El secreto del oráculo (37 page)

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Authors: José Ángel Mañas

BOOK: El secreto del oráculo
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VI
La piedad de un conquistador

Invierno de 331-330 a. C
.

De Alejandro a Sisigambis, salud
.

La frialdad de tu carta, mi bienamada madre, me hace sufrir. Percibo en ella la pena que te he podido causar con mis abruptos modales de griego
.

No pretendo excusarme. Pero ten en cuenta que si te he ofendido ha sido por ignorancia, jamás por descortesía. En mi país las mujeres de mi familia consideran un privilegio bordar mis ropajes. Por eso en Susa pensé que os honraba al presentaros los quitones que me llegaban desde Pela. Era una prueba más de la infinita consideración en la que os tengo a ti y a mis adorables hermanas, Estatira y Parisátide
.

Sois, no me cansaré de repetirlo, mi única familia en estas tierras rebosantes de enemigos que los dioses me impelen a conquistar
.

Me pides piedad para los uxios, madre. ¿Piedad, Sisigambis? ¿La han tenido ellos cuando, emboscados cobardemente, han aplastado a mis hombres bajo sus rocas? Los he expulsado de sus infectas madrigueras. He reducido a una merecida esclavitud a todos aquellos que han conseguido escapar de la muerte. Mi intención era erradicarlos de la faz de la tierra. Que el ejemplo cundiera. Que las demás naciones tuvieran noticia del precio de la rebelión contra Alejandro
.

Pero tu intervención retiene mi mano
.

Querida madre: por ti haré lo que no haría por nadie más en este mundo
.

He ordenado que se libere a los uxios
.

Espero que con esto quede definitivamente borrada mi afrenta. Ruega ahora a Ahura Mazda para que me permita capturar a Darío. Mi brazo empieza a resentirse de tanto luchar. Pero no desistiré hasta que me haya reconocido como el rey legítimo de todas estas tierras
.

C
APÍTULO SÉPTIMO
CAPTURA Y MUERTE DE UN GRAN REY

Donde asistimos a los extraordinarios eventos que precedieron a la muerte de Darío
.

Alejandro llega hasta Ecbatana, capital de la Media, pero sólo para encontrarse con que el Codomano ha vuelto a emprender la huida. Entonces aprovecha para dejar como gobernante de la satrapía a Parmenión y continúa la persecución por su cuenta.

Resultaba muy difícil apartar a Alejandro de lo que emprendía, pues la fortuna al favorecerlo no hacía sino reafirmarlo en su propósito, de tal manera que su grandeza de ánimo llevaba a su obstinación nunca vencida a atropellar enemigos, lugares y temporales
.

P
LUTARCO
,

Vidas paralelas

I
La travesía de Hircania

La estepa hircana
Principios de verano de 330 a. C
.

1

—Nos detendremos aquí, Hefastión. Díselo a los oficiales.

La creciente aridez de la estepa empezaba a anunciar el desierto de arenas negras que los esperaba cada vez más cerca. Atrás quedaban los palmerales florecientes en las riberas surcadas de canales de la fértil Mesopotamia, la celebrada «tierra entre dos ríos», tan llena de marjales y mosquitos, con sus canales de incontables ramificaciones, sus tierras de regadío, sus huertos perfectos, sus bosquecillos de higueras, sus naranjos y limoneros.

Atrás también quedaba la dura travesía de las montañas que preludió el saqueo durante la fría noche de Persépolis y la toma de Ecbatana. Nada había cambiado desde entonces salvo una intensificación del anhelo en esa histeria colectiva en que se había convertido la guerra. La fortuna les había seguido sonriendo y, tras haberse deshecho del bagaje y de Parmenión, al que empezaba considerar el mayor de sus frenos, Alejandro ahora cabalgaba al frente de un contingente compuesto exclusivamente de sus mejores hombres.

Caía la tarde y el Conquistador disfrutaba con el paisaje que descubrían sus claros ojos. Era un placer inseparable de la convicción de que muy pronto todas aquellas tierras junto con los hombres que las poblaban también serían suyas. La facilidad con que las estaba conquistando empezaba a despertar un apetito insaciable que acrecentaba hasta lo indecible su impaciencia.

Ningún esfuerzo le parecía suficiente. Todo reposo era innecesario.

A sus espaldas volvían a oírse protestas. Hacía cuatro años que la mayoría lo seguía por toda Asía. Él lo sabía perfectamente. Por eso en Ecbatana les había ofrecido la posibilidad de desmovilizarse cobrando una importante suma. Aquello había acallado las primeras protestas, y al final sólo los tesalios tomaron el camino de vuelta. Los demás se habían reenrolado en unas condiciones mejoradas y con ello habían perdido el derecho a la queja.

¿Dónde andaría…?

Más allá de la estepa, el desierto se interponía en su camino hacia Bactriana. Les llevaban varios días de ventaja. Pero Alejandro se imaginaba los pesados carromatos en que viajaban los dignatarios arrastrados trabajosamente por las dunas y eso lo llevaba a albergar esperanzas más que razonables de que a la velocidad actual serían capaces de cazarlos bastante antes de que llegaran a su destino.

Al volver Hefastión, su atención seguía fija en el horizonte.

—Parece que es un hombre solo… —observó el favorito cubriéndose la vista con la mano.

Tenía la nariz pelada y las mejillas enrojecidas por el sol.

La figura a la que se refería seguía avanzando por encima de las altas hierbas y de las amapolas que salpicaban aquella superficie agitada por el viento.

Muy pronto se convirtió en un hombre encapuchado a lomos de un camello bactriano, una bestia de dos jibas, una de aquellas «barcas del desierto», a decir de los lugareños, como las que llevaban ellos por centenares en reata: no querían volver a cometer el mismo error que en Egipto.

—Dejad que se acerque.

Al cabo de un rato quienes estaban cerca reconocieron un atuendo que no hacía mucho había sido aristocrático pero que las circunstancias habían reducido a un montón de harapos. Las amplias mangas flotaban hechas jirones en torno a las manos que sujetaban las riendas.

Cuando se hicieron visibles sus rasgos, pese al color tan oscuro que habían adquirido, algunos pronunciaron con sorpresa el nombre de Darío.

Pero el jefecillo de los desertores medos se acercó para aclarar que se trataba no del Gran Rey sino de su sobrino Farnabazo, el mismo al que habían podido ver unos meses atrás en el palacio de Menfis.

Alejandro asintió pensativo.

Se acordaba de la actitud orgullosa del Aqueménida.

Desde entonces tenía que haber vivido muchos avatares para verse reducido a semejante estado.

Al llegar hasta ellos, el persa aminoró la marcha. Le costaba mantener la cabeza alta. Una vez paseada la mirada por los primeros jinetes, localizó el penacho blanco y con un último esfuerzo dirigió su camello hasta él.

—Salud, Macedonio. Soy Farnabazo, el sobrino del Gran Rey…

Tras muchas horas de silencio él mismo se sorprendía de lo áspera que sonaba su voz. Traía los labios agrietados por la sed. Unas gotitas de sangre perlaban sus labios y el brillo de sus ojos anormalmente avenados se asemejaba al de la locura.

De repente le entraron unos temblores incontrolables. Se agarrotó sobre su montura. Los ojos se le pusieron en blanco y cayó con un movimiento progresivo por el costado del camello.

—Traedle agua, y llevadlo a mi tienda.

Mientras Nicias y otro guardia se acercaban a refrescarlo con sus odres, el monarca se giró para observar el disco de fuego que bajaba por el horizonte.

2

Montaron las tiendas en muy poco tiempo, setas surgidas en un prado propicio tras las humedades del otoño, y el agotado sobrino pudo recuperar sus fuerzas delante de una fuente colmada de dátiles y tasajo.

La leche que se le sirivió era de cabra. Estaba espesada con miel de la región y en ella flotaban bayas secas.

También se le llevó vino y unas delgadas tortitas de pan.

Al rato entraron Alejandro y Hefastión. Se deshicieron de sus corazas y ocuparon dos taburetes al otro lado de la mesa.

Acostumbrados como estaban a ver la tienda rebosante de gen te, se les hacía raro encontrar los tablones de roble vacíos a excepción de los platos servidos al persa.

El jonio que les hacía de traductor permanecía de pie.

—Dile que si tiene hambre, puede seguir.

A modo de respuesta, Farnabazo apartó la fuente.

—Dice que ya está saciado…

El Aqueménida se despojó de la capucha. Su pelo estaba sucio y lleno de arena emplastada por el sudor. Aún le costaba hablar.

—Que venga alguien y que se lleve esto, Bitón —le indicó Alejandro al guardia que se asomaba.

A falta de portaescudos y peltastas, el propio desfigurado se encargó de la faena.

Mientras salía de la tienda, el Macedonio y su favorito observaron al personaje que tantos quebraderos de cabeza les había traído con sus campañas por las islas del Egeo. Las noticias de todas aquellas derrotas les habían ido persiguiendo como pesadillas. Llegaron a sentir mayor inquietud por lo que ocurría a sus espaldas que por lo que los esperaba.

—Ahora sé a quién tengo delante… —Alejandro se inclinó sobre la mesa y apoyó un codo sobre ella. Con los dedos de la mano alzada se acarició pensativo la barbilla mal afeitada—. Eres el hombre que acompañaba a Autofrádates como si fuera su sombra. La «hiedra», te llaman. Pregúntale que dónde está la «columna» en la que según dicen se apoya…

—Dice que el hijo de Memnón ha abandonado a Darío…

A Alejandro se le escapó una carcajada. Hacía tiempo que no se le oía reir.

Al hacerlo echó el cuerpo hacia atrás y agitó la melena.

Era una carcajada que no pretendía mortificar al prisionero. Su prepotencia habitual se veía aminorada por el respeto que le imponía la presencia de un hombre valiente.

El monarca se cruzó de brazos y le rogó que le relatara lo sucedido. Y mientras el traductor transformaba aquello en el gutural persa, su rostro compuso una expresión de benevolencia que facilitara el contacto.

Por una vez aquel extraño fatalismo que tanto irritaba a Parmenión y aquella prolongada ceñudez parecían haber dejado lugar a un interés sincero.

No deja de ser cierto, dicho esto, que el trato difícil que se le achacaba se acentuaba cuando tenía que lidiar con el lugarteniente y que el fatalismo desaparecía con la ayuda de un vino al que se había empezado a interesar con la misma pasión desenfrenada con la que abrazaba cualquier causa.

Los resultados de sus borracheras, a juzgar por lo ocurrido en Persépolis, no dejaban de ser espectaculares.

Farnabazo respiró hondo.

—Espera…

Alejandro se volvió hacia el desfigurado de la entrada.

—¡Que le traigan más vino a mi huésped, Bitón! ¡Y otras dos copas y un par de cráteras con poca agua para Hefastión y para tu rey!

II
El relato de Farnabazo

La estepa hircana
Principios de verano de 330 a. C
.

1

—Si los macedonios se hubieran contentado con la ocupación de Persépolis, su intención era hacerse fuertes en Ecbatana a la espera de ver cómo evolucionaba la situación. Autofrádates y él estimaban que tanto el terreno montañoso como la disposición de las murallas eran inmejorables para la defensa.

El monarca y su favorito asintieron respetuosamente.

Ambos recordaban la impresión que les había producido la fortificada Ecbatana cuando había surgido ante sus ojos al final del último día de marcha.

La protegían varios anillos de murallas. Gracias a la pendiente cada una sobrepasaba a la anterior exactamente en la altura de las almenas. El tamaño de la mayor podía ser el de Atenas. Las almenas eran respectivamente blancas, negras, púrpuras, azules, rojas, verdes y otra vez negras. Su disposición representaba los siete espacios de que se componía el cielo de Ahura Mazda. Y en su centro se alzaba el magnífico palacio de Deyoces, antiguo rey de la Media, la joya de todas aquellas coronas, el lugar donde desde entonces residía Parmenión.

—Pero había demasiadas disensiones internas. Entre otras cosas Beso y sus partidarios aspiraban a llegar cuanto antes a Bactriana. Y el asunto se zanjó en cuanto se supo de la inminente presencia de los macedonios…

El jonio iba a concluir pero Farnabazo añadió un último matiz que se apresuró a traducir:

—… sin que hubiesen reunido las tropas suficientes. Cada vez les cuesta más levar hombres.

Pese al agotamiento, el Aqueménida encadenaba sus frases con relativa facilidad. Farnabazo tenía la impresión de haber alcanzado el final de una larga travesía. Todo lo ocurrido parecía abocar a aquel encuentro.

Mientras hablaba volvía a rememorar la tensión que reinaba entre las tropas cuando se les anunció la nueva retirada: era ya un secreto a voces lo que sucedería cuando llegaran a Bactriana; la ambición de Beso se había ido haciendo transparente para todos salvo para el propio Darío y para quienes como Farnabazo juzgaban a los demás según la vara de una naturaleza demasiado noble.

Sumidos en un ambiente de catástrofe inminente habían cruzado las montañas, dejando atrás la gran muralla construida por los Aqueménidas en los confines de Hircania para proteger a sus súbditos de las incursiones de los nómadas del noreste y se adentraron por la profusa estepa.

Allí se celebró un nuevo consejo nocturno.

A él acudieron todos los hombres de influencia que aún quedaban en el entorno de Darío.

La mayoría se mostraban partidarios de apresurar la marcha. Pensaban que el Macedonio tendría que dar un respiro a sus agotadas tropas.

Pero en esta ocasión quien no estaba de acuerdo era el propio Gran Rey.

—A Darío lo desanimaba el que cada vez hubiera más deserciones. Tenía la impresión de que, dada la rapidez con la que Alejandro era capaz de desplazar a sus tropas, los alcanzaría antes de llegar a Bactriana. Su deseo, llegado a ese punto, era detener la huida.

—Estoy cansado…

Lo declaró con una sinceridad llena de patetismo. Estaba tan agotado que ya ni dormía. Las bolsas en los ojos se le habían ido haciendo más profundas y había perdido apetito y peso de una manera alarmante.

—Enfrentémonos a él una última vez y acabemos con esta pesadilla cuanto antes…

Pero de entre los presentes sólo lo secundaba el anciano Artábazo.

Éste hacía ya un tiempo que intuía las aspiraciones de Beso, pero las consideraba parte de las fuerzas centrífugas inevitables en un imperio de gentes tan dispares.

Que los bactrianos lideraran el cada vez más influyente bloque oriental no dejaba de ser una novedad sin serlo, una variación más dentro de la historia de siempre.

Como contrabalanza se iba afirmando cada vez con más claridad el contingente de los jonios que, aunque inferiores en número, constituían por su mayor preparación un bloque de fuerza militar equiparable. Sin embargo, el equilibrio era inestable y la mejor manera de evitar un enfrentamiento era movilizarlos a todos contra un enemigo común.

Ése era el pensamiento profundo que escondía tras unas razones más superficiales que expuso y que parecieron bien a la mayoría.

Pero entonces intervino Autofrádates.

2

Desde su rincón en la tienda el rodio explicó con la hosquedad que se le conocía los motivos por los cuales pensaba que tenían la batalla perdida.

—Lo que afirma Artábazo es muy sensato, como de costumbre. Pero no me convence —dijo—. O por lo menos ya no. Las cosas no han dejado de ir a peor. Nos guste o no hemos de rendirnos a la evidencia. Los pueblos del Imperio han perdido su confianza en nuestra buena estrella y sobre todo en la tuya, Darío. En cambio Beso cuenta con el apoyo de las naciones orientales. Los escitas y los indios son aliados de su familia desde hace muchas generaciones y muchos se les unirán para defender al bactriano…

Autofrádates ya nunca cruzaba la palabra con Beso.

Desde su último enfrentamiento, cuando el Gran Rey le había retirado su confianza, los dos se ignoraban y en las raras ocasiones en las que se veía obligado a dirigirse a él Beso, por ejemplo, lo hacía a través de terceras personas. «Dile que su presencia en este campamento ya no es grata al Gran Rey», le había dicho recientemente a Farnabazo.

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