El secreto del oráculo (48 page)

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Authors: José Ángel Mañas

BOOK: El secreto del oráculo
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—Le transmitiré a Alejandro lo que he visto, señora —dijo el mensajero.

II
El prisionero

A los pies del Parapámiso

Postrimerías del invierno de 330-329 a. C
.

1

Mientras tanto, en el otro extremo del mundo, la inhóspita cordillera conocida como el Parapámiso permanecía cubierta por un espeso manto de nieve sobre el que reverberaban los raros rayos de sol que perforaban las nubes de un horizonte pesado como un escudo.

Aquella geografía no ofrecía a la mirada ni verdor ni cultivo, tan sólo la blancura resplandeciente del hielo que con su despliegue de fantasiosos carámbanos adornaba los picachos que amenazaban por doquier al cielo.

Ningún pájaro anidaba allí. Ningún animal merodeaba por los parajes.

La población se concentraba en pequeñas aldeas dispersas al pie de las montañas. Eran gentes grises y resignadas que pasaban buena parte del año encerradas con las provisiones acumuladas durante el buen tiempo.

Sus casas las remataban pequeñas cúpulas por las que escapaba un humo incesante. En un principio se habilitaron unas pocas para las mujeres de los generales. Pero pronto también las ocuparon los soldados y hasta Calístenes, que en invierno solía pasearse con las piernas al descubierto, se había refugiado en aquella misma choza en la que durante el día les leía y comentaba fragmentos de Homero a los hijos cada vez más crecidos de los hipaspistas.

Y era en el interior de lo que había sido un antiguo granero, en la aldea principal, donde se hallaba prisionero Autofrádates.

El rodio colgaba de dos cadenas que se elevaban hasta unas argollas en el inclinado techo. Sus musculosos brazos permanecían en alto y formaban una uve mientras su cabeza, entre tos y tos, se reclinaba en una posición que le permitía dormitar a trechos.

Más allá de la hoguera que lo mantenía con vida, la celda estaba vacía con la salvedad de algunos sacos de grano y de una montaña de madera troceada.

Se escuchaban los resoplidos de los caballos en el establo, los pasos de los carceleros que de cuando en cuando comprobaban que la lumbre siguiera encendida.

Pero el prisionero podía hacer abstracción de todo aquello.

Lo que no conseguía evacuar de su conciencia era la acuciante sensación de derrota…

2

La historia era sangrante.

Desde que se habían visto obligados a iniciar su retirada, la degradación en la disciplina de las tropas, tal y como predijo Artábazo, había ido en aumento, y cuando se encontraron arrinconados en el Parapámiso empezó el conflicto.

Al otro lado de las montañas les aguardaba Beso, el cual había reunido no sólo a los hombres de Bactriana, sino también a todos aquellos sátrapas rebeldes que por una u otra razón iban huyendo delante de los macedonios.

El rodio veía en la situación un aliciente.

—Nunca se lucha mejor que cuando se está entre la espada y la pared.

Se calentaban junto a la hoguera en el interior de una cueva.

Fuera el viento silbaba. Arreciaba la ventisca. La nieve caía silenciosa y apretada.

Autofrádates luchaba para no abandonarse a la gélida sensación de desamparo.

—Resistiremos como un gato panza arriba.

Pero los jonios no compartían su determinación. Le hicieron ver que cada vez se alejaban más de su tierra sin que se viera un final claro a su resistencia y que con el frío habían perdido a más de un hombre. Muchos estaban mal calzados y tenían los dedos congelados: si no fuera por las bajas temperaturas se les habrían gangrenado.

Autofrádates los escuchó ceñudamente. Él ya veía que se le habrían amotinado de no ser porque al despertar por la mañana comprendieron que los montañeses que los habían acogido previo pago de un considerable tributo habían desaparecido.

Algo después una compañía macedonia rodeaba el monte.

El incendio de los pelados árboles los obligó a salir de su madriguera y la lucha heroica con que soñaba se convirtió en una miserable escaramuza con la batida consiguiente para cazar a un máximo de huidos. Muchos jonios se entregaron y Autofrádates se vio reducido a marchar entre hombres encadenados como en la peor pesadilla.

Era el momento esperado por Pérdicas, quien no cabía en sí de satisfacción.

3

Siguieron dos larguísimas jornadas en medio de una grisura insoportable, andando con los pies enterrados en la nieve. El frío les helaba las extremidades y alguno tuvo que amputarse los dedos.

—¡Matad al que no pueda continuar! —ordenó Pérdicas—. ¡A todos salvo a éste!

Al tercer día bajaron al llano donde los esclavos trabajaban junto a las murallas en cimientos de la futura Alejandría del Cáucaso, al sur de una aldea ocupada. Cuando los vieron pasar, dejaron sus tareas y se pusieron a rezar pensando que se trataba de un ejército de espectros subido del propio Hades, tan tétrico era su aspecto.

Pérdicas depositó a los prisioneros en las barracas y se lo llevó sólo a él.

—¡Mátame!

Autofrádates se había detenido en seco. Pero su resistencia sólo consiguió que se rieran. Lo empujaron de mala manera hasta la vivienda del antiguo jefe de la aldea. Le tiraron de la cadena que llevaba al cuello.

A la puerta había un hombre desfigurado que se las apañó pa ra obligarlo a arrodillarse.

4

—¡Arriba! —dijo la más aborrecida de las voces desde lo alto de unas babuchas.

Ésa no era la forma en la que contaba con que se encontrarían. Pero el rodio se crecía en la adversidad. Sintiendo los pies resquebrajados por el frío, se incorporó y miró a su enemigo con todo su odio acumulado. Respiraba con la pesadez de un toro y no apartaba sus ojos negros.

El Macedonio se había vestido de Gran Rey. No faltaban ni la cidaris ni el anillo imperial. Y a un lado, entre sus hombres de confianza, estaban Artábazo y sus hijos.

Pero lo peor era que su antiguo lugarteniente permanecía cruzado de brazos detrás de él.

Autofrádates tenía la impresión de vivir una pesadilla. ¿Acaso era el último hombre digno sobre la tierra? ¿No le habían jurado todos fidelidad eterna a Darío?

—Ya lo estás viendo —dijo Alejandro—. Tu lugarteniente me ha reconocido como rey y disfruta de su libertad…

Farnabazo mantenía una expresión neutra.

Desde que Autofrádates hubiera abandonado el campamento de Darío, él lo había tenido claro. Su decisión no por dolorosa era menos firme y una vez coronado Alejandro le servía con la misma fidelidad con que había servido al Codomano. Era cuestión de principios, no de oportunidad. Eso le permitía afrontar con entereza la mirada de aquella fiera salvaje en que se había convertido Autofrádates.

Es la más dura lección,
pues no existe ya traición
cuando todos la cometen…

—Él y Artábazo me han pedido clemencia para ti…

—No la tengas.

—… Barsine también me ruega que tenga contigo la gracia que no tuve con Cambyses. Le he dicho que eres un hombre valiente. Si me reconoces, vivirás.

Hacía ya tiempo que Autofrádates había recibido noticia de la ejecución. Le había dolido pese a que de alguna manera dignificaba retrospectivamente a Cambyses. Había soñado con él durante unos días. Pero después desapareció de su conciencia.

—Sería un error… —gruñó—. Aprovecharía el primer momento para vengarme…

—No te dejes cegar por tu orgullo. Te voy a hacer una única pregunta, y me basta con tu asentimiento: ¿me reconoces como rey de Persia, Autofrádates, hijo de Memnón?

—Nunca…

—Piénsatelo bien. De aquí te llevarán a una celda de la que sólo saldrás si sigues el ejemplo de tus amigos y familiares. Desde que he empezado esta conquista hago lo posible para ganarme a mis súbditos. Todos los presentes lo pueden atestiguar. Me dolería que un guerrero al que respeto no se aviniera a aceptar mi gracia…

La mirada bicolor se fijó en el prisionero.

—Te trataré como a un hermano. Tendrás los mismos privilegios que con Darío y también el mando de mi nueva flota, con la que controlarás el Egeo. Mantendrás jurisdicción sobre todos sus puertos. Y ahora que conoces mis condiciones, te lo repito una vez más. ¿Me reconoces como rey de Persia, Autofrádates?

—Jamás…

Se había levantado el mismo rumor que cuando el propio Alejandro despreciaba las ofertas de Darío. Era un sentimiento que el monarca conocía bien. La indignación de los mediocres contra el alma grande y bien templada. Eso no hizo más que afianzar su respeto por el hijo de Memnón. Pero su papel ahora mismo era el de Gran Rey ofendido.

—¡Lleváoslo! —ordenó.

5

Desde entonces el rodio había tenido ocasión de recordar las enseñanzas paternas. «
La voluntad se templa con el dolor. Recuérdalo, hijo mío. No hay hombre sin dolor.»
¡Qué bien lo sabía! Porque él no pensaba darse por vencido. No permitiría que todos aquellos cobardes se lavaran la conciencia, que pudieran pensar que era como ellos. A él las torturas no le daban miedo.

—Quiero verte roto y gimoteando a mis pies como a la niñita de Cambyses. Ah, si lo hubieras visto colgando con esos ojitos de gallinita triste clavados en el cielo… —le había dicho durante la víspera el desfigurado. Le echaba encima su mal aliento y le acercaba una antorcha hasta casi quemarle la vista. Pero la mirada de Autofrádates se mantuvo clavada en los gavilanes de sus muñequeras—. Me gusta. Eres tozudo como tu hermano. Pero me acabarás rogando que te permita encontrarte con él. Es una cuestión de tiempo…

La cabeza hirsuta se removió en la oscuridad. ¡No! Un hijo de Memnón jamás le daría esa satisfacción. Cambyses era vacilante, no cobarde.

No.

La negativa iba creciendo en su interior.

No…

Cada nuevo «no» era como un martillazo que templaba el ánimo.

¡No!

El tebano mentía.

¡¡No!!

Cambyses no lo había hecho.

Y él tampoco cedería. Ésa sería su victoria póstuma…

De pronto alzó la vista.

Oía ruidos. Pequeños movimientos en uno de los rincones. Entre los sacos de grano. No veía bien con los ojos hinchados. Pero no hacía falta…

¡Las ratas!

Le entraron ganas de reír.

No era la primera vez que salían, aunque hasta el momento se conformaban con levantar sus cabecitas desde la distancia: un movimiento de cadenas bastaba para asustarlas. Pero esta vez el meneo de ferralla no surtió efecto. Estaba muy debilitado y los animales se daban cuenta. Clavaban en él unos ojillos alumbrados por el fuego.

—¡Fuera!

Su voz espantó al bicho más atrevido. Era el más grande de todos. Retrocedió, pero enseguida dio media vuelta.

—¡He dicho que fuera!

El animal no huyó sino que se acercó aún más meneando el rabo. Autofrádates le permitió olisquear los mugrientos dedos que asomaban entre los jirones de sus botas. Sus bigotes le hacían cosquillas. Conteniendo su tos, levantó la planta del pie hasta que los bigotes acariciaron el interior del puente. Unos momentos después un dolor agudo le recorrió todo el cuerpo. Pero su apagada exclamación fue poca cosa comparada con los chillidos que soltó la rata moribunda al sentir que le aplastaban la cabeza.

Cuando alzó la mirada, las demás habían desaparecido.

—Todos igual de cobardes… —masculló.

En ese instante oyó pasos que se acercaban.

Se desatrancó la puerta, chirriaron los goznes, una ráfaga de viento gélido estremeció la hoguera.

—Tienes visita… —dijo una voz conocida.

Era el hombre sin nariz. El que decía haber visto a Cambyses rogando para que le diera la muerte tras haberlo sodomizado con un hierro candente. A Autofrádates le habría gustado tenerlo delante en un campo de batalla. Poder acuchillarlo lentamente. Verlo arrodillarse, agarrarlo por los pelos y arrancarle de cuajo la cabeza…

A sus espaldas acababa de aparecer una figura tan odiosa como inconfundible. Debajo de su zamarra llevaba los mismos pantalones medos que cuando lo encerraron.

—Déjanos solos, Bitón…

Una nueva ráfaga acompañó el mutis del tebano.

6

Autofrádates levantó la cabeza. Los movimientos del Macedonio eran pesados y torpes.
Está recién salido del banquete
, pensó. Era como si lo hubiera visto. Bebiendo de su rhyton acompañado de todos los suyos. ¿Estarían Farnabazo y Artábazo también a su lado? ¡Qué importaba! La mirada del prisionero se nutría con la fuerza del despecho. El recién llegado avanzó una mano hacia la temblorosa llama que iluminó su rostro. Sus botas estaban humedecidas por la nieve.

—Hueles mal —murmuró.

El rodio luchó por contener unas toses que no dejaban de empeorar.

—Huelo a hombre, y ese olor te fal…

Antes de que acabara la frase Alejandro ya le había cruzado la cara con el dorso de la mano. El golpe sonó seco, limpio como un latigazo. El aliento cargado y los ojos enrojecidos delataban la embriaguez del monarca. Procuró calmarse. Pero su bofetada no había conseguido más que reafirmar el rictus despectivo del prisionero.

—Puedes matarme pero no doblegarás mi ánimo. Mi espíritu es libre…

El cuerpo de Autofrádates sufría pero su mente se enredaba con el humo y salía por la chimenea hasta alcanzar las cimas de aquellas blancas montañas por donde muy pronto se reuniría con los manes de su padre. Si los dioses no les dejaban un lugar lo suficientemente digno, entonces cruzarían el puente Chinvat para instalarse en los dominios de Ahura Mazda. Tanto le daba lo uno como lo otro.

—¿Cómo puedes tener aún el valor de hablar?, ¿cómo puedes mostrarte tan obstinado?

Alejandro había esperado encontrarlo amansado y dispuesto a recibir su clemencia. Confiaba en que acabaría reconociéndolo. Pensaba que era cuestión de no arrinconarlo, de tenderle una salida digna a su amor propio. Pero ahora comprendía que el vino le había jugado una mala pasada y que había idealizado este encuentro.

—Porque soy un hombre. Y porque soy el hijo de mi padre.

—Memnón está muerto. Yo lo vencí…

—Tú no lo venciste.

Había una recalcitrante determinación en la voz.

—Yo lo vencí —dijo Alejandro—, y por eso tú estás aquí. Eres prisionero de mi voluntad. Cada día que pase no puede ser para ti más que un tormento. Si te liberara ahora tus pies no te llevarían más allá de una decena de pasos sin que te derrumbaras. Pero tú sigues mugiendo como un toro bravo. Ningún dios vendrá a ayudarte. Ríndete a la evidencia, Autofrádates. Los dioses están conmigo, no contigo.

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