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Authors: Antonio Tabucchi

Tags: #Cuento

El tiempo envejece deprisa (7 page)

BOOK: El tiempo envejece deprisa
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—El libro principal de Estrabón —dijo el hombre—, ése es su título, por desgracia nunca ha sido traducido a ninguna lengua moderna, se estudia el último año de universidad porque sólo puede leerse en griego antiguo.

—¿Y por qué no lo han traducido nunca?

—Porque las lenguas modernas tienen demasiadas prisas —contestó el hombre—, con la prisa por comunicar se vuelven sintéticas y al hacer eso pierden el análisis, un ejemplo, el griego antiguo en la declinación de los verbos tiene el dual, nosotros sólo tenemos el plural, y cuando nosotros decimos nosotros, en este caso tú y yo, también puede significar muchas personas, pero los antiguos griegos, que eran muy exactos, si lo que fuera lo estábamos haciendo o diciendo sólo tú y yo, que somos dos, usaban el dual. Por ejemplo, la nefelomancia de aquella nube la estamos haciendo sólo tú y yo, la sabemos sólo nosotros, y para eso ellos tenían el dual.

—Chulísimo —dijo Isabella, y soltó un gritito llevándose una mano a la boca—, ¡mira hacia ese otro lado, hacia ese otro lado!

—Es un cirro —especificó el hombre—, un precioso cirro niño que dentro de poco será engullido por el cielo, las personas comunes podrían confundirlo con un nimbo, pero un cirro es un cirro, lo siento mucho por ellos, y la forma de un cirro no puede tener otro significado que no sea el propio, que otras nubes no tienen.

—¿Y cuál es? —preguntó Isabella.

—Depende de la forma —dijo el hombre—, tienes que interpretarla, ahí te quiero ver, porque si no, ¿qué clase de nefelomantes seríamos?

—Me parece que se está separando en dos —dijo Isabella—, mira, acaban de separarse en dos, efectivamente, parecen dos ovejillas que trotan una al lado de la otra.

—Dos corderos cirrinos, tampoco aquí caben dudas.

—No entiendo nada.

—Es fácil —dijo el hombre—, el manso cordero por sí solo representa las evoluciones de la humanidad, Estrabón, página treinta y una del libro principal, fíjate bien, pero cuando se separa, son dos guerras que avanzan en paralelo, una es justa y la otra es injusta, es imposible distinguirlas, algo que por lo demás no nos interesa mucho, lo importante es comprender en qué acabarán ambas, cuál será su futuro.

Isabella miró al hombre con el aire de quien espera una respuesta urgente.

—Acabarán de forma miserable, puedo asegurártelo, querida Isabel.

—¿Estás seguro de verdad? —preguntó la chica con voz ansiosa.

—Eso debes decírmelo tú —susurró el hombre—, yo ahora voy a cerrar los ojos, eres tú quien debe interpretarlas, míralas y aguarda con paciencia, pero intenta captar el instante, porque después ya no te dará tiempo.

El hombre cerró los ojos, extendió las piernas, se puso un sombrerito tapándose la cara y permaneció inmóvil, como si se hubiera adormecido. Tal vez pasara un minuto, algo más incluso. En la playa reinaba un gran silencio, los bañistas se habían dirigido al restaurante.

—Se están disgregando en una especie de papilla —dijo Isabella en voz baja—, como cuando la estela de los aviones se deshilacha, ahora ya casi no se ven, qué extraño, casi ya no consigo verlas, mira también tú.

El hombre no se movió.

—No hace ninguna falta —dijo—, Estrabón, página veinticuatro del libro principal, él nunca se equivocaba, la profecía del final de toda guerra la estableció hace dos mil años, sólo que nadie hasta ahora la había leído bien y nosotros hoy, finalmente, la hemos descifrado en esta playa, nosotros dos.

—¿Sabes que eres un hombre chulísimo? —dijo Isabella.

—Soy perfectamente consciente de ello —dijo el hombre.

—Creo que ya es hora de irme al restaurante —continuó ella—, quizá mamá ya esté sentada a la mesa y se esté poniendo nerviosa, ¿podemos seguir hablando esta tarde?

—No lo sé, la nefelomancia es un arte que cansa bastante, quizá por la tarde tenga que echarme un rato porque si no, esta noche ni siquiera podré ir a cenar.

—¿Por eso tienes que tomar tantas medicinas?, ¿a causa de la nefelomancia?

El hombre se quitó el sombrero de la cara y se la quedó mirando.

—¿Tú que crees? —preguntó.

Isabella se había levantado, salió del círculo de sombra, su cuerpo brilló a la luz del sol.

—Ya te lo diré mañana —contestó.

Los muertos a la mesa

C’était un temps déraisonnable,

On avait mis les morts à table,

On faisait des châteaux de sable,

On prenait les loups pour des chiens.
[2]

L
OUIS
A
RAGON

En primer lugar le diría que de la nueva casa le gustaban sobre todo las vistas a Unter den Linden, porque eso le hacía sentirse aún como en casa. Es decir, era una casa que le hacía sentirse como en casa, como cuando su vida tenía sentido. Y que le gustaba haber escogido la Karl-Liebknecht-Strasse, porque ése también era un nombre que tenía sentido. O que lo había tenido. ¿Lo había tenido? Claro que lo había tenido, sobre todo la Gran Estructura.

El tranvía se detuvo y abrió sus puertas. La gente entró. Esperó a que se cerraran. Vete, vete tranquilo, prefiero ir andando, así me doy un sano paseo, hace un día demasiado bueno para desaprovechar la ocasión. El semáforo estaba en rojo. Se vio reflejado en el cristal de la puerta cerrada, aunque una tira de goma lo separara en dos. Estás bien así, partido en dos, querido mío, siempre partido en dos, una mitad aquí y otra allí, es la vida, así es la vida. No estaba mal, no: era un apuesto hombre entrado en años, el pelo cano, una chaqueta elegante, mocasines italianos comprados en el centro, el aire de posibles de una persona de posibles: las ventajas del capitalismo. Canturreó:
tout est affaire de décor, changer de lit, changer de corps
.
[3]
Ese tipo sí que lo sabía bien, se había pasado la vida haciéndolo. El tranvía arrancó. Se despidió con la mano, como si dentro hubiera una persona a la que dijera adiós. ¿Quién era esa persona que iba en tranvía al Pergamon? Se dio un cachete afectuoso. Pero, bueno, si eres tú, querido mío, precisamente tú,
à quoi bon, puisque c’est encore moi qui moiméme me trahis
.
[4]
Canturreó el final de la estrofa con voz profunda y ligeramente dramática, como lo hacía Léo Ferré. El chico en la motocicleta de Pizza Hut que esperaba a que se pusiera en verde lo miró con estupor: un anciano señor elegante que canta como un pinzón en una parada de tranvía, cómico, ¿no? Venga, jovenzuelo, que ya se ha puesto verde, dijo con la mano invitándolo a marcharse, lleva tu repugnante pizza a su destino, circulen, circulen, no hay nada que ver, soy sólo un anciano señor que canturrea los poemas de Aragon, fiel compañero de los buenos tiempos ya idos, él también se había ido, nos vamos todos, antes o después, y también su Elsa tiene los ojos opacos, buenas noches, ojos de Elsa. Miró el tranvía que giraba hacia la Friedrichstrasse y dijo adiós a los ojos de Elsa. El taxista lo miró desconcertado. A ver, ¿monta usted o no monta? Se disculpó: mire, es un equívoco, estaba despidiéndome de una persona, el gesto no era para usted. El taxista sacudió la cabeza en señal de desaprobación. Debía de ser turco. Esta ciudad está llena de turcos, de turcos y gitanos, nos han tocado a nosotros todos esos vagabundos, ¿y para qué?, para mendigar, eso es, para mendigar, pobre Alemania. Pues no protesta encima, este emigrante, qué cara más dura. Ya le he dicho que se ha equivocado, replicó con una voz que se iba alterando, es usted quien lo ha entendido mal, me estaba despidiendo de una persona. Sólo le he preguntado si necesitaba ayuda, explicó el chico en un mal alemán, perdone, señor, ¿necesita ayuda? ¿Que si necesito ayuda?, no, gracias, contestó secamente, gracias, estoy perfectamente, jovenzuelo. El taxi arrancó. ¿Estás bien?, se preguntó. Claro que estaba bien, era un magnífico día de verano, como raramente se dan en Berlín, si acaso hacía algo de calor. Eso es, si acaso, hacía algo de calor para su gusto, y con el calor la tensión tiende a subir. Nada de platos salados y nada de esfuerzos, había sentenciado el médico, su tensión ha alcanzado el nivel de alarma, pero probablemente sea a causa de la ansiedad, ¿hay algo que le preocupa, consigue descansar, duerme bien, sufre de insomnio? Qué preguntas. Pues claro que dormía bien, ¿por qué habría de dormir mal un viejo señor tranquilo, con una buena cuenta corriente, un magnífico apartamento en el centro, una casita de vacaciones en el Wannsee, un hijo abogado en Hamburgo y una hija casada con el dueño de una cadena de supermercados?, ¿a usted qué le parece, doctor? Pero el médico insistía, ¿pesadillas, dificultad para conciliar el sueño, despertares bruscos, sobresaltos? Sí, de vez en cuando, doctor, pero es que la vida es larga, ¿sabe?, a cierta edad vuelve uno a pensar en las personas que ya no están, se echa la vista atrás, hacia las redes que nos han envuelto, las redes rotas de los que pescaban, porque ahora son todos ellos pescados, ¿me entiende? No, no le entiendo, decía el médico, en definitiva, ¿duerme o no duerme? Doctor, hubiera querido decirle a aquel buen hombre, pero ¿qué más se me puede pedir?, he hecho todos los solitarios, he vomitado todo el kirsch posible, he amontonado todos los libros en la estufa, doctor, ¿pretende que siga durmiendo tranquilo? Y en cambio contestó: duermo bien cuando duermo, y cuando no duermo procuro dormir. Si no estuviera usted jubilado le diagnosticaría una forma de estrés, declaró el médico, pero francamente no es posible, por lo tanto su tensión alta tiene que deberse a la ansiedad, es usted una persona ansiosa aunque aparentemente tranquila, dos de estas pastillas antes de acostarse, nada de sal en las comidas y a dejar de fumar.

Se encendió un cigarrillo, un estupendo cigarrillo americano de sabor dulce. Cuando trabajaba en la Gran Estructura había gente que por un paquete de cigarrillos americanos hubiera denunciado a sus propios padres, y ahora los americanos, después de haber conquistado el mundo, decidían que el humo era dañino. Menudo gilipollas ese médico vendido a los americanos. Cruzó Unter den Linden, a la altura de la Humboldt Universitat, y se sentó bajo las sombrillas cuadradas del quiosco donde vendían salchichas. En fila ante el quiosco, con la bandeja en la mano, había una familia de españoles, el padre, la madre y dos hijos adolescentes. Había turistas por todas partes, la verdad. Estaban indecisos sobre cómo se pronunciaba el plato.
Kartoffeln
, sostenía la mujer. No, no, observaba el marido, como eran fritas había que pedir
pommes
, a la francesa. Muy bien el español con sus bigotitos. Al pasar a su lado se puso a silbar
Los cuatro generales
.
[5]
La mujer se dio la vuelta y lo miró casi alarmada. Él hizo como si no pasara nada. ¿Serían unos nostálgicos o votarían a los socialistas? Vaya usted a saber. Ay, Carmela, ay, Carmela.

Se levantó de repente una ráfaga fresca que alzó del suelo servilletas y paquetes de cigarrillos vacíos. Sucede a menudo en Berlín: un día de bochorno y de repente llega un viento fresco que hace que las cosas revoloteen y el humor cambie. Es como si trajera recuerdos, nostalgias, frases perdidas, del estilo de la que se le vino a la cabeza: las inclemencias del tiempo y la fidelidad a mis principios. Sintió un arrebato de cólera. ¿Fidelidad?, dijo en voz alta, pero de qué fidelidad hablas, si en tu vida privada has sido el hombre más infiel del mundo, yo de ti lo sé todo, principios, claro que sí, pero cuáles, de los del partido nunca quisiste saber nada, a tu mujer la cubriste de cuernos, de qué principios presumes, so cretino. Una niña se le paró delante. Llevaba una faldita que arrastraba por el suelo y los pies descalzos. Le metió bajo los ojos un pedazo de cartón donde estaba escrito: vengo de Bosnia. Vete al infierno, le dijo sonriendo. También la niña sonrió y se alejó.

Tal vez lo mejor fuera coger un taxi, ahora se sentía cansado. Quién sabe por qué se sentía tan cansado, se había pasado la mañana sin hacer nada, zanganeando y leyendo el periódico. Los periódicos cansan, se dijo, las noticias cansan, el mundo cansa. El mundo cansa porque está cansado. Se dirigió a la papelera metálica y tiró un paquete de cigarrillos vacío y después el periódico de la mañana, no tenía ganas de llevarlo en el bolsillo. Era un buen ciudadano, no quería ensuciar la ciudad. Pero la ciudad estaba ya sucia. Todo estaba sucio. Se dijo: no, me voy andando, así domino mejor la situación. ¿La situación?, pero ¿qué situación?, bueno, pues la situación que estaba acostumbrado a dominar en otros tiempos. Entonces sí que era un gusto: tu Objetivo que te caminaba delante, ignaro, tranquilo, dedicado a lo suyo. Y tú que también, aparentemente, te dedicabas a lo tuyo, pero no ignaro en absoluto, todo lo contrario. De tu Objetivo conocías a la perfección los rasgos somáticos por las fotografías que te habían obligado a estudiar, hubieras podido reconocerlo incluso en el patio de butacas de un teatro. Él, en cambio, de ti no sabía nada, tú eras para él un rostro anónimo como millones de otros rostros anónimos en el mundo, él iba por su camino, y yendo por su camino te guiaba, porque debías seguirlo. Él representaba la brújula de tu recorrido, bastaba seguirlo.

Escogió un Objetivo. Cuando salía de casa siempre necesitaba encontrar un Objetivo, en caso contrario, se sentía perdido, perdía la orientación. Porque el Objetivo sabía bien adónde ir, y él en cambio no, ¿adónde podía ir, ahora que el trabajo de siempre había acabado y que Renate estaba muerta? Ah, el muro, qué nostalgia del muro. Estaba allí, sólido, concreto, subrayaba una frontera, marcaba la vida, daba la seguridad de una pertenencia. Gracias a un muro uno pertenece a algo, está a este lado o al otro, el muro es como un punto cardinal, a este lado está el este, a ese otro el oeste, sabes dónde estás. Cuando Renate aún vivía, aunque ya no existiera el muro, por lo menos sabía adónde ir, porque todas las tareas de casa debía hacerlas él, de la mujer que venía algunas horas no se fiaba, era una indiecita de mirada oblicua que hablaba un pésimo alemán y que repetía continuamente
yes, Sir
, incluso cuando la mandaba al infierno. Vete al infierno, horrenda negrita estúpida:
yes, Sir
.

En primer lugar, iba al supermercado. Cada día, porque no le gustaba hacer compras grandes, sólo pequeñas compras cotidianas, según los deseos de Renate. ¿Qué te apetece esta mañana, Renate, te gustarían por ejemplo esas chocolatinas belgas rellenas de licor o prefieres praliné con avellanas? O mejor, mira, iré a la sección de fruta y verdura, no puedes imaginarte lo que hay en ese supermercado, verás, no tiene nada que ver con las tiendas de alimentación de nuestros tiempos, aquí se encuentra de todo, de todo de verdad, por ejemplo, ¿te apetecerían unos hermosos melocotones jugosos en este gris día de diciembre?, te los traigo, vienen de Chile, o de la Argentina, de sitios así, ¿o prefieres peras, cerezas, albaricoques?, te los traigo. ¿Quieres un melón, amarillo y muy dulce, de esos que tan bien van con el oporto y con el jamón italiano? Te lo traigo también, hoy quisiera hacerte feliz, Renate, quisiera que sonrieras.

BOOK: El tiempo envejece deprisa
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