había preguntado nunca la razón, le había parecido normal, de la misma forma que le había parecido normal criarse en una hermosa casa de los Grands Boulevards, como si aquel elegante piso parisiense fuera la cosa más natural del mundo, y no lo era, no existe la cosa más natural del mundo, las cosas existen como tú quieres si las piensas y las quieres, entonces puedes guiarlas, en caso contrario van por su cuenta. De acuerdo, se dijo, pero, entonces, ¿qué es lo que lo guía todo? ¿Había algo que guiara desde fuera esa especie de enorme aliento que percibía a su alrededor?, la hierba que se vuelve heno y que volverá a ser verde con el paso de las estaciones, aquel sofocante día de finales de agosto que estaba agonizando, y la vieja abuela de la casa de Ginebra, por la que de repente notó que sentía un enorme cariño, y el tío abuelo de San Galo también, que bebía demasiado y leía poesías, pensó en su pajarita desatada y en sus venillas rojas en la nariz y se le saltaron las lágrimas y, quién sabe por qué, vio la imagen de un niño que, cogido de la mano de su madre, vuelve de una feria de pueblo, la feria se ha terminado, es un domingo por la tarde y el niño lleva un globito lleno de aire atado a la muñeca, lo sujeta con orgullo como un trofeo y, de repente, pluf, el globito se deshincha, algo lo ha pinchado, pero qué, ¿la espina de un matorral, tal vez? Le pareció como si ella fuera ese niño que se encontraba de repente con un globito fláccido entre las manos, alguien se lo había robado, pero no, el globito estaba aún ahí, sólo le habían sustraído el aire que tenía dentro. ¿Era eso pues, era el tiempo aire y ella lo había dejado exhalar por un agujerito minúsculo del que no se había percatado? Pero ¿dónde estaba el agujero?, no era capaz de verlo. Pensó otra vez en Michel, en aquellos primeros años en los que él se pasaba los días en el laboratorio, por la noche volvía tardísimo, muerto de cansancio, era hermoso esperarlo hasta medianoche y tomarse unos espaguetis hechos en ese mismo momento. Michel estaba buscando un fármaco que salvara a los niños de una feroz enfermedad, y eso era muy hermoso, pero ¿por qué salvar a niños abstractos si entre los salvables no estaba su hijo? Nítidas en el recuerdo volvieron aquellas veladas, los nocturnos de Chopin en sordina, Michel proponía a veces un disco de músicas bereberes, decía que el ritmo de los tambores calmaba su cansancio y su desasosiego, pero ella esos tambores no era capaz de soportarlos, después se iban a la cama en aquel pequeño apartamento que daba a una desangelada plaza de París y se amaban con un amor intenso, pero de aquel amor no había nacido nunca un niño.

¿Y por qué el porqué se lo preguntaba precisamente ahora, en aquel lugar que no le pertenecía, en aquella llanura desolada envuelta por el calor de agosto? ¿Acaso porque Greta, que tenía dos años menos que ella, había producido dos magníficos hijos? Pensó exactamente esa palabra, producido, y se arrepintió, le pareció obscena, pero al mismo tiempo intuyó su íntima verdad, que es la verdad de la carne, porque el cuerpo produce, y la carne se reproduce a sí misma, transmitiéndose, mientras está viva, con los humores vitales que le circulan por dentro, cuando hay agua, ese líquido amniótico que dentro de la placenta alimenta el minúsculo testigo que ha recibido la transmisión de la carne. El agua. Le pareció comprender que todo dependía del agua y no pudo dejar de preguntarse si no le faltaría a su cuerpo el agua, si ella tampoco podía sustraerse al destino de sus gentes que durante siglos habían luchado contra el desierto resistiendo a la arena que todo lo cubre, y al final habían tenido que rendirse y marcharse a otra parte, y, para entonces, donde vivían sus antepasados los pozos estaban ya enterrados, sólo había dunas, lo sabía. La invadió el pánico, su mirada deambuló extraviada por aquella llanura amarillenta sobre cuyo horizonte un sol demasiado rojo empezaba a declinar. Y en aquel momento vio los caballos.

* * *

Era una manada de una decena de caballos, tal vez más, casi todos de pelo grisáceo, algunos jaspeados. Pero ligeramente más adelantado que los demás, con el cuello tenso en una actitud altanera, como si fuera el jefe de la manada, había un semental negro que escarbó con una pezuña la tierra y relinchó. No estaban muy lejos, a no más de doscientos o trescientos metros, pero no se había fijado en ellos y sólo al verlos le pareció como si ellos también la miraran, y fue entonces cuando el semental relinchó con más fuerza, y como si el haberse mirado constituyera una señal de entendimiento, los caballos se movieron ondeando en el aire tembloroso de aquella cálida tarde, el semental sacudió las crines, relinchó con mayor fuerza aún y arrancó al galope, arrastrando tras él a la manada. Ella los veía avanzar, incapaz de moverse, percatándose de que el espacio de la vasta llanura había falseado la perspectiva, estaban más lejos de lo que le había parecido, o bien empleaban demasiado tiempo en acercarse, como esas escenas que se ven en el cine en las que los movimientos se realizan más lentos en el espacio, casi líquidos, como si los cuerpos estuvieran dotados de una gracia oculta que un extraño sortilegio nos está revelando. Así avanzaban los caballos, con esa escansión líquida que a veces nos da el sueño, casi como si estuvieran navegando por el aire, pero sus cascos tocaban el suelo, porque por detrás de ellos se había levantado una tupida cortina de polvo que por aquel lado velaba el horizonte. Avanzaban cambiando de disposición, en fila india, abriéndose en abanico, quebrándose como si cada uno tuviera una meta distinta, y reuniéndose al final en una hilera compacta, mientras la cabeza y el cuello de cada uno seguía el mismo ritmo con la misma cadencia apenas se abrían de nuevo en abanico, como una ola marina formada por cuerpos. Por un instante pensó en huir, pero comprendió que no podía. Se dio la vuelta hacia los animales y permaneció inmóvil, con las manos cruzadas sobre los senos, como si quisiera protegerlos. En aquel momento, el caballo negro frenó su carrera clavando los cascos en el polvo, y con él se detuvo toda la manada, como si la batuta de un maestro desconocido hubiera decretado una pausa en aquel misterioso ballet sin música, no era más que un intermedio, eso lo notó claramente. Los miró y esperó, no estaban a más de diez metros de distancia, podía ver perfectamente sus grandes ojos húmedos, las aletas que latían afanosas, el sudor que relucía sobre sus grupas. El caballo negro levantó la pata derecha, como hacen los caballos del circo cuando empieza el espectáculo ecuestre, la dejó suspendida en el aire durante un instante y arrancó después con ímpetu empezando a dar vueltas a su alrededor, y sus cascos, al girar, excavaron en el terreno un círculo preciso, y entonces, como si fuera una señal preestablecida, los demás caballos empezaron a seguirlo, primero al trote y después con un galope que poco a poco fue aumentando en intensidad, marcado por la velocidad que dictaba el semental, como un carrusel al que se le han roto los frenos y gira enloquecido. Así los veía pasar veloces a su lado en un círculo que cada vez se volvía más rápido, a tal velocidad que casi no había espacio entre caballo y caballo sino únicamente un muro de caballos que se había convertido en un único caballo, la silueta ininterrumpida de un caballo cuya cabeza volvía a empezar con una cola y cuya cola era una cabeza, y los cascos, levantando una nube de polvo que los envolvía, resonando en el terreno árido, le parecieron el sonido de los tambores de un lugar del que no guardaba memoria alguna pero que sintió con nitidez absoluta, y por un instante vio unas manos que percutían sobre la piel de los tambores, la música que llegaba a sus oídos salía del suelo, como si la tierra se estremeciera, lo notó, antes de llegar a sus oídos subía por los pies hasta las piernas, el tronco, el corazón, el cerebro. Y, mientras tanto, los caballos giraban en círculo, cada vez más rápidos, tan rápidos como sus pensamientos, que se habían convertido en un círculo también, un pensamiento que se pensaba a sí mismo, se dio cuenta de que estaba pensando que pensaba, nada más, y en ese momento el jefe de la manada, de la misma forma repentina con la que había dibujado el círculo, lo rompió, con un quiebro brusco que parecía sustraerse a las leyes de la naturaleza dibujó una tangente de huida arrastrando consigo a toda la manada y en pocos instantes los caballos se alejaron al galope.

Ella seguía allí, miraba el relucir de las pajitas levantadas en el polvo que brillaban a la luz del atardecer, pensó que tenía que seguir pensando que no pensaba en nada, se sentó rebuscando con los dedos entre la paja hirsuta, buscando la tierra, el sol estaba desapareciendo y la luz anaranjada tenía ya algunas motitas de índigo, desde aquellas alturas el horizonte era circular, era lo único que era capaz de pensar, que el horizonte era circular, era como si el círculo trazado por los caballos se hubiera dilatado hasta el infinito transformándose en el horizonte.

Clof, clop, clofete, clopete

El dolor que lo despertó discurría por su pierna izquierda, desde la ingle hasta la rodilla, pero su proveniencia estaba en otra parte, lo sabía ya perfectamente. Empezó a presionar con el pulgar desde el coxis hacia arriba, al llegar a la zona entre la tercera y la cuarta vértebra sintió una especie de descarga eléctrica que le recorría el cuerpo, como si en aquel punto hubiera una emisora de radio que lanzara sus ondas por todas partes, desde el cuello hasta los dedos de los pies. Intentó darse la vuelta en la cama. Al primer intento, el dolor lo paralizó. Permaneció de costado, o mejor dicho, ni siquiera de costado, de medio costado, que no es una posición precisa, es una tentativa de posición, una transición. Quedó suspendido en el movimiento, si es que puede decirse así, como ciertos cuadros de los barrocos italianos en los que la santa o el santo, graciosamente atarantados por el ayuno o por Cristo, han quedado en una suspensión que el pintor ha escarchado para siempre con sus pinceladas, porque los pintores locos, que en el fondo son los geniales, son extraordinarios en captar el movimiento inacabado del personaje que representan, por lo general loco también, y el milagro pictórico se realiza en forma de extravagante levitación que parece prescindir de la fuerza de gravedad.

Intentó mover los dedos de los pies. No sin cierto dolor, se movían, incluido el dedo gordo, el que más riesgo corría. Permaneció así, sin atreverse a desplazarse ni un solo milímetro, mirándose los dedos de los pies, y pensó en aquel pobre muchacho de Praga que se había despertado un día fuera de contexto, en el sentido de que en vez de estar de espaldas se hallaba sobre su caparazón, y mirando el techo de su cuartito, que él, quién sabe por qué, se imaginaba de un celeste pálido, movía en vano sus patitas pelosas, preguntándose qué hacer. La idea lo irritó, no tanto por la comparación cuanto por su pertenencia genérica: literatura, una vez más literatura. Se atrevió a una fenomenología experimental de la situación. Armándose de valor, movió un centímetro la cadera. El dolor arrancó de la cuarta vértebra tan preciso como un dardo y se dirigió en primer lugar hacia la cerviz —casi pudo oír su silbido— y desde allí hizo el recorrido inverso, llegó hasta la ingle y se difundió por toda la pierna.
Cómo hablar con tu propio cuerpo
era un libro que había leído con escepticismo aunque con cierta curiosidad, no podía negarlo, divulgativo y probablemente poco fiable en términos científicos, pero ¿por qué no va a poder hablar uno con su propio cuerpo?, hay gente que habla con las paredes. De joven leyó una novela de un escritor muy leído entonces, después injustamente olvidado, un tipo valioso, que en ciertas cosas iba al grano y que en aquel libro hablaba con su propio cuerpo, mejor dicho, con un punto muy preciso de su cuerpo, al que llamaba su «él» y con el que entablaba un diálogo muy lejos de resultar trivial. Aquí, sin embargo, no se daba el caso, porque su «él» no tenía nada que ver, así que se limitó a decir: ¡pierna, oh, pierna! La movió y ella contestó con un dolor lancinante. El diálogo resultaba imposible. La extendió con la mayor cautela y el dolor se concentró sobre la columna. Columna infame. Se irritó de nuevo. Pensó que si llamaba al doctor, con quien tenía ya demasiada confianza, le diría que estaba enfermo de literatura, observación ya realizada en el pasado. Le parecía estar oyéndolo: querido amigo mío, el problema reside sobre todo en el hecho de que adoptas posturas equivocadas, mejor dicho, de que has adoptado posturas equivocadas durante toda tu vida, para escribir, porque el problema es que por desgracia tú escribes, dicho sea sin ánimo de ofender, en vez de llevar una vida más conforme a la higiene y al bienestar, es decir, irte a la piscina o a correr en pantalones cortos, como hacen otros hombres de tu edad, te pasas días enteros completamente doblado escribiendo tus libros, y además de estar doblado hacia delante, como yo te he visto, estás también completamente torcido, que pareces una rosquilla mal hecha, tu columna vertebral parece el mar cuando sopla el ábrego, está completamente torcida, a estas alturas no te queda ya tiempo para recomponerla, pero podrías intentar atormentarla menos, las radiografías que te he traído eres incapaz de leerlas, creo yo, mañana, para que lo entiendas de una vez por todas, voy a traerte la columna vertebral de plástico con la que estudiaba yo en la universidad, que es articulada y la modelaré sobre la tuya, a ver si ves de una vez cómo la has dejado.

BOOK: El tiempo envejece deprisa
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