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Authors: Antonio Tabucchi

Tags: #Cuento

El tiempo envejece deprisa (6 page)

BOOK: El tiempo envejece deprisa
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Isabella asintió.

—¿Y dónde naciste? —preguntó.

—En un condado que han inventado ahora, ¿sabes quién es Walt Disney?

A Isabella le brillaron los ojos.

—Cuando era niña vi todas sus películas.

—Pues eso, es un lugar así —prosiguió el hombre—, un lugar de fábula, todo de cristal, un cristal que no es más que vulgar vidrio, desde un punto de vista real está en el norte de Italia, del mismo modo que la Toscana está en el centro de Italia y Sicilia en el sur de Italia, pero la geografía se ha vuelto ya una cosa secundaria y también la historia, de la cultura es mejor ni hablar, lo que hoy cuenta es la fabulación, pero dado que los adultos además de estúpidos son también complicados, no quiero seguir haciéndome el complicado, vayamos al grano, la pregunta te la he hecho yo antes, ¿tú dónde naciste?

—Nací en una pequeña aldea del Perú —dijo Isabella—, pero me hice italiana prontísimo, en cuanto mis padres me adoptaron, por eso me siento tan italiana como tú.

—Isabel —dijo el hombre—, sinceridad por sinceridad, ya me había dado cuenta de que no eres aria como yo, por lo demás, yo soy tan blanco que parezco un muerto, tú misma lo has dicho, tú en cambio eres algo más oscurilla, es decir, no eres de pura raza aria.

—¿Y eso qué es? —preguntó la muchachita.

—Es una raza inexistente —contestó el hombre—, se la inventaron unos falsos científicos, pero verás, si la guerra mundial la hubieran ganado quienes tenían ideales de esa clase, tú ahora no estarías aquí, es más, quizá no estarías en absoluto.

—¿Por qué? —preguntó Isabella.

—Porque los que no fueran de raza aria no tendrían derecho a existir, querida Isabel, y a las personas con la piel algo más oscurilla como la tuya, que tiene un color realmente precioso, sobre todo ahora que tienes el bronceador dorado, las habrían…

—¿Qué les habrían hecho? —preguntó ella.

—Dejémoslo correr —dijo el hombre—, es un asunto algo complicado y en un día como éste no merece la pena complicarnos la vida, ¿por qué no te das un buen chapuzón antes de ir a comer?

—También puedo bañarme más tarde —contestó Isabella—, ahora se me han pasado las ganas a mí también y además, perdona, en cuanto te vi la semana pasada, siempre aquí debajo de la sombrilla leyendo, se me ocurrió que tú serías capaz de explicarme ciertas cosas que no había entendido, pensaba que la tuya sería una conversación interesante de esas que resulta difícil mantener con los mayores, y en cambio es incluso peor que antes, hace media hora que estamos hablando y con toda sinceridad me pareces un pelín fuera de onda, que si pueblos inexistentes, que si unos destruyen las casas, tú que te dedicabas a la guerra pero te dedicabas a la paz, yo creo que tienes una gran confusión en la cabeza, y además no he entendido dónde ejercías eso que llamas tu profesión.

—Consistía en mirar a quienes se dedicaban a destruirse las casas unos a los otros —contestó el hombre—, era ésa la misión bélica de paz, y eso sucedía precisamente aquí.

—¿En esta playa? —preguntó Isabella—, perdona, pero no me parece posible, no te ofendas.

El hombre no contestó. Isabella se levantó, se había puesto las manos en las caderas y miraba el mar, estaba delgada y su silueta se recortaba contra la luz violenta del mediodía.

—Yo creo que dices cosas de ésas porque no comes —dijo con una voz ligeramente alterada—, no comer hace que uno diga cosas extrañas, estás desvariando, perdona que te lo diga, aquí hay un hotel de primera categoría, es carísimo porque he visto los precios, no puedes ir diciendo cosas así porque se te ha aflojado alguna tuerca, tú no comes, no tomas el sol, no te bañas, yo creo que tienes algún problema, tal vez te haga falta meterte algo entre los dientes o beberte un buen batido de fruta, si quieres puedo ir a buscarte uno.

—Si fueras tan amable preferiría una Coca-Cola —dijo el hombre—, me quita la sed.

—Claro que quiero ser amable —afirmó Isabella—, eres tú el que no es amable, antes tienes que explicarme por qué has venido de vacaciones precisamente aquí si hubo una guerra y se destruían las casas y tú estabas aquí mirando, aunque vete a saber si es verdad todo eso.

—Así era, sólo que entonces nadie quería saberlo, ni tampoco ahora, verás, a la gente no le gusta saber que en los lugares de vacaciones hubo antes una guerra, porque si lo piensan se les amargan las vacaciones, ¿entiendes la lógica?

—¿Y entonces por qué has venido tú?, la mía es una pregunta lógica, si me lo permites.

—Digamos que es el descanso del guerrero —dijo el hombre—, aunque el guerrero no hiciera la guerra en el fondo era un guerrero, y el guerrero debe hallar su descanso donde antes estuvo la guerra, es un clásico.

Isabella parecía reflexionar. Se había arrodillado en la arena, la mitad de su cuerpo estaba al sol y la otra mitad a la sombra, su delgado cuerpo infantil llevaba un bikini al que no le hubiera hecho falta la parte superior, sus hombros delgados empezaron a agitarse como si estuviera llorando, aunque no llorara, parecía como si hubiera cogido frío, tenía las manos hundidas en la arena y el rostro pegado a las rodillas.

—No te preocupes —murmuró—, cuando hago esto todo el mundo se preocupa, es sólo una pequeña crisis propia de la edad evolutiva, es que tengo los problemas de la edad evolutiva, lo ha dicho el psicólogo, no sé si lo entiendes.

—Tal vez si levantas la cara te entienda mejor —dijo el hombre—, no te oigo bien.

La chica levantó la cabeza, tenía el rostro colorado y los ojos húmedos.

—¿A ti te gusta la guerra? —susurró.

—No —dijo él—, no me gusta, ¿y a ti?

—¿Y entonces por qué la hacías? —preguntó Isabella.

—Ya te he dicho que no la hacía, asistía a ella, pero yo también te he hecho una pregunta, ¿a ti te gusta?

—La odio —exclamó Isabella—, yo la odio, pero tú hablas como todos los mayores y haces que me vengan las crisis de la edad evolutiva, porque el año pasado yo no tenía crisis de la edad evolutiva, pero después en el colegio nos explicaron las distintas clases de guerras, las malas y las buenas, y nosotros tuvimos que hacer nada menos que tres redacciones sobre el tema y a continuación me entraron las crisis de la edad evolutiva.

—Tienes todo el tiempo que quieras para explicarte —dijo el hombre—, cuéntamelo con calma, total los
fettuccine all'arrabbiata
te los mantendrán calientes bajo las lámparas halógenas, ni siquiera te he preguntado a qué curso vas.

—He terminado la primaria —dijo Isabella—, pero después del primer ciclo iré al instituto, así estudiaré también griego.

—Magnífico —dijo el hombre—, pero ¿qué tiene que ver eso con tus crisis?

—Tal vez nada —dijo Isabella—, es que durante el curso estudiamos a César y también un poco de Heródoto, pero sobre todo si la guerra puede servir para la paz, ése ha sido el tema de historia, no sé si me explico.

—Intenta explicarte mejor.

—Pues que a veces es necesaria, por desgracia —dijo ella—, la guerra sirve a veces para llevar la justicia a los países donde no existe, pero un día llegaron dos niños de ese país al que están llevando la justicia y los ingresaron en el hospital de nuestra ciudad, y la encargada de llevarles golosinas y fruta fue mi clase, es decir, yo, con Simone y Samantha, los mejores, no sé si me explico.

—Continúa —dijo el hombre.

—Mohamed tiene más o menos mi edad y su hermana es más pequeñita, aunque no me acuerdo de su nombre, pero cuando entramos en la habitacioncita del hospital es que Mohamed no tenía brazos y su hermanita…

Isabella se interrumpió.

—El rostro de su hermanita… —murmuró—, me da miedo que si te lo cuento me vuelva a entrar otra crisis de la edad evolutiva, quien estaba con ellos era su abuela porque su padre y su madre murieron bajo la bomba que les destruyó la casa, así que a mí se me cayó la bandeja con los kiwis y el tiramisú, me eché a llorar y después me entraron las crisis de la edad evolutiva.

El hombre no dijo nada.

—¿Por qué no dices nada?, te pareces al psicólogo que se queda escuchándome y no dice nunca nada, dime algo.

—Yo creo que no deberías preocuparte demasiado —dijo el hombre—, crisis de la edad evolutiva las tenemos todos, cada uno a su manera.

—¿Tú también?

—Te lo puedo garantizar —dijo él—, a pesar de la opinión de los médicos, creo estar en plena crisis de la edad evolutiva.

Isabella lo miró. Por fin se había sentado con las piernas cruzadas, parecía más relajada y ya no tenía las manos hundidas en la arena.

—Estás de broma —dijo.

—En absoluto —contestó él.

—Pero ¿cuántos años tienes?

—Cuarenta y cinco —contestó el hombre.

—Igual que mi padre, es tarde para tener crisis de la edad evolutiva.

—Ni lo sueñes —objetó el hombre—, la edad evolutiva no acaba nunca, en la vida no hacemos otra cosa más que transmudar.

—Transmudar es un verbo que no existe —dijo Isabella—, se dice evolucionar.

—Muy bien, aunque en el idioma antiguo sí que exista, y de hecho, todos, al transmudar, tenemos nuestras crisis, también tu padre y tu madre tienen las suyas.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Ayer oí a tu madre hablando por el móvil con tu padre —dijo el hombre—, era fácil darse cuenta de que están en plena crisis de la edad evolutiva.

—Eres un espión —exclamó Isabella—, no se escuchan las conversaciones ajenas.

—Perdona —dijo el hombre—, tu sombrilla está a tres metros de la mía y tu madre hablaba como si estuviera en su casa, ¿qué querías, que me tapara los oídos?

Los hombros de Isabella se vieron sacudidos de nuevo por un escalofrío.

—Es que ya no viven juntos —dijo—, así que mi custodia se la dieron a mamá, y la de Francesco a papá, uno a cada uno es lo justo, dijo el juez, Francesco nació cuando ya no se lo esperaban, pero yo le quiero como no quiero a nadie y por la noche me entran ganas de llorar, aunque también mamá llora de noche, la oigo, y ¿sabes por qué?, porque entre ella y papá hay disparidades existenciales, eso dijeron, ¿a ti te dice algo?

—Pues claro que sí —dijo el hombre—, es una cosa normal, las disparidades existenciales son cosas que le pasan a todo el mundo, no te lo tomes así.

Isabella tenía de nuevo las manos en la arena, pero había adoptado un aire casi travieso, soltó una breve carcajada.

—Tú eres un listillo —dijo—, no me has dicho aún por qué te pasas todo el día debajo de la sombrilla, de mí ya lo sabes todo y de ti no hablas, pero ¿para qué has venido a la playa si te pasas el día en la arena tomando pastillas, qué es lo que haces?

—Bueno —dijo él—, por decirlo de forma sencilla estoy esperando los efectos del uranio empobrecido, y para esperarlos hace falta paciencia.

—¿Y eso qué es? —preguntó Isabella.

—Es largo de explicar, los efectos son efectos y para entender los resultados no queda más remedio que esperar.

—¿Y tienes que esperar mucho?

—Ya no mucho, supongo, un mesecillo, tal vez menos incluso.

—Y, mientras tanto, ¿qué haces todo el día debajo de la sombrilla?, ¿no te aburres?

—En absoluto —dijo el hombre—, ejercito el arte de la nefelomancia.

La chica abrió los ojos de par en par, hizo una mueca y sonrió después. Era la primera vez que sonreía de verdad, mostrando sus pequeños dientes blancos sobre los que se deslizaba un hilo de plomo.

—¿Es un invento nuevo?

—Oh, no —dijo él—, es una cosa muy antigua, fíjate que ya habla de ello Estrabón, porque atañe a la geografía, pero a Estrabón no lo estudiarás hasta el instituto, a tu edad como mucho se estudia un poco de Heródoto como has hecho tú este año con la profesora de geografía, la geografía es una cosa muy antigua, querida Isabel, existe desde siempre.

Isabella lo miraba titubeante.

—¿Y en qué consiste eso que has dicho…, cómo se llama?

—Nefelomancia —contestó el hombre— es una palabra griega,
neféle
quiere decir nube, y
manteía
adivinación, la nefelomancia es el arte de adivinar el futuro observando las nubes, o mejor dicho, la forma de las nubes, porque en esta clase de arte la forma es la sustancia, y por eso he venido de vacaciones a esta playa, porque un amigo mío de la aeronáutica militar especializado en meteorología me ha asegurado que en el Mediterráneo no hay otra costa como ésta, donde las nubes se forman en el horizonte en un instante. Y así como se han formado, en un instante se disipan, y es precisamente en ese instante cuando un auténtico nefelomante debe ejercer su propio arte, para comprender lo que predice la forma de determinada nube antes de que el viento la disuelva, antes de que se transforme en aire transparente y se convierta en cielo.

Isabella se había puesto en pie, se sacudía mecánicamente la arena de sus piernecillas delgadas. Se arregló el pelo y echó al hombre una ojeada de escepticismo, pero su mirada estaba también llena de curiosidad.

—Te pongo un ejemplo —dijo el hombre—, siéntate en esa tumbona al lado de la mía, para estudiar las nubes en el horizonte antes de que se desvanezcan hay que permanecer sentados y concentrarse bien.

Señaló con el dedo en dirección al mar.

—¿Ves aquella nubecilla blanca, allá arriba?, sigue mi dedo, más a la derecha, cerca del promontorio.

—Ya la veo —dijo Isabella.

Era un pequeño copo que rodaba por el aire, lejanísimo, en el cielo de esmalte.

—Obsérvala bien —dijo el hombre—, y reflexiona, para la nefelomancia hace falta una intuición rápida pero la reflexión es indispensable, no la pierdas de vista.

Isabella se puso la mano sobre la frente, a modo de visera. El hombre se encendió un cigarrillo.

—Fumar no es bueno para la salud —dijo Isabella.

—No te preocupes por lo que hago yo, concéntrate en la nube, en este mundo hay un montón de cosas que no son buenas para la salud.

—Se ha abierto por los lados —exclamó Isabella—, como si hubiera desplegado las alas.

—Mariposa —dijo el hombre con competencia—, y la mariposa tiene un solo significado, no cabe duda.

—¿Y cuál es? —preguntó Isabella.

—Las personas que tienen disparidades existenciales dejarán de tenerlas, las personas que están separadas se reunirán de nuevo y sus vidas serán tan graciosas como el vuelo de una mariposa, Estrabón, página veintiséis del libro principal.

—¿Qué libro es? —preguntó Isabella.

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