Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
La costa frente a Tiro
Verano de 332 a. C
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Con los primeros calores, la calima subía del desierto para envolver en un cálido abrazo el campamento de los macedonios. Todo el mundo sabía que el asedio no podía durar, pero hacía semanas que se decía, y ni siquiera la tan comentada aparición de los fenicios parecía haber cambiado las cosas.
La escollera, que había progresado fácilmente al principio, cuando los postes se clavaban sin problemas en el fondo del mar, al irse acercando a la isla, al irse haciendo más profunda el agua y al ponerse a tiro de las catapultas, se había estancado y habían empezado las salidas de los asediados y sus trifulcas con las dos torres de arqueros que protegían a unos trabajadores que desde entonces casi habían alcanzado la isla en tanto que la mayoría de las trirremes invasoras navegaban alrededor esperando la salida que se sabía inminente.
Entretanto, mientras se sucedían los impactos de las catapultas de la ciudad sobre la escollera y los de la escollera sobre los muros de Tiro, en la tienda de Barsine las mujeres continuaban con una vida que había alcanzado al cabo de los meses cierta regularidad.
La tienda se había extendido —ahora la rodeaba un puñado de alfombras instaladas bajo tres o cuatro de esos doseles que tanto se apreciaban cuando el calor apretaba— y habían conseguido que fuera la más bonita del campamento, más que la de Alejandro y bastante más que la de las Aqueménidas, plantada justo enfrente, quienes no se esmeraban más que lo imprescindibe.
—Peor para ellas —decía Nitetis.
Ella estaba satisfecha de no volver a la Caria. Llevaba bien lo de ir siguiendo a los ejércitos, sobre todo si cada cierto tiempo recaían en un palacio. Le había cogido el gusto a la aventura de modo que al cabo de demasiados meses parados (el asedio era una pesadez) empezaba a echar de menos el movimiento.
—Eres inconstante como una mariposa —le había dicho recientemente Barsine.
Se refería a sus devaneos con los soldados, pero también se podía aplicar a lo demás: Nitetis tenía necesidad de ligereza. Lo que más odiaba en el mundo era arraigarse. Ella prefería sentirse impulsada por el viento de las circunstancias, por muy caprichosas que éstas fueran.
Y éstas no podían serlo más en los últimos tiempos.
—Ahora no es el momento, Sagoas… Hablamos después.
La dama de compañía volvía de su paseo matutino con un aire alegre y tras inspeccionar los alrededores para comprobar que no había nadie a la vista —y sobre todo ninguno de los guardias con los que tenía relación—, se despidió del grueso eunuco que la acompañaba dándole un beso en los pulposos labios.
—Tienes unas manos maravillosas… —le susurró al oído.
Satisfecho de haber podido demostrar sus habilidades, el eunuco le entregó el pequeño cesto lleno con diversas flores salvajes que habían andado buscando durante la mañana.
Era lo que les tocaba hacer juntos últimamente.
Unos momentos después la joven ya estaba en el interior de la tienda y se disponía a regar el suelo en torno a la bañera con el agua restante de la vasija. Como la había oído hablar con alguien, Barsine le preguntó con quién estaba y Nitetis se lo dijo.
—Me alegro de que te hayas vuelto a llevar bien con ese guardia —asintió la esposa de Alejandro—. Me parece un chico apuesto… Y ahora sal, y llama por favor a Melibea.
Barsine había tenido una mala noche a causa de los llantos de Heracles. Dejó su vestido azul y malva sobre un taburete y penetró con cuidado en la bañera de plata.
Era la que había pertenecido a Darío.
Alejandro se la había ofrecido la noche que sucedió a la batalla. Estaba llena de grabados en relieve que representaban la caza de un león. Por uno de sus costados el animal aparecía hostigado por los cazadores barbudos; por el otro, herido por cuatro flechas. A Barsine le daba pena el león moribundo. Por eso sus damas procuraban que quedara del lado que no se veía.
—Ahora mismo voy…
Mientras Nitetis llamaba a Melibea, Barsine se dejó llenar por las sensaciones: el día había amanecido caluroso y su piel agradecía el contacto con esa agua tibia donde se mezclaban aceites perfumados con una veintena de pétalos de flores.
Todavía pasaron unos segundos antes de que una mano encallecida apartara el cortinaje.
—¿Qué quiere, señora?
Melibea formaba parte del bagaje capturado. Los esclavos que no habían sido vendidos, los eunucos y las mujeres más hermosas de los serrallos, ahora emparejadas con los generales, habían pasado a engrandecer su séquito.
Era una oriunda de la isla de Quíos a quien los avatares de la guerra habían llevado a ser vendida en Susa donde se había convertido en una de las comadronas y nodrizas de la familia de Darío antes de que a éste se le coronase, cuando la colina en que se erigía el palacio sólo la veían de lejos, desde un barrio en la otra colina en donde sólo vivían artesanos y algunas familias nobles venidas a menos como ellos.
Era quien había ayudado a parir a su mujer. Y también quién se había ocupado de criar a Parisátide y a Estatira, a las que conocía como si las hubiera parido —mejor, incluso— y de las que contaba anécdotas bastante crudas.
Mientras permanecía al servicio de Darío tenía que morderse la lengua, pero ahora aprovechaba cualquier ocasión para soltar toda la bilis acumulada durante años.
A Barsine por lo general le disgustaba el oír hablar mal de la gente. Pero las Aqueménidas se lo habían hecho pasar tan mal durante sus meses de rehén en Susa que en este caso no podía evitar sentir cierto deleite, cosa que no había dejado de percibir la vieja esclava.
—Tráeme al niño, que lo voy a bañar…
Heracles descansaba entre telas de seda y cojines en el escudo recogido por el padre en el templo de Atenea en Ilión y ya empezaba a llorar. Melibea se acercó moviendo esas formas voluminosas que tan mal disimulaba su peplo, lo cogió en brazos y volvió sin dejar de acunarlo y de juguetear con sus manitas.
—Ya sonríe… Ay qué cosa más preciosa. Qué ricura… —se embelesaba. Sus rasgos eran agradables pese a esos labios agrietados tras los que asomaban dos dientes negros. Hacía tanto que vivía entre persas que cuando hablaba en su propio idioma parecía extranjera y a menudo mezclaba las dos lenguas—. ¡Y qué colores! De todos los que he cuidado es el más saludable. ¡Y qué buen carácter! Apenas llora…
—No tiene por qué. Dámelo, anda…
Melibea se lo tendió sin apartar la vista del crío. Mientras la boquita buscaba el pecho de la madre se acuclilló junto a la bañera, hizo un cuenco con la mano y refrescó su cuerpecito orondo.
Su trato había ido ganando en confianza hasta considerarse desde el nacimiento de Heracles como alguien imprescindible. El bebé se presentaba mal colocado y su intervención había sido providencial; y eso pese a la escasa delicadeza de sus manipulaciones. Cada vez que se acordaba de ello, a Barsine todavía le entraban ganas de llorar. Pero sabía que de no haber sido por la vieja esclava no habría sobrevivido.
Por eso le pasaba sus familiaridades.
De repente Barsine percibió entre las esencias de aceite su mal aliento y sintió una repentina necesidad de intimidad. Le dijo que los dejara, y eso no sentó bien a la esclava: a Melibea le habría gustado darle el baño ella misma, como había hecho con tantos otros.
Pero Barsine había dejado claro desde un principio que su relación con Heracles era especial.
—Como usted quiera, señora…
Melibea estaba tan confiada en su valía que ni se esforzaba en disimular su disgusto.
Se incorporó con una mueca: las rodillas le empezaban a doler.
Aquellas manos estaban perfectamente formadas. Sus uñitas en miniatura era lo que más le habían impresionado cuando nació. Era el cuarto hijo que le concedía Ahura Mazda, pero a los dos primeros los había tenido demasiado joven.
Habían sido partos más fáciles de los que, como la naturaleza es sabia, guardaba un recuerdo impreciso. Además enseguida había delegado en la vieja Dota, su nodriza de entonces. Y años después había alumbrado a una niña que nació muerta, una circunstancia a la que muchos achacaron el que a partir de entonces, para gran frustración de Memnón, no volviera a quedar encinta.
Barsine siguió todos los preceptos que ordenaba Zoroastro. Se encerró en la habitación más seca del palacio, a treinta pasos del fuego sagrado, del agua y a tres de su mago. Ingirió ceniza con orina de vaca (era la forma de expulsar a los
Dakhmas
, los demonios de Angra Mainyús, de su interior). Se alimentó durante varios días a base de leche de oveja y de cabra…
Pero nada.
La nada se prolongó durante años.
Hasta que aquel vacío se había llenado de la manera más inesperada. ¡El milagroso Heracles! Nació en pleno asedio, mecido por los impactos de las catapultas en la costa cercana. Al tenerlo en brazos no había resistido al deseo de amamantarlo ella misma. Las grietas le dolían, pero cada vez que lo nutría le embargaba una sensación de felicidad absoluta, de plenitud incontestable.
—Niño guapo… —musitó acariciando los ricitos que asomaban en su cráneo sin cerrar.
En la tienda, al otro lado del cortinaje de cuero, se podía oír a Nitetis y a Melibea comentando las nuevas del asedio con los eunucos. El persa de Melibea, tan lleno de vulgarismos, destacaba por encima de las demás. Ella y Nitetis sacudían el polvo de una alfombra.‘«Os digo que dos semanas… La escollera ya alcanza la isla. Y cada vez les cuesta más romper el cerco de nuestras naves para salir a pescar… ¿No es lo que te dice ese patán rabicorto que te gusta, niñita?» ’
Para Barsine aquello era como oír llover. Hacía muchas semanas que una cortina más espesa que el cuero los separaba a ella y a su hijo del resto del mundo. Sólo Alejandro conseguía penetrar de vez en cuando en aquella burbuja.
¡Cómo habían cambiado las cosas!
A ratos todavía la inundaba una sobrecogedora impresión de irrealidad. Temía despertarse y descubrir que todo fuera una broma macabra de Angra Mainyús y que todo se desvaneciera. El cortejo del Macedonio había sido una sorpresa. Al principio más bien molesta pero poco a poco más agradable. ¿Qué mujer, de todas maneras, habría podido rechazar a un hombre al que la mismísima pitonisa de Delfos calificaba de «irresistible»…?
Con Alejandro había comprendido cosas que con Memnón nunca realizó. A Memnón lo quiso profundamente. Lo respetó toda su vida. Jamás miró a otro hombre. Pero cuando sorprendía a alguna de sus doncellas entrando de madrugada con la felicidad inscrita en las ojeras se preguntaba cómo debía de ser aquello…
Con Alejandro lo supo desde un principio.
La primera vez que la tocó fue como si se despertara en su interior algo que llevara dormido durante lustros.
A sus cuarenta años, cuando ya pensaba que el deseo era algo del pasado, había descubierto una sensualidad imperiosa que en nada desmerecía de la de aquel cuerpo casi veinte primaveras más joven. Los banquetes que tan a menudo retrasaban su llegada no hacían más que incrementar con la espera su excitación y ni siquiera el intenso olor a vino en su aliento deprimían su apetito…
Pese a ello, cuando a los pocos días de haberse conocido le propuso que lo acompañara en su campaña, Barsine lo había dudado.
La decisión no era fácil. Además Cambyses se oponía rotundamente. Y eso pese a que se esmeró en hacerla parecer como la decisión más razonable en las circunstancias dadas…
Al final Cambyses había terminado por asentir.
Pero igual que cuando le justificó la necesidad de abandonar Susa. Con una resignación fatalista, llena de sordas protestas…
Y más adelante, mientras viajaban con los macedonios ella misma había sido la primera en sorprenderse con una preñez demasiado rápida. Alarmada, lo consultó con Nitetis, quien demostró tener bastante más experiencia de la prevista en esos asuntos.
Aun así habían esperado hasta que los síntomas fueron inequívocos, algo que ocurrió mientras Alejandro se restablecía tras haberse bañado en las aguas gélidas de un río montañés. Al monarca lo atendía su médico personal cuando por fin asomó la cabeza por la entrada de la tienda preguntando si molestaba.
—El día en que eso ocurra, será que mi muerte está verdaderamente próxima.
Su expresión se había iluminado como cada vez que se encontraban. A su lado, el médico permanecía lívido.
—Dásela.
Al hombre le temblaba la mano. Barsine cogió la carta.
… Es cosa de tu médico y de algunos de tus amigos más íntimos. Te daré sus nombres en cuanto mis informadores me pongan al tanto de la amplitud de la conspiración. No te fíes de nadie, Alejandro. Y menos que nadie de la esposa de un enemigo. No permitas que acaben contigo como han hecho con Artajerjes…
La misiva estaba llena de frases toscas, muy propias de una semianalfabeta que había aprendido tarde el griego. Barsine habría reconocido su caligrafía a la legua.
Cuando levantó la vista, el médico la miraba casi suplicante y a Alejandro le entró la risa. Tosió y vació la pócima de un trago.
—Ve y cuéntaselo a los macedonios, anda.
La expresión del galeno, según salía, era digna de verse y Barsine todavía esperó a que pasara entre los dos guardias de la entrada antes de sentarse junto al lecho e interesarse cariñosamente por la salud del enfermo.
—Espero estar en pie pasado mañana. No voy a darle a Darío el gusto de morirme…
Ella comprendió que esperaba su comentario a propósito de la carta, pero el tema ya lo habían agotado durante las últimas semanas. La épira se había opuesto a que se casaran. En sus misivas se dedicaba a recordar su esterilidad y una diferencia de edad que se vería demasiado pronto.
Piénsalo bien, hijo mío: ¿acaso puede la rana casarse con un renacuajo?
Había hecho lo que estaba en su mano para interponerse desde la distancia. Pero como el hijo le leía sus misivas, resultaba sencillo neutralizar su veneno.
Obviando el tema, le cogió la mano con la que él intentaba atraerla hacia sí y le dijo que tenía algo importante que anunciarle.
—¿Cómo?
El yaciente se incorporó como un resorte.
—Esto hay que comunicárselo de inmediato a los hombres. ¡Tolomeo!
La noticia fue recibida con alegría por todos los macedonios y en especial por los más viejos como Parmenión y Eúmenes.