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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El señor de la guerra de Marte (20 page)

BOOK: El señor de la guerra de Marte
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Al atravesar la cámara para atacar a los kadabrianos por detrás se abrió una pequeña puerta a mi izquierda, y con gran sorpresa mía aparecieron Matai Shang, padre de Therns, y Phaidor, su hija. Dirigieron una rápida mirada alrededor de la habitación. Sus ojos, dilatados de horror, descansaron un momento en el cadáver de Salensus Oll, en la sangre que teñía el suelo, en los cuerpos de los nobles que cubrían el espacio delante del trono, en mí y en los guerreros que luchaban en la otra puerta.

No intentaron penetrar en la cámara; pero desde donde estaban registraron con la vista todos los rincones y, después, cuando lo hubieron recorrido todo con la mirada, el rostro de Matai Shang expresó fiera rabia, mientras que una maliciosa y fría sonrisa entreabría los labios de Phaidor.

Enseguida desaparecieron, pero no antes de que la mujer me lanzase una burlona carcajada.

No comprendí entonces el significado de la rabia de Matai Shang ni de la satisfacción de Phaidor, pero sabía que no auguraban nada bueno.

Un momento después estaba a las espaldas de los hombres amarillos y, al verme los hombres rojos de Helium detrás de sus antagonistas, un gran grito resonó por el corredor, ahogando durante un momento el rumor de la batalla.

—¡Por el príncipe de Helium! —gritaban—. ¡Por el príncipe de Helium!

Y cayeron de nuevo sobre los guerreros del Norte, semejantes a banths hambrientos que caen sobre su presa.

Los hombres amarillos, cogidos entre dos enemigos, lucharon con la desesperación que nace a menudo de la pérdida de toda esperanza. Lucharon como hubiera yo luchado en su lugar, con la firme determinación de llevarme al otro mundo el mayor número de enemigos que pudiera.

Fue un combate glorioso, pero el fin parecía inevitable cuando poco después, por el corredor, detrás de los hombres rojos, apareció un gran cuerpo de refuerzo de guerreros amarillos.

Entonces se volvieron las tornas y fueron los hombres de Helium los que parecían condenados a ser triturados entre dos piedras de molino. Todos ellos se vieron obligados a volverse para hacer frente a aquel nuevo asalto de una fuerza muy superior, de modo que a mí me dejaron los hombres amarillos que habían estado en la sala del trono.

Y, por cierto que me dieron mucho que hacer; tanto, que empecé a dudar de si me sería posible llegar a terminar con ellos. Lentamente me obligaron a retroceder dentro de la habitación, y cuando entraron detrás de mí, uno de ellos cerró la puerta y echó el cerrojo, obstruyendo el camino a los hombres de Kantos Kan.

Fue un débil golpe, porque me dejaba a la merced de doce hombres dentro de una habitación donde nadie podía socorrerme y privaba a los hombres rojos del corredor de todo medio de escape si sus nuevos antagonistas les apretaban demasiado.

Pero yo me había visto en casos más apurados y sabía que Kantos Kan se había abierto camino en cientos de ocasiones más peligrosas que aquella en que se hallaba. Así, pues, sin desanimarme, me entregué por completo a lo más urgente.

Mi pensamiento constantemente se volvía a Dejah Thoris y suspiraba por el momento en que, terminada la lucha, podría estrecharla entre mis brazos y oír de nuevo las palabras de amor de que me veía privado hacía tantos años.

Durante la lucha en la cámara no había podido dirigirle ni una sola mirada, mientras se hallaba detrás de mí, junto al trono del difunto gobernante. Me extrañaba que no siguiese animándome con los compases del canto guerrero de Helium; pero sólo necesitaba saber que estaba luchando por ella para esforzarme cuanto podía.

Sería cansado relatar los detalles de la sangrienta lucha y de cómo combatimos desde la puerta atravesando toda la sala hasta llegar al pie del trono, antes de que mi último antagonista cayese con el corazón atravesado por mi acero. Y entonces, con los brazos abiertos y con un arranque de alegría, volví para estrechar a mi princesa y coger de sus labios la recompensa que me pagaría con creces las sangrientas luchas que de polo a polo había sostenido por ella.

El alegre grito se heló en mis labios; mis brazos cayeron sin fuerza a un lado, como quien vacila bajo el peso de una herida mortal, y subí dando traspiés las gradas del trono. Dejah Thoris había desaparecido.

CAPÍTULO XV

Recompensas

Al darme cuenta de que Dejah Thoris no se hallaba en la sala, recordé el rostro negro que había visto asomado tras las cortinas del trono de Salensus Oll en el momento en que tan inesperadamente había llegado a presenciar la escena que allí tenía lugar.

¿Por qué la visión de aquel malévolo rostro no me había movido a mayor cautela? ¿Por qué había permitido el rápido desarrollo de nuevas situaciones que borrasen el recuerdo de aquella evidente amenaza de peligro? Pero, desgraciadamente, los vanos arrepentimientos no podían reparar la calamidad acaecida. Una vez más Dejah Thoris había caído en las garras de aquel demonio, Thurid, dátor negro del Primer Nacido. De nuevo todos mis arduos trabajos habían resultado inútiles. Ahora comprendía la causa de la rabia que tan claramente expresaba el rostro de Matai Shang y el cruel placer de Phaidor.

Sabían o habían adivinado la verdad, y el hekkador de los Sagrados Therns, que evidentemente había ido con la esperanza de poner obstáculo a las esperanzas de Salensus Oll, en su meditada perfidia contra el sumo sacerdote que codiciaba a Dejah Thoris para sí, se dio cuenta de que Thurid había robado su premio debajo de sus mismas narices.

El placer de Phaidor era debido a haberse dado cuenta de lo que aquel cruel golpe significaría para mí, lo mismo que a una parcial satisfacción de su odio celoso hacia la princesa de Helium.

Mi primer pensamiento fue registrar el cortinaje del trono, porque allí había visto a Thurid. Con un solo tirón arranqué la preciosa tela de su sitio y ante mí quedó descubierta una puertecilla situada tras el estrado.

No dudé de que fuese por allí por donde Thurid se habría escapado, pero aunque hubiese tenido alguna duda, bien pronto se hubiera ésta disipado al percibir una pequeña joya caída en el corredor.

Al recogerla noté que llevaba las armas de la princesa de Helium, y apretándola contra mis labios emprendí loca carrera por el corredor que bajaba suavemente hacia las galerías inferiores del palacio.

Al poco tiempo llegué a la habitación en la cual anteriormente mandaba Solan. Su cadáver estaba aún donde lo había dejado. No había señal alguna de que nadie hubiese pasado por el cuarto desde que yo lo dejé; pero sabía que dos personas habían estado allí: Thurid, el negro dátor, y Dejah Thoris.

Durante un momento me detuve sin saber cuál de las diferentes salidas me conduciría por el buen camino. Traté de recordar las señas que había oído a Thurid repetir a Solan, y por fin, lentamente, como a través de una espesa neblina, me vino el recuerdo de las palabras del Primer Nacido.

«Se sigue el corredor, pasando tres pasillos divergentes a la derecha; después, por el cuarto corredor de la derecha hasta donde se reúnen tres corredores; aquí se sigue de nuevo a la derecha, muy cerca de la pared, para evitar el pozo. Al final de este corredor se llega a una escalera de caracol que hay que bajar; después de esto el camino es por un pasillo recto.»

Y recordé la puerta que había señalado al hablar. No tardé mucho en emprender aquel desconocido camino sin cautela alguna, aunque sabía que podrían esperarme graves peligros en él. Parte del camino estaba oscuro como el pecado, pero casi todo el resto estaba claro. El trozo donde debía ir pegado a la pared izquierda, para evitar el pozo, era el más oscuro de todos, y me hallaba casi al borde del abismo antes de darme cuenta de que estaba cerca del sitio peligroso.

Un estrecho borde, de un pie escaso de ancho, era lo único que habían dejado para transitar por aquella espantosa cavidad a los no iniciados, dentro de la cual los ignorantes debían necesariamente caer al primer paso. Pero, por fin, lo dejé atrás, y una débil claridad me facilitó el resto del camino hasta que, al final del último corredor, me encontré de repente ante el reflejo de la luz del día sobre un campo de nieve y hielo.

Vestido para la templada atmósfera de la estufa de Kadabra, el cambio repentino a la frigidez ártica no tenía nada de agradable; pero lo peor era que sabía que no podría soportar el terrible frío, casi en cueros como estaba, y que perecería probablemente antes de alcanzar a Thurid y Dejah Thoris.

Parecía un cruel destino el verme bloqueado así por la Naturaleza, armada con todas las artes y astucias del hombre contra él, y al tropezar de nuevo en el templado túnel, me hallaba más descorazonado que nunca.

No había ciertamente desistido de mi persecución, porque si era necesario les seguiría aunque me costase la vida; pero si existía otro camino más seguro, valía bien la pena intentar descubrirlo para poder llegar al lado de Dejah Thoris en condición de poderla defender.

Apenas había entrado de nuevo en el túnel, tropecé con un pedazo de piel que parecía sujeto al suelo, cerca de la pared. En la oscuridad no podía ver lo que lo sujetaba, pero palpando con las manos descubrí que estaba cogido debajo de una puerta.

Abriéndola me encontré en el umbral de una pequeña habitación, las paredes de la cual estaban llenas de ganchos, de los que colgaban trajes completos para la intemperie, de los usados por los hombres amarillos.

Situado como estaba a la boca de un túnel que venía del palacio, no cabía duda de que era un cuarto tocador, usado por los nobles al entrar y salir de la ciudad estufa, y que Thurid, teniendo conocimiento de él, se había detenido allí para equiparse él y Dejah Thoris, antes de aventurarse en el cortante frío del mundo ártico. En su precipitación había dejado caer varias prendas en el suelo, y la piel delatora tirada en el corredor había sido el medio de guiarme al sitio mismo que él hubiese menos deseado que yo conociese.

No necesité más que unos segundos para ponerme las prendas necesarias de piel de orluk y las pesadas botas forradas que constituyen parte tan esencial de la vestimenta del que quiere luchar con éxito con las heladas pistas y los heladores vientos del frío Norte.

De nuevo salí del túnel para encontrar las recientes huellas de Thurid y Dejah Thoris en la nieve que acababa de caer. Ahora, por fin, mi tarea era fácil, porque aunque la marcha fuese en extremo penosa, ya no me hallaba molesto por dudas respecto a la dirección que debía seguir o acosado por la oscuridad y los peligros ocultos.

A través de un paso cubierto de nieve, el camino conducía hacia la cumbre de pequeñas colinas. Pasadas éstas, se hundía de nuevo en otro paso, sólo para elevarse un cuarto de milla más allá, hacia el desfiladero que bordeaba el flanco de una colina rocosa.

Podía ver, por las pisadas de los que me habían precedido, que Dejah Thoris continuamente se echaba hacia atrás y que el hombre negro se había visto obligado a arrastrarla. Durante otros trechos sólo se veían las huellas de Thurid, profundas y muy próximas en la espesa nieve, y estas señales me probaban que entonces se había visto obligado a llevarla encima, y podía fácilmente imaginarme que Dejah Thoris había luchado fieramente con él a cada paso del camino.

Al dar la vuelta al promontorio que sobresalía de la colina vi lo que aceleró mis pulsaciones e hizo latir apresuradamente mi corazón, porque dentro de una pequeña bahía, entre las crestas de dos colinas, había cuatro personas delante de la boca de una gran cueva, y a su lado, sobre la nieve resplandeciente, descansaba un aparato que evidentemente acababan de sacar de su escondite.

Las cuatro personas eran: Dejah Thoris, Phaidor, Thurid y Matai Shang. Los dos hombres discutían acaloradamente: el padre de los Therns, amenazador; burlón el negro, mientras continuaban el trabajo que tenían entre manos.

Al deslizarme cautelosamente hacia ellos para acercarme lo más posible antes de ser descubierto, vi que por fin los dos hombres habían llegado a alguna especie de acuerdo, porque, ayudados por Phaidor, empezaron a arrastrar a Dejah Thoris, que se resistía, a bordo del aparato.

Allí la ataron, y después bajaron de nuevo a tierra para terminar sus preparativos. Phaidor se metió en el pequeño camarote del barco aéreo.

Sólo me separaba de ellos un cuarto de milla cuando Matai Shang me descubrió. Le vi agarrar a Thurid por el hombro, volviéndole hacia mí, y señalarle dónde estaba, porque en cuanto supe que me habían descubierto, dejando de lado todo disimulo, me dirigí, en vertiginosa carrera, directamente hacia el aparato.

Ambos redoblaron sus esfuerzos con el propulsor en el que estaban trabajando, y que por lo visto colocaban de nuevo, después de haberlo quitado para arreglarlo.

Quedó esto terminado antes de que yo hubiese recorrido la mitad de la distancia que me separaba de ellos, y ambos se precipitaron hacia la escalera.

Thurid fue el primero en llegar a ella, y con la agilidad de un mono trepó rápidamente sobre cubierta, y tocando el botón de los tanques de flotación, puso en movimiento el aparato, que empezó a elevarse, aunque no con la velocidad que distingue a todo aparato en buenas condiciones.

Yo estaba aún a unas cien yardas de distancia, cuando los vi ponerse fuera de mi alcance.

Detrás de la ciudad de Kadabra había una gran flota de aparatos poderosos, los aparatos de Helium y Ptarth que se habían salvado de la destrucción aquel día; pero antes de que pudiese llegar a ellos, Thurid escaparía fácilmente.

Mientras corría, vi a Matai Shang trepando por la oscilante escala hacia la cubierta, mientras sobre él se inclinaba el malévolo rostro del Primer Nacido. Una cuerda que colgaba de la proa del aparato reanimó mi esperanza, puesto que si podía agarrarla antes de que se elevase demasiado por encima de mi cabeza, había todavía una probabilidad de llegar al aparato por este medio.

Que había algo estropeado en éste, era evidente, por su falta de estabilidad y, además, porque aunque Thurid por dos veces había querido ponerlo en marcha, seguía casi inmóvil en el aire, moviéndose únicamente a impulsos de una ligera brisa que soplaba del Norte. Matai Shang estaba ahora cerca de la borda, y con su larga mano, semejante a una garra, intentaba coger la barra de metal.

Thurid se inclinó más aún hacia su compañero de conspiración.

De repente, en la mano levantada del negro brilló un puñal, que se acercaba cada vez más al blanco rostro del padre de los Therns. Con un gran grito de terror el sagrado hekkador agarró frenéticamente el brazo amenazador.

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