Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Nicias lo había visto una única vez. Y sin embargo era un recuerdo que todavía al cabo de los años le podía producir el mismo premonitorio desasosiego.
Pero por el momento su ánimo fluctuaba entre la emoción del reconocimiento y la desagradable sensación, ante los cambios inevitables, de que le habían robado algo.
Se daba cuenta de que le repugnaban la miseria y el olor a chotuno y a excrementos de las callejuelas. Al mismo tiempo, al cruzarse con los rostros de aquellos hombres tocados con pelucas le dolía constatar que evitaban cuidadosamente su mirada. Le entraban ganas de gritarles que no se dejaran engañar, que todavía era uno de los suyos. Pero todos lo rehuían creando a su alrededor un espacio simbólico que le hacía sentir como lo que era. Un extranjero. Un hombre sin hogar. Un mercenario.
Un vagamundos.
En esto llegó un pobre que vagaba por la ciudad y mendigaba en Ítaca…
Por fin llegó al centro por donde las calles se iban haciendo más regulares.
Aparecían burgueses afeitados con sus pelucas rizadas y sus sandalias puntiagudas. Una carreta tirada por dos caballos se abría camino entre la muchedumbre. Un grupo de señoras con túnicas de tela almidonada regateaba por las tiendas de bisutería. Había albañiles con la cara embadurnada de arcilla y de cal y el vientre repleto de cerveza. Un perrucho de mala muerte ladraba desconsolado a la sombra de un muro. Un niño de teta lloraba tras una fachada de escasas y altas ventanas. Varios burros, conducidos en reata por un anciano, acarreaban alforjas y odres llenos a reventar.
Más allá empezaba el bullicio de la plazoleta del mercado.
Y más allá todavía la parte monumental de la ciudad: el templo y la gran avenida de esfinges, mayor aún que la de Menfis, que llevaba a la descomunal Morada de Amón, el lugar desde donde los sacerdotes habían regido no hacía tanto los destinos del país entero.
Todos aquellos parajes resucitaban toda una vida engullida por el olvido que ahora parecía reclamar el espacio que le correspondía. Por fin se detuvo ante una puerta no más lujosa ni más pobre que aquellas que la rodeaban, descansó el saco en el suelo y se acuclilló para sacar de su interior un odre de vino aguado al que dio un par de tragos.
¿Qué me pasa?
Le entraban ganas de dar media vuelta.
De desaparecer entre el bullicio.
Avergonzado por su propia cobardía, se recolocó la clámide y golpeó decididamente con los nudillos.
—¿Nicias…?
La voz parecía surgida de un sueño. Las fauces del pasado se habían abierto y el hombre que apareció en el vano lo abrazó con una brusquedad afectuosa.
—¡Por Amón, cómo has cambiado! Deja que te mire…
En su rostro afeitado los ojos brillaban con una alegría casi juvenil. Gracias a la buena alimentación y al exquisito cuidado físico del que hacían gala la mayoría de los sacerdotes, su piel brillante y afeitada contrastaba con la del recién llegado, que ya estaba marcada por las cicatrices de las batallas y por el polvo de las marchas. El polvo también ensuciaba su clámide y el sencillo quitón con el que viajaba.
Sin saber muy bien por qué, de repente le avergonzó su propio aspecto.
—¡Ahuri!
Así se llamaba la hija de aquel diplomático que de visita en la corte de Pela había sido el primero en instarlo, cuando todavía ejercía como médico de Filipo, a visitar Egipto, y también quien a su llegada los había presentado. Se conocieron sien do ella una niña, y un par de años después se casaban. Habían pasado dieciocho años desde entonces y Ahuri lo había ayuda do más que nadie a entender la lengua y la cultura egipcias.
—Por Horus y por Isis…
Estaba algo mayor de lo que Nicias recordaba. El sayo de lino blanco se le pegaba al cuerpo; le caía hasta los tobillos descubriéndole los hombros y transparentando unos senos pequeños pero firmes que habían escapado a los estragos de la lactancia y el macedonio se sorprendió mirándola con unos ojos que no eran inocentes.
Los de ella —grandes, expresivos— eran del color de las ciruelas pasadas. Una línea negra los contorneaba y se prolongaba por las sienes hasta casi tocar un cabello plagado de trenzas endrinas y rematadas con bolitas de barro.
—¡Has vuelto!
Tenía las manos blancas de harina y se las sacudió sobre el vestido para echársele al cuello.
Era sabido que las egipcias gozaban de gran libertad: allí no había gineceos ni harenes y si solteras heredaban como sus hermanos, casadas iban y venían por donde les placía mezclándose a cara descubierta con los hombres. Su trato tenía una frescura que Nicias había echado en falta en Macedonia y el hijo pródigo sintió su cálido aliento mientras lo besaba maternalmente. Los recuerdos eran sensuales y dolorosos. Era uno de los momentos con los que había soñado cuando supo que se encaminaban hacia Egipto.
—Déjalo un poco, no lo agobies…
Uno de los servidores apareció en la penumbra del pasillo.
—¡Satni, coge sus cosas!
Satni era un anciano del que nadie sabía la edad exacta. Nicias siempre lo había conocido igual de escuálido y pulcro. Su longevidad se explicaba porque su vida era tan apacible y poco accidentada como el clima del país.
—Ya ves que nada ha cambiado…
Mientras subían, el olor del hogar le traía poderosos recuerdos de una época que pensaba haber enterrado definitivamente. Había pasado casi diez años en aquella ciudad a orillas del Nilo. Tiempo suficiente para hacerse hombre y para conocer su primer amor. Un amor que no había cuajado por diversas razones, pensó mirando de reojo a Ahuri.
—Siéntate…
Desde la terraza se oían las voces del mercado. Era allí donde la mujer de su padre se instalaba cada mañana para conversar con otras vecinas, de terraza a terraza, antes de que el calor la obligara a retirarse.
Allí amasaba el pan. Allí lavaba la ropa y preparaba con la ayuda de los esclavos algún guiso. Allí rezaba día tras día sus oraciones a Amón. Y allí, por fin, era donde había escuchado a Nicias proponerle que yaciera con él en ausencia de su esposo.
—¿Quieres que nos ocurra como en el cuento de Anupu y Baîti? —había repuesto sin perder su sonrisa.
De pronto al soldado macedonio le parecía un extraño sino el suyo. Enamorarse de la mujer más casta y más prohibida al mismo tiempo. Sobre la mesa quedaban restos de la masa que luego se cocería al sol. Satni le trajo una jarra de cerveza.
—Tú bebe todo lo que te haga falta. Sacia tu sed…
Tocaba desbrozar las aventuras de su azarosa vuelta a Macedonia. Lo hizo en egipcio, por respeto hacia Ahuri, aunque le costaba. Durante el viaje había habido todo tipo de avatares y ejerciendo de hijo pródigo se detuvo en los personajes más pintorescos: ese comerciante de madera tuerto que lo había llevado hasta un puerto de Siria, el ladrón paticorto que lo desplumó la noche en que lo habían tentado los dados en una taberna portuaria.
También narró sus problemas cuando perdió el dinero y cómo finalmente había ganado lo suficiente descargando otros barcos para embarcarse en un navío lleno de ánforas de trigo con destino a Atenas. Corría una brisa agradable y su padre lo admiraba con una expresión calurosa que lo incomodaba y que sólo varió cuando mencionó la muerte de sus hermanos y de su madre en Macedonia.
—Que Amón los acoja en su seno… —bajó momentáneamente la vista, aunque sin demorarse mucho.
Él también tenía sus razones para haber escogido una vida y no otra.
La conversación terminó recayendo en la prodigiosa conquista macedonia. La población la había seguido encantada de que alguien se hubiera atrevido por fin a desafiar el poderío de los persas. En muy poco tiempo el hijo de Filipo se había convertido en una leyenda entre los nativos.
—No se había visto tal aceptación de un gobernante desde los tiempos de…
Aquel gesto quería decir «ni se sabe», y Ahuri asintió con la cabeza.
—Se cuentan las gestas más extraordinarias y todavía no sé a qué atenerme… necesito contar con informaciones fiables.
Resultaba evidente que lo que le interesaba era saber hasta qué punto el nuevo faraón iba a respetar el poder de los de su casta y si iba a contar con ellos para el gobierno del país o si por el contrario iba a reincidir en los errores de los persas.
Tras dudar un instante, Nicias murmuró que Alejandro era un gran rey y un protegido de los dioses.
—«Pero…»
Su padre fijaba en él esos ojos inquisitivos que tan bien conocían los feligreses. Eran los mismos ojos penetrantes que todavía conseguían aterrorizar a Ahuri y a muchos de quienes lo rodeaban.
Él sabe perfectamente por qué me fui
, pensó de repente.
Nunca lo hemos engañado. Es demasiado sagaz
.
—Es lo que ibas a decir. «Es un gran rey, pero…» Hijo mío, no he nacido ayer. Entiendo que te ha promocionado y que le debas lealtad. Y ahora yo también, si es que consigue vencer a Darío, lo que en estos momentos parece probable.
»Los persas se han retirado y os esperan para plantar batalla en las tierras medias del Imperio. Los mercenarios de Autofrádates han reorganizado las tropas que se dieron a la fuga después de Isos. Darío no da la impresión de que tenga demasiadas esperanzas de volver a recobrar los territorios perdidos. Pero no vas a hacerle creer a un sacerdote de Amón que tu rey es un ser divino…
Nicias quedó pensativo.
Se le venían a la mente las palabras que Alejandro le había dirigido a Parmenión. Hasta entonces ningún macedonio había osado criticarlo abiertamente. Ni siquiera durante los interminables asedios. Pero aquella respuesta humillante dada ante los embajadores de Darío y además cuando Parmenión no hacía más que expresar en voz alta la opinión mayoritaria en el ejército había dolido a muchos en carne propia.
—No te engañes, hijo mío, no se detendrá —prosiguió el sacerdote—. Y no porque sea ningún dios sino precisamente porque es humano. Cuanto más avance, más querrá avanzar. En este mundo los mortales nos enfrentamos a dos tragedias: no conseguir lo que queremos y conseguirlo, que es infinitamente más peligroso. Tu rey —parecía deleitarse en hacer ver que ya no era el suyo— se siente favorecido por los dioses. Y esa excesiva confianza en sí mismo es lo que lo arrastrará al desastre. Recuerda mis palabras. Mi pregunta, ahora mismo, es: ¿lo seguirán sus hombres? Y, más en concreto, ¿lo seguirás tú…?
Ahurí no dejaba de mirarlos. Por un segundo le pareció estar viendo a una misma persona en dos momentos distintos de su vida. Padre e hijo a uno y otro lado del espejo temporal.
Al cabo de unos instantes, Nicias asintió hoscamente.
Y así le llegó el turno a su padre de menear la cabeza. El sacerdote sonrió con tristeza. Pensaba en la ocasión en la que su hijo, con doce años, se había sentido atraído por el tumulto de los ejércitos. Entonces lo había llevado a su maestro.
—Pregunta a Pemu lo que piensa del lindo oficio que tanto te gusta, anda…
El escriba le sacaba punta a su cálamo con uno de aquellos cuchillos de hojas curvas similares a los que los fabricantes de papiro utilizan para cortar en tiras los tallos. Su padre lo empujó hacia el hombre, quien sin apenas levantar la voz empezó a recitar, entre escéptico y burlón:
—¿Te crees que el soldado es afortunado? Pues escucha bien: al futuro oficial lo llevan desde niño con la trenza sobre la oreja. En cuanto puede hablar lo aprisionan en un cuartel. Durante su entrenamiento el vientre se le llena de llagas. Tiene la cabeza abierta, las cejas partidas. Lo tienden en el suelo y lo golpean como a un papiro. Lo muelen a palos. Si marcha a Siria o a los países remotos para servir al Imperio, lleva sobre sus hombros los víveres, como un borrico.
»Su cuello y su nuca son tratados como los de una bestia de carga hasta que se le rompen las articulaciones. Entre guardia y guardia bebe agua en mal estado. ¿Qué llega donde está el enemigo? Es un pájaro que tiembla. ¿Qué vuelve a Egipto? Un madero viejo y roído por los gusanos. Está enfermo y tiene que echarse y es conducido por un asno mientras sus criados huyen de los ladrones que le quitan a placer los vestidos y sus pocas posesiones…
Le daban ganas de recordarle eso y otras muchas cosas de aquellos tiempos en los que había tenido un poder absoluto sobre él.
Pero se daba cuenta de que ya era demasiado tarde.
El muchacho se había convertido en hombre.
En la calle arreciaba el bullicio del mercado. Las voces de los fruteros y los verduleros se mezclaban con la de los vendedores de ganado y todo aquel trasfondo sonoro se hacía especialmente perceptible en el silencio que se había hecho en la terraza.
—No seré yo quien te juzgue, sino el propio Amón —dijo el sacerdote en un tono fatalista. Acababa de comprender que cada generación está condenada a repetir los mismos errores y que la sabiduría era intransferible—. Los hombres somos así. Al asesino lo ahorcamos sin reflexionar ni un momento sobre las razones que lo llevan a cometer su crimen. En cambio al que mata a miles de sus semejantes lo llamamos conquistador y lo adulamos como a un dios. Tu padre está viejo, ya lo ves, pero no por ello estoy menos satisfecho de la sabiduría alcanzada.
»Por lo que veo piensas reintegrarte al ejército cuando Alejandro vuelva de su peregrinación al Oráculo de Amón en el oasis de Siwah. Mucho desvío ha tenido que dar para permitírselo. Pero entiendo su preocupación: en situaciones así hay que contar con los dioses.
Lo dijo no sin cierta ironía.
—Es posible que después no volvamos a vernos. Una vez visitada Menfis, Alejandro no sentirá necesidad de bajar hasta Tebas. Sabe que los sacerdotes de aquí somos los primeros que lo hemos apoyado y de todas maneras ya están llegando emisarios con las nuevas consignas de su gobernador. Y si es así, es justo que hagas tu vida. No seré yo quien diga lo contrario; yo también hice lo mismo en mi tiempo. Pero antes de que eso ocurra me gustaría que no olvidaras una lección, una única…
Se puso en pie.
A sus espaldas, el sol alzaba su único ojo en un horizonte de un azul tan intenso como el Nilo en el día más luminoso. Hacia el noreste despuntaban algunos obeliscos grises, y los masivos pilonos, de un tono rosáceo, de la Morada de Amón.
La imagen dotaba al momento de un telón de fondo casi místico.
—La más bella conquista es la de las almas. Algún día lo comprenderás. El deber más alto de un hombre es despertarse cada mañana con el propósito de servir a sus semejantes. Pero eso se aprende con el tiempo. Ruega para que Amón te permita vivir lo suficiente. Y ahora, mientras descansas y te instalas, permite que me acerque al templo a cumplir con mis obligaciones. Mañana, si te cambias… —miró el sayón que cubría sus fuertes muslos—, podrás acompañarme. Hay mucha gente que quiere volver a verte. Y un mes es poco, sobre todo cuando después…