Durante un momento me encontré aturdido por la extraña sensación, y después recordé lo que en la violencia de mi aventura había olvidado por completo: el anillo regalado por el príncipe Talu de Marentina; instantáneamente miré hacia el grupo al cual nos acercábamos, y al mismo tiempo levanté la mano izquierda a mi frente para que la sortija pudiese ser vista por el que la buscase. Simultáneamente, uno de los guerreros que esperaban levantó ostensiblemente su mano izquierda para alisarse el cabello, y en uno de sus dedos vi el duplicado de mi propio anillo.
Una rápida mirada de reconocimiento se cruzó entre nosotros, después de lo cual aparté los ojos del guerrero y no volví a mirarle por temor a despertar las sospechas de los okarianos.
Cuando llegamos al borde del pozo vi que era muy profundo, y enseguida me di cuenta de que pronto juzgaría cuan lejos se extendía por debajo del patio, porque el que tenía la cuerda la ató alrededor de mi cuerpo, de modo que pudiese soltarse desde arriba en cuanto quisiese, y después, al agarrarla todos los guerreros, me empujó hacia adelante y caí en el abierto abismo.
Tras del primer empujón llegué al extremo de la cuerda que habían soltado para dejarme caer dentro del pozo; me bajaron rápida, pero suavemente. En el momento de soltarme, mientras dos o tres hombres ayudaban a atar la cuerda, uno de ellos puso su boca en contacto con mi mejilla, y en el breve intervalo, antes de ser lanzado en el espantoso agujero, murmuró a mi oído esta sola palabra:
—¡Valor!
El pozo que mi imaginación me había pintado sin fondo resultó no tener más de cien metros de profundidad; pero como sus paredes estaban pulidas, igualmente podía haber tenido mil metros, porque no podía nunca esperar escaparme sin auxilio de fuera.
Durante un día me dejaron a oscuras, y después, completamente de repente, una brillante luz iluminó mi extraña celda. Me hallaba ya bastante hambriento y sediento, no habiendo comido ni bebido nada durante el día anterior a mi aprisionamiento.
Con gran asombro, hallé que las paredes del pozo, que había creído lisas, estaban llenas de estantes, sobre los cuales había las viandas y los refrescos más deliciosos que podían hallarse en Okar. Con una exclamación de placer me precipite a tomar algún alimento; pero antes de lograrlo, la luz se apagó y, aunque anduve palpando, mis manos no encontraban más que las duras y lisas paredes que había tocado al examinar por primera vez mi prisión.
Inmediatamente las angustias del hambre y la sed empezaron a asaltarme. Lo que antes sólo había sido un ligero deseo de comer y beber era ahora una verdadera ansia, todo a causa de la tentadora visión del alimento casi al alcance de mi mano.
Una vez más la oscuridad y el silencio me envolvieron: un silencio sólo interrumpido por una risa burlona.
Durante otro día nada ocurrió para romper la monotonía de mi prisión o aliviar los sufrimientos que me producían el hambre y la sed. Lentamente las angustias se hicieron menos vivas, según el sufrimiento ahogaba la actividad de ciertos nervios, y entonces la luz aparecía de nuevo, y ante mí se presentaban nuevos y tentadores platos, grandes botellas de agua clara y frascos de frescos vinos, cubiertos por el frío sudor de la condensación. De nuevo, con la hambrienta locura de una fiera, salté para coger aquellos manjares tentadores; pero, igual que anteriormente, la luz se apagaba y yo me encontraba detenido por la dura pared.
Después la risa burlona estalló por segunda vez ¡El Pozo de la Abundancia!
¡Oh, qué mente tan cruel debió de discurrir aquella tortura endemoniada! Día tras día se repitió aquel tormento, hasta que estuve a punto de volverme loco, y después, lo mismo que había hecho en los pozos de los warhoons, dominé de nuevo, con firmeza, mi instinto, obligándole a seguir los cauces de la razón.
Sólo por la fuerza de voluntad conservé el dominio de mi cada vez más débil mente, y logré tan gran éxito, que la siguiente vez que apareció la luz permanecí tranquilamente sentado y miré con indiferencia al fresco y tentador alimento que se hallaba casi a mi alcance. Me alegré de haberlo hecho así, porque me ofreció la oportunidad de resolver el aparente misterio de aquellos banquetes fantasmagóricos.
Como no me esforcé en coger la comida, los atormentadores dejaron encendida la luz con la esperanza de que al fin no podría dominarme más y les daría la deliciosa emoción que mis anteriores y fútiles esfuerzos les había proporcionado.
Y mientras, sentado aún, escrutaba los cargados estantes, vi cómo se hacía aquello, tan sencillo que no comprendía cómo no se me había ocurrido antes. El muro de mi prisión era de cristal sumamente transparente; detrás del cristal estaban las viandas tentadoras. Después de cerca de una hora se apagó la luz; pero esta vez no hubo risa burlona, por lo menos de parte de mis atormentadores; mas yo, para estar al quite con ellos, solté una suave carcajada que nadie podría confundir con la de un loco.
Pasaron nueve días, y me hallaba debilitado por el hambre y la sed; pero ya no sufría, ya había pasado el sufrimiento. Después, a través de la oscuridad, un paquetito cayó en el suelo a mis pies.
Lo busqué con indiferencia, creyendo que sería alguna nueva invención de mis carceleros para aumentar mis tormentos. Por fin lo encontré: era un paquetito envuelto en papel y al extremo había una cuerda fuerte. Al abrirlo, unos cuantos comprimidos cayeron al suelo. Los recogí y, tocándolos y oliéndolos, descubrí que eran unas tabletas de alimento concentrado, de uso común en muchas partes de Barsoom. «¡Veneno!», pensé.
Bien: ¿y qué? ¿Por qué no terminar de una vez mi miserable existencia en lugar de arrastrarme unos tristes días más en aquel oscuro pozo? Lentamente llevé una de las pastillas a mis labios.
«¡Adiós, mi Dejah Thoris! —suspiré—. He vivido y luchado por ti, y ahora mi más ardiente deseo se va a realizar, porque moriré por ti.» Y, metiendo la pastilla en la boca, la tragué.
Una por una, las comí todas, y nunca me supo nada mejor que aquellos trocitos de alimento, dentro de los cuales debía de ocultarse la muerte, probablemente una muerte horrible y espantosa.
Mientras estaba tranquilamente sentado en el suelo de mi prisión, mis dedos, accidentalmente, entraron en contacto con el trocito de papel en que habían envuelto los comprimidos, y mientras jugueteaba con él, mi mente vagaba en el pasado para revivir durante breves momentos, antes de morir, algunas de las muchas horas felices de una larga y dichosa existencia; me di cuenta de unas extrañas protuberancias sobre la suave superficie del apergaminado papel de mis manos.
Durante algún tiempo no tuvieron significado alguno para mí. Yo pensaba sencilla y tranquilamente cómo se hallarían allí; pero, al fin, parecieron tomar forma, y entonces me di cuenta que no había más que una sola línea, como de escritura.
Ahora, ya más interesado, mis dedos las recorrieron una y otra vez. Había cuatro distintas y separadas combinaciones de líneas levantadas. ¿Podría ser que fuesen cuatro palabras y que tuviesen por objeto transmitirme algún mensaje?
Cuanto más pensaba en ello, más me excitaba, hasta que mis dedos corrieron locamente hacia atrás y hacia adelante sobre aquellas enloquecedoras colinas y valles del trocito de papel.
Pero no podía sacar nada en limpio y, por fin, decidí que mi misma prisa me impedía resolver el misterio. Después, lo tomé con más calma. Una y otra vez, mi dedo índice trazó la primera de las cuatro combinaciones.
La escritura marciana es algo difícil de explicar a un hombre de la Tierra; es algo entre taquigrafía y dibujo, y es un idioma completamente distinto al idioma hablado de Marte.
En Barsoom sólo hay un idioma hablado. Hoy lo hablan todas las razas y naciones lo mismo que al comenzar la vida humana sobre Barsoom. Ha crecido con la ilustración del planeta y sus descubrimientos científicos; pero es tan ingenioso, que las palabras nuevas, para expresar nuevos pensamientos o describir nuevas condiciones o descubrimientos, se forman por sí mismas; ninguna otra palabra podría explicar aquello que una nueva palabra requiere para otra que la palabra que naturalmente la llena; y así, por muy alejadas que estén dos naciones o razas, sus idiomas hablados son idénticos. No así, sin embargo, sus idiomas escritos. No hay dos naciones que tengan el mismo idioma escrito, y a menudo, ciudades de una misma nación tienen un idioma escrito que se diferencia mucho de los de las otras.
Debido a esto, los signos sobre el papel, si en realidad eran palabras, me eludieron durante algún tiempo; pero, al fin, averigüé la primera.
Era «valor» y estaba escrita con letras de Marentina. ¡Valor!
Era ésta la palabra que el guerrero amarillo había murmurado a mi oído cuando estaba al borde del Pozo de la Abundancia.
El mensaje debía de ser suyo, y sabía que era un amigo. Con renovada esperanza empleé toda mi energía en descifrar el mensaje y, por fin, el éxito coronó mis esfuerzos. Había leído las cuatro siguientes palabras: «¡Valor! ¡Sigue la cuerda!».
¡Sigue la cuerda!
¿Qué significaría aquello? «¡Sigue la cuerda!» ¿Qué cuerda?
De repente recordé el cordel atado al paquete cuando cayó a mi lado y, después de palpar con la mano, lo encontré. Colgaba desde arriba, y cuando tiré de él, descubrí que estaba rígidamente asegurado, probablemente a la boca del pozo.
Al examinarlo, encontré que el cordel, aunque delgado, podía muy bien sostener el peso de varios hombres. Después hice otro descubrimiento: había un segundo mensaje anudado en la cuerda a la altura de mi cabeza. Éste pude descifrarlo con más facilidad, ahora que tenía la clave:
«Llévate la cuerda. Pasados los nudos hay peligro.»
Esto era todo. Era evidente que lo habían escrito de prisa, después de pensarlo mucho.
No me detuve en releerlo, aunque no estaba demasiado seguro del significado de la última advertencia: «Pasados los nudos, hay peligro.» Y, sin embargo, estaba seguro de que allí, ante mí, estaba el medio de escapar, y que cuanto antes lo aprovechase, más probabilidades tenía de lograr la libertad.
Por lo menos, no podría estar peor que en el Pozo de la Abundancia.
Tenía que saber, sin embargo, antes de salir de aquel maldito agujero, que podía haberme hallado mucho peor si me hubiese visto obligado a permanecer en él dos minutos más.
Ese tiempo me había llevado ascender unos cincuenta metros, cuando un ruido que provenía de arriba llamó mi atención. Con gran sentimiento vi que levantaban la losa que cubría el pozo, y a la luz que entraba del patio vi a varios guerreros amarillos.
¿Sería posible que a costa de tanto trabajo me estuviese metiendo en un nuevo lío? ¿Era el mensaje, después de todo, falso? Y justamente cuando mi esperanza y valor decaían, vi dos cosas.
Fue una, el cuerpo de un enorme apt, que forcejeaba y gruñía mientras le bajaban por la boca del pozo donde yo estaba, y fue la otra una abertura mayor que el cuerpo de un hombre, a la cual conducía mi cuerda.
Justamente cuando trepaba en el oscuro agujero pasó el apt, extendiendo sus poderosas patas para cogerme, gruñendo y rugiendo de un modo terrible. Ahora veía claramente el fin que Salensus Oll me tenía destinado. Después de atormentarme con el hambre, había ordenado que bajasen la fiera a mi prisión para terminar la obra que la diabólica imaginación del jeddak había concebido.
Y después, otra verdad se presentó a mi mente. Yo había vivido nueve de los diez días que tenían que pasar antes de que Salensus Oll pudiese hacer a Dejah Thoris su reina. El fin del apt era lograr mi muerte antes del décimo día.
Estuve a punto de soltar una carcajada al pensar cómo el medio adoptado por Salensus Oll para lograr su fin iba a ayudarme a recobrar la libertad, porque cuando descubriesen que el apt estaba completamente solo en el Pozo de la Abundancia, no podrían saber que no me había devorado; así, pues, no sospechando mi fuga, no me buscarían.
Enrollando la cuerda que hasta allí me había conducido, busqué el otro extremo, encontrando que seguía precediéndome. Aquél era, pues, el significado de las palabras «¡Sigue la cuerda!»
El túnel por el cual me arrastraba era bajo y oscuro. Lo había seguido durante varios cientos de yardas, cuando sentí un nudo entre mis dedos. «Después del nudo hay peligro.»
Proseguí entonces con la mayor cautela, y un momento después una rápida revuelta del túnel me condujo a una abertura que daba a una gran habitación, brillantemente alumbrada.
La dirección del túnel que había recorrido se inclinaba ligeramente hacia arriba, lo que me hizo juzgar que la cámara que ahora se presentaba a mi vista debía de estar en el primer piso del palacio o directamente debajo del primer piso.
Sobre la pared que me hacía frente había gran cantidad de extraños instrumentos y aparatos, y en el centro de la habitación, una gran mesa, a la cual estaban sentados dos hombres en profunda conversación.
El que me quedaba de frente era un hombre amarillo, pequeño, lleno de arrugas, con grandes ojos que mostraban lo blanco alrededor de toda la circunferencia del iris.
Su compañero era un hombre negro, y no necesité verle el rostro para saber que era Thurid, porque no había otro del Primer Nacido en el norte de la barrera de hielo.
Thurid hablaba cuando yo llegué bastante cerca para oírlos.
—Solan —decía—, no hay peligro alguno, y la recompensa es grande. Sabes bien cuánto odias a Salensus Oll y que nada te daría mayor placer que contrariarle en alguno de sus planes. No hay nada que hoy desee más que casarse con la hermosa princesa de Helium; pero yo también la quiero, y con tu ayuda podré alcanzarla. No tienes más que salir un instante de esta habitación cuando yo te haga la señal. Yo haré lo demás, y después, cuando yo me vaya, puedes venir y poner la gran palanca otra vez en su sitio, y todo quedará igual que antes. Sólo necesito una hora para ponerme a salvo del poder diabólico que tú dominas en esta escondida habitación, debajo del palacio de tu amo. Mira qué fácil sería.
Y diciendo estas palabras se levantó el negro dátor y, cruzando la habitación, puso la mano sobre una gran palanca pulimentada que sobresalía bastante de la pared opuesta.
—¡No, no! —exclamó el hombrecillo, saltando tras él, dando un alarido—. ¡Ésa no; ésa no! Ésa domina los tanques de los rayos del sol, y si tirases de ella demasiado, todo Kadabra quedaría consumida por el calor antes de que pudiese colocarla en su sitio. ¡Ven, ven! No sabes con qué fuerzas estás jugando. Ésta es la palanca que buscáis. Observa bien el símbolo grabado en el blanco sobre la superficie de ébano.