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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El señor de la guerra de Marte (15 page)

BOOK: El señor de la guerra de Marte
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Espumando de rabia, Thurid se puso en pie y se lanzó sobre mí como un toro furioso.

—Hombre amarillo —gritaba—, no sabes sobre quién has puesto tus manos viles; pero, antes de que haya terminado contigo, sabrás lo que significa ultrajar la persona del Primer Nacido.

Después cayó sobre mí, queriendo ahogarme, y lo mismo que hice aquel día en el patio del templo de Issus, hice allí en el jardín del palacio de Salensus Oll. Me metí por debajo de sus brazos extendidos, y mientras caía sobre mí le di un terrible puñetazo en las mandíbulas.

Lo mismo que hizo en aquella ocasión hizo ahora. Dio vueltas como una peonza, las piernas le flaquearon y cayó hecho un guiñapo a mis pies.

Entonces resonó una voz a mi espalda. Era la voz profunda y autoritaria que denota al gobernante, y cuando me volví a confrontar la esplendente figura de un hombre amarillo de estatura gigantesca, no tuve que preguntar su nombre para saber que era Salensus Oll.

A su derecha estaba Matai Shang, y detrás de ellos unos veinte guerreros.

—¿Quién eres —exclamó—, y qué significa esta intrusión dentro de los recintos del jardín de las mujeres? No te recuerdo. ¿Cómo has venido hasta aquí?

A no ser por sus últimas palabras, hubiese olvidado por completo mi disfraz y le hubiese dicho claramente que era John Carter, príncipe de Helium; pero su pregunta me recordó a mí mismo. Señalé las separadas barras de la ventana, y dije:

—Soy aspirante a formar parte de la guardia de Palacio, y desde aquella ventana de la torre, donde estaba encerrado esperando el examen final de aptitud, vi a este animal atacar a esta mujer. No podía permanecer inmóvil presenciándolo dentro de Palacio y creer que era digno de servir y guardar vuestra real persona.

Era evidente que mis palabras habían impresionado al gobernante de Okar, y cuando se volvió a Dejah Thoris y Thuvia de Ptarth y las dos hubieron corroborado mis manifestaciones las cosas empezaron a ponerse mal para Thurid.

En los malévolos ojos de Matai Shang descubrí un feo relámpago mientras Dejah Thoris relataba lo que había pasado entre Thurid y ella, y cuando llegó a la parte que trataba de mi intervención con el dátor del Primer Nacido, su gratitud era aparente, aunque por su mirada comprendía que algo la confundía de un modo extraño.

No me extrañaba su actitud para conmigo delante de otros; pero que me hubiese negado mientras Thuvia y ella estaban solas en el jardín, aún me dolía mucho.

Mientras proseguía el examen, dirigí una mirada a Thurid y le sorprendí mirándome pensativo, con los ojos abiertos de par en par: después, de repente, soltó una ruidosa carcajada en mis narices.

Un momento después, Salensus Oll se volvió hacia el negro.

—¿Qué tienes que alegar como explicación de estas acusaciones? —preguntó con voz terrible y profunda—. ¿Te atreves a aspirar a la escogida del padre de los therns a la que es digna hasta de ser esposa del jeddak de los jeddaks?

Diciendo esto, el tirano de barba negra se volvió y echó una rápida y codiciosa mirada a Dejah Thoris, como si con sus palabras un nuevo pensamiento y un nuevo deseo hubiese nacido en su mente y en su corazón. Thurid había estado a punto de contestar, y con burlona mueca me señalaba con dedo acusador cuando las palabras de Salensus Oll y la expresión de su rostro le hicieron enmudecer.

Sus ojos lanzaron una maliciosa mirada, y supe por la expresión de su rostro, que sus primeras palabras no eran las que había pensado pronunciar.

—¡Oh el más poderoso de los jeddaks —dijo—, el hombre y la mujer no dicen la verdad! Este individuo entró en el jardín para ayudarla a escaparse; yo estaba del otro lado fuera y oí su conversación, y cuando entré la mujer empezó a gritar y el hombre saltó sobre mí, queriendo matarme. ¿Qué sabéis de este hombre? Es un extraño para vos, y me atrevo a decir que hallaréis en él un enemigo y un espía. Que le pongan a prueba, Salensus Oll, más bien que a vuestro amigo y huésped, Thurid, dátor del Primer Nacido.

Salensus Oll parecía aturdido. Se volvió de nuevo a mirar a Dejah Thoris, y después Thurid, acercándose mucho, le dijo algo al oído, ignoro lo que fue.

Enseguida el gobernante amarillo se volvió a uno de sus oficiales.

—Cuida de que este hombre sea debidamente encerrado hasta que tengamos tiempo de profundizar este asunto —ordenó—, y como las barras no parecen suficientes para sujetarle, que le pongan cadenas.

Después se volvió y salió del jardín, llevándose a Dejah Thoris, poniendo la mano sobre su hombro. Thurid y Matai Shang salieron también, y al llegar a la verja el negro se volvió, y de nuevo, mirándome, soltó una ruidosa carcajada.

¿Qué podía significar aquel repentino cambió hacia mí? ¿Podría sospechar mi verdadera identidad? Eso debía de ser, y lo que me había delatado había sido la finta y el golpe que había dado con él en tierra por segunda vez.

Según los soldados me arrastraban, mi corazón estaba muy triste y amargado, porque ahora a los dos enemigos implacables que tanto tiempo habían perseguido a Dejah Thoris se añadía otro más poderoso aún. Hubiese sido tonto si no me hubiera dado cuenta del súbito amor que repentinamente había inspirado Dejah Thoris al terrible Salensus Oll, jeddak de jeddaks, gobernante de Okar.

CAPÍTULO XI

El Pozo de la Abundancia

No estuve mucho en la cárcel de Salensus Oll. Durante el poco tiempo que allí permanecí sujeto con cadenas de oro, a menudo pensé en la suerte de Thuvan Dihn, jeddak de Ptarth.

Mi valiente compañero me había seguido al jardín cuando ataqué a Thurid, y al irse Salensus Oll con Dejah Thoris y los que le acompañaban, dejando a Thuvia de Ptarth en el jardín, también él se había quedado con su hija, sin que por lo visto llamase la atención su presencia, no diferenciándose en nada de los demás hombres amarillos.

Le había visto por última vez esperando que los otros guerreros que debían escoltarme cerrasen la verja tras nosotros para poderse quedar solo con Thuvia. ¿Sería posible que hubiese escapado? Lo dudaba y, sin embargo, con todo mi corazón deseaba que fuese verdad.

Al tercer día de mi encarcelamiento vinieron unos cuantos guerreros para llevarme a la sala de audiencia, donde Salensus Oll en persona iba a examinarme. Gran número de nobles se hallaban en la sala, y entre ellos vi a Thurid, pero no a Matai Shang.

Dejah Thoris, tan radiantemente hermosa como siempre, estaba sentada en un pequeño trono al lado de Salensus Oll. La triste desesperación que expresaba su querido rostro me laceró profundamente el corazón.

Su posición al lado del jeddak de jeddaks auguraba mal para ella y para mí, y en el momento que la vi allí nació en mi mente la firme intención de no salir vivo de aquella cámara si tenía que dejarla en las garras de aquel poderoso tirano.

Había matado mejores hombres que Salensus Oll y los había matado con mis desnudas manos, y ahora me juré a mí mismo que lo mataría si era aquél el único medio de salvar a la princesa de Helium.

Yo no daba la menor importancia a mi muerte probablemente casi instantánea, y lo único que sentía era no poder seguir luchando por salvar a Dejah Thoris: sólo por esta razón hubiese escogido otro medio, porque, aunque lograse matar a Salensus Oll, no devolvería a mi amada esposa a su patria. Determiné esperar hasta el final del juicio para averiguar cuanto pudiese de las intenciones del gobernante de Okar y después obrar en conformidad con ellas.

Apenas me presenté ante él, Salensus Oll mandó también llamar a Thurid.

—Dátor Thurid —dijo—, me has pedido una cosa muy extraña; pero, aceptando a tus deseos y tu promesa de que resultará en bien de mis intereses, me he decidido a ello. Me dices que cierto anuncio será el medio de desenmascarar al prisionero y al mismo tiempo de realizar mi mayor deseo.

Thurid movió afirmativamente la cabeza.

—Entonces lo haré presente aquí, delante de mis nobles —continuó Salensus Oll—. Durante un año ninguna reina se ha sentado en el trono a mi lado, y ahora me place tomar por esposa la que es reputada por la más bella mujer de todo Barsoom, hecho éste que nadie puede negar. Nobles de Okar, desenvainad vuestros aceros y rendid homenaje a Dejah Thoris, princesa de Helium y futura reina de Okar, porque en el término de los diez días decretados será la esposa de Salensus Oll.

Mientras los nobles desnudaban sus aceros y los levantaban en alto, según la antigua costumbre de Okar cuando un jeddak anuncia su enlace, Dejah Thoris se puso en pie y, levantando una mano, les gritó que desistiesen de ello.

—No puedo ser esposa de Salensus Oll, porque ya soy esposa y madre. John Carter, príncipe de Helium, vive aún. Sé que es verdad porque he oído a Matai Shang decirle a su hija Phaidor que le había visto en Kaor, en la Corte de Kulan Tith, jeddak. Un jeddak no se casa con una mujer casada, ni Salensus Oll querrá violar los lazos del matrimonio. Salensus Oll se volvió a Thurid con torva mirada:

—¿Era ésta la sorpresa que me tenías preparada? —exclamó—. Me aseguraste que no había obstáculo alguno entre esta mujer y yo, y ahora encuentro que existe el único obstáculo insuperable. ¿Qué significa esto, hombre? ¿Qué tienes que alegar?

—Y si entregase a John Carter en tus manos, Salensus Oll, ¿no te parecería que habría cumplido con creces la promesa hecha? —contestó Thurid.

—No hables como un necio —exclamó furioso el jeddak—; no soy un niño para jugar así conmigo.

—Hablo sólo como hombre que sabe lo que se dice —replicó Thurid—. Sabe que puedo cumplir cuanto ofrezco.

—Entonces entrégame a John Carter en el término de diez días, o sufre tú mismo la muerte que le daría si lo tuviese en mi poder —rugió el jeddak de jeddaks, frunciendo el ceño.

—No necesitas esperar diez días —replicó Thurid; y después, volviéndose repentinamente hacia mí, me señaló con el dedo, diciendo:

—¡Ahí está John Carter, príncipe de Helium!

—¡Necio! —gritó Salensus Oll—. ¡Necio! John Carter es blanco. Este hombre es tan amarillo como yo. El rostro de John Carter está afeitado. Matai Shang me lo ha descrito. Este prisionero tiene una barba y un bigote tan grandes y tan negros como cualquiera de Okar. ¡Pronto, guardias! ¡Al pozo con el negro loco que quiere perder la vida por una estúpida broma a costa de vuestro jefe!

—¡Deteneos! —exclamó Thurid, dando un salto hacia adelante; y antes de que yo pudiese adivinar su intención había agarrado mi barba, arrancándola de mi rostro con el bigote y la peluca que estaban unidos a ella y dejando descubierta mi piel tostada y mi cabello negro, cortado a punta de tijera.

Instantáneamente reinó el mayor desorden en la sala de audiencia de Salensus Oll. Algunos guerreros se apresuraron a desnudar sus aceros, imaginando que yo pensaba asesinar al jeddak de jeddaks, mientras otros, por curiosidad de ver a aquel cuyo nombre era conocido de Polo a Polo, se agolparon tras sus compañeros.

Al revelarse mi identidad vi a Dejah Thoris ponerse de nuevo en pie, expresando su rostro gran asombro, y luego se abrió paso a través de los guerreros y nobles antes de que nadie pudiera impedírselo. Un momento después estaba ante mí con los brazos extendidos y los ojos rebosando amor.

—¡John Carter! ¡John Carter! —exclamó mientras la estrechaba contra mi pecho, y entonces, de repente, comprendí por qué me había despreciado en el jardín, debajo de la torre.

¡Qué necio había sido! ¡Esperé que penetrase el maravilloso disfraz que me había facilitado el barbero de Marentina! No me había conocido, y eso había sido todo, y cuando vio el signo de amor de un extranjero se ofendió e indignó, como era justo. En verdad que había sido muy necio.

—¡Y eras tú —exclamó— quien me hablaba desde la torre! ¿Cómo podía yo soñar que mi amado virginiano se ocultaba detrás de aquella fiera barba y piel amarilla?

Acostumbraba llamarme su virginiano como palabra de cariño, porque sabía que me gustaba oír el hermoso nombre que sus amados labios santificaban y hacían mil veces más hermoso, y mientras la oía de nuevo, después de aquellos largos años, mis ojos se enturbiaban con lágrimas y mi voz se ahogaba de emoción.

Pero sólo un instante pudo estrechar entre mis brazos su querido cuerpo antes de que Salensus Oll, temblando de rabia y celos, se acercase a nosotros.

—Coged al hombre —gritó a sus guerreros; y cien rudas manos nos separaron.

Bien estuvo para los nobles de la Corte de Okar que John Carter hubiese sido desarmado. Así y todo, lo menos doce de ellos sintieron la fuerza de mis cerrados puños, y había logrado subir la mitad de las gradas que conducían al trono antes de que Salensus Oll hubiese logrado llevarse a Dejah Thoris y pudiera detenerme.

Después caí luchando debajo de varios guerreros, y antes de que quedase desvanecido a fuerza de golpes oí de labios de Dejah Thoris lo que me consoló de todos mis sufrimientos.

Estando al lado del gran tirano, que la tenía agarrada por un brazo, señaló al sitio donde yo combatía solo contra tantos.

—¿Crees, Salensus Oll, que la esposa de un hombre semejante —exclamó— deshonraría nunca su memoria, aunque hubiese muerto mil veces, casándose con un mortal inferior? ¿Existe en el mundo otro igual a John Carter, príncipe de Helium? ¿Existe otro hombre que pueda abrirse camino en todas direcciones en un planeta batallador, haciendo frente a las fieras y a las hordas salvajes, por amor a una mujer? Yo, Dejah Thoris, princesa de Helium, soy suya. Luchó por mí y me ganó. Si eres un valiente, honrarás su valor y no le matarás. Hazle esclavo si quieres, Salensus Oll; pero perdónale la vida. Yo preferiría ser esclava con él a reina de Okar.

—Ni esclavas ni reinas dictan sus voluntades a Salensus Oll —replicó el jeddak de jeddaks—. John Carter morirá de muerte natural en el Pozo de la Abundancia, y el día que muera, Dejah Thoris será mi reina.

No oí la contestación de Dejah Thoris, porque un golpe en la cabeza me privó de conocimiento y cuando lo recobré sólo quedaban en la sala de audiencia los guerreros que me custodiaban. Al abrir los ojos me amenazaron con las puntas de sus sables, ordenándome que me levantase.

Me llevaron, a través de largos corredores, a un patio situado hacia el centro del palacio. En el medio del patio había un profundo pozo, cerca del borde del cual había otros guerreros esperándome. Uno de ellos llevaba en la mano una larga cuerda que empezó a preparar cuando vio que me acercaba.

Habíamos llegado a unos veinticinco metros de aquellos hombres, cuando sentí, de repente, una extraña sensación punzante en uno de mis dedos.

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