Mientras hablábamos nos habíamos ido acercando a la entrada de la cueva y, al cruzarla, dejé de sorprenderme de que los antiguos enemigos verdes de los hombres amarillos se hubiesen detenido ante los horrores de aquel espantoso camino.
Los huesos de los muertos estaban reunidos en grandes montones, en la primera cueva, y sobre toda ella había un puré pútrido de carne corrompida, a través del cual los apts habían trazado una hedionda pista que conducía a la entrada de la segunda cueva. El techo de la primera habitación era bajo, como todos los que atravesamos después, de modo que los malos olores estaban condensados y confinados hasta tal punto que parecían de una sustancia tangible. Se sentía uno casi tentado a desenvainar la espada y abrirse camino a través buscando aire puro.
—¿Puede un hombre respirar este aire pútrido sin morir? —preguntó Thuvan Dihn, ahogándose.
—Me figuro que no mucho tiempo —repliqué—. Así es que debemos apresurarnos. Yo iré delante, ven detrás, y que Woola vaya en medio. Ven.
Y, diciendo estas palabras, me precipité a través de la fétida masa de putrefacción.
Sólo después de haber atravesado siete cuevas de diferentes tamaños y variando poco el poder y calidad de sus hedores, encontramos oposición material. Después, dentro de la octava cueva, dimos con una guarida de apts. Más de veinte terribles fieras se hallaban en la cueva. Algunas dormían, mientras otras destrozaban presas recientes o combatían entre sí.
Allí, en la penumbra de su casa subterránea, se apreciaba la utilidad de sus grandes ojos, porque aquellas cuevas interiores están sumidas en sombra perpetua, que es poco menos que completas tinieblas.
El intentar pasar por en medio de aquel fiero rebaño, hasta a mí me parecía la mayor locura; así es que propuse a Thuvan Dihn que se volviese al mundo exterior con Woola, para que los dos pudiesen encontrar el camino que los condujese de nuevo a la civilización y volver con fuerzas suficientes para vencer, no sólo a los apts, sino cualquier otro obstáculo que pudiese hallarse entre nosotros y nuestro objeto.
—Mientras tanto —continué—, puede ser que descubra algún medio de penetrar en la tierra de los hombres amarillos; pero si no lo logro, sólo se habrá sacrificado una vida. Si todos pereciésemos, no podrá nadie conducir una partida de rescate a Dejah Thoris y tu hija.
—No me volveré dejándote aquí solo, John Carter —replicó Thuvan Dihn, y agregó—: A donde vayas, sea a la victoria o a la muerte, el jeddak de Ptarth irá contigo. He dicho.
Supe por su tono que era inútil tratar de convencerle; así es que transigí, mandando a Woola que se volviese. Con una nota, apresuradamente escrita, metida en una cajita de metal y colgada al cuello, ordené al fiel animal que buscase a Carthoris en Helium, y aunque medio mundo e innumerables peligros nos separaban, sabía que, si podía hacerse, Woola lo haría.
Armado como estaba por la Naturaleza con rapidez y resistencia maravillosas y con la terrible ferocidad que le hacían igual a cualquier enemigo que encontrase en el camino, su inteligencia perspicaz, su maravilloso instinto le facilitarían cuanto fuese necesario para lograr el éxito de su empresa.
Con evidente reluctancia, el gran animal se volvió para dejarme, obedeciendo mis órdenes, y antes de que se marchase no pude resistir el deseo de echarle los brazos al cuello en estrecho abrazo. Frotó su hocico contra mi mejilla con caricia final, y un momento después corría por las Cavernas de la Carroña, hacia el mundo exterior.
En mi carta a Carthoris le daba instrucciones explícitas para dar con las Cavernas de la Carroña, insistiendo en la necesidad de entrar en ellas sin intentar, por circunstancia alguna, atravesar la barrera con una flota. Le decía que no tenía la menor idea de lo que habría pasada la octava cueva; pero estaba seguro de que al otro lado de la barrera de hielo se hallaba su madre en poder de Matai Shang y, probablemente, su abuelo y su bisabuelo, si aún vivían.
Además, le aconsejaba que visitase a Kulan Tith y al hijo de Thuvan Dihn para que le proporcionasen guerreros y aparatos a fin de que la expedición fuese lo bastante fuerte para asegurar el éxito inmediato.
»Y —terminaba— si hay tiempo, tráete a Tars Tarkas, porque si vivo hasta que me encuentres, puedo imaginar pocos goces mayores que combatir de nuevo al lado de mi antiguo amigo.
Cuando Woola hubo marchado, Thuvan Dihn y yo, escondidos en la séptima cueva, discutimos y desechamos muchos planes para atravesar la octava cueva. Desde donde estábamos veíamos que disminuía la lucha entre los apts, y que muchos que habían estado comiendo estaban dormidos.
Poco después nos pareció que pronto todas las fieras estarían pacíficamente dormidas, y de aquel modo se nos presentaría una arriesgada oportunidad de atravesar la cueva.
Uno por uno, los animales fueron echándose sobre la hirviente podredumbre que cubría el montón de huesos del suelo de su guarida, hasta que sólo quedó despierto un apt. Aquel inmenso animal vagaba inquieto de un lado para otro, olfateando a sus compañeros y la repugnante basura de la cueva.
De cuando en cuando se detenía para mirar fijamente hacia una y otra salida. Todo su aspecto era del que hace de centinela.
Nos vimos por fin obligados a creer que no se dormiría mientras que los otros ocupantes de la guarida lo hiciesen; así, pues, nos pusimos a discurrir alguna treta con la finalidad de engañarle. Finalmente, indiqué un plan a Thuvan Dihn, que parecía tan bueno como otro cualquiera de los que habíamos discutido, y decidimos ponerlo a prueba. Y a este fin, Thuvan Dihn se colocó junto a la pared, al lado de la entrada de la cueva octava, mientras yo, deliberadamente, me mostré al apt guardián cuando miró hacia nuestro escondite. Después, de un salto, me coloqué en el lado opuesto a la entrada, pegándome a la pared.
Sin hacer el menor ruido, la fiera se dirigió rápidamente hacia la séptima cueva para ver al intruso que tan temerariamente, había penetrado en los recintos de su morada.
Mientras metía la cabeza a través de la estrecha abertura que unía las dos cuevas, a cada lado esperaba una larga espada, y antes de que pudiese emitir un solo rugido, su cabeza cayó a nuestros pies.
Dirigimos una rápida mirada a la cueva octava: no se había movido ni un solo apt. Gateando por encima del cuerpo de la inmensa fiera, que bloqueaba la entrada, Thuvan Dihn y yo, cautelosamente, entramos en la prohibida y peligrosa guarida.
Como caracoles retomamos nuestra silenciosa y peligrosa ruta, entre los inmensos cuerpos yacentes. El único sonido que dominaba el de nuestra respiración era el chapoteo de nuestros pies al levantarlos del pantano de carne corrompida a través de la cual nos deslizábamos.
A mitad de la cueva, una de las inmensas fieras que tenía delante se movió intranquila en el momento mismo en que mi pie se levantaba sobre su cabeza, por encima de la cual tenía yo que pasar.
Esperé reteniendo la respiración, balanceándome sobre un pie, porque no me atrevía a mover ni un músculo. Con la mano derecha empuñaba mi bien afilada espada, cuya punta apenas se apartaba una pulgada de la espesa piel bajo la cual latía el salvaje corazón de la fiera.
Finalmente, el apt se tranquilizó, suspirando como si terminase una pesadilla, y reanudó su respiración regular de sueño profundo. Coloqué el pie más allá de su cabeza, y un instante después había pasado sobre ella.
Thuvan Dihn me seguía, y poco tardamos en hallarnos en la otra puerta sin haber sido vistos ni oídos.
Las Cavernas de la Carroña consisten en una serie de veintisiete cámaras unidas entre sí, que parecen haber sido perforadas por una corriente de agua en lejanos tiempos, cuando un poderoso río halló su camino al Sur a través de aquella única brecha en la barrera de roca y hielo que limita las tierras del Polo.
Thuvan Dihn y yo atravesamos las restantes diecinueve cavernas sin aventura ni accidente alguno.
Después supimos que sólo un día al mes se encontraba a todos los apts reunidos en una sola cueva.
En los demás vagaban solos o en parejas por ellas, de modo que hubiese sido prácticamente imposible que dos hombres pudiesen atravesar las veintisiete cuevas sin encontrar, por lo menos, un apt en casi todas.
Una vez al mes duermen un día entero, y tuvimos la buena suerte de llegar casualmente en esta ocasión.
Al transponer la última cueva salimos a una desolada comarca de nieve y hielo, pero encontramos una pista clara que se dirigía al Norte. El camino estaba lleno de acantilados como el sur de la barrera, de modo que sólo podíamos ver a corta distancia.
Después de un par de horas pasamos un inmenso peñasco y llegamos a un declive muy pendiente que conducía a un valle.
En línea recta, ante nosotros, vimos a media docena de hombres fieros, individuos con oscuras barbas y piel del color de un limón maduro.
—Los hombres amarillos de Barsoom —exclamó Thuvan Dihn, como si, aun ahora que los veía, apenas pudiese creer que la misma raza que esperábamos hallar escondida en aquella remota e inaccesible comarca existiese realmente.
Nos retiramos detrás de una roca para observarlos: estaban agrupados al pie de otro inmenso peñasco y nos volvían la espalda.
Uno de ellos se asomaba por el borde de la masa granítica, como si observase a alguien que viniese en dirección opuesta.
Poco después, el objeto de su escrutinio apareció a mis ojos y vi que era otro hombre amarillo. Todos iban vestidos con magníficas pieles; los seis con la piel rayada de negro y amarillo del orluk, y el que se acercaba solo estaba resplandeciente con la pura piel blanca de un apt.
Los hombres amarillos iban armados con dos espadas, y una corta jabalina les pendía de la espalda, mientras que de sus brazos izquierdos colgaban unos escudos que parecían dos tazas grandes, los lados cóncavos de los cuales estaban hacia fuera: hacia el antagonista. Parecían mezquinos y fútiles suplementos de seguridad contra un espadachín cualquiera; pero más tarde había yo de ver cuál era su objeto y con qué maravillosa destreza los hombres amarillos los manejan.
Una de las espadas, que cada uno de los guerreros llevaba, me llamó inmediatamente la atención. La llamo una espada, pero en realidad, era una hoja afilada con un gancho en el extremo. La otra espada era aproximadamente del mismo largo que la mía. Era recta y de dos filos. Además de estas dos armas, cada hombre llevaba en su correaje un puñal.
Al acercarse el de las pieles blancas, los seis empuñaron sus espadas con más firmeza: el arma con el gancho en la mano izquierda, la espada recta en la derecha, mientras que sobre la muñeca izquierda el pequeño escudo se sostenía rígido sobre un brazalete de metal.
Al llegar el solitario guerrero frente a los otros seis, éstos se precipitaron sobre él dando gritos endemoniados, que se parecían mucho al salvaje grito guerrero de los bandidos del Sudoeste.
Instantáneamente el atacado desenvainó sus dos espadas, y al caer sobre él los seis, fui testigo de la lucha más bonita que puede verse.
Con sus agudos ganchos, los combatientes intentaron apoderarse del adversario; pero tan rápido como el relámpago, el escudo, en forma de taza, saltaba ante el arma y el gancho se hundía en su hueco.
Una vez, el guerrero solitario sorprendió a un enemigo por el lado del gancho y, atrayéndole hacia sí, le hundió la espada en el pecho.
Pero la lucha era demasiado desigual, y aunque el que combatía solo era con mucho el mejor y más valiente de todos ellos, comprendí que sólo era cuestión de tiempo el que los otros cinco encontrasen una abertura a través de su maravillosa defensa y diesen con él en tierra.
Ahora bien: mis simpatías han estado siempre con el más débil, y aunque nada sabía de la causa del conflicto, no podía permanecer ocioso y ver a un valiente arrollado por un número superior. Doy por descontado que no me molesté mucho en buscar un pretexto, porque me gusta demasiado un buen combate para necesitar ninguna otra razón para tomar parte en cuantos se presenten. Así, pues, antes de que Thuvan Dihn pudiese darse cuenta de lo que yo hacía, me vio al lado del hombre amarillo vestido de blanco luchando como un loco con sus cinco adversarios.
Con los hombres amarillos
Thuvan Dihn no tardó en unirse a mí y, aunque encontramos que las armas con ganchos eran cosa extraña y salvaje, entre nosotros tres pronto despachamos a los cinco guerreros de barba negra que nos hacían frente.
Cuando terminó la batalla, nuestro nuevo conocido se volvió a mí y, quitándose el escudo de la muñeca, me lo tendió. No sabía el significado de su acción, pero juzgué que era un modo de expresarme su gratitud.
Después supe que simbolizaba el ofrecimiento de la vida de un hombre, en retorno de algún gran favor recibido, y mi acción de rehusarlo, que fue lo que inmediatamente hice, era lo que debía hacer.
—Pues entonces acepta de Talu, príncipe de Marentina —dijo el hombre amarillo—, esta prueba de mi gratitud —y sacando de debajo de sus amplias mangas un brazalete, me lo colocó en el brazo.
Después repitió la misma ceremonia con Thuvan Dihn.
Luego nos preguntó nuestros nombres y de qué tierra éramos. Parecía conocer perfectamente la geografía del mundo exterior, y cuando dije que era de Helium, arqueó las cejas.
—¡Ah! —dijo—. ¿Buscáis a vuestro gobernante y los que le acompañan?
—¿Los conocéis? —pregunté.
—Sólo sé que fueron capturados por mi tío Salensus Oll, jeddak de los jeddaks, gobernante de Okar, tierra de los hombres amarillos de Barsoom. En cuanto a su suerte, nada sé, porque estoy reñido con mi tío, que quería destruir mi poder en el Principado de Marentina. Esos de quienes me habéis acabado de salvar son guerreros que ha enviado para asesinarme, porque sabe que a veces vengo solo a cazar el apt sagrado que Salensus Oll tanto venera. Es, en parte, porque odio su religión por lo que Salensus me odia; pero, sobre todo, teme mi creciente poder y el gran partido que se ha levantado por todo Okar y que se alegraría de verme gobernar a Okar y jeddak de jeddaks en su lugar. Es un tirano cruel a quien todos aborrecen, y a no ser por el gran temor que le tienen podrían en una noche formar un ejército que borraría a los pocos que le son leales. Los míos son todos fieles, y el pequeño valle de Marentina hace un año que no paga tributo a la Corte de Salensus Oll. Ni puede tampoco obligarnos a ello, porque doce hombres son suficientes para defender el estrecho camino de Marentina contra un millón. Pero ahora, a vuestros asuntos. ¿Cómo puedo ayudaros? Mi palacio está desde hoy a vuestra disposición si queréis honrarme viniendo a Marentina.