Cuando cesó de hablar esperó en silencio, evidentemente, algún desahogo de rabia de mi parte, algo que hubiese aumentado el deleite de su venganza. Pero no le di la satisfacción que deseaba.
En vez de ello, hice lo que más podía aumentar su rabia y su odio hacia mí y porque sabía que, muerto, Dejah Thoris hallaría también el medio de morir antes de que pudiesen acumular sobre ella más ultrajes y tormentos.
De todos los sagrados de sagrados que veneran y adoran los therns, ninguno más reverenciado que la peluca amarilla que cubre sus peladas cabezas, y después de éstas, el círculo de oro y la gran diadema, cuyos brillantes rayos marcan la llegada al Décimo Cielo.
Y sabiendo esto, me quité la peluca y el círculo y los tiré despreciativamente sobre las piedras del patio. Después me limpié los pies con los rizos rubios, y mientras del balcón se levantaba un rugido de rabia, escupí sobre la sagrada diadema.
Matai Shang se puso lívido de rabia; pero sobre los labios de Thurid pude ver una horrible y burlona sonrisa, porque él no tenía aquellas cosas por sagradas; así, pues, para que mi acción no le resultase demasiado divertida, grité: «Y lo mismo hice con los atributos sagrados de Issus, diosa de la Vida Eterna, antes de entregarla a las turbas que la habían adorado anteriormente, para ser por ellas despedazada en su propio templo.»
Esto puso término a la sonrisa de Thurid, porque había gozado de gran favor cerca de Issus.
—¡Pongamos fin a todas estas blasfemias! —exclamó, volviéndose al padre de los therns.
Matai Shang se levantó e, inclinándose sobre el balcón, lanzó la salvaje llamada que yo había oído de labios de los sacerdotes desde el pequeño balcón, frente a los Acantilados Áureos, que domina el valle del Dor, cuando en pasados tiempos llamaron a los feroces monos blancos y los espantosos hombres planta para que se deleitasen con las víctimas que a menudo flotaban sobre el ancho seno del misterioso Iss, hacia las infectadas aguas del Mar Perdido de Korus.
—¡Liberad la muerte! —gritó, e inmediatamente una docena de puertas, en la base de la torre, se abrieron y una docena de horribles banths saltaron a la arena.
No era aquélla la primera vez que me había encontrado frente a los feroces banths de Barsoom; pero nunca me había hallado desarmado frente a una docena de ellos. Aun ayudado por el fiero Woola, no podía aquel combate tan desigual tener más que un desenlace.
Durante un instante, las fieras titubearon bajo la brillante luz de las antorchas; pero enseguida, acostumbrándose sus ojos a ellas, se dirigieron a nosotros y avanzaron con las melenas erizadas, azotándose los lados con sus poderosas colas y lanzando profundos rugidos.
En el breve intervalo de vida que me quedaba lancé una última mirada de despedida a mi Dejah Thoris. Su hermoso rostro expresaba horror profundo, y al encontrarse mis ojos con los suyos extendió hacia mí sus brazos, luchando con los guardianes que ahora la retenían, tratando de tirarse por el balcón al patio para poder compartir conmigo la muerte. Después, al ver que los banths me rodeaban, se volvió y escondió su querido rostro entre las manos.
De repente, mi atención fue atraída hacia Thuvia de Ptarth. La hermosa muchacha estaba muy inclinada sobre el balcón y con los ojos brillantes de emoción.
Los banths iban a caer sobre mí; pero no podía apartar mi mirada de las facciones de la muchacha roja, porque comprendía que su expresión significaba todo menos regocijo por la feroz diversión que le proporcionaba la terrible tragedia que pronto iba a desarrollarse ante sus ojos. Allí había algo profundamente oculto, y yo trataba de averiguar lo que era.
Durante un momento, confiado en mis músculos y agilidad terrenales, pensé escapar de los banths y llegar al balcón, lo que podía haber hecho fácilmente: pero no tuve valor para abandonar a mi fiel Woola y dejarle morir solo bajo los crueles colmillos de los hambrientos banths; no era esto costumbre de Barsoom ni tampoco de John Carter.
Después, el secreto de la emoción de Thuvia se hizo aparente al salir de sus labios un suave maullido, que ya había oído otra vez, cuando, bajo los Acantilados Áureos, llamó a los feroces banths y les condujo como una pastora conduciría a sus inocentes y mansos corderos.
A la primera nota de aquel sonido calmante, los banths se detuvieron, y cada fiera cabeza se levantó como buscando la procedencia de la llamada familiar. Poco después descubrieron a la muchacha roja en el balcón y, volviéndose, demostraron que la reconocían, lanzando rugidos de bienvenida.
Los guardias se precipitaron para llevársela, pero antes de conseguirlo, ella había dado sus órdenes a las fieras que la escuchaban, y todos a una se volvieron y se dirigieron a sus antros.
—¡No tienes que temerlas, John Carter —gritó Thuvia antes de que pudieran hacerla callar—. Esos banths no te harán ya daño nunca, ni a Woola tampoco.
Era lo único que me importaba saber. Ya no había nada que me separase del balcón. Así, pues, dando un gran salto, me agarré a él.
En un instante todo fue confusión. Matai Shang retrocedió. Thurid dio un salto hacia adelante con la espada desenvainada para traspasarme.
De nuevo, Dejah Thoris descargó sus pesados hierros sobre el negro, obligándole a retroceder. Después, Matai Shang la agarró por la cintura y la arrastró hacia una puerta que conducía al interior.
Durante un instante, Thurid titubeó, y después, como temiendo que el padre de los therns se escapase con la princesa de Helium, también salió tras ellos precipitadamente del balcón.
Phaidor fue la única que conservó su tranquilidad. Ordenó a dos de los guardias que se llevasen a Thuvia de Ptarth; a los otros, que se quedasen y me impidiesen seguirla. Después se volvió hacia mí.
—John Carter —exclamó—, por última vez te ofrezco el amor de Phaidor, hija del sagrado hekkador. Acéptalo, y tu princesa será devuelta a la Corte de su abuelo, y tú vivirás dichoso y feliz. Rehúsalo, y la suerte con que la ha amenazado mi padre caerá sobre Dejah Thoris.
»Ahora ya no puedes salvarla, porque ya se hallarán en un sitio donde ni tú siquiera podrás seguirles. Rehúsa, y nada podrá salvarte, porque, aunque se te facilitó el camino de la fortaleza de los Sagrados Therns, la salida se te ha hecho imposible. ¿Qué dices?
—Antes de hacerme la pregunta sabías la contestación, Phaidor —exclamé—. ¡Dejadme pasar! —grité a los guardias—, porque John Carter, príncipe de Helium, pasará.
Diciendo esto salté la balaustrada que rodeaba el balcón, y con desnuda espada hice frente a mis enemigos.
Eran tres; pero Phaidor debió de adivinar el resultado de la lucha, porque, volviéndose, huyó del balcón en cuanto vio que yo no aceptaba su proposición.
Los tres guerreros no esperaron mi ataque; se precipitaron simultáneamente sobre mí, y fue esto lo que me dio ventaja, porque se estorbaban unos a otros en el reducido recinto del balcón, de modo que el más adelantado cayó sobre la hoja de mi acero al primer ataque.
La mancha roja que había en su punta exasperó la antigua sed de sangre del luchador que siempre ha existido con tanta fuerza dentro de mi pecho; así fue que mi hoja cortaba el aire con una ligereza y mortal exactitud, que sumió a los otros dos therns en profunda desesperación.
Cuando por fin mi afilado acero dio en el corazón de uno de ellos, el otro echó a correr, y adivinando que seguiría el mismo camino que los que tanto me importaba encontrar, le dejé alejarse lo suficiente para que pudiera creerse a salvo.
Recorrió precipitadamente varias habitaciones interiores hasta llegar a una escalera de caracol. Se precipitó por ella y yo tras él. Al extremo superior llegamos a una pequeña cámara, en la que sólo había una ventana que dominaba las colinas de Otz y el valle de las Almas Perdidas, que se extendía al otro lado.
El guerrero se precipitó sobre lo que parecía un trozo de pared, frente a la ventana. Enseguida adiviné que era una salida secreta de la habitación y me detuve para darle tiempo de abrirla, porque a mí no me importaba nada la vida de aquel pobre servidor; lo único que deseaba era tener franco el paso tras Dejah Thoris, mi perdida princesa.
Pero, por más que hizo, la pared no cedió ni a la astucia ni a la fuerza; así es que, desistiendo, se volvió a hacerme frente.
—Sigue tu camino, thern —le dije señalando hacia la escalera por la cual acabábamos de subir—. No tengo nada contra ti ni quiero quitarte la vida. ¡Ve!
Su contestación fue precipitarse sobre mí, espada en mano, tan de repente, que estuve a punto de caer al primer envite. Así, pues, no tuve más remedio que darle lo que pedía, y lo más rápidamente posible para no detenerme demasiado en aquella cámara, mientras Matai Shang y Thurid se llevaban a Dejah Thoris y Thuvia de Ptarth.
El guerrero era hábil, lleno de recursos y sumamente tramposo. En efecto: parecía ignorar por completo que existiese un código de honor, porque constantemente faltaba a una docena de costumbres guerreras barsoomianas, a las cuales un hombre honrado antes moriría que faltar.
Hasta llegó a arrancarse su santa peluca y tirármela a la cara para cegarme durante un momento, mientras acometía a mi pecho descubierto.
Sin embargo, al acometerme, esquivé el golpe, porque había peleado otras veces con los therns, y aunque ninguno había recurrido precisamente al mismo truco, sabía que eran los menos honorables y los más traicioneros combatientes de Marte, y así, pues, estaba siempre alerta a cualquier nuevo y endiablado subterfugio cuando combatía con uno de su raza.
Pero por fin se pasó de raya, porque sacando el puñal lo tiró como una flecha sobre mi cuerpo, al mismo tiempo que se precipitaba sobre mí con la espada. Un solo círculo envolvente de mi propio acero cogió el arma volante y la precipitó con estrépito contra la pared, y después, al evitar el impetuoso ataque de mi antagonista, se metió él mismo la punta de mi acero en el estómago al echarse sobre mí.
Se la hundió hasta el puño y, con un grito horrible, cayó al suelo, muerto.
Deteniéndome sólo el instante necesario para sacar mi espada del cuerpo de mi enemigo, me precipité sobre el trozo de pared que había frente a la ventana y que el thern había tratado de abrir. Allí busqué la cerradura secreta sin resultado alguno.
Desesperado, traté de abrirme paso a la fuerza; pero la fría y resistente piedra podía haberse reído de mis esfuerzos fútiles y mezquinos. En efecto; hubiese jurado que percibía, al otro lado de la impenetrable pared, el rumor de una risa provocativa.
Disgustado, desistí de mis inútiles esfuerzos y me dirigí a la única ventana de la cámara.
Las colinas de Otz y el distante valle de las Almas Perdidas no tenían nada que pudiera interesarme; pero muy por encima de mi cabeza, el muro tallado de la torre fijó mi atención.
En alguna parte de aquella torre estaba Dejah Thoris. Veía ventanas sobre mi cabeza. Es posible que aquel fuese el único camino por donde podría llegar a ella. El riesgo era grande; pero nada era capaz de detenerme tratándose de la suerte de una de las mujeres más maravillosas del mundo.
Miré hacia abajo. A unos cien metros de profundidad había unos acantilados de granito que bordeaban un espantoso precipicio sobre el cual estaba la torre, y si no sobre los acantilados, en el fondo del abismo aguardaba la muerte si un pie se deslizaba o los dedos se aflojaban la fracción de un segundo.
Pero no había otro camino y, encogiéndome de hombros, lo cual, debo confesar, era debido en parte a un estremecimiento de horror, subí al alféizar de la ventana y empecé mi peligrosa ascensión.
Con gran terror encontré que, distinta a la ornamentación de casi todos los edificios de Helium, el borde de las tallas estaba generalmente redondeado; de modo que, como mucho, apenas me podía sostener en un precario equilibrio.
A cincuenta metros sobre mí empezaban una serie de piedras cilíndricas que sobresalían unos diez centímetros. Éstas, por lo visto, rodeaban la torre a intervalos de seis metros en trozos de otros seis metros de separación, y como cada piedra sobresalía ocho o diez centímetros de la superficie de la ornamentación, ofrecían un modo de subir comparativamente fácil si se lograba llegar a ellas.
Laboriosamente fui trepando, ayudándome con las ventanas que iba dejando debajo, porque esperaba encontrar entrada en la torre a través de una de ellas y de allí un camino más fácil para proseguir mis pesquisas.
A veces era tan frágil mi asidero, que un estornudo, un golpe de tos, la más ligera ráfaga de aire hubiese bastado para precipitarme al abismo que se abría a mis pies.
Pero por fin llegué a un punto donde mis dedos pudieron agarrar el alféizar de la ventana más baja, e iba a soltar un suspiro de satisfacción, cuando un rumor de voces llegó a mis oídos desde arriba, por la abierta ventana.
—Nunca podrá resolver el secreto de la cerradura.
La voz era la de Matai Shang.
—Sigamos arriba al hangar para habernos alejado bien hacia el Sur antes de que encuentre otro camino..., si eso fuera posible.
—Todo parece posible tratándose de ese perro vil —replicó otra voz, que reconocí por la de Thurid.
—Entonces démonos prisa —dijo Matai Shang—; pero para asegurarnos más voy a dejar a dos para que vigilen en la escalera. Más tarde pueden seguirnos en otra aeronave, alcanzándonos en Kaol.
Mis dedos, extendidos, no llegaron nunca al borde de la ventana. Al primer rumor de las voces retiré la mano, agarrándome a mi peligroso asidero achatado contra el muro perpendicular y atreviéndome apenas a respirar.
¡Qué horrible posición, por cierto, para ser descubierto por Thurid! Sólo tenía que apoyarse en la ventana para mandarme con la punta de su espada a la eternidad.
Poco después, el rumor de voces se fue desvaneciendo, y de nuevo reanudé mi peligrosa ascensión, más difícil ahora, puesto que era más circular, porque tenía que rodear para evitar las ventanas.
La alusión de Matai Shang al hangar y las aeronaves indicaba que mi destino era nada menos que al techo de la torre, y hacia aquella distante meta me dirigí.
La parte más peligrosa y dificultosa de la jornada se terminó, por fin, y fue enorme el descanso que sentí al agarrar la última piedra cilíndrica.
Es verdad que estas proyecciones estaban demasiado separadas para hacer de la ascensión nada parecido a una canonjía; pero, por lo menos, siempre tenía a mi alcance un punto de apoyo al cual podía agarrarme en caso de algún accidente.