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Authors: Antonio Tabucchi

Tags: #Cuento

El tiempo envejece deprisa (4 page)

BOOK: El tiempo envejece deprisa
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* * *

Qué presente puede hacerse la noche. Hecha sólo de sí misma, es absoluta, todo espacio le pertenece, se impone con su mera presencia, con la misma presencia del fantasma que sabes que está ahí frente a ti, aunque esté por todas partes, incluso a tus espaldas, y si te refugias en un pequeño espacio de luz de él quedarás prisionero, porque a tu alrededor, como un mar que rodea tu pequeño faro, se halla la intransitable presencia de la noche.

Instintivamente se metió la mano en el bolsillo y cogió las llaves del coche. Estaban colgadas de un pequeño artilugio negro del tamaño de una caja de cerillas con dos pulsantes: uno accionaba un puntito de luz roja que abría y cerraba el coche, del otro, un minúsculo ojo con una lente convexa, salía un potente haz de luz fluorescente. Dirigió la luz blanca contra el pavimento. Atravesaba la oscuridad como un láser. Trazando garabatos de luz llegó hasta sus propios zapatos. Qué extraño, no se había percatado de que seguían siendo
esos
zapatos. Italian shoes?, le había preguntado la mujer de la mesa de al lado, mirándolos con interés. Así había empezado, por los zapatos. Cómo no, italian shoes, Madame, farfulló para sus adentros, hechos a mano, piel de primera calidad, y mire el empeine, los zapatos hay que valorarlos sobre todo por el empeine, Madame, toque aquí, meta un dedo, no tenga miedo, no, no me hace cosquillas, do you like? Pero ¿por qué ha de conservar alguien un par de zapatos durante veinte años, por muy italian shoes que sean?, acaban convirtiéndose en un desecho, los zapatos viejos hay que tirarlos. La cuestión es que me siento cómodo, Madame, siguió farfullando, los llevo porque me siento cómodo, no se haga ilusiones de que estos zuecos zarrapastrosos representen la
madeleine
de sus hermosas pestañas, es que últimamente los pies se me hinchan un poco, sobre todo por la noche, es la circulación, esta discopatía de las narices me ha provocado una estenosis en la arteria de la pierna, los capilares se resienten y me hinchan los pies, Madame.

Levantó con cautela el sutil rayo de luz hacia la pared, como un detective que investigara para buscar huellas en la nada, evitó el espacio de la enferma, su cuerpo sobre todo, deslizando despacio el punto luminoso por encima de la cama, partiendo desde lo alto. Catalogaba. Uno: el saquito de plástico lleno de esa cosa lechosa, con un tubito que bajaba hasta el estómago: el alimento. Dos: a su lado una especie de gotero que terminaba junto a las sábanas. Tres: el oxígeno que hervía sin ruido en el agua y que ahora salía del respirador que ella se había quitado. Cuatro: una botellita blanca, enjaulada boca abajo, con un tubito fino y un doblez en forma de codo donde las gotas se estampaban una tras otra antes de bajar hacia el brazo con un ritmo inmutable: la morfina. Con ese ritmo, sin variaciones durante todo el día y la noche, los médicos administraban una paz artificial a un cuerpo al que en caso contrario el dolor habría sacudido como una tempestad. Hubiera querido retirar la mirada, pero no fue capaz, como si el ritmo monótono de las gotas le provocara un estado de fascinación, de hipnotismo. Apretó el pequeño pulsante y apagó la luz. Y entonces las oyó, oyó las gotas. Empezaron con un ruido sordo y subterráneo, como si provinieran del suelo o de la pared: clof, clop, clofete, clopete, clof, clop, clofete, clopete. Le llegaron hasta el interior del cráneo, pero sin retumbar, chocaban contra el cerebro pero no tenían eco, cada una de ellas era precisa como un chasquido que golpea y desaparece para dejar sitio inmediatamente al chasquido sucesivo, aparentemente parecido al chasquido anterior, pero en realidad con un timbre distinto, como cuando empieza a llover a orillas de un lago y si aguzas el oído te das cuenta de que hay una variación de sonido entre gota y gota, porque la nube no forma todas las gotas iguales, algunas son más gruesas y otras más pequeñas, es cuestión de aguzar el oído: clof, clop, clofete, clopete, siguiendo ellas también su propia escala musical, sonaban así, y tras haber llegado en sordina al interior de su cráneo, empezaron a crecer en intensidad hasta tal extremo que las oyó estallar dentro de la cabeza, como si su bóveda craneal no pudiera ya contenerlas, y evadirse después a través de las orejas para deflagrar en el espacio que lo rodeaba, como campanas enloquecidas cuyas ondas sonoras crecieran hasta el espasmo. Y entonces, como por ensalmo, casi como si su cuerpo fuera un imán capaz de atraer las ondas sonoras, sintió que se dirigían hacia él a enjambres, pero no ya hacia el cerebro, hacia las vértebras, hacia un punto preciso, como si sus vértebras fueran el pozo de agua donde el cable del pararrayos descarga el relámpago. Y sintió también que precisamente en ese punto, al apagarse, desgarraban la campana que la noche imponía sobre el mundo, dilacerando su presencia. Los resquicios de las persianas empezaron a palidecer. Era el alba.

* * *

¿Y si jugáramos al juego del si? El recuerdo le llegó como una voz desde la mesa de al lado, como si su tío estuviera escondido allí, detrás del seto que delimitaba la terraza del café. Esta vez era la voz de su tío, y por lo demás, aquel juego se lo había inventado él. ¿Por qué? Porque el juego del si sienta bien a la imaginación, sobre todo en determinados días de lluvia. Por ejemplo, estamos en la playa, o en la montaña, da lo mismo, dado que el niño está malo y le sientan bien el mar o la montaña, depende, en caso contrario una carcoma malvada le roe la rodilla y, por ejemplo, estamos en septiembre, y en septiembre a veces llueve, qué le vamos a hacer, en su casa, si llueve, un niño puede hacer muchas cosas, pero en este veraneo forzado, sobre todo en una casita de alquiler amueblada a la buena de Dios, o peor aún, en una pensión, si llueve llega el aburrimiento, y con él la melancolía. Pero por suerte tenemos el juego del si, de manera que la imaginación se pone a trabajar, y gana el que propone cosas de locos, de locos de atar, madre mía, qué risa, escuchad ésta: ¿y si el Papa aterrizara en Pisa?

Pidió un café doble en taza grande. El jardín del hospital se estaba animando: dos jóvenes médicos con batas blancas que charloteaban, una furgoneta en la que estaba escrito suministros sanitarios se puso en marcha, por el sendero lateral apareció un hombre con un mono azul provisto de una escobilla y un saco de plástico, de vez en cuando se detenía y recogía algunas hojas, algunas colillas. Extendió sobre la mesa la servilleta de papel doblada junto a la taza y la alisó cuidadosamente para poder escribir en ella. En una esquina de la servilleta una marca: Café Honduras. La rodeó con la pluma estilográfica. El papel, poroso, absorbía en parte la tinta, pero aguantaba: podía probar. La primera frase resultaba obligada: ¿y si me fuera a Honduras? Prosiguió numerando las frases. Dos: ¿y si bailara un vals vienés? Tres: ¿y si me fuera a la luna a comerme los buñuelos de Caín? Cuatro: ¿y si Caín nunca hubiera hecho buñuelos? Cinco: ¿y si nos marcháramos con el carguero? Seis: ¿y si el carguero ya se hubiera marchado? Siete: ¿y si con un silbido regresara? Ocho: ¿y si Betta se echara marido? Nueve: ¿y si el gato maltés tocara el piano y cantara en francés?

Leída como un poema, tenía cierta personalidad, tal vez le gustara a esa señora que le había pedido un texto para una antología de poemas infantiles, pero no habría sido honesto, no era para niños, era un
poème zutique
. Pero las poesías
zutiques
les gustan a los niños, lo importante es decir tonterías, si en realidad uno las dice a causa de la melancolía los niños no se dan cuenta. Le llamo por teléfono, se dijo. No le hacía falta el móvil, que por lo demás nunca había tenido: a dos pasos, junto al café, había una cabina telefónica y, sobre la mesa, tentadoras, las monedas del cambio. Desde luego, no resultaría fácil explicarse, era necesario plantear bien el razonamiento, como pretendía para la redacción en clase la profesora, porque si uno plantea bien el razonamiento, está a salvo, incluso si no se expresa bien. Tal vez, antes de entrar en el tema, haría falta un código, algo que señalara la complicidad de otros tiempos, algo así como la consigna, como cuando los centinelas se dan el relevo en la trinchera. A las cuatro salta el gato, a las cinco doy un brinco. Seguro que lo entendería. Y después le diría: sé perfectamente que no se despierta a nadie a estas horas después de no haber llamado en tres años, pero la cuestión es que en cierto sentido me he echado al monte. A las cuatro salta el gato, a las cinco doy un brinco. Prosiguió: se me había metido en la cabeza el escribir una gruesa novela, por decirlo así, esa novela que todo el mundo espera, antes o después, el editor, los críticos, porque claro, dicen, los cuentos son espléndidos, y también esos dos libros de divagaciones, y hasta el falso diario es un texto de primer orden, no cabe duda, pero ¿y esa novela?, ¿cuándo nos escribe una auténtica novela?, están todos obsesionados con la novela, de manera que me había obsesionado yo también, y para escribir la novela que todo el mundo quiere de ti, que será tu obra maestra, ya comprenderás que hace falta la atmósfera adecuada y el lugar adecuado, y el lugar adecuado hay que ir a buscarlo quién sabe dónde, porque donde uno se halla no es nunca el lugar adecuado, de modo que me había echado al monte para buscar el lugar adecuado para escribir mi obra maestra, no sé si me explico. A las cuatro salta el gato, a las cinco doy un brinco. Ingrid está en Göteborg, ha ido a ver a nuestra hija, no sé si sabes que se casó en Göteborg, volvió a las raíces maternas, lo cierto es que está mejor allí que aquí en torno a una moribunda, pero eso ya te lo explicaré después, o mejor dicho, te lo explico enseguida, estoy en el terruño, en el hospital de mi ciudad, no, no, yo estoy estupendamente, claro que me gustaría verte, voy al grano porque mi llamada no es otra cosa más que el eseoese de un marconista que había apagado la radio, pero no es que haya una tormenta a mi alrededor, si acaso hay una bonanza increíble, sin líneas de sombra ni tan siquiera que cruzar, ya las han cruzado hace tiempo, más bien lo que había era un banco de arena en el que la quilla se había encallado. A las cuatro salta el gato, a las cinco doy un brinco. Se está muriendo mi tía, dicho sea
en passant
. La mía, no la tuya, tenemos una madre cada uno, y nuestro padre no tenía hermanas, de modo que la tía es la mía, pero no es eso por lo que te llamo, es que en realidad quería leerte un fragmento al menos de la novela que he escrito en estos tres años de silencio para que te hagas una idea del tesón que he puesto en ella, estoy seguro de que entenderás por qué no he vuelto a dar noticias, ¿estás listo? Dice así: ¿y si me fuera a Honduras? ¿Y si bailara un vals vienés? ¿Y si me fuera a la luna a comerme los buñuelos de Caín? ¿Y si Caín nunca hubiera hecho buñuelos? ¿Y si nos marcháramos con el carguero? ¿Y si el carguero ya se hubiera marchado? ¿Y si con un silbido regresara? ¿Y si Betta se echara marido? ¿Y si el gato maltés tocara el piano y cantara en francés? Me ha costado un ojo de la cara, ¿te gusta?

* * *

Estaba allí, con una moneda en la mano, mirando la cabina telefónica, entre el dicho y el hecho, que hay un largo trecho, y el dicho era: escucha, he vuelto, estoy aquí en el hospital, no, yo estoy estupendamente, o mejor dicho, estupendamente no estoy, es que estos tres años se han apretujado los unos sobre los otros como si fueran un solo día, mejor dicho, una sola noche, ya sé que no me explico bien, intentaré explicarme mejor, piensa en las botellas de plástico, las del agua mineral, la botella tiene sentido mientras está llena de agua, pero cuando te la has bebido puedes estrujarla y tirarla, pues eso es lo que me ha ocurrido, se me ha estrujado el tiempo, y también las vértebras un poco, si es que puede decirse así, ya sé que salto de una cosa a otra pero no soy capaz de expresarme mejor, ten un poco de paciencia. Y mientras pensaba en lo que a él le parecía una explicación notó que no muy lejos del café había un pabellón bajo de cuya puerta de cristal, que acababa de abrirse como accionada desde dentro, salía una enfermera vestida de blanco que empujaba una silla de ruedas. Y sobre la puerta, que volvió a cerrarse a sus espaldas, había un cartel amarillo con tres paletas como un ventilador. La enfermera avanzaba despacio porque desde el pabellón al café el sendero del jardín discurría ligeramente cuesta arriba, y en la silla de ruedas había un niño, o por lo menos de lejos le pareció un niño porque no tenía pelo, pero a medida que se acercaban comprendió que era una niña. Los rasgos de la cara, aunque fuera una cara joven, no eran masculinos, porque la diferencia ya se nota perfectamente a los diez o doce años, que ésa, a ojo de buen cubero, parecía la edad de aquel niño, es decir, de aquella niña, y también la voz era ya femenina, porque a esa edad las cuerdas vocales ya están bien diferenciadas, y hablaba con la anciana enfermera que conducía la silla de ruedas, pero desde allí no conseguía distinguir lo que estaban diciéndose, captaba únicamente el sonido de las voces. Se había levantado con la moneda en la mano para encaminarse hacia el teléfono, mejor dicho, casi se había levantado, porque se había quedado a medio camino, igual que le había ocurrido el día anterior al bajar de la cama, la habitual cuchilla de afeitar que había vuelto a penetrarle en la espalda, traspasándolo hasta el bajo vientre. Permaneció así, como esa figura de Pontormo que tanto le gustaba que lleva en su rostro el asombro del dolor, casi como si fuera él quien llevara la cruz y no el encargado de tamaña tarea. Las voces de las dos seguían siendo demasiado tenues para ser descifradas, pero eran alegres, eso lo comprendió por el tono, parecían un gorjeo, como el de unos pajarillos que se cuentan algo, él cerró los ojos y el gorjeo se convirtió en un gañido porque pensó más bien en unos ratoncitos que se hablaban en la jaula, esos ratoncitos blancos con los que los científicos hacen sus experimentos, eran dos cobayas para la ciencia de la llamada vida, que es la ciencia más tormentosa de todas, una la estaba padeciendo precozmente, la otra, la anciana, había resistido a los experimentos, y proseguía. Callaron, tal vez porque a la que empujaba la silla de ruedas le estaba costando y la niña no quería cansarla, pero nada más superar la joroba del sendero, la niña reemprendió la charla, y estaba contestando sin duda a algo que le había dicho la enfermera, por el tono de su voz se notaba que la suya era una afirmación, una solemne afirmación que nadie podía desmentir. Tenía una voz jubilosa, llena de vida, como cuando la vida, a través de la voz, se afirma a sí misma, testaruda. La niña repitió la frase justo cuando pasaban a su lado, y mientras hablaba se iluminó con una amplia sonrisa: pero si eso es lo más bonito del mundo. ¡Pero si eso es lo más bonito del mundo!

BOOK: El tiempo envejece deprisa
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