Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Fuera, el sol se alzaba perezosamente y sus primeros rayos iluminaban las falanges ya formadas en espera de que aparecieran.
La del monarca era la única tienda por la colina que seguía en pie, pues hasta las damas, que viajaban con el bagaje, estaban listas y mientras la guardia la desmontaba, los hombres lo saludaron con entusiasmo.
Poco después ya estaban todos bajando en una marcha ordenada. Los seguían los carromatos de avituallamiento y los de los serrallos con el carruaje de Barsine y las Aqueménidas a la cabeza.
Con el paso de la mañana la niebla se iba levantando y extendidas en la llanura empezaban a verse las huestes enemigas. Detrás de una fila imponente de carros de combate, cientos de miles de hombres los esperaban sin haber dormido tras haber esperado su ataque durante la noche: las alargadas y afiladas cuchillas flanqueaban los carros sobresaliendo un par de codos de las ruedas.
—Ésos son los nuestros… —exclamó la mujer de Darío que se había engalanado para presenciar la derrota definitiva de Alejandro. Se había acercado hasta el lateral del carruaje y apartaba uno de los colgantes para echar una nueva ojeada fuera. Su actitud hacia Barsine volvía a ser fría y desagradable, tan convencida estaba de que el desenlace de la contienda sería favorable a los suyos.
Sisigambis, por su parte, guardaba un silencio lleno de dudas.
Como madre no podía dejar de querer al fruto de su vientre. Pero ¿qué le podía hacer si como mujer nunca lo había respetado y jamás lo respetaría ni aunque lograra la victoria? ¿Quién podía estar a favor de un hombre tan pusilánime cuando se enfrentaba al guerrero más valiente de los nuevos tiempos…?
—La batalla será incierta —musitó sin que su nuera la oyera.
Estatira y Parisátide también viajaban en el mismo vehículo pero preferían callar. Hacía demasiados meses que las dos sentían la peor confusión. Ambas habían sucumbido no sólo a la simpatía fraternal del Macedonio, sino, también, a su encanto varonil. Pero ¿qué diría su madre si se lo confesaban…?
—Alegrad esas caras —las animó la esposa del Gran Rey—. Hoy es un gran día, hijas mías.
Mientras se ocupaba la llanura, los tracios quedaron en la retaguardia para proteger el bagaje y dispusieron dos alfombras enormes en lo alto de un promontorio desde donde se divisaba la totalidad de la llanura. Una era para las Aqueménidas y Barsine con sus damas y Heracles, quien con su añito recién cumplido empezaba a gatear con la infatigable Melibea pegada al cogote; otra para Tais y las parejas de los generales, algunas ya con pequeño y preñadas por segunda vez. «Estoy rodeada de gallinas cluecas», se burlaba la ateniense.
Una vez instaladas las sillas plegables, los eunucos circulaban a su alrededor con jarras de agua. Pero las damas no hacían caso, y Barsine ni siquiera veía las evoluciones del inquieto Heracles. Tampoco parecía darse cuenta de que la esposa de Darío había ocupado el espacio central, sino que se cubría la vista y fruncía los ojos…
En la llanura se iban completando los últimos preparativos y Sisigambis, que tenía problemas de vista, no dejaba de pedir precisiones.
Barsine alcanzaba a distinguir las lanzas en ristre de la falange, en el centro de la formación; a Alejandro al frente de la caballería, por un ala; a Filotas con los demás hipaspistas; a Parmenión por la izquierda, con los tesalios; y delante de las falanges, tropas ligeras de honderos, arqueros y hombres con jabalinas…
De los persas sólo atisbaba los carros.
La esposa del Conquistador se ponía de puntillas todo lo que podía, aunque sin atreverse a subirse sobre su silla como hacía Nitetis o algunas de las imprudentes embarazadas en la otra alfombra. Con las primeras notas de los salpinx, los griegos se escoraron hacia la derecha. Querían evitar que los envolvieran por ese costado, y en ese momento se levantó una polvareda…
¡Empezaba la batalla!
Barsine sintió las palmas húmedas. Tenía la boca seca. Aparecían las primeras gotitas de sudor en su labio superior. Ya no veía a nadie ni escuchaba nada. Su marido y sus dos hijos se jugaban la vida en aquella llanura y habría duelo ganara quien ganase.
Aunque no se sentía ya próxima a Autofrádates, cuando pensaba en su posible muerte todavía le entraba un pánico incontrolable.
La polvareda era más intensa en el caso de los jinetes que en el de la infantería. La caballería griega le salía al paso a los bactrianos y escitas que Autofrádates había lanzado de entrada en su contra. Sisigambis se le agarró del brazo.
—¿Qué pasa?
Parecía temer que fuera a desaparecer.
—Los persas se retiran…
—¿Y ahora?
—Los carros… Lanzan los carros de guerra…
Nuevos cornetazos precedieron a la carga y Barsine sintió una enorme congoja. Por el rabillo del ojo podía adivinar la sonrisa de satisfacción de la mujer de Darío.
—¡Ahura Mazda! —exclamaban Estatira y Parisátide, que no sabían a quién apoyar.
De pronto, la sonrisa de su madre desapareció: las tropas ligeras de Alejandro acababan de abrir diversos pasillos. Los carros pasaron por en medio y unos instantes después sus conductores caían acribillados por las flechas.
—¡Se han apoderado de los carros!
Ahora era Nitetis la que saltaba.
A Barsine le habría gustado recriminarla. ¡Qué imprudente estaba siendo la desdichada! Ella no perdía de vista que esa noche podían encontrarse prisioneras. Pero por el momento no conseguía apartar la mirada de la llanura donde los macedonios seguían avanzando aunque dejando muy expuesta el ala de Parmenión. El lugarteniente empezaba a sufrir las acometidas de un enemigo que pronto podría envolverlo.
—¿Pero qué es lo que hace…?
—¡Han pasado!
Nitetis soltó un gritito de pánico.
—¡Vienen hacia aquí!
Y efectivamente: un grupo de jinetes persas acababa de perforar el ala izquierda. Sin embargo, en vez de envolver a los macedonios de Parmenión por la retaguardia muchos se lanzaban al galope en dirección a donde estaba el bagaje. Al frente había un grupo de hombres bigotudos que sonreían con ferocidad. Todos con el sable alzado y el apetito abierto.
—¡Por Zeus! ¡Vienen a por nosotras!
—¡Coged al niño y escondedlo!
El único hijo del rey de los macedonios gritó cuando la corpulenta Melibea lo agarró rudamente. Los tracios se movilizaban en pequeños grupos a su alrededor. Se los distinguía perfectamente, con sus gorros de piel de zorro, mientras se preparaban para hacer frente a los primeros jinetes que irrumpían por entre los carromatos.
—¡Ahura Mazda ha escuchado mis oraciones!
La mujer de Darío no contenía las lágrimas de puro gozo.
—¡Hijas mías, el infierno está a punto de acabar…!
Pero su alegría la truncó de cuajo la inesperada aparición de Cambyses.
El rodio llegaba al frente de un destacamento de la caballería jonia. Al ver lo que ocurría en la retaguardia había decidido volverse, contraviniendo las órdenes.
—¡Que no se mueva nadie!
Una decena de sus jinetes rodearon a las mujeres. El resto y él mismo se dispusieron a expulsar a los persas que ya empezaban a saquear alegremente los vehículos más exuberantes.
En pocos minutos la mayoría habían sido exterminados, o bien huían a galope tendido.
Entretanto, en la llanura la polvareda era cada vez mayor. Los ejércitos perdían el orden y se entremezclaban de modo que resultaba difícil discernir nada.
Pero, poco a poco, a medida que se iban retirando o huyendo los más débiles, se empezaba a adivinar el sentido de la fortuna y, pronto, los gemidos desconsolados de la mujer de Darío fueron la señal inequívoca de lo que acontecía…
Barsine hacía lo imposible por no mirarla.
Sisigambis se sentó lentamente, con un reconcentrado estoicismo. Sólo le venía a la mente una rima infantil que empezó a susurrar, casi para sí:
En los días de pesares,
se van todas las palomas
y quedan los gavilanes…
Ciudad de Susa
Otoño de 331 a. C
.
El sol bajaba en el cielo de la capital del Imperio. Seguía nublabo y chispeaba tal como había hecho en los últimos días. Una lluvia suave y casi agradable por su rareza. El agua siempre se apreciaba en la región y muchos habían pasado la noche escuchándola tamborilear delicadamente contra el tejado.
La humedad hacía que el aire, en general muy seco y con apenas brisa a diferencia de la montañosa Persépolis, fuera de repente más respirable.
Las cuatro colinas entre las que se expandía la ciudad se elevaban en el interior del recinto fortificado, cada cual con su propia personalidad y casi parecía que consciente de la jerarquía social que sus respectivas poblaciones, dos de artesanos, la tercera de nobles, les otorgaban.
Sobre la principal de ellas se hallaba el palacio construido por el fundador de la rama de los Aqueménidas a cuya sombra habían crecido todos los grandes reyes.
Por fuera la impresión no desmerecía de la que provocaba su apadana y la base en la que se erigía el edificio prácticamente cubría lo que una acrópolis en cualquier ciudad helena.
Las logias abiertas por los cuatro costados, cada cual con columnas palmiroformes, los cuarteles de los doríforos en las esquinas, el masivo talar que lo coronaba con perfiles decorados con acrotismos en forma de toros alados y los dos edificios laterales que albergaban las dependencias administrativas formaban un conjunto armonioso que daba por sí solo la impresión de una pequeña fortaleza.
Si la animación por lo general era grande, aquel día aquello parecía un hormiguero, con los cortesanos y doríforos yendo y viniendo por todas partes, pues su actividad estaba sintonizada con el ánimo del dueño y morador del palacio.
Desde lo alto de las escaleras los eunucos supervisaban el acceso al interior clasificando a las personas de un gol pe de vista y dirigiéndolas como expertos maestros de ceremonia.
Los dignatarios se saludaban posando el uno la mano sobre el pecho del otro. Muchos se preguntaban si habían llegado más noticias de Babilonia.
Lo que más se comentaba era que Autofrádates estaba a punto de regresar. Nadie sabía cuál sería la reacción del pueblo, y aquello generaba todo tipo de especulaciones.
A esas alturas del año las comidas y las cenas se servían más temprano. Se acercaba el invierno y los días eran cada vez más cortos.
Por lo general la realeza almorzaba en una de las salas aledañas a la apadana y, si el Gran Rey sentía necesidad de intimidad, en sus aposentos. Pero la intimidad era lo último que deseaba un Darío Codomano que durante la comida había mantenido una larga reunión con Beso y con alguno de los principales generales.
La discusión había sido tan intensa que apenas habían probado bocado y ya se retiraban los últimos platos cuando dos de los eunucos introdujeron en el lugar a Artábazo.
—Gran Rey…
El padre de Barsine llegaba acompañado de sus dos hijos. Él habría preferido abordarlo a la hora de la caza. Habría sido lo mejor para tener un momento a solas sin la presencia de Beso. Pero hacía ya bastantes días que Darío no salía de palacio y eso lo había obligado a presentarse. Según entraba ojeó a los comensales haciéndose una rápida composición de los principales bloques de influencia.
—Me alegro de veros. Sólo faltabais vosotros…
El Gran Rey se levantó de su sitio en la mesa para permitir que el recién llegado y sus hijos se postraran. Era muy característico el que cada vez que uno de sus sátrapas aparecía de imprevisto actuara como si los hubieran estado esperando.
Sus gestos delataban la mayor exasperación.
—Estaréis al corriente de las últimas noticias…No sólo ha capturado Babilonia, sino que, sin haberse detenido, ha emprendido el camino de Susa. ¿Por qué no le basta con lo conseguido…? ¿Qué más quiere este demonio, Ahura Mazda?
Cada vez que pensaba en su posible captura, Darío sentía que el mismo escalofrío le recorría la espalda. La inquietud lo impulsaba a una actividad incesante y ya prácticamente no dormía. O bien lo hacía como las liebres, con un ojo cerrado y el otro abierto.
Había noches en las que se despertaba empapado en sudor, acosado en sueños por la misma figura infatigable. «¿
Dónde te escondes, Codomano
?» El fantasmagórico guerrero parecía formar junto con su montura un único y terrorífico ser.
«¡Afronta tu destino!»
Ninguno de los presentes se había atrevido a levantarse y sólo permanecían en pie, además del monarca, Beso, que nunca andaba lejos, y los recién llegados que no osaban tomar asiento antes de que el Gran Rey se lo permitiera.
—Quiere tu Imperio, Darío —intervino el joven favorito, quien no perdía oportunidad de hacer notar su influencia—. ¡Que alguien les traiga vino a los recién llegados!
Dio unas sonoras palmadas y el propio Darío lo miró algo desconcertado por las libertades que empezaba a tomarse.
A Artábazo no se le escapó el detalle. El anciano tuvo la impresión de que el Codomano estaba tan agitado que en cualquier momento podía echar a volar y escapar de su jaula. Pero luego lo consideró mejor.
No
, pensó.
Sigue demasiado atrapado en la telaraña. Ahora mismo se sentiría perdido sin él. Sólo lo dejará el día en que encuentre un nuevo consejero
.
Entonces entró por la puerta Otanos.
Una expresión preocupada reconcentraba sus gruesas facciones.
—Es Autofrádates, Gran Rey. Llega por el Camino Real. Ha dejado al grueso de sus tropas fuera. Está a punto de entrar con sus oficiales.
En ese preciso instante Autofrádates alcanzaba con una primera avanzadilla de su ejército las puertas principales de la capital del Imperio. Era por aquellas mismas puertas guarnecidas con clavos metálicos y guardadas por dos gigantescos lamussu por donde habían entrado y salido unos meses atrás Tolomeo y los restantes emisarios macedonios.
Desde entonces la situación había cambiado bastante.
Entre otras cosas hacía ya varias semanas que no llegaban tributos de los territorios occidentales. La mayoría esperaba a ver el resultado de la contienda para saber a quién habrían de someterse y el cese de aquel flujo no dejaba de provocar en la capital aún mayores tensiones.
Sabiendo que la noticia de la derrota lo precedía, el rodio no esperaba un recibimiento triunfal.