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Authors: Antonio Tabucchi

Tags: #Cuento

El tiempo envejece deprisa (3 page)

BOOK: El tiempo envejece deprisa
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* * *

Le hemos puesto oxígeno porque su respiración presenta dificultades, dijo el médico, pero sus condiciones son estacionarias, quédese tranquilo. Lo que quería decir: quédese tranquilo, que esta noche la pasa. Entró de puntillas. La habitación estaba en penumbra. La paciente de la cama de al lado dormía. Era una señora rubia regordeta que el día anterior se había pasado toda la tarde pegada al móvil, tumbada en bata sobre su cama, aguardando una operación que debían practicarle lo antes posible, decía. Y añadía: no sé por qué he ingresado en el hospital precisamente ahora, cuando con estos días de Semana Santa el restaurante que tenemos en Portovenere estará a rebosar, sabe, querido usted (así lo llamaba, querido usted), el nuestro es uno de los poquísimos restaurantes de Liguria que aparecen en la guía Michelin, y fíjese, no se me ha ocurrido otra cosa que hacerme esta operacioncita justo en estos días, cuando la clientela hace cola, cómo podré ser tan idiota, para cuatro cálculos en la vesícula. Armando, Armando (entretanto Armando, que debía de ser su marido, la había llamado al móvil), por favor, no dejes que la Leopoldina prepare las mesas, hace lo que puede pero se confunde siempre con las copas, la del vino la pone en el lugar equivocado, me he pasado el invierno explicándoselo, pero no le entra en la cabeza, es una chica de pueblo, adiós, Armando, te dejo al mando. Y, una vez liquidado el tal Armando con una rima, había proseguido: ya se lo imaginará, querido usted, clientes de lo más exigentes, casi todos de Milán, o lombardos en todo caso y, como sabe usted perfectamente, es Lombardía la que tira del carro de nuestro país, son ricos porque trabajan, así que se entiende muy bien que sean exigentes, y si un milanés te dice pago y pretendo, no es que pueda uno objetar nada, porque si uno paga, pretende, querido usted, es lógico. Y después se había puesto a describirle con todo detalle la especialidad de la casa, tallarines con bogavante, aunque por suerte se había quedado a medias porque el tal Armando la había llamado.

* * *

Se cuidó mucho de pasar a su lado, rodeó la cama y se sentó al otro lado, en la cabecera de la otra camita. La tía no estaba dormida, parecía siempre que dormía, pero en cuanto notaba un murmullo, abría los ojos. Cuando vio que había llegado, se quitó la cánula del oxígeno. Se esforzaba por mostrarse como si su cuerpo no estuviera devastado por la enfermedad, incluso desde aquella posición supina fue capaz de escrutarlo de arriba abajo, notó el bastón enseguida, quizá le leyera el sufrimiento en el rostro, por más que con los calmantes los dolores más fuertes ya se le hubieran pasado. ¿Qué te ha ocurrido?, preguntó, ayer estabas bien. Es desde esta mañana, dijo él, no lo sé, he hablado con el médico, parece que mi columna vertebral ha sufrido otro crac como en mayo del año pasado, haría falta una nueva radiografía, me la haré cuando pueda. Ella le hizo un gesto con el dedo, una señal de advertencia: en Italia los cracs dan buenos resultados sólo si son financieros, susurró, hoy la señora de la cama de al lado se ha pasado toda la tarde viendo la televisión, ha exigido una televisión, dice que tiene derecho porque es una habitación de pago, le han dado un auricular para que no me molestara, en determinado momento han entrevistado a ese petimetre de la Telecom que ha dejado un agujero de no sé cuántos millones, con ese crac ha resuelto su vida. Por desgracia, el mío es sólo vertebral, replicó él. La conversación tenía lugar entre susurros al oído, no fuera a ser que la del restaurante se despertara y se pusiera a contarles la segunda parte de los tallarines con bogavante. No sé para qué vienes, dijo ella, días y noches enteros sentado en esa silla te dejan hecho polvo, con esa columna vertebral que tienes, quédate en casa unos días. Pero ¿qué dices?, dijo él, perdona, no querrás que me quede en casa boca arriba como pretende el doctor mientras tú estás aquí en esta cama, en casa me deprimo, por lo menos charlamos. No digas tonterías, dijo ella, qué charlas ni charlas, si al cabo del día habré dicho como mucho cuatro palabras, mi respiración no me permite más. Y sonrió. Era extraña la sonrisa de su tía; en la máscara de sufrimiento dibujada por la enfermedad, la sonrisa le devolvía a esa mujer hermosísima de pómulos prominentes y ojos enormes que el mal había enterrado en una hinchazón difusa, como si reaflorara obstinadamente la muchacha que de niño le había hecho de madre, cuando la suya no podía ejercer de madre. Y volvió a aparecérsele una imagen que la memoria había borrado, una escena precisa, la misma expresión que su tía tenía ahora en el rostro, y su voz que le decía a su hermana: no te preocupes por nada, vete tranquila al hospital, del niño ya me encargo yo como si fuera mío, sin pensar en nada más. Y de inmediato llegó la imagen de Enzo, aflorando desde una eternidad de tiempo llegó Enzo, el juicioso estudiante de jurisprudencia, Enzo, tan buen chico y tan educado, que una vez acabada la carrera entraría como pasante en el bufete del abuelo, porque se casaría con la tía, Enzo, un muchacho de tan buena voluntad, como decía todo el mundo, y aflorando también desde el pozo de los recuerdos vio a Enzo agitando los brazos y gritando, él, tan buen chico y tan educado, gritándole a su tía que estaba loca: pero ¿es que estás loca?, estoy preparando las oposiciones y tú te marchas tres meses con el niño a las montañas, ¡y cuándo vamos a casarnos nosotros! Y volvió a ver al sí mismo de entonces, un niñito muy delgado, ya con gafas de miope, no entendía, y además por qué ese dolor constante en la rodilla izquierda, no quería ir a las Dolomitas, con lo lejos que estaban, y además en las montañas no estaba su amigo Franco para jugar a los bandidos, la tía se volvió de repente, su voz era gélida y firme, jamás la había oído emplear ese tono, Enzo, tú no entiendes nada, eres un pobre hombre, y además, algo fascista, ¿crees que no he oído cómo criticabas con tus amigos a mi padre por sus ideas?, este niño tiene tuberculosis en una rodilla, le hace falta la montaña, y a la montaña me lo llevo y con mi dinero, no con el tuyo, que no tienes, de no ser por el que te pasa mi padre cada mes por caridad, y si quieres decidirte de una vez a ir a tomar una bonita curva ha llegado el momento. Irse a tomar una curva: ¿sería posible que la tía hubiera usado esa expresión? Y sin embargo esas palabras le resonaron en los oídos: irse a tomar una curva.

Durante el resto de la tarde me estuvo hablando de sus cálculos en la vesícula biliar, le susurró al oído, cómo que la van a ingresar en un servicio como éste por unos cálculos en la vesícula biliar, menudos cálculos serán, pobrecilla, y después estuvo viendo
Gran Hermano
, es su programa preferido, yo hacía como si estuviera dormida, de modo que se quitó el auricular y bajó el volumen, pero el caso es que lo oía yo también, no quise llamar a las enfermeras, de qué sirve, educar al pueblo es perder el tiempo, por lo demás este pueblo ahora se ha puesto a ganar dinero y está siendo educado por el
Gran Hermano
, por eso lo votan, es un círculo vicioso, votan a quien les ha educado, te perdiste el final de los tallarines con bogavante, pero yo desde luego quise sacarme una espina, ¿sabes cuánto les hace pagar a esos clientes suyos tan exigentes por un plato de tallarines?, cincuenta euros, y el bogavante es congelado, conseguí que me lo confesara. Parecía como si ya no tuviera ganas de hablar, había girado la cabeza sobre la almohada. Pero siguió murmurando: Ferruccio, tengo ganas de decirte ciertas palabras que nunca he dicho en mi vida, o que he dicho muy pocas veces, cuando no me oía nadie, pero ahora siento realmente ganas de decirlas en voz alta, y si esa de ahí se despierta, qué se le va a hacer. Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza y le guiñó un ojo. Qué cretina, pobre mujer, dijo. Y después añadió: son todos una panda de gilipollas. Cerró los ojos. Quizá se hubiera quedado dormida de verdad.

* * *

Ferruccio. Se le vino a la cabeza el nombre de Ferruccio. En alguna rara ocasión lo había llamado Ferruccio, pero cuando era niño, después se acabó. Su tío se llamaba Ferruccio, pero no lo llamaban Ferruccio, era un nombre de registro civil, de esos que se ponen pero no se usan, allí de donde él venía era algo habitual, al recién nacido se le ponía el nombre de uno cualquiera de sus antepasados, en homenaje a su memoria, y después se le llamaba con otro nombre. Al hermano de su tía siempre había oído que le llamaban Cesare, y a veces Cesarino, tal vez fuera su segundo nombre, Ferruccio Cesare, quién sabe, pero en la lápida de su tumba no aparecía Cesare, sólo aparecía Ferruccio. La tía era la única persona que siempre llamaba Ferruccio a su hermano Cesare, murió en la guerra de Mussolini, en las fotografías enviadas desde aquella isla griega donde se había negado a rendirse a los alemanes era un oficialillo delgado con cara de persona honesta y pelo rizado, estudiaba ingeniería, cuando en el treinta y nueve le llegó la carta de reclutamiento la tía tuvo con él una discusión furibunda, una vez se lo contó, no quería que se marchara, pero ¿adónde quieres que vaya, objetaba él, estás loca?, a los montes de aquí detrás, decía ella, a alguna de las cuevas que hay, no te vayas a la guerra por esas cucarachas. Pero en el treinta y nueve al monte no se había echado todavía nadie, sólo había conejos silvestres y algún zorro, la tía siempre se adelantaba a su época, de modo que Ferruccio se marchó a luchar por el Duce y por el rey.

Se acercó hasta rozarle la cara. No estaba durmiendo: abrió los ojos de golpe y le puso un dedo en los labios. La voz de la tía era un susurro tan flébil que parecía el murmullo del viento. Pon aquí la silla y acerca tu oído a mi boca, dijo, pero no te creas que estoy expirando, si hablo así es porque si no la del restaurante se despierta, si le interrumpimos el sueño, se inquieta, está soñando con un bogavante. Él se rió en voz muy baja. No te rías, tengo ganas de hablar, quisiera hablar contigo, además, no sé si volveremos a tener otra ocasión. Él hizo un gesto con la cabeza y le preguntó al oído: ¿de qué quieres hablar conmigo? De tu infancia, dijo ella, de cuando eras un niño tan pequeño que no puedes acordarte. Era el tema que menos se esperaba. Ella lo intuyó, a la tía no se le escapaba nada. No te asombres, dijo, no es tan extraño, te crees muy inteligente y quizá nunca hayas reparado en ello, los recuerdos de cuando uno es un niño los tienen quienes entonces eran ya adultos, nadie puede acordarse de recuerdos tan lejanos, hacen falta personas que en aquella época fueran mayores, si no te lo cuento yo puede que te quede algo pero en una niebla confusa, como cuando has soñado pero no te acuerdas bien de qué y de esa forma no te esfuerzas ni siquiera por recordar porque no tiene sentido intentar recordar un sueño del que no te acuerdas, el pasado está hecho de esa manera, sobre todo si es pretérito perfecto, de cuando tu tío Ferruccio y yo éramos niños yo no debería acordarme de nada y en cambio me acuerdo como si fuera ayer y han pasado más de ochenta años, porque la abuela, en los últimos días de su vida, tuvo la ocurrencia de contarme cómo era yo cuando no sabía aún quién era, cuando no tenía aún conciencia de mí misma, ¿lo habías pensado alguna vez? Él hizo un gesto de que no, de que nunca lo había pensado, y dijo: por ejemplo, ¿de cuándo quieres hablarme? De cuando tenías cinco años y en casa se habían resignado a creer que eras algo retrasado, como había dicho la maestra del jardín de infancia, pero a mí la cosa no me convencía, cómo podías ser un niño retrasado si ya sabías escribir tu nombre, te había enseñado el alfabeto y lo habías aprendido en un dos por tres, dibujo las letras en la pizarra, decía la maestra, se las hago repetir, todos las repiten y él se queda callado, una de dos, o es un niño difícil y se niega, o es que realmente no entiende nada. Intuí cuál era el problema de repente, un mes de julio, estábamos en Forte dei Marmi, por la playa pasaba una mujer con un delantal blanco y una cesta al brazo que iba gritando: ¡al rico bollo! Estábamos debajo de la sombrilla, tú querías un bollo y tu padre iba a llamarla, pero yo te dije: Ferruccio, ve a comprártelo tú solo, ya te doy yo el dinero, ¿te acuerdas? Él no dijo nada, vagó en la memoria. Haz un esfuerzo, dijo ella, intenta atrapar el recuerdo, estabas sentado en un flotador de caucho blanco y negro que te había fabricado tu padre con la cámara de aire de un ciclomotor a la que había pegado un cuello de pato de cartón piedra impermeable que había encontrado en los almacenes donde construían los carros del carnaval, debía de ser uno de los primeros carnavales de Viareggio después del desastre, tú te quedabas abrazado a él toda la mañana pero no te atrevías a meterlo en el agua, ¿te ves ahora? Se vio. Mejor dicho, le pareció verse, vio un niñito esmirriado que abrazaba un neumático al que habían pegado un cuello de pato y el niñito le decía a su padre: quiero un bollo. Lo veo, tía, creo que ahora sí. Y entonces yo te dije que fueras a comprártelo, susurró ella, tú abandonaste el pato y corriste al encuentro de aquel delantal blanco en la playa, a toda prisa, por temor a que se fuera, un señor imponente que estaba en la orilla para que todos vieran lo elegante que iba con su precioso albornoz blanco te cogió de la mano sin llegar a entender y nos llamó con afectación, y yo le dije a tu padre: el niño de lejos no ve nada, ha confundido a ese señor con la mujer de los bollos, es miopísimo, nada de retrasado, hay que llevarlo al oculista.

Se le vino a la cabeza el vocabulario de la tía. Ella no decía nunca que un juego era divertido, un juego era divertidísimo, y no le había comprado un libro coloreado, sino coloreadísimo, y había que ir a dar un paseo porque aquel día el cielo estaba azulísimo. Pero, entretanto, ella ya había pasado a otro recuerdo, susurrando en el silencio de aquella habitación llena de artilugios por encima de la cama: las bombonas, los tubos de plástico y las agujas que le penetraban en los brazos, después calló y de repente el silencio se volvió pesado, los ruidos de la ciudad llegaban como desde otro planeta a los amplios jardines que aislaban de todo al hospital. Y en aquel silencio él escuchaba la voz que le estaba susurrando al oído, inclinado hacia delante, curiosamente, el dolor de la espalda había cesado y siguiendo aquella voz tan flébil estaba navegando en un sí mismo que había perdido, hacia delante y hacia atrás como una cometa que da vueltas sostenida por un hilo, y desde lo alto, desde esa cometa sobre la que estaba sentado, empezó a divisar: un triciclo, la voz de un programa vespertino en la radio, una virgen de la que todos decían que lloraba, una niña de una familia de «evacuados», con lazos en las trenzas, que saltando sobre un dibujo de tiza trazado en el suelo exclamaba: casilla uno, mi caballo y mi mulo, y otras cosas parecidas, la tía ya estaba hablando a oscuras porque incluso la luz tenue del techo se había apagado, no quedaba más que el resplandor azulado de encima de la cama y la cuchilla de un neón lívido que se filtraba por el resquicio de la puerta. Ella cerró los ojos y calló, parecía exhausta. Él se irguió en la silla y sintió un dolor agudo entre las vértebras, como un alfiler. Se ha quedado dormida, pensó, ahora se ha quedado dormida de verdad. En cambio, ella le rozó la mano y le hizo un gesto para que se acercara otra vez. Ferruccio, oyó que le decía el soplido, ¿te acuerdas de lo hermosa que era Italia?

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