El secreto del oráculo (51 page)

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Authors: José Ángel Mañas

BOOK: El secreto del oráculo
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VI
El adiós de un filósofo

Postrimerías del invierno

de 330-329 a. C
.

De Aristóteles a Alejandro, salud
.

Te escribo desde la prisión en la que me sigue reteniendo Antípatro. ¿Vas a desvelarme de una vez mi suerte? ¿Vas a cometer conmigo la misma felonía que con Parmenión? ¿Vas a mandarme ejecutar como hiciste con él sin tan siquiera escuchar su defensa?

¿Te crees que no cuento yo también con espías capaces de hacer llegar hasta mis oídos todo lo que has querido esconderme?¡Ay de ti, Alejandro! Tu lugarteniente era el único que se atrevía a ser sincero. ¿No has entendido que los demás envenenan tus oídos con infames lisonjas? ¿Qué te pudo ofender, insensato? ¿Que dijera la verdad? ¿Que me escribiera? ¿Que guardara tu tesoro de las jóvenes manos que desean robarlo?

¿Por eso merecía que le apartaras la mejilla cuando se acercaba a besarte? ¿Por eso mandaste degollarlo a traición como a un vulgar felón? ¿Tú, que pretendías ser el ejemplo del mundo, el faro de la filosofía, has cometido semejante vileza sin nombre?

¡Cómo has podido caer tan bajo! ¿Para tan poco han servido mis enseñanzas, malvado? ¿Has olvidado que quien prueba las entrañas humanas se convierte en lobo? ¿No has comprendido al cabo de los años que la violencia desenfrenada no lleva a ninguna parte? ¿Que aunque esclavices al mundo entero, si lo haces en tu único interés sólo conseguirás que con tu muerte tu imperio se deshaga y se desvanezca como el humo?

¿Cuántas veces te he repetido que tu victoria habrá de ser política o no será?

Ay de ti si todo lo que llega a mis oídos es cierto, Alejandro. Porque desconsiderando mis preceptos vas camino de convertirte en un ser odioso para tus súbditos y para ti mismo
.

Sabe, hombre desgraciado, que las pasiones que suscitan la desmedida jamás se ponen de acuerdo. Ellas conseguirán que pases ante las futuras generaciones como un injusto tirano que merecerá el oprobio generalizado
.

Terminarás solo, cual fiera temida por todos
.

¡Que Zeus se apiade de tu alma!

C
APÍTULO DÉCIMO
LA LOCURA DE ALEJANDRO

Donde asistimos a más conquistas y a más hybris
.

Con la llegada de la primavera, los macedonios han cruzado las montañas más altas de la tierra para reducir a Beso.

Su juventud, su constante fortuna y sobre todo los aduladores, plaga de las cortes que rodean y rodearán por desgracia a los reyes, pueden desculpar las tristes consecuencias de sus arrebatadas iras y la complacencia con que imitó el lujo de los bárbaros. […] Tampoco el haberse dado origen divino es a mi parecer un delito imperdonable. Quizás con eso sólo trató de robustecer su autoridad e inspirar más respeto a sus súbditos. […] Usó el traje de los persas, es cierto, pero fue por política, para parecerles menos extranjero. […] Y en fin, si gustaba de largar convites, no era por afición a la bebida, sino por complacer a sus amigos, pues según cuenta Aristóbulo bebía muy poco
.

A
RRIANO,
Las expediciones de Alejandro

I
Bactriana y Sogdiana

Primavera de 329 a. C
.

1

—No hay nadie…

Bajaban por la vertiente norte de la cordillera y por el estrecho paso por el que les tenía que haber estado esperando el rebelde Beso no había, efectivamente, nadie.

Para poder arrancar la campaña habían tenido que aguardar hasta que la primavera derritiese la nieve y el hielo que aprisionaban la tierra y que ésta volviese a asomar su rocosa faz y que los árboles recuperasen el color de la vida. Cuando se pusieron en camino, Alejandría del Cáucaso ya era algo más que un proyecto: sus murallas crecían sólidas y ortogonales; en el templo las columnas, altas como tres hombres, sólo esperaban ser cubiertas con traviesas. Por delante les quedaban muchas jornadas y en previsión de ello habían soltado todo el lastre posible aunque aún arrastraban tras de sí esa multitud de vehículos que los habían retrasado mientras culebreaban, a veces en fila india, al ritmo que permitían los senderos cada vez más estrechos a los pies de unas cornisas escarpadas y llenas de recovecos donde anidaban las águilas majestuosas y los buitres leonados.

Con la nueva campaña, los macedonios comprobaban con satisfacción que su rey volvía a preferir la compañía de Hefastión y de Eúmenes a la de Artábazo y Farnabazo. Eso lo interpretaban como una vuelta a la sensatez, y la mayoría achacaban a la inactividad los últimos ataques de locura.

—Nos pasa a todos. Le hace falta moverse —le dijo Bitón a Nicias, quien de vuelta de su viaje ya se había reincorporado a la guardia.

En general la muerte de Autofrádates no dejaba de ser comprensible visto su empecinamiento en rechazar cualquier gracia. Y en cuanto a la partida de Barsine, no había sido tomado ni bien ni mal, si acaso más bien que mal por quienes preferían tener a su rey concentrado en la campaña. Y era cierto que mientras permanecía absorto en la marcha Alejandro bebía con moderación y que consecuentemente su carácter mejoraba.

Poco a poco, a medida que se iban adentrando en la cordillera, el camino se había ido haciendo más dificultoso. Los senderos serpenteaban y en algunos lugares llegaba a desaparecer entre grupos dispersos de piedras caídas que a menudo tenían que apartar. Si en un buen terreno recorrían hasta un centenar de estadios diario, allí no avanzaban más allá de treinta o cuarenta. Y la fila india era tan alargada y ocupaba tal distancia que había días en los que cuando montaban sus tiendas los últimos no acampaban mucho más allá de donde lo habían hecho los primeros la víspera.

Por fin, al cabo de unas semanas, Alejandro consultó a Eúmenes una cuestión importante. Se alejaron de las hogueras y le explicó que a decir de los que conocían la región había dos desfiladeros que conducían a Bactriana. Uno, el de mejor acceso, junto a la aldea de Aornos, resultaba idóneo para un ejército tan grande. Pero también era donde se concentraría necesariamente la mayor parte de los enemigos.

—¿Y el otro…?

La frente de Eúmenes tenía dos grandes arrugas marcadas en uve. Su rostro se redondeaba en torno a unos ojos empáticos que no escrutaban sino que eran agua cristalina donde los caracteres se reflejaban con exactitud. Cuando oyó que el otro era bastante más difícil de acceso y que ofrecía riesgos mayores, se recolocó la clámide.

Estaban de noche y en plena montaña.

Eúmenes se frotó las manos y sacudió la cabeza.

—¿Para qué me pides consejo cuando sabes que al final tomarás la decisión que te plazca, Alejandro? Prefiero no dar mi opinión para que no tengas que despreciarla. Porque siento que ya has decidido: no pretendas convertirme en un segundo Parmenión.

Así se lo había dicho.

Y ahora volvía a recordarlo mientras a la salida del pasaje más difícil precedía a unos hombres que, preparados para el combate, se miraban los unos a los otros.

No hay nadie —repitió.

2

Quienes habían luchado en la Jonia aún se acordaban de cuando habían desembarcado en la costa y cuando, como ahora, habían esperado en la máxima tensión a un enemigo que no acababa de llegar.

Muchos observaban al hijo de Filipo como si acabara de obrar un nuevo milagro. Y pronto entendieron con júbilo que efectivamente Beso había decidido jugárselo todo a una sola carta y cubrir con la totalidad de sus hombres el otro paso, el que dominaba la aldea de Aornos.

No cabía otra explicación.

Para el bactriano debía de ser una evidencia que no se arriesgarían a quedar encajonados como ratas. Por eso había concentrado a todas sus tropas para no carecer de efectivos a la hora de la confrontación.

Pero pensar que el Macedonio no arriesgaría era conocer mal su carácter.

—Has vuelto a salirte con la tuya, Alejandro…

Y cuando bajaron al llano los primeros desertores que les salían al paso les confirmaron que, al comprender su error y al recibir noticia de lo numeroso que era su ejército, Beso, además, estaba empezando a retirarse a toda prisa a través de su satrapía.

—Tiene la intención de refugiarse en la margen septentrional del río Oxo —intuyó Artábazo—. En Sogdiana, la última región del Imperio.

—Aquí, más que reyes, lo que encuentro son pollos sin cabeza —observó Alejandro.

Libres, pues, de toda oposición, pudieron continuar a través de la fértil llanura bactriana, entre trigales y cebadales y prados de larga hierba, hasta llegar a la eminente Bactria.

En aquel rincón del mundo era donde había predicado, muchos siglos atrás, el profeta Zoroastro. Su culto estaba basado en los textos escritos en el idioma de la región y perduraba allí con gran fuerza y pureza. Bactria nunca había dejado de ser uno de los principales focos espirituales del mazdeísmo, la religión del imperio, y el objetivo de la peregrinación de no pocos fieles que acudían a la cuna del hombre al que Ahura Mazda había comunicado las bases eternas del recto actuar. Por toda la ciudad se veían docenas de torres preparadas para que, según los ritos prescritos, los cadáveres de los creyentes fueran ofrecidos desnudos a unos buitres que no dejaban de sobrevolarlos por decenas trazando silenciosos círculos sobre sus cabezas.

—Jamás había visto a tantas de esas bestias juntas. Para ellas esto debe de ser lo más cercano que hay en la tierra al paraíso —comentó Bitón.

Pese a su pasado esplendor, Bactria no era en los tiempos que corrían una ciudad rica. Había una mayoría de construcciones de una asfixiante miseria que asomaba detrás de cada esquina y amenazaba con engullir su belleza. Y sin embargo, en medio de aquel cerco de fealdad se erguía, con el mismo orgullo con el que una columna milenaria se mantiene intacta entre las ruinas, un palacio digno por su factura de los mejores artesanos del Imperio.

Aquélla era la morada del regicida Beso, quien, en previsión de lo peor, antes de viajar hasta el paso de Aornos con sus hombres había sacado de allí a su familia y la había trasladado hasta sus estancias de veraneo.

Nada más ocuparse el palacio, se ordenó que se destruyera todo lo que pudieran recordar a su anterior propietario y se penó con la muerte la mera mención de su nombre.

El gobierno quedó en manos de Artábazo y, tras haber permitido a sus tropas que disfrutaran de aquellos pasatiempos que hasta la ciudad más pobre sabe ofrecer a los soldados, Alejandro marchó con la práctica totalidad de los ejércitos hasta las orillas más cercanas del Oxo.

3

Era el Oxo un río profundo y ancho cuya espléndida envergadura estaba salpicada por diminutas islas donde anidaban las grullas. Un sinfín de pequeñas aves regalaba cada poco el espectáculo de un vuelo raso sobre el agua.

Los primeros hombres lo alcanzaron antes del mediodía y, tras comprobar que no les esperaba ningún enemigo en la otra orilla, se decidió que se instalarían junto al río.

Los envolvía un aire cálido que sólo refrescaba en la proximidad de la corriente. Había que escoger entre los mosquitos y el calor, un dilema que pronto zanjaron los oficiales al anunciarles que esa tarde no montarían las tiendas sino que las desharían y coserían sus pieles las unas con las otras.

—¿No habéis oído? Bajad las pieles de los carros y aplicaos con las agujas que os distribuyan.

No había suficientes bosques en la región como para construir un puente y la idea se le había ocurrido a Farnabazo. Enseguida se dedicaron a coser con unas gruesas agujas del tamaño de un broche y unos cordajes de cuero del ancho de un dedo todas las pieles que iban extendiendo sobre la orilla para calcular la superficie necesaria. Al final se estimó que para el ancho bastaría con diez pasos para que cruzaran los carros más grandes, y el largo sería el del río.

Y así, durante unas horas, fueron cosiendo aquel largo rectángulo de tela que pronto adquirió las dimensiones deseadas. Entonces echaron encima paja seca y montones de forraje que encontraron por los alrededores, plegaron de nuevo la tela sobre sí misma y se cosió todo de manera que no quedaran aperturas.

El fruto de sus esfuerzos fue una pasarela flotante que desplegaron de orilla a orilla en medio de la expectación de las tropas. Una tosca alfombra por la que, una vez comprobada su consistencia con el mayor de los carros, fueron cruzando a lo largo de cinco días, con una inevitable lentitud dada la precaria estabilidad, los soldados, los caballos y el resto de los carros aligerados estos últimos de su carga.

Y a la quinta noche, estando ya todos en la otra ribera, los generales volvieron a reunirse.

4

La noche era clara y habían sacado las mesas. Una arbolada los escondía de la corriente. Se oía el croar de una rana cercana y los ruidos apresurados de las bestias ribereñas nocturnas. Un par de lámparas de aceite avivaban el tablero en torno al que se habían instalado.

Quien habló primero fue Farnabazo.

En su rudimentario griego aclaró que durante las jornadas pasadas en Bactria había recabado informaciones sobre lo acontecido en el bando enemigo.

—Por lo que tengo entendido, la mayoría de los bactrianos ha terminado por abandonar a Beso. Al cruzar el Oxo han acudido a recibirlo los señores sogdianos con los que su familia tiene un trato centenario. Pero los hombres de esta región desconfían de sus vecinos y sólo lo han acompañado los sátrapas rebeldes.

»Eso es bueno para nosotros. Aun así os ruego que actuemos con la máxima precaución. Los sogdianos tienen fama de ser el pueblo más beligerante y cerril del Imperio. Ya te lo he recordado en alguna ocasión, Alejandro. Si me permitís una opinión —se giró hacia los demás para dejar claro que no se dirigía sólo al Gran Rey—, quizás la manera más acertada de hacerse con el territorio sea atraerse a los nobles afines a Darío y evitar una invasión frontal…

Los macedonios tomaron buena nota nota de sus observaciones y, tras trazar la ruta más conveniente, se discutió lo que se haría con Beso en el momento en que se lo capturara.

El asunto era delicado y Farnabazo dio a entender por qué era preferible entregárselo a los magistrados del Imperio.

—A Alejandro no le conviene aparecer ante los ojos de una población ya de por sí poco sometida a la autoridad imperial como un soberano injusto. En esas tierras no tendría la misma aceptación que en Mesopotamia o en los países persas.

Todos volvieron a asentir, y hasta Alejandro se mostró de acuerdo.

—Me alegro de verlo tan razonable —le comentó Eúmenes a Pérdicas según se encaminaban juntos, algo después, a sus respectivas tiendas.

Y al día siguiente iniciaron la marcha.

Durante la jornada no encontraron resistencia alguna. Pero las aldeas y campos arrasados por los que pasaban testimoniaban la presencia de un enemigo que ya había tomado sus medidas. Los bactrianos estaban nerviosos y Farnabazo se acercó a la cabecera del ejército para decir que aquello no parecía ya obra de Beso.

Alejandro no contestó, aunque palpaba el desasosiego de las tropas.

Y después todavía tuvo que pasar una nueva noche antes de que contactaran por primera vez con el enemigo.

Con el sol a punto de alcanzar su punto cenital penetraron en un terreno baldío y castigado por la canícula y la cabeza del ejército acababa de bordear un pequeño cerro cuando, de pronto, les salió al paso una pareja de jinetes.

5

Los dos hombres montaban en los pequeños y resistentes caballos de la región. Pese al calor, vestían los característicos pantalones gruesos de pelo de cabra y unas botas altas. De los costados pendía una funda para la curvada espada y a sus espaldas tenían, además de los pequeños arcos en los que eran tan diestros, unas hachas tomadas de los escitas a las que llamaban
sagarís
.

Por lo demás, su talla era menuda y sus rasgos ligeramente rasgados resultaban exóticos no sólo a los griegos sino a la mayoría de los habitantes de las tierras medias del Imperio. Al fin y al cabo no hacía tanto que se gobernaba aquellas regiones limítrofes.

—¡Salud! —exclamaron.

Su persa ponía de manifiesto que en algún momento habían frecuentado la corte de Darío.

—Traemos noticias para Alejandro.

—Yo soy el Gran Rey Alejandro —repuso el aludido adelantándose junto con Farnabazo y Hefastión.

Los emisarios lo ojearon con desconfianza.

Corrían tantas leyendas a su respecto, que casi esperaban encontrarse con un gigante de dos metros y no con aquel rubio de complexión delgada y rubicundo semblante tocado con un turbante oscuro como el que estaba obligando a utilizar a sus griegos y que contrastaba con la coraza de forja ateniense.

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