Y silenciosamente nos dirigimos por el centro de la habitación hasta el pie de los tronos, donde nos detuvimos.
—Manifiesta tu cargo —dijo Kulan Tith dirigiéndose a alguien que se hallaba entre los nobles que había a su derecha: y entonces Thurid, el negro dátor del Primer Nacido, se adelantó y me confrontó:
—Nobilísimo jeddak —dijo, dirigiéndose a Kulan Tith— desde el primer momento me infundió sospechas este extranjero en tu palacio. La descripción que habéis hecho de sus endiabladas hazañas venía bien con las del mayor enemigo de Barsoom. Pero para que no hubiese equivocación, envié un sacerdote de nuestro sagrado culto para hacer la prueba que descubriría su disfraz y revelaría la verdad. ¡He aquí el resultado! —y Thurid, con dedo rígido, señaló a mi cabeza.
Todos los ojos siguieron la dirección de aquel dedo acusador; yo solo parecía ignorar la señal fatal que circundaba mi frente.
El oficial que estaba a mi lado adivinó mi perplejidad, y mientras Kulan Tith fruncía amenazadoramente el ceño al mirarme, el noble sacó de su bolso un espejito, que colocó ante mí. Una sola mirada fue suficiente. De mi frente, la mano traidora del thern, a favor de las tinieblas de mi dormitorio, había limpiado una porción del pigmento rojo que me desfiguraba, dejando ver mi piel blanca, tostada por el sol.
Durante un momento Thurid calló: sospecho que para que fuese mayor el efecto dramático de su revelación. Después prosiguió:
—Aquí tienes, ¡oh Kulan Tith! al que ha profanado los templos de los dioses de Marte, al que ha violado las personas de los sagrados Therns y vuelto al mundo contra su antigua religión. Ante ti, en tu poder, jeddak de Kaol, defensor del Sagrario, está John Carter, príncipe de Helium.
Kulan Tith dirigió una mirada a Matai Shang como pidiendo que corroborase aquellas acusaciones. El sagrado Thern movió afirmativamente la cabeza.
—Es, en efecto, el gran blasfemo —dijo—. Ahora mismo me ha seguido hasta el centro de tu palacio, Kulan Tith, con el solo objeto de asesinarme. Él...
—¡Miente! —exclamé—. Kulan Tith, escucha para que sepas la verdad. Escucha mientras te digo porqué John Carter ha seguido a Matai Shang hasta vuestro palacio. Escúchame lo mismo que a ellos, y después juzga si mis actos no están más de acuerdo con la caballerosidad y el honor barsoomiano que los de aquellos beatos vengativos de fe espuria, de cuyos crueles lazos he libertado a vuestro planeta.
—¡Silencio! —rugió el jeddak, poniéndose en pie de un salto y agarrando el puño de su espada—. ¡Silencio, blasfemo! Kulan Tith no puede permitir que el aire de su cámara sea corrompido por las herejías que salen de tu inmunda garganta para juzgarle. Estás ya condenado. Sólo queda determinar cómo has de morir. Hasta el servicio que hiciste al ejército de Kaol no ha de servirte de nada; fue un vil subterfugio para lograr mi favor y acercarte a este sagrado hombre contra cuya vida atentabas. ¡A los pozos con él! —concluyó, dirigiéndose al oficial que me custodiaba.
¡Era una bonita situación, por cierto! ¿Qué esperanza podía ya quedarme teniendo toda una nación en contra? ¿Qué esperanza de perdón a manos del fanático Kulan Tith, y con consejeros tales como Matai Shang y Thurid? El negro se echó a reír maliciosamente en mis narices.
—No te escaparás esta vez, hombre de la Tierra —dijo burlonamente. Los guardias me cercaron. Una nube roja nubló mi vista. La sangre batalladora de mis antepasados ardía en mis venas. El ansia de la lucha con toda su loca fiereza se había apoderado de mí.
Dando un salto me coloqué junto a Thurid, y antes de que la endiablada sonrisa hubiese desaparecido de su hermoso rostro, le había dado de lleno en la boca con mi puño cerrado, y según descargaba el buen y antiguo golpe americano, el negro dátor retrocedió unos pasos y cayó hecho un guiñapo a dos metros del trono de Kulan Tith, escupiendo sangre y huesos por su malherida boca.
Después, desenvainando la espada, me puse en guardia para hacer frente a una nación entera.
En un instante, los que me rodeaban cayeron sobre mí; pero antes de haber podido descargar el primer golpe, por encima del griterío de los guerreros, se elevó una poderosa voz, y una figura gigantesca saltó súbitamente del estrado, con espada desenvainada, y se plantó ante mis adversarios.
Era el jeddak, huésped de Kulan Tith.
—¡Deteneos! —exclamó—. Si estimas en algo mi amistad, Kulan Tith, y la antiquísima paz que ha existido entre nuestros pueblos, llama a tus guerreros, porque siempre, y fuere quien fuere con quien luche John Carter, estará a su lado, luchando hasta la muerte, Thuvan Dihn, jeddak de Ptarth.
Cesaron los gritos, y las puntas amenazadoras se bajaron, y millares de ojos se volvieron: primero, hacia Thuvan Dihn, sorprendidos, y después, hacia Kulan Tith, interrogadores. Al principio, el jeddak de Kaol palideció de rabia; pero antes de hablar se había dominado, de modo que su tono era tranquilo, como correspondía a una conversación sostenida entre dos jeddaks.
—Thuvan Dihn —dijo lentamente— debe de tener grandes motivos para renegar de este modo de los antiguos usos que inspiran la conducta de un huésped dentro del palacio de su amigo. Para no olvidarlo yo también prefiero callar hasta que el jeddak de Ptarth haya merecido mi aprobación por su modo de proceder, relatando las causas que le han movido a ello.
Veía claramente que el jeddak de Ptarth se sentía impulsado a tirarle a la cara a Kulan Tith su escudo: pero también se dominó y dijo con tranquilidad aparente:
—Nadie mejor que Thuvan Dihn conoce las leyes que dirigen los actos de los hombres en los dominios de sus vecinos; pero Thuvan Dihn debe acatamiento a una ley aún más alta: la ley de la gratitud. Y a ningún hombre de Barsoom debe mayor deuda de gratitud que a John Carter, príncipe de Helium. Hace años, Kulan Tith —continuó—, cuando me visitaste por última vez, te impresionaron las gracias y encantos de mi única hija, Thuvia. Viste cómo la adoraba, y más tarde supiste que, inspirada por un incomprensible capricho, había emprendido la última, larga y voluntariosa peregrinación sobre el frío seno del misterioso Iss, dejándome desolado. Hace algunos meses oí por primera vez hablar de la expedición que John Carter había dirigido contra Issus y los sagrados Therns. Débiles rumores de las atrocidades que habían sido cometidas por los Therns, con los que durante innumerables años habían flotado por el poderoso Iss, llegaron a mis oídos. Supe que millares de prisioneros habían sido libertados, pocos de los cuales se habían atrevido a volver a sus propios países, debido a la terrible sentencia de muerte que incluye a todos los que vuelven del valle del Dor. Durante algún tiempo no pude creer las herejías que me contaban, y rogaba que mi hija Thuvia hubiese muerto antes de que cometiese el sacrilegio de volver al mundo exterior. Pero después, el amor paternal recobró sus derechos y confesó que preferiría la condenación eterna a seguir separado de ella, si aún existía. Envié, pues, emisarios a Helium y a la Corte del Xodar, jeddak del Primer Nacido y al que ahora gobierna a aquellos de la nación de los therns que han renegado de su religión, y de todos y cada uno oí la misma relación de crueldades sin nombre y atrocidades cometidas por los sagrados therns con las pobres indefensas víctimas de su religión. Había entre ellos muchos que conocían o habían visto a mi hija, y por therns que habían estado cerca de Matai Shang supe las indignidades conque él personalmente la había cubierto, y me alegré, cuando vine aquí, de encontrarme con Matai Shang, porque lo hubiese buscado hasta dar con él aunque fuese durante toda la vida. Oí más también, y fue la bondadosa caballerosidad con que John Carter había tratado a mi hija. Me contaron cómo había luchado por ella y la había salvado, y cómo había despreciado el escaparse de los salvajes warhoons del Sur, enviando a Thuvia hacia la libertad, montada en su propio thoat y permaneciendo él a pie para hacer frente a los guerreros verdes. ¿Puede extrañarte, Kulan Tith, que esté dispuesto a arriesgar mi vida, la paz de mi nación y hasta tu amistad, que aprecio más que nada, para defender al príncipe de Helium?
Durante un instante, Kulan Tith permaneció silencioso. Podía ver, por la expresión de su rostro, que se hallaba sumamente perplejo. Después dijo:
—Thuvan Dihn —y su entonación, aunque triste, era amistosa—, ¿quién soy yo para juzgar a mi prójimo? A mis ojos, el padre de los Therns es aún sagrado, y la religión que enseña, la única verdadera; pero si me encontrase frente al mismo problema que se te presenta, no dudo que pensaría y obraría lo mismo que tú. En cuanto al príncipe de Helium se refiere, puedo intervenir; pero entre tú y Matai Shang, mi única misión es la de conciliación. El príncipe de Helium será escoltado hasta la frontera antes de que se ponga el sol, quedando en libertad de dirigirse a donde le plazca; pero, bajo pena de muerte, no deberá entrar más en tierra de Kaol. Si has de reñir con el padre de los Therns, no necesito decirte que te ruego lo suspendas hasta que los dos hayáis salido de mis dominios. ¿Estás satisfecho, Thuvan Dihn?
El jeddak de Ptarth movió afirmativamente la cabeza; pero el feo ceño con que miró a Matai Shang auguraba mal para aquella cara de torta.
—El príncipe de Helium está lejos de estar satisfecho —exclamé, interrumpiendo bruscamente los preliminares de paz— al precio señalado. He escapado a la muerte más de doce veces por seguir a Matai Shang y alcanzarle, y no pienso ser conducido como un thoat decrépito al matadero desde la meta que he alcanzado con mis proezas y el poder de mis músculos. Ni tampoco quedará satisfecho Thuvan Dihn, jeddak de Ptarth, cuando me haya escuchado hasta el final. ¿Sabéis por qué he seguido a Matai Shang y Thurid, el negro dátor, desde los bosques del valle del Dor, cruzando medio mundo y venciendo dificultades insuperables? ¿Creéis que John Carter, príncipe de Helium, había de rebajarse hasta el asesinato? ¿Puede ser tan necio Kulan Tith que crea las mentiras que le dicen Matai Shang y el dátor Thurid? No persigo a Matai Shang para matarle, aunque el Dios de mi planeta es testigo de que mis manos ansían ahogarle. Le sigo, Thuvan Dihn, porque con él van dos prisioneras: mi esposa, Dejah Thoris, princesa de Helium, y tu hija Thuvia de Ptarth. ¿Creéis ahora que he de permitir que me pongan en la frontera, a no ser que la madre de mi hijo me acompañe y tu hija te sea devuelta?
Thuvan Dihn se volvió a Kulan Tith. Sus ojos centelleaban de ira; pero por el poder de su fuerza de voluntad no se alteró.
—¿Sabías esto, Kulan Tith? —preguntó—. ¿Sabías que mi hija estaba prisionera en tu propio palacio?
—No podía saberlo —interrumpió Matai Shang, palideciendo, a mi parecer, más de miedo que de rabia—. No podía saberlo porque es una mentira.
Esta frase le hubiese costado la vida a no ser porque en el momento en que saltaba sobre él, Thuvan Dihn dejó caer pesadamente su mano sobre mi hombro.
—Aguarda —me dijo, y después, dirigiéndose a Kulan Tith, añadió—: No es mentira. Sé positivamente que el príncipe de Helium no miente. Contéstame, Kulan Tith; te he hecho una pregunta.
—Con el padre de los Therns vinieron tres mujeres —replicó Kulan Tith—: Phaidor, su hija, y dos que dicen son sus esclavas. Si éstas son Thuvia de Ptarth y Dejah Thoris de Helium, lo ignoro; no he visto, a ninguna de las dos. Pero, si son ellas, te las devolverán mañana.
Mientras hablaba miraba fijamente a Matai Shang, no como debiera mirar un devoto a un sagrado sacerdote, sino como un gobernante mira a uno de sus súbditos al darles una orden.
El padre de los Therns debió de ver tan claramente como yo que las recientes revelaciones de su verdadero carácter habían contribuido mucho a debilitar la fe de Kulan Tith, y que poco más bastaría para convertir al poderoso jeddak en un enemigo; pero tanta fuerza tienen las raíces de la superstición, que hasta el gran kaoliano titubeaba en cortar el hilo final que le ligaba a su antigua religión.
Matai Shang fue lo suficientemente prudente para aparentar obediencia al mandato de su superior, y prometió traer las dos esclavas a la sala de audiencia al día siguiente.
—Ya casi está amaneciendo —dijo— y no me gustaría interrumpir el sueño de mi hija; de lo contrario, mandaría ahora mismo a buscarlas para que vieseis que el príncipe de Helium está equivocado.
Y apoyó sobre la última palabra, esforzándose por ofenderme de un modo tan sutil que no pudiese darme por ofendido. Iba a oponerme a toda dilación y pedir que la princesa de Helium se me trajese enseguida, cuando Thuvan hizo tal insistencia innecesaria.
—Deseo ver a mi hija enseguida —dijo—; pero si Kulan Tith me asegura que no se permitirá a nadie salir de palacio esta noche y que no ocurrirá nada, ni a Dejah Thoris ni a Thuvia de Ptarth, desde este momento, hasta que las conduzcan a nuestra presencia a esta cámara, al amanecer, no insistiré en ello.
—Nadie saldrá de palacio esta noche —replicó el jeddak de Kaol—. Y Matai Shang, ¿nos dará palabra de que no ocurrirá mal alguno a las damas?
El thern movió la cabeza en señal afirmativa. Unos momentos después, Kulan Tith indicó que la audiencia había terminado, e invitado por Thuvan Dihn, acompañé al jeddak de Ptarth a sus habitaciones, donde estuvimos hasta el amanecer, relatándole mis aventuras sobre su planeta y todo lo que había ocurrido a su hija durante todo el tiempo que habíamos estado reunidos.
Encontré al padre de Thuvia un hombre, según mi corazón, y aquella noche empezó una amistad que ha llegado a ser inferior tan sólo a la que me une con Tars Tarkas, el jeddak verde de Tark.
Con el primer destello de la repentina aurora marciana llegaron mensajeros de Kulan Tith, llamándonos a la sala de audiencia donde Thuvan Dihn debía recibir a su hija después de tantos años de separación, y yo debía reunirme con la gloriosa hija de Helium, después de una casi no interrumpida separación de doce años.
El corazón me latía con tal violencia, que miré azorado a mi alrededor, creyendo que los demás debían de percibir sus latidos. Mis brazos ansiaban estrechar de nuevo la divina forma de aquella cuya eterna juventud y belleza eran sólo las manifestaciones exteriores de un alma perfecta.
Por fin volvió el mensajero enviado a buscar a Matai Shang. Me empiné cuanto pude para distinguir a los que debían acompañarle, pero el mensajero volvía solo.
Deteniéndose ante el trono, se dirigió a su jeddak en voz que claramente se oía desde toda la sala.
—¡Oh Kulan Tith, el más poderoso de los jeddaks! —exclamó según costumbre en la Corte—. Vuestro mensajero vuelve solo, porque cuando llegó a las habitaciones del padre de los therns las encontró vacías, lo mismo que las que ocupaba su séquito.