Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Territorio de los uxios, al oeste de Persépolis
Invierno de 331-330 a. C
.
—¡Alejandro!
El vaho se le escaba por la boca. Su tono delataba la mayor irritación.
Los dos cabalgaban cubiertos con pieles a la cabeza de los macedonios. Ya hacía uno días que progresaban por aquel estrecho desfiladero que a decir de los guías había de desembocar en algún momento en una llanura a las puertas de Persépolis. Sin embargo, ninguno estaba pendiente del camino: ambos esperaban esa confrontación que tras meses de silenciosa obediencia forzaba Parmenión. El experimentado lugarteniente parecía dispuesto a desembuchar lo que le pesaba en el alma. Y lo hacía con la misma valentía con que luchaba en las batallas.
—Hemos venido a conquistar un país, no a obedecer tus caprichos.
Él había vivido el cambio experimentado por Alejandro tras aquella malhadada expedición a Siwah. Se perdieron y poco había faltado para que les costara la vida. Pero al final consiguieron ver al Oráculo. Y todo, ¿para qué? ¿Para que desde entonces tuviera pesadillas y se hubiera ensombrecido su ánimo como si temiera algo cuando seguían ganando las batallas? ¿Para que anegara sus pensamientos en ese vino del que cada vez abusaba más en compañía de los hombres más descocados como su hijo Filotas? ¿Para que ni siquiera al tomar los palacios de Susa pareciera capaz de sonreír?
Parmenión había llorado, al igual que Eúmenes, al verlo sentado sobre el trono milenario de los Aqueménidas en la mismísima apadana de Darío. A diferencia de Babilonia, las calles por las que pasaban estaban desiertas. Eran las mismas avenidas que Nicias y Tolomeo habían recorrido meses antes; sólo que en vez del bullicio les esperaba el silencio más absoluto que los acompañó mientras subían por las escaleras de la logia principal y entraban por las puertas abiertas de lo que parecía el palacio de un muerto. Temerosos por mera superstición, los generales siguieron a Alejandro a través de la apadana. Nada había sido pillado; todo estaba en su sitio y mientras unos se congregaban ante el trono, los otros miraban todas aquellas cabezas de toro tan bien definidas que había por lo alto.
Cuando el hijo de Filipo ocupó el trono lo que surgió alrededor no fue una aclamación, fue un rugido bestial. Ningún griego había conseguido nada parecido, y hasta a Parmenión se le saltaban las lágrimas. Sólo Eúmenes permanecía pensativo. «Pienso en los desafortunados a los que no se les ha sido dado vivir este momento», dijo pasando la mano por uno de los muros enlucidos. Pero ni siquiera en esa situación había conseguido demostrar una alegría completa. Aquello era lo que lo perturbaba. Alejandro parecía resignado a una fatalidad que sólo él conocía.
—Parmenión, sé lo que me hago… —repuso en ese tono cansino que adoptaba cada vez más cuando se veían obligados a hablarse.
—¡Esta guerra ha acabado! —se enfureció Parmenión—. ¡Darío ha huido! ¡Susa se nos ha sometido! ¡Todos sus notables te reconocen! ¡Te has paseado por sus cuatro colinas! ¡Te has apoderado del tesoro real! ¡Te has sentado en el trono de los Aqueménidas! ¡En la apadana del mismísimo Jerjes! ¡Nadie puede negar que seas el nuevo Gran Rey!
Su salivazo dio a entender el poco respeto que le inspiraba el título. Para alguien tan acostumbrado a las privaciones de la guerra, los afeminados soberanos del Asia no podían merecer otra cosa que desprecio. Monigotes coronados, mujerzuelas con faldas los llamaba cuando el vino le soltaba la lengua.
—Te equivocas… —contestó Alejandro, quien cada vez soportaba peor que le llevaran la contraria. Su vista se alzó hasta los colosales abetos que ocupaban la ladera por encima de las escarpadas paredes. Las ramas estaban vencidas por gruesos carámbanos—. Por el momento no soy más que un usurpador. Y he alejado al único que podía trasmitirme esa legitimidad…
—¿Pero qué más legitimidad quieres? ¡Todos los sátrapas han besado tu mano, y te han jurado fidelidad!
Aquello había sido especialmente perceptible en Susa, donde una vez comprobado que no pasaban a toda la población a cuchillo, como aseguraban los propagandistas de Darío, la mayoría de los dignatarios de las provincias vecinas se presentaron para reconocerlos como los nuevos dueños del Imperio.
—No me la han jurado a mí. Se la han jurado a mi espada…
A Parmenión aquello lo sacaba de quicio. Nada de lo que decía últimamente valía. Pero más irritante que el espíritu de contradicción era esa confianza absoluta que tenía el polluelo en que los dioses les seguirían sonriendo. Era como si
supiera
de antemano lo que iba a ocurrir. A veces se preguntaba qué diablos podía haberle dicho el Oráculo. Que era hijo de Zeus y que nada podría detenerlo, eso por descontado. Pero aquello no justificaba tanta… tristeza.
—¡Lo mismo da! Hijo, cada vez entiendo menos tus decisiones. Este atajar por las montañas heladas en vez de continuar por el Camino Real ha sido tanta locura como cruzar el desierto sirio en pleno verano…
Parmenión todavía se la guardaba y Alejandro lo miró de reojo.
Pero las victorias obtenidas hablaban por sí solas. Cada vez que tomaba una decisión, por arriesgada que pareciera, los dioses terminaban por favorecerle. Su intuición valía más que la experiencia de Parmenión y a esas alturas Alejandro confiaba tan ciegamente en su destino que no lo había dudado a la hora de dejar a Hefastión y a Nearco con el bagaje, la caballería tesalia y las tropas pesadas para atajar con la mayoría de sus macedonios por aquellos macizos montañosos que entonces se elevaban a lo lejos con sus imponentes picos cubiertos de nieve perpetua. Habían tardado seis días de marcha forzada en alcanzar el desfiladero por el que desde entonces progresaban sin mayores problemas.
—Nada es imposible para el hijo de Zeus-Amón. Ya lo estás viendo —concluyó con ese tono que no dejaba lugar a la réplica.
Parmenión soltó un resoplido entre resignado y molesto. El lugarteniente se esperaba algo por el estilo. Pero empezaba a sentirse cansado de tanta prepotencia, de tanta tontería. Al final dijo que él lo único que veía eran unas tropas muertas de cansancio y de frío.
—¿Se puede saber qué es lo que pretendes, Alejandro?
Pero su pregunta resultó tan retórica como la respuesta: llegar al corazón y al alma del Imperio. Conquistar Persépolis y el país de los medos. Persépolis era la residencia desde tiempos inmemoriales de los grandes reyes, el lugar en el que se les daba sepultura en enormes tumbas excavadas en la montaña. De allí habían partido los ejércitos que masacraron a Leónidas en las Termópilas; los que luego incendiaron la Acrópolis de Atenas y profanaron en Egipto los santuarios de Zeus-Amón. Parmenión lo escuchó con escepticismo e hizo ver que siempre habría una nueva Persépolis, una nueva Ecbatana. «Ten cuidado. Porque si no controlas tu apetito, sería él quien te domine. Y agotarás a tus hombres…»
—¡Alto! —exclamó Alejandro.
Acababan de doblar un recodo del camino, y un estadio más allá el paso permanecía bloqueado por una barrera de rocas. Su altura era de cuatro hombres. Delante había varios centenares de prisioneros harapientos atados entre sí y cargados de cadenas que nada más verlos se abalanzaron sobre los primeros hombres.
En medio del desconcierto generalizado que siguió el Macedonio alzó la vista: al otro lado de la barrera el camino se elevaba lo suficiente para mostrar una caterva inacabable de bárbaros de la región cubiertos con pieles de todo tipo y entre ellos las varias decenas de «inmortales» que los organizaban. Eran cientos, igual miles de hombres perfectamente parapetados tras la barrera.
—Quieto, Bucéfalo…
El caballo relinchaba nervioso por los gimoteos de aquellos pordioseros que los empezaban a rodear. La mayoría eran griegos a los que habían cortado las orejas y la nariz. A muchos les faltaba una mano o un ojo; a casi todos la lengua. Alguno era sólo un torso encadenado a una pequeña tabla con ruedas que se empujaba con ambas manos para impulsarse, el de más allá no tenía brazos. A unos se los había desnudado pese al frío, otros seguían tapados por un miserable taparrabos, y los que tenían pieles las tenían desgarradas y temblaban helados y casi lívidos a las puertas de una neumonía.
A la mayoría se les había quemado el vello del cuerpo por motivos higiénicos.
Casi todos cojeaban y gruñían atados entre sí como animales, lamentándose en un idioma que ya no era ni griego ni persa.
Los macedonios los miraban divididos entre la pena y la repulsión. El propio Alejandro había lividecido. Muchos eran los soldados mercenarios del anterior Gran Rey; los mismos que sirvieron a Memnón y a Artábazo durante su rebelión contra Artajerjes. Pero también prisioneros hechos durante la ocupación de las islas del Egeo y las diferentes confrontaciones que habían tenido sus ejércitos a lo largo del territorio.
—Hermes, ¿qué te han hecho? —exclamó uno de los hombres reconociendo a un antiguo compañero cojo y sin ojos.
—¡Hermanos! —gritaba Bitón, que sin hacer caso a las órdenes se salía de filas.
Con sus desfigurados rasgos escondidos bajo el casco el tebano no contenía las lágrimas. A aquellos compatriotas se los había mutilado en función de las necesidades. Sólo se les había dejado los miembros necesarios para sobrevivir, asegurándose de paso que no huirían jamás, pues… ¿a dónde podían dirigirse en aquel estado?
Normalmente la vergüenza los había llevado a esconderse y a rehuir a sus compatriotas para que no los vieran en ese estado. Pero ahora se agitaban a su alrededor presos de la mayor excitación. Aquellos que no tenían lenguas producían siseantes sonidos y los demás les advertían con voces confusas de no se sabía muy bien qué.
—¿Pero qué queréis de nosotros?
De pronto, por encima de las paredes, entre los grandes abetos, fueron surgiendo numerosos grupos de hirsutos bárbaros y los gemidos se intensificaron hasta el paroxismo. Los tullidos les tiraban de los brazos. Se agarraban a sus rodillas.
—¡Apartaos, pobre gente!
Tolomeo y los más adelantados se agruparon y alzaron sus escudos.
—¡Arriba todos los escudos!
Fue un gesto previsor. Porque instantes después rodaba ladera abajo una multitud de peñascos de todos los tamaños, un pequeño alud que los obligó a retroceder en el mayor desorden. Los desfigurados y los más lentos de entre los macedonios acabaron sepultados bajo las piedras. Al ver sus cuerpos aplastados en el desfiladero, los bárbaros lanzaron un grito de feroz alegría.
—¡Malditos hijos de la grandísima perra!
Bitón se precipitó hacia el primer arquero; consiguió arrancarle el arma. Pero sus flechas sirvieron de poco y sus compañeros le gritaron que no se expusiera de una manera tan estúpida.
El tebano se soltó sin hacerle caso.
Unos momentos después él y otros infantes escalaban por las paredes. Los bárbaros que los seguían con sus hondazos desaparecieron entre los árboles. «¡Hijos de mala madre! ¡Animales!», gritaba el desfigurado mientras los perseguía por entre la nieve virgen.
—¿Y ahora qué…? —preguntó Parmenión cuando hubieron retrocedido lo suficiente.
Alejandro ya se había recuperado de la impresión y permanecía meditabundo. No se había bajado del caballo. En la humanidad maltrecha de los prisioneros griegos reconocía el insulto hecho a sus naciones. Una vez pasada la impresión primera, la humillación removía lo más hondo de su compasión y de su rabia, dos emociones que todavía fluían por debajo de la fría reflexión.
No se esperaba una emboscada parecida.
No sabía si achacársela a la cobardía de Darío o al ensañamiento de su nuevo favorito. Pero sabía que aquél era el único paso razonable hacia la alta Persia y también comprendía que a estas alturas volver sólo les haría perder un tiempo demasiado precioso, algo que no impediría que entretanto los ejércitos persas atacaran, si querían, a las restantes tropas.
—Debe de haber algún modo de franquear esa barrera —dijo.
En lo alto de las paredes los vigías macedonios montaban la primera guardia. Un pálido sol crepuscular se escondía tras nubosas cimas. Por la ladera llegaban dos peltastas con sus adargas y sus jabalinas empujando a un bárbaro al que habían sorprendido merodeando por los alrededores.
—¡Que me traigan a ese hombre! —ordenó Alejandro.
Las broncas voces de Parmenión fueron repetidas por más oficiales y los peltastas bajaron por unos escalones naturales precediendo a su prisionero. Se trataba de un uxio de la región con las pieles de carnero desgarradas tras la escaramuza. Al ver que no contestaba al intérprete, Parmenión le propinó un puntapié en el trasero.
—Te está hablando Alejandro. ¡Responde!
El hombre hacía como si no entendiera y, cuando sus gestos le ganaron algún pinchazo de la espada, compuso una mueca expresiva. Unos golpes más lo decidieron a hablar. En un persa aproximativo dio a entender que su tribu había sido obligada por los «inmortales» a luchar contra ellos; que habían raptado a todos sus niños. Pero también algo más interesante: que los bosques de la ladera escondían diversos senderos nevados y que entre ellos uno muy poco vigilado llevaba hasta al otro lado de la barrera.
Alejandro mandó reunir de inmediato a sus oficiales.
—Tolomeo y yo saldremos esta noche —les explicó mientras extendían las manos en torno a la hoguera. La lumbre incipiente de la chamarasca resaltaba la seriedad generalizada—. Parmenión, tú mandarás encender fogatas, gritar órdenes y hacer relinchar a los caballos. Es imprescindible que piensen que nos preparamos a plantarles cara.
»Tus hombres se las apañarán para construir con las ramas de los árboles todo tipo de escaleras. Cuando oigas nuestro grito de guerra al otro lado de la barrera, atacaréis todos juntos. Os encaramaréis a las rocas y los cazaremos entre dos fuegos. ¿Ha quedado claro?
Los oficiales asintieron en la oscuridad.
Algunos tenían lágrimas en los ojos.
Babilonia
Noche de los Muertos (continuación)
«[…] Desde aquella noche tú y yo no habíamos vuelto a hablar. Pero yo ya sabía que estabas decidido a alejarme de tu lado. Nunca he dudado de que lo de Demóstenes fue un mero pretexto. Tras nuestra victoria en el Gránico tú no habías querido liberar a ninguno de los prisioneros atenienses a los que seguíamos llevando con nosotros y alimentando como a ganado. A tu resentimiento por su rebelión se sumaba el descubrimiento en el palacio de Artábazo de aquel puñado de cartas que desvelaban las sumas empleadas para, en nombre de Darío, sublevar a Atenas. Ver la cantidad destinada a Demóstenes te había enfurecido casi más que el que éste no hubiera respondido a tus invitaciones para defender nuestra causa. Y al final decidiste contrarrestar su elocuencia recurriendo a quien siempre fue el más honesto de nuestros partidarios, el impagable Foción, quien volvió a demostrar cuán justamente lo había valorado Filipo. Para ello enviaste a un mensajero en la trirreme más pequeña y rápida de Halicarnaso. Dirigiéndote a él en los términos que reservabas para tus más íntimos le recordaste que tras la batalla de Queronea había sido el escogido para cerrar el conflicto entre nuestras naciones y le anunciaste que por eso ahora recurrías a él para una labor semejante. Además de los cien talentos de oro bruto como pago adelantado por sus futuros servicios, le animabas a elegir de entre todas las ciudades conquistadas la que más le gustara. Para tu sorpresa, la respuesta fue categórica.
Si quieres honrarme, Alejandro, libera a los prisioneros atenienses que se han visto obligados a luchar en tu contra
. Al leer la misiva, y sobre todo al ver los talentos con que volvían los mensajeros, montaste en cólera. Exclamaste que si el pretencioso Foción creía que su virtud lo ponía por encima de ti, se estaba equivocando; que nadie se iba a ir de balde con semejante ofensa. Y desde ese momento te negaste a liberar a unos prisioneros a los que nada más tomar Halicarnaso encerraste en las mazmorras de palacio. La nueva embajada de los atenienses llegó mientras aún permanecíamos allí. Habían pasado unos días desde la escena de la playa y yo todavía te sentía distante. La noticia llegó a última hora de la tarde mientras dábamos nuestro paseo cotidiano por lo alto de las murallas. Al saber que entre ellos estaba Demóstenes aclaraste que sólo hablarías con él. Algo después Eúmenes ya lo introducía en lo que había sido la sala de reuniones de Artábazo. Los bancos originales que la bordeaban por las cuatro paredes habían sido destrozados durante la toma, pero se los había sustituido por piezas de otros edificios. La presencia de una estatua de Artemisa y de Mausolo recordaba a la pareja que había sentado las bases de la grandeza de Halicarnaso. Cuando entró nuestro enemigo yo me ajustaba el cinto según salía de detrás de unos tabiques de madera donde estaba el
kopron
, la fosa séptica, en una de las esquinas. Al verme Demóstenes se envaró: seguramente aún sentía la presión de mi puñal en su cuello la última vez que nos habíamos visto. Pero enseguida me ignoró para dirigirse hacia ti con la cabeza alta. «Salud, Alejandro.» Tú esperabas de pie, apoyado contra la alargada mesa, de espaldas a él. Al ver que seguías sin sentarte los demás se pusieron en pie salvo Eúmenes. Demóstenes no parecía desconcertado (sabía de sobra lo mucho que te gustaba romper protocolos) y cuando te giraste os quedasteis cara a cara, él muy rígido, tú entrecruzando los brazos. El sol de la tarde se filtraba por entre las columnas. Sus rayos traían los reflejos de ese mar que se respiraba y se derramaban como una falda de seda por el suelo. Tú ardías en ganas de recordarle su compromiso roto de dejar de remover los ánimos de los atenienses en nuestra contra. Pero sabías que te habría respondido lo mismo que a tu padre cuando tras aceptar sus regalos se convirtió en el más feroz de sus detractores: «
Demóstenes cobra pero no se vende
». Rompiste el silencio alzando irritado la barbilla. «Y bien, ¿no hablas? ¿No tienes nada que transmitirme?» «No hablo antes de que el rey de los macedonios me lo autorice. Y sí: traigo un mensaje de la Asamblea de los atenienses. Libera a los compatriotas de Foción, Alejandro. Muéstrate clemente y magnánimo, al igual que hizo Filipo. Tu padre acordó una paz generosa con los vencidos de Queronea y desde entonces respetamos los tratados firmados con tu nación. Haz tú lo mismo, y eso te garantizará la fidelidad de mis conciudadanos…» «Ya lo veo —le interrumpiste—. Antípatro me informa de que los atenienses inventáis cada día nuevas conspiraciones. Parece que incluso mantenéis contactos con los espartanos para resucitar viejas alianzas. Los actos de tus conciudadanos son como los rasgos de una meretriz que pretendes disimular con afeites verbales. Sólo esperan el momento adecuado para rebelarse. Pero tú, que eres tan inteligente, Demóstenes, explícame, aquí, delante de mis hombres, por qué habría de ser clemente con quienes han traicionado la alianza de todos los griegos para defender a Persia.» «Vayamos por partes —dijo Demóstenes, que venía preparado para una discusión dura y sin concesiones—. En primer lugar Atenas es una democracia. Y como tal es voluble: yo soy el primero en reprochárselo. Pero esa volubilidad resulta inseparable de la libertad que está en la raíz de su grandeza. Pareces olvidar que es la cuna de esa democracia que, según propagas a los cuatro vientos, pretendes extender por el mundo entero. Reflexiona por un instante: ¿qué pensarán tus conquistas si la castigas? ¿Dónde está esa magnanimidad que empleas con todos tus enemigos pero no con Atenas? ¿Es así como demuestras tu amor a la libertad…?» Había tocado uno de tus puntos sensibles: a ti te dolía el que la patria de la democracia te despreciara. Aristóteles te había hecho amar la inteligencia de Atenas y añorabas que ella te respetara tanto como la respetabas tú a ella. Durante unos momentos intentaste convencerlo de que serías un buen rey para Atenas. Pero Demóstenes replicó que no hacía falta que te esforzaras; que estaba convencido de que serías un buen amo. Por desgracia, la mayoría de sus conciudadanos lo que no quería era justamente eso: un amo. Sus palabras tenían esa sorna y ese retintín que empleaba cuando hablaba de ti en la Asamblea, aunque muy rápidamente recuperó una seriedad respetuosa que no le era natural. Su fuerte eran las observaciones hirientes, ese tono mordiente que deformaba la realidad para complacer sus oscuros instintos. Sus discursos, lejos de ser cristalinos, como los de Foción, eran turbulentos y poderosos como las pasiones que ocultaban. «Más que un amo, lo que espera Atenas es una generosidad que está en tu mano dar o no dar sin que ello conlleve mal alguno para tu partido. Porque decidas lo que decidas Atenas se mantendrá fiel al tratado de paz firmado en su momento con Filipo y después ratificado contigo…» No mencionó, desde luego, que el principal instigador de la discordia había sido él, llegando incluso a propagar rumores falsos a propósito de tu muerte. Ni tampoco que la sumisión posterior se debía a que después de arrasar Tebas nos habíamos plantado con nuestro ejército en las mismísimas puertas de Atenas. «Y yo, mal que me pese, respetaré la decisión mayoritaria, porque ésa es la esencia de la democracia…» «La decisión mayoritaria —te burlaste—. Demóstenes. ¡El mundo del que me hablas está condenado a desaparecer! Sin el amparo de mi autoridad vuestra libertad desenfrena da lo único que conseguirá será seguir provocando escándalos y arbitrariedades. Tu pueblo hoy premia a un ciudadano y mañana lo condena al ostracismo. Es haragán, orgulloso, suspicaz, inconstante, nada previsor. ¿Por qué te obcecas en defenderlo cuando es evidente que necesita tutela?» «Eres franco como un asno que recula, así que yo también voy a hacerlo. Si defiendo la democracia es porque el único estado conforme a la moral es el que gobierna para la mayoría de sus miembros —Demóstenes se ponía grandilocuente—. Tú mismo lo has afirmado en alguna ocasión. Pero es posible que tengas razón —suavizó el tono—. Quizá el mundo de las democracias tal y como lo ha concebido Atenas esté tocando a su fin. Pero aunque así fuera, puedes tener por seguro que tu dominación sólo conseguirá sumir a la libertad en la oscuridad durante un tiempo. Porque tarde o temprano llegarán generaciones que nos recuerden y que reaviven una llama que ya es inextinguible…» «No lo entiendes —exclamaste—. ¡Yo estoy a favor de la libertad! ¡Yo quiero que haya esa libertad en mi reino!» Pero la expresión de Demóstenes era entre grave y burlona. Siendo tú un niño, él ya te había sondeado y se había burlado de cómo exhibías esas migajas de sabiduría que Aristóteles te transmitía. Él sabía lo que cuesta adquirir la verdadera sabiduría. «Eres tú el que no lo estás entendiendo, Alejandro —dijo suavemente—. Tú eres un conquistador. Tú no puedes dar libertad, sólo privar de ella a un pueblo…» Eso consiguió callarte, y lo despediste con un escueto «vete». Demóstenes dudó antes de salir. Pero tú habías retirado todos los puentes. Al quedarnos a solas me pediste que te acompañara a dar una vuelta por el paseo de ronda y en la primera torre te encaraste con un mar que se iba oscureciendo como tus propios pensamientos. Tenías las manos extendidas delante de ti, entre las almenas. La brisa marina agitaba nuestras cabelleras. Los pájaros que anidaban entre las grietas de los muros echaron a volar. El mundo parecía no darse cuenta de que estábamos en guerra. Yo sentía lo mucho que te humillaba darte cuenta de que habías perdido la batalla dialéctica. Muy en lo profundo comprendías que Demóstenes te despreciaba, como despreciaba a la humanidad entera con la excepción de un puñado de oradores, pues alguien como él sólo sabía medir a los hombres por su habilidad con la palabra. Eso era algo que tu orgullo jamás podría perdonarle. «Yo sólo quiero extender su gloria…» Te volviste y lanzaste una mirada hacia el interior de Halicarnaso. «Pero está claro que con Demóstenes por medio nunca lo querrán… Ahora sólo queda una última cosa que hacer.» Las golondrinas sobrevolaban nuestras cabezas. Iban y venían de sus nidos en las cornisas. El Egeo hacia el levante parecía con sus fulgores un charco gigantesco repleto de monedas de plata. La brisa marina aún alborotaba tus rizos cuando me indicaste que viajaría a Atenas con aquellos documentos tan reveladores firmados por la propia mano de Darío. «Partirás con Parmenión y con los hombres casados, sólo que tú te quedarás en Atenas. Quiero que Esquines destruya de una vez por todas a Demóstenes», me dijiste con la misma determinación con la que me habías ordenado unos meses antes matar a Arrideo. […]»