Unos cuantos de los hombres rojos que no estaban heridos lucharon valientemente con sus crueles enemigos; pero la mayor parte parecían dominados por el horror de la catástrofe ocurrida, y así, no hicieron más que someterse a las horrendas cadenas con las cuales los sujetaban los hombres amarillos.
Cuando el último prisionero fue esposado, volvieron los guerreros a la ciudad, frente a cuya puerta encontramos un rebaño de fieros apts, con collares de oro, cada uno de los cuales era conducido por dos guerreros que los sujetaban con fuertes cadenas del mismo metal que sus collares.
Más allá de la puerta, los sirvientes soltaron a todo el terrible rebaño, y mientras se dirigían dando saltos hacia la terrible y sombría flecha no necesité preguntar cuál era su misión. Si no hubiese habido dentro de la ciudad de Kadabra seres que necesitaban aún más de socorro que los pobres desgraciados muertos y agonizantes allí en el hielo, sobre los curvados y destrozados restos de mil aparatos, no hubiese resistido a mi deseo de apresurarme a luchar con aquellos horribles animales que habían sido enviados para destrozarlos y devorarlos. Tal como estaban las cosas, sólo podía seguir a los guerreros amarillos y dar gracias por la oportunidad que nos había dado a Thuvan Dihn y a mí tan fácil acceso en la capital de Salensus Oll.
Una vez dentro de la muralla, no tuvimos dificultad alguna en eludir a nuestros amigos de la mañana, y poco después nos encontrábamos en una posada marciana.
En cautiverio
Según he podido observar, las posadas de Barsoom varían poco. No hay en ellas intimidad más que para los matrimonios. Los hombres solos son conducidos a una gran habitación, cuyo suelo es, generalmente, de mármol blanco o de grueso cristal, que se conserva escrupulosamente limpio. Hay allí varias plataformas pequeñas y ligeramente elevadas para colocar las mantas de piel y seda de los huéspedes, y si no las tienen propias, por una pequeña cantidad se las facilita la casa limpias y en buen estado. Una vez que estos objetos han sido colocados en la plataforma, su dueño es considerado como huésped de la casa, y la plataforma le pertenece hasta que se marcha. Nadie toca los objetos de su propiedad, pues en Marte no existen ladrones.
A quien hay que temer es a los asesinos; los hosteleros tienen guardias armados que se pasean día y noche, constantemente, por los dormitorios. El número de los guardias y lo vistoso de sus arreos, generalmente, denotan la calidad e importancia del hotel.
No se sirven en ellos comidas, pero generalmente hay cerca alguna casa de comidas. Salas de baños comunican con los dormitorios, y a todos los huéspedes se les exige que se bañen diariamente o se marchen del hotel.
Generalmente, en el segundo o tercer piso, se encuentra un gran dormitorio para mujeres solas, muy parecido a los de los hombres. Los guardias que guardan a las mujeres permanecen en los corredores mientras que varias esclavas se pasean entre las durmientes, dispuestas a avisar a los guardias si su presencia fuese necesaria.
Me sorprendió ver que todos los guardias, en el hotel donde nos hospedamos, eran hombres rojos, y al interrogarlos me enteré de que eran esclavos comprados por los dueños de los hoteles al Gobierno.
El guardia que estaba junto a mi plataforma había sido comandante de navío de una gran nación marciana; pero el Destino había conducido su navío a través de la barrera de hielo, dentro del radio de poder de la flecha magnética, y llevaba ya muchos tristes años esclavo de los hombres amarillos.
Me dijo que príncipes, jeds y hasta jeddaks del mundo exterior, eran servidores de la raza amarilla; pero cuando le pregunté si había oído hablar de Mors Kajak o Tardos Mors, movió la cabeza diciendo que nunca había oído que estuviesen presos allí, aunque conocía bien su fama en el mundo exterior.
Tampoco había oído nada de la llegada del padre de los Therns y del dátor negro del Primer Nacido; pero se apresuró a explicarme que sabía poco de lo que ocurría dentro de palacio. Yo comprendía que le extrañaba mucho que un hombre amarillo preguntase tantas cosas acerca de ciertos prisioneros rojos de fuera de la barrera de hielo, y que al mismo tiempo ignorase las costumbres y condiciones de su propia raza. En efecto: había olvidado por completo mi disfraz al ver un hombre rojo paseándose ante mí; pero la creciente expresión de sorpresa de su rostro me advirtió a tiempo, porque no era mi intención revelar mi identidad a nadie, a no ser que algún bien pudiera provenir de ello, y no veía cómo aquel infeliz pudiera servirme de algo todavía, aunque preveía que más tarde, con el tiempo, podría servirle yo a él y a todos los demás prisioneros que obedecen a sus severos amos en Kadabra.
Thuvan Dihn y yo discutimos aquella noche nuestros planes sentados sobre nuestras mantas, en medio de cientos de hombres amarillos que compartían nuestra habitación. Hablábamos en voz baja; pero como esto lo manda la cortesía en un dormitorio, no despertamos sospechas.
Por fin, comprendiendo que todo eran inútiles conjeturas, hasta que tuviésemos oportunidad de explorar la ciudad y tratar de poner en ejecución el plan que nos había indicado Talu, dándonos mutuamente las buenas noches, nos dormimos.
A la mañana siguiente, después de desayunar, salimos a ver Kadabra, y como la generosidad del príncipe de Marentina nos tenía bien provistos de los fondos corrientes en Okar, compramos un hermoso vehículo de tierra. Habiendo aprendido a manejarlos en Marentina, pasamos un día encantador a la par que útil, explorando la ciudad, y ya adelantada la tarde, a la hora que Talu nos había dicho que encontraríamos a los oficiales del Gobierno en sus oficinas, nos detuvimos ante un magnífico edificio situado en la plaza, frente a los jardines que rodean el Palacio Real.
Atrevidamente pasamos por delante de los guardias de la puerta para encontrarnos con un esclavo rojo que nos preguntó qué deseábamos.
—Di a Sorav, tu amo, que dos guerreros de Illall desean servir en la guardia de Palacio —dije.
Sorav, según nos había dicho Talu, era el que mandaba las fuerzas de Palacio, y como los hombres de las ciudades más alejadas de Okar, y especialmente Illall, era menos probable que estuviesen contaminados con los gérmenes de intriga que durante largos años habían infectado la Corte de Salensus Oll, estaba seguro de que seríamos bien recibidos y no nos haría muchas preguntas.
Nos había dado un ligero baño de información general que creía necesaria para poder engañar a Sorav, después de lo cual, de nuevo tendríamos que ser examinados ante Salensus Oll para que pudiera aprobar nuestra habilidad y aptitud física como guerreros.
La pequeña experiencia que habíamos tenido con el extraño sable torcido del hombre amarillo y su escudo, semejante a una copa, parecía hacer probable que ninguno de los dos pasase la prueba final; pero podía darse la casualidad de que estuviésemos albergados en el palacio de Salensus Oll durante varios días después de haber sido aceptados por Sorav antes de que el jeddak de jeddaks encontrase tiempo de examinarnos.
Después de esperar varios minutos en una antecámara fuimos introducidos al despacho particular de Sorav, donde este oficial, de barba negra y feroz aspecto, nos recibió cortésmente. Nos preguntó nuestros nombres y posición en nuestra ciudad, y habiendo recibido contestaciones que por lo visto le satisficieron, nos hizo algunas preguntas que Talu había previsto y para las cuales nos había preparado.
La entrevista no podía haber durado más de diez minutos, cuando Sorav llamó a un ayudante, a quien dio instrucciones de examinarnos detenidamente y después conducirnos al alojamiento en Palacio destinado para los aspirantes a la guardia de Palacio.
El ayudante nos llevó primero a su despacho, donde nos midió, pesó y retrató simultáneamente con una máquina ingeniosamente diseñada al efecto, cinco copias, siendo instantáneamente reproducidas en cinco diferentes oficinas del Gobierno, dos de las cuales quedan colocadas en otras ciudades distantes varios kilómetros.
Después nos condujo por los terrenos de Palacio al principal cuerpo de guardia, entregándonos al oficial.
Este individuo nos interrogó de nuevo brevemente, y por fin despachó a un soldado para que nos condujese a nuestro alojamiento. Éste estaba situado en el piso segundo del mismo Palacio, en una torre medio separada de la parte de atrás del edificio.
Cuando preguntamos a nuestro guía por qué estábamos alojados tan lejos del cuerpo de guardia, replicó que la costumbre inveterada de los que componían la guardia de promover riñas con los aspirantes para probar su valor había dado por resultado tantas muertes, que fue difícil, mientras prevaleció esta costumbre, tener la guardia completa. Por tanto, Salensus Oll había destinado aquel alojamiento para los aspirantes, y allí se les encerraba cuidadosamente para que no corriesen peligro de ser atacados por los que formaban la guardia.
Esta desagradable información puso repentinamente fin a nuestros bien trazados planes, porque significaba que éramos, en realidad, prisioneros en el palacio de Salensus Oll hasta que juzgase oportuno hacernos el examen final de eficiencia.
Como en ello teníamos puestas nuestras esperanzas para nuestras investigaciones respecto a Dejah Thoris y Thuvia de Ptarth, fue grande nuestro desconsuelo al oír el ruido de la llave dando la vuelta en la cerradura al salir nuestro guía, dejándonos en las habitaciones que habíamos de ocupar.
Con rostro afligido me volví a Thuvan Dihn. Mi compañero se limitó a mover tristemente la cabeza, dirigiéndose a una de las ventanas del extremo opuesto de la habitación.
Apenas había mirado por ella, me llamó, sorprendido y emocionado. Inmediatamente me hallé a su lado.
—¡Mira! —dijo Thuvan Dihn, señalando hacia el patio que había debajo.
Mis ojos, siguiendo la dirección que me indicaba, vieron a dos mujeres que se paseaban en un jardín cerrado.
Enseguida las reconocí: eran Dejah Thoris y Thuvia de Ptarth.
Allí estaban las que yo había seguido de un Polo al otro a través del mundo entero. Sólo diez metros de distancia y unas barras de metal nos separaban.
Dando un grito, les llamé la atención, y al mirarme Dejah Thoris, le hice la señal de amor que los hombres de Barsoom hacen a sus mujeres.
A mi gran asombro y horror, irguió la cabeza y, mientras sus delicadas facciones expresaban grandísimo desprecio, me volvió la espalda. Mi cuerpo está cubierto de cicatrices recibidas en cientos de combates; pero jamás en mi larga vida me ha hecho sufrir herida alguna angustia semejante, porque aquella vez el acero de la mirada de una mujer me había traspasado el corazón.
Dando un gemido, me volví y escondí el rostro entre las manos. Oí a Thuvan Dihn llamar a gritos a Thuvia; pero un momento después de su exclamación de sorpresa me demostró que él también había sido despreciado por su propia hija.
—No quieren ni siquiera escucharnos —exclamó—. Se han tapado los oídos con las manos y se han ido al extremo opuesto del jardín. ¿Has visto nunca cosa semejante, John Carter? Las dos deben de estar embrujadas.
Al poco rato reuní valor suficiente para volver a la ventana, porque, aunque me despreciase, la amaba y no podía separar mis ojos de su rostro encantador; pero en cuanto Dejah Thoris me vio, volvió de nuevo la cabeza.
No sabía a qué atribuir su extraño comportamiento, y que Thuvia también se hubiese vuelto contra su padre parecía increíble. ¿Podía ser que mi incomparable princesa aún se aferrase a la odiosa fe de la cual yo había libertado a su patria? ¿Podía ser que me mirase con repulsión y desprecio porque había profanado los templos y las personas de los Sagrados Therns?
No a otra cosa podía yo atribuir su extraño comportamiento; sin embargo, parecía de todo punto imposible que fuese así, porque el amor de Dejah Thoris por John Carter había sido amor grande y verdadero y se había elevado muy por encima de distinciones de razas, creencias ni religión.
Al contemplar tristemente la parte de atrás de su altiva y real cabeza vi entrar un hombre por el extremo opuesto del jardín. Al penetrar en él deslizó algo en la mano del guardia amarillo que había en la verja, y la distancia no era lo bastante grande para impedirme ver que era dinero.
Inmediatamente comprendí que el recién llegado había sobornado al guardia para que le dejase entrar en el jardín. Después se volvió en dirección de las dos mujeres, y vi que no era otro que Thurid, el dátor negro del Primer Nacido.
Se acercó mucho a ellas antes de pronunciar palabra, y después, al volverse al sonido de su voz, vi a Dejah Thoris que retrocedía al verle.
Su rostro expresaba odiosa burla al acercarse a ella y hablarle en voz baja. No pude oír sus palabras; pero la contestación de Dejah Thoris llegó claramente a mis oídos:
—La nieta de Tardos Mors puede siempre morir; pero nunca podría vivir al precio que decís.
Después vi al negro bribón echarse a sus pies, arrastrándose materialmente por el suelo, suplicándole. Sólo llegaban a mis oídos algunas de sus palabras, porque, aunque era evidente que se hallaba presa de violenta pasión, también lo era que no se atrevía a levantar la voz, temiendo delatarse.
—Quiero salvarte de Matai Shang —le oí decir—. Ya sabes la suerte que te espera si llegas a caer en sus manos. ¿No me prefieres a él?
—No escogería a ninguno —replicó Dejah Thoris— aunque estuviese libre, y bien sabéis que no lo estoy.
—¡Eres libre! —exclamó—. John Carter, príncipe de Helium, ha muerto.
—Estoy mejor enterada; pero, aunque así fuera y me viese obligada a escoger otro esposo, sería un hombre planta o un gran mono blanco antes que Matai Shang o tú, perro negro —contestó, lanzándole una mirada de desprecio.
De repente aquel animal perdió todo dominio de sí mismo y, soltando una obscena maldición, se precipitó sobre la delicada mujer, agarrando su tierna garganta con mano poderosa.
Thuvia, gritando, se apresuró a auxiliar a su compañera y, al mismo tiempo, yo también, loco de furor, perdiendo la cabeza arranqué las barras de mi ventana como si hubiesen sido de alambre.
Precipitándome por la abertura llegué al jardín, sólo a cien metros de donde el negro estaba ahogando a mi Dejah Thoris, y dando un gran salto caí sobre él. No pronuncié palabra mientras arranqué sus asquerosos dedos de aquella hermosa garganta, ni hice el menor sonido al precipitarle a veinte pasos de mí.