Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Hircania y Partia
Principios de verano de 330 a. C
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Farnabazo no mentía: ahí, junto al río, estaba la tienda de Darío. Pese a los desgarros sufridos la habrían reconocido entre un millar. Las dos semicúpulas por lo alto con aquel espacio entremedias para que saliera el humo de los braseros. Y ese inconfundible sol de diamante que lucía en la punta de un mástil inacabable rivalizando con la altura de los plátanos.
A orillas del riachuelo, entre las vegas arboladas, permanecían las tiendas dispersas de los heridos abandonados. Y junto a ellos estaban los raros jonios que habían decidido no unirse a Autofrádates, así como el puñado de hircanos que los habían acompañado y a los que interrogaron sin mayor dilación.
Aquellos hombres eran buenos conocedores de la comarca y mediando una bolsa de dáricos explicaron que los bactrianos pretendían seguir soltando lastre y atajar por el desierto hacia el este para continuar por la Partia rumbo a su lejana satrapía.
Era la ruta más directa pero también la más difícil, puesto que por el camino no encontrarían agua y muchos de los rebeldes iban a caballo.
La circunstancia no les era desconocida, y el Macedonio asintió.
—¿A cuánto está el desierto?
Su mirada se dirigió hacia el otro lado del riachuelo.
—A una jornada —contestó el único hircano que chapurreaba algo de persa y que miró las bandadas de aves que sobrevolaban con sus gorjeos la arbolada ribera. Era como si midiera la distancia que podía haber entre el desierto y aquello.
—¿Quién de vosotros puede venir con nosotros?
—…
—Al que venga se le pagará el doble de lo que os ha pagado hasta aquí Beso.
Dos de los hombres dieron un paso al frente y Alejandro cogió al más joven.
A sus espaldas muchos macedonios se acercaban a la orilla. Los jinetes permitían que sus monturas abrevaran a la sombra. Algunos deambulaban por el campamento. Los jonios los observaban inmóviles desde sus tiendas cuando, de repente, apareció entre dos tiendas un hombre grueso y barbilampiño.
—¡Alejandro!
El nombre fue lo único que entendieron.
Tenía la cabeza despejada como un huevo y portaba los coloridos atavíos de un dignatario. Pero sus pendientes y su voz delataban su condición. Mientras los guardias se interponían, el monarca se volvió hacia su intérprete, que permanecía muy atento a las voces atipladas del personaje.
Las flácidas facciones estaban crispadas.
—Es Otanos, el jefe de los eunucos de Darío. Pretende que salves a su dueño o que lo mates tú mismo. Pero te ruega que no permitas que el pérfido Beso lo haga… Los bactrianos son los seres más crueles del Imperio.
Con una última mirada compasiva Alejandro ordenó que lo soltaran.
—Hablaré con él a mi vuelta.
Luego se dirigió hacia la tienda de Darío.
Por dentro era prácticamente idéntica a la que habían capturado tras la batalla de Isos. Quizás un poco menos lujosa pero con los mismos dibujos pues el Gran Rey, dolido con la pérdida, había insistido en que la reprodujeran con la mayor precisión posible.
Alejandro tuvo una sensación de haber vivido aquello antes. Sin embargo, cuando habían capturado el bagaje de su enemigo tras la batalla de Isos se había sentido deslumbrado por el lujo de los persas e impresionado con lo pobre que era su propia tienda y su propio mundo en comparación.
Pero ahora, después de haberse adueñado del tesoro de su enemigo, después de haberse sentado en el trono de Jerjes, después de haber incendiado los palacios de Persépolis, lo único que sentía era una indiferencia absoluta hacia una riqueza que sólo ansiaba en la medida en que le permitiera continuar con sus campañas.
Mientras la mayoría de los macedonios se refrescaba y rellenaba sus odres apartando a manotazos a los mosquitos, Alejandro todavía permaneció un momento dentro hurgando en cofres vacíos y en cajones de muebles saqueados.
La bañera era la única pieza que por su talla había quedado a salvo del pillaje.
Era similar a aquella que le había regalado a Barsine, sólo que los grabados por los laterales eran toros alados de tradición asiria.
Alejandro pensó que esta vez se quedaría con ella para su uso personal y a lo mejor en algún momento —se fijó a su alrededor— cambiaría de tienda.
También faltaban algunas alfombras, una decena por lo menos de las que un par de ellas supuso que habían servido para envolver a los prisioneros.
Al salir se topó con la «camarilla».
—Tú esperarás aquí con los demás hombres, Hefastión. —Le puso una mano en el hombro a su favorito, quien no parecía demasiado contento. Desde su reconciliación no se habían vuelto a separar y su entente afectiva había llegado a lo más que podía llegar.
Alejandro sintió su desazón pero también una sensación de asfixia y sin mirarlo a los ojos dijo que lo tenían demasiado cerca como para abandonar.
Su actitud dolió al favorito y Alejandro le besó en la mejilla como en los momentos de mayor confianza.
Después pidió que le trajeran un odre de vino y algo de comer, cosa que hizo allí mismo junto a Bucéfalo: le dio un buen trago al odre, engulló un puñado de higos y un buen trozo de que so, desapareció por detrás de unos árboles para hacer sus necesidades y por último aclaró a quienes estaban cerca que partiría de inmediato con los quinientos hombres más robustos.
Unos momentos después ya los estaba escogiendo por la orilla.
Cuando terminó, Tolomeo le llevó un camello joven, una bestia espléndida incluso para lo poco agraciada que resultaba su raza a la que había cargado con unas cuantas alforjas pero sobre todo buenos odres llenos de agua y vino.
— ¿Qué hacemos con ellos?
Los jonios seguían esperando junto a las tiendas.
—Enviáselos a Parmenión y que los enrole por la misma soldada que les pagaba Darío. O que se los haga llegar a Cambyses en Susa.
Alejandro se encaró al bicharraco, que le enseñó las rosadas encías, moviendo la cabezota peluda.
—¿Te crees que me das miedo?
El rey de los macedonios le enseñó los dientes.
Luego volvió a agarrar uno de los odres de vino y le dio un nuevo trago que lo revitalizó.
—No hay nada mejor para una buena digestión, ¡vamos!
Los escogidos ya se acercaban con sus respectivos camellos y alguno empezaba a cruzar el riachuelo salpicando por doquier. Filotas respondía con gestos jactanciosos a las exclamaciones de las riberas. Y Hárpalo lo seguía tan malencarado como de costumbre: no le gustaba que lo llevaran a aquella aventura viendo que a otros les era permitido gandulear a orillas de un río.
—¡Seguidme los demás!
Alejandro también se había encaramado a su montura.
Al principio costaba acostumbrarse al trote de los camellos. Pero pronto todos fueron cogiendo la postura que le veían a los hircanos. Éstos cabalgaban a su lado y se mofaban amistosamente, aunque los macedonios no tardaron en comprobar que azuzando la grupa con la mano libre y con el cuerpo ligeramente echado hacia atrás al galope se alcanzaba una velocidad nada despreciable.
—¡Esto es peor que navegar! —exclamó Filotas.
Les quedaba un día entero de estepa: aquel tramo de tierra firme fue la parte más agradable de un trayecto que Filotas amenizó con sus chascarrillos.
Luego llegó el desierto.
Durante la noche y el día siguiente cabalgaron a través de una alfombra inacabable de dunas parduzcas por donde un viento incesante se empeñaba en borrar sus huellas.
A diferencia de Egipto, los guías daban la impresión de dominar el territorio. Pero el desierto no dejaba de ser desierto y a medida que penetraban en él pudieron comprobar la pertinencia de todas las prevenciones con respecto al hecho de llevar caballos.
Cada vez más, según pasaban las jornadas, se iban encontrando con hombres y caballos muertos de sed y semienterrados por el camino. Aquélla era la señal de que iban bien y sólo se inquietaban cuando tardaban demasiadas horas en encontrar un cadáver entre las muchas espinosas acacias que parecían extraños arbustos crecidos fuera de lugar.
Al mismo tiempo aquello no dejaba de resultar de mal agüero y Alejandro lamentó no haber traído a Aristandro. Pero el adivino había querido permanecer en Babilonia con Calístenes para estudiar a fondo las artes de los magos y los textos del lugar o por lo menos eso había dicho.
—El desierto nos está quitando el trabajo…
Nearco era quien más afectado parecía por los rostros crispados y devorados por los insectos que se iban encontrando. Él era de los que, prudente como ninguno, más echaba en falta la presencia de Parmenión junto a Alejandro. Tenía la impresión de que lo temperaba, de que impedía que la bestia que llevaba dentro su amigo se desbocara. ¡Qué tontería había sido dejarlo en Ecbatana!
—Si seguimos así, pronto no tendremos agua suficiente para volver —le anunció al cabo de una semana—. ¿No es más prudente detenernos?
Habían descansado las horas de mayor calor a la sombra de sus monturas y con la noche pararon en torno a un par de miserables hogueras que alimentaban con las ramas secas de los últimos arbustos al tiempo que se calentaban con el poco vino que les iba quedando.
—Seguimos —dijo Alejandro.
Nearco se encogió de hombros.
Pero, fiel a sí mismo, el hijo de Filipo los obligó a redoblar los esfuerzos y por fin cabalgaron con tanto ahínco que los dioses recompensaron su tesón.
Durante todo el día un fuerte viento de cara los había obligado a cubrirse el rostro de tal manera que sólo quedaban al descubierto los ojos bajo la visera. A quien no los conociera, le habría resultado difícil distinguirlos. Su expresión era siniestra.
Al atardecer penetraron en una lengua de estepa que cortaba el desierto. La tierra volvía a hacerse más dura, y eso les permitió ir al trote. Gracias a ello, con la llegada del crepúsculo consiguieron caer como sombras sobre los fugitivos.
—¡Matad a todo el que resista, pero salvad a Darío! —clamaba Alejandro con la espalda en alto.
El Macedonio no se lo había pensado dos veces. La furia suplió al número y ante la inesperada acometida, al ver que bajaban de una loma a sus espaldas, los mermados y desordenados bactrianos pensaron que era la avanzadilla de un ejército mayor y la mayoría se desbandó en grupos mientras los que resistían eran masacrados.
La noche fría y descubierta bajo el plenilunio permitía una gran visibilidad.
Muy pronto, en la cabecera del deshecho contingente se destacó un jinete con la tiara ceñida en la cabeza. El hombre se dio la vuelta y al ver lo que sucedía por la retaguardia precipitó a su caballo hasta el carromato entoldado que avanzaba sin conductor. Se encaramó con una agilidad sorpendente por el lateral por donde se abrían los cortinajes y desapareció en su interior. Cuando volvió a surgir, brincó sobre su montura y un poco después azotaba a los caballos para que tiraran del vehículo.
—¡Vete al infierno de Angra Mainyús!
—¡Es el fantasma de Darío! —exclamó Tolomeo desde lejos.
Los macedonios se lanzaban en persecución de los bactrianos rezagados a los que iban abatiendo según los alcanzaban. Al ver que quedaban dueños del terreno, Nearco y Filotas comprendieron que no les convenía dispersarse y se apresuraron a ordenar la vuelta. Poco a poco fueron regresando hasta donde, entre decenas de cadáveres enemigos, dos hombres descorrían los cortinajes del carro detenido.
—Tened cuidado con lo que hay dentro… —indicó Tolomeo bajando de su camello.
En el interior, entre las bolsas amontonadas que habían ido instalando los fugitivos y un olor a excemento y a orines, la rica alfombra enrollada estaba empapa da en sangre fresca.
Todavía tenía una espada clavada que arrancaron con problemas: la habían hincado con tanta saña que tras atravesar el bulto había quedado clavada en la madera del carromato.
Aquello produjo un grito ahogado.
Unos momentos después sacaban la alfombra entre varios y tras haberla posado en el suelo la desenrollaron vuelta tras vuelta en mitad de la estepa.
Entre los reconocibles motivos geométricos apareció el maltrecho cuerpo de Darío.
—Zeus…
El aspecto del Gran Rey no podía ser peor.
Estaba demacrado como un cadáver. Tenía la cara macilenta desencajada y una barba apelotada y sucia de vómitos.
El hedor a heces era insoportable.
La vida se escapaba por dos heridas profundas, pues al acuchillarlo a través de la alfombra Beso le había acertado en la parte inferior del muslo y sobre todo en el costado derecho.
La muerte estaba asegurada aunque sería bastante más lenta que si le hubiera tocado el corazón.
Hasta en eso había sido cruel el destino.
—Agua…
El Gran Rey elevaba la voz.
Estaba como una sábana y los miraba con ojos desorbitados.
Tolomeo sacó su vejiga de camello pero Alejandro, apareciendo a su lado, se la quitó para llevársela él mismo a los labios del moribundo.
—Te juro que yo no he querido esto, no así…
Las lastimosas súplicas le estaban provocan do una honda conmoción.
—Alejaan…
A Darío apenas le quedaba voz.
—No hables, infeliz. Amigo mío… Hermano… ¿Cómo has permitido esto?
La situación resucitaba el recuerdo de la muerte de Filipo.
De pronto una repentina angustia magnificaba las sensaciones más contradictorias. Se había abierto la caja de Pandora. Todos aquellos temores arraigados en lo más profundo de su ser y contra los que luchaba desde que marchara de Macedonia. Los que el Oráculo de Siwah tenía que haber apaciguado. Su psique era un teatro tomado al asalto por las furias.
—¡Ojalá hubiera llegado antes! ¡Tus dioses han sido crueles! Yo habría preferido mil veces perder mis propios ojos a presenciar un tal espectáculo. ¡Ruines y feroces brutos!
Se lo espetaba a los cuerpos sin vida que yacían alrededor.
—¡Animales sin dignidad que os habéis aprovechado del malhadado destino de un rey! Yo te vengaré, Darío. Yo los perseguiré aunque tenga que llegar al fin del mundo. No les daré tregua…
Al oírlo, Darío pareció reconfortado.
Aquella muestra inesperada de amistad le hacía menos amarga la muerte. Lo miraba a los ojos y en su mirada se leía una repentina compasión por todos los que le habían hecho daño.