Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
El conjunto debía de resultarles bastante peregrino, porque se tiraron un buen rato escrutándolo silenciosamente. Lejos de tenerle miedo, lo observaban con cierta ladinería burlona.
Por fin, transcurridos unos instantes, el mayor de los emisarios se decidió a romper el silencio.
—Queremos pactar la entrega de Beso y de los restantes rebeldes. Si los quieres, los tendrás a cambio de que retornes con todos tus ejércitos por donde has venido.
Los caballos resoplaban de impaciencia. Sus sombras se removieron en el suelo. Los macedonios esperaban en silencio. Volvían a oírse los grillos.
Alejandro consideró aquello mientras apaciguaba a Bucéfalo, que soltó un relincho.
—Sólo me interesa Beso —dijo—. ¿Quién me lo entrega?
—Poco importa. Sogdiana.
El mayor de los dos hombres no parecía un mero mensajero: su autoridad natural lo distinguía de su compañero cuya actitud respecto a él era claramente sumisa. Podía ser uno de los señores locales que habían acogido a Beso, consideró el monarca. Pero efectivamente poco importaba, concluyó con un deje de involuntaria irritación.
—¿Dónde me lo entregaréis?
—Donde tú quieras. Pero has de darnos tu palabra de que te retirarás con todo tu ejército. Sogdiana no necesita Gran Rey. Ni persa, ni macedonio.
Alejandro hizo un esfuerzo para morderse la lengua.
—¡Tienes mi palabra! —clavó en él una mirada iracunda al tiempo que Bucéfalo removía sus inquietas patas.
—Entonces di cuándo y cómo quieres que se te entregue.
—Quiero verlo desnudo y encadenado con un collar de hierro en la orilla de esta ruta por la que seguiré hasta que me lo encuentre.
Los dos hombres dijeron que así sería, y partieron al galope.
Instantes después, el ejército volvía a ponerse en marcha.
A última hora de la tarde pasaron por una nueva aldea arrasada.
En el centro de la misma, entre las cenizas, había un centenar de cadáveres empalados en estacas de madera. El viento cambiaba de dirección, llevándoles el olor de la muerte fresca. Muchos estaban semidesnudos y con las cuencas de los ojos vacías. Eso igualaba su expresión. Alrededor de las estacas se podían ver las diferentes armaduras. Algunos con el oso levantado sobre sus patas o la cabeza de lobo que emblemizaban respectivamente a las satrapías de Aracosia y Drangiana.
Eran los dignatarios que se habían unido a Beso durante el invierno. Los buitres se habían cebado con ellos y más de uno todavía volaba en grandes círculos sobre el festín celebrado.
Se trataba de una señal de advertencia. Pero Alejandro lo interpretó a su manera.
—¡Miradlos bien —se encaró con sus hombres—, porque así acaban todos los rebeldes!
Pasó la noche y arrancaron una nueva marcha con la frescura del alba.
La espera cansaba a los hombres más incluso que la propia lucha y muchos empezaban a irritarse cuando, al filo del medio día, se toparon con una fosa excavada a un lado del camino.
Lo señalaban varios túmulos de arena fresca amontonados apresuradamente por sus cuatro costados.
Alejandro dio el alto y mientras la orden se repetía de regimiento en regimiento en ocho idiomas diferentes, él y Hefastión se acercaron a caballo hasta el borde del agujero.
Éste no databa de hacía más de medio día y tendría una profundidad de dos hombres. El sol caía a plomo iluminando una figura encadenada de pies y manos a quien una gruesa argolla ceñía el cuello por debajo de la barba.
Era el antiguo sátrapa de Bactriana, el hombre que tras traicionar la confianza de su soberano se había hecho coronar demasiado pronto como Artajerjes IV.
Procurando mantenerse indiferente a su presencia, Beso permanecía sentado y cruzado de piernas en una postura de resignación casi desdeñosa.
Estaba semidesnudo; los jirones apenas le cubrían las partes.
Podría haber sido un mendigo, de no ser por su actitud y por la finura de su piel. Su torso mostraba cicatrices de cuchilladas. Sus brazos estaban cubiertos de hormigas, al igual que sus pies inmóviles.
Al oírlos llegar ni siquiera alzó la vista.
Desde lo alto de su caballo, Alejandro lo contempló con el más profundo desprecio.
Aquélla era la alimaña que se había apoderado de la confianza de su señor legítimo al que había raptado y acuchillado a través de una alfombra. Semejante infamia apartaba de su mente toda posible compasión. Desde que el Codomano falleciera Alejandro no había dejado de soñar con este momento que ahora le parecía casi pobre.
Con un último resoplido de desdén, tiró de las riendas y se dirigió de vuelta hacia la ruta.
—¡Que se lo lleven a Bactria! Que Artábazo se encargue de que lo juzguen y lo condenen a muerte —le ordenó a uno de los generales persas que se le acercaba.
A continuación se giró hacia sus hombres.
—¡Seguimos! —ordenó con su acostumbrada energía.
Sogdiana
Primavera de 329 a. C
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Esa noche mandó buscar a su secretario. Al ver a Beso en el fondo del foso había optado por guardar un digno silencio. ¿Qué tenía que decirle al fin y al cabo un soberano como él a semejante felón? Pero a medida que dictaba constató que la escritura transcribía malamente la grandeza de su silencio y al final optó por introducir unos diálogos que fijaban mejor para la posteridad su imagen de conquistador justiciero. Desde que estaban en el llano utilizaba la tienda del difunto Darío y había dictado desde el interior de la bañera. Cuando se puso en pie, chorrean do agua caliente y perfumada, sus eunucos se acercaron a secar lo y mientras lo vestían le preguntó a Eúmenes qué le había parecido.
—Estupendo —dijo éste.
—«Estupendo» —se burló el monarca—. Dices estupendo a todo lo que digo. ¿No tienes más vocabulario?
Eúmenes levantó la vista.
Lo apuntaba todo en una tabla sobre sus rodillas: el rollo alisado estaba sujeto con pinzas de hierro y el pequeño tintero quedaba en el suelo. Él prefería que se explayara a sus anchas y luego terminar de redactar a solas. El resultado solía ser menos grandilocuente pero más ajustado a los hechos: a él le gustaban las verdades desnudas.
—Tengo el vocabulario que me permite la prudencia, que es más limitado que el de la sinceridad —observó—. Algo que, de todas maneras, no suele ser del gusto de los reyes.
A Eúmenes le molestaba el repentino salto de humor, pero no parecía impresionado y lo tomaba por lo que era: una nueva agitación de ese mar emocional que en algún momento se había embravecido. Él había sido uno de los hombres que lloraron de felicidad al ver a Alejandro sentado sobre el trono de Jerjes. Pero desde entonces su entusiasmo, al igual que el de muchos de sus compatriotas, se había mitigado bastante.
—«Estupendo». No me mientas. A ti y a Parmenión sólo os parecía bien lo que hacía Filipo. Ahora quiero saber qué piensas de mi campaña. Y procura no esconderte, porque lo notaré.
—No hace ninguna falta. Tus proezas son ya proverbiales, Alejandro —contestó tranquilamente el secretario—. Ningún conquistador antes que tú había llegado tan lejos…
Aquello pareció satisfacer al monarca, quien moderó su tono. Ahora volvía a ser el hijo de Filipo confiándose a un amigo de la familia. Confesó que había días en los que sabía que podría llegar al fin del mundo. Montaba sobre Bucéfalo, miraba a sus hombres y se sentía omnipotente como el sol. Y sin embargo en otros se sentía como un mero mortal cuya vida no fuera más importante que la de un gusano
Mientras uno de sus eunucos le cortaba las uñas, le preguntó qué pensaban de aquello sus macedonios. El viejo secretario sintió que lo ponían en un compromiso. No podía desvelar el creciente malestar so riesgo de excitar su cólera, así que optó por ceñirse a una verdad a medias. Dijo que los hombres pensaban que era el mejor general, y que muchos lo seguirían hiciera lo que hiciera hasta la muerte.
—¿Ya ha quedado olvidado lo de Parmenión?
Alejandro se mostraba repentinamente interesado.
—Reconozco que no del todo —repuso Eúmenes con cautela.
Él y Parmenión habían sido amigos. Ambos eran veteranos de las campañas de Filipo, supervivientes de unos tiempos en los que Macedonia era una tierra de pastores, cuando los griegos todavía se reían cada vez que se reclamaban descendientes de los aqueos. La ejecución le había dolido profundamente, pero prefería pensar que la gravedad de la conspiración de Filotas excusaba el exceso de mano dura.
—Pero la conquista de Sogdiana hace que se concentren en el presente.
El eunuco había concluido, y Alejandro llamó con unas palmadas a los demás. Era el mismo gesto que solía hacer Otanos, quien también se asomó y al ver que todo estaba concluido descorrió el pesado cortinaje.
—Dile a uno de estos gordos que lleve las cosas de mi secretario a su tienda —ordenó Alejandro.
Fuera, les esperaba una agradable noche primaveral. Las estrellas titilaban sobre un fondo de terciopelo, y corría una ligera brisa. Tras inspeccionar las cocinas se dirigieron a la antigua tienda de Alejandro, que ahora se montaba para los banquetes.
Los miembros de la vieja guardia acogieron a Eúmenes y ocuparon un extremo de la mesa mientras que los jóvenes rodea ron al monarca, como era habitual en esas reuniones, y pronto empezaron las fanfarronadas.
Aquella noche el principal blanco de las chanzas fue el vencido Beso. A la hora de denigrarlo los presentes competían en crueldad e ingenio.
—Has sido demasiado clemente, Alejandro —bromeó Pérdicas—. Yo le habría cortado las orejas y la nariz. ¡Lo habría dejado como a Bitón!
—Calla, mozalbete. ¡Mejor tener rota la cara que el culo, como es tu caso!
La réplica provocó un alud de risotadas y preludió una clásica batalla de pullas entre la vieja guardia y los jóvenes leones. Entre las cuchilladas verbales destacaban las de Bitón, quien compensaba la fealdad de su rostro con un ingenio aguzado.
Alejandro también se dejaba llevar por la euforia del vino. Hacía ya días que alardeaba ante sus hombres de lo mucho que había superado a Filipo. Decía que la victoria de Queronea se debió a la carga furibunda con la que él y Hefastión destrozaron al Batallón Sagrado.
Aseguraba que Filipo estaba celoso de su gloria; que por eso se había apropiado la victoria. Y de paso ese día se burló de la ocasión en la que, herido en el muslo, se había hecho el muerto en mitad de una refriega con el objeto de escapar de unos bandidos.
—¡Tendríais que haber visto el asombro de todos aquellos zopencos cuando se incorporó al amparo de mi escudo!
El relato fue coronado únicamente por las risas más jóvenes.
En su extremo de la mesa la vieja guardia se removía. Algunos se miraron, y al rato una nueva chanza colmó el vaso.
Al final fue Eúmenes quien asumió la responsabilidad de aguar la fiesta.
—Siento tener que decir que no me parece bien que se rebajen los méritos de Filipo —dijo el viejo secretario—. Y además, los aduladores imberbes harían mejor en callarse y en dejar reposar los huesos de sus mayores.
Su gravedad rompía la atmósfera festiva y varios rostros alumbrados por el alcohol se volvieron hacia él. Muchos no comprendían lo que ocurría. Pero Eúmenes permanecía impertérrito: había dicho lo que tenía que decir. Y enseguida el avispado Bitón, con unos ojos chispeantes de malicia, se encargó de recolocar el debate en el tono zumbón que le correspondía.
—¡So, Eúmenes!
En sus manos relucían las muñequeras egipcias de Filotas.
—¿A dónde vas con esas caras? Estos cachorros van a pensar que la seriedad es cosa de viejos decrépitos. Pero tienes razón en que Alejandro últimamente anda muy subido a la parra. Ya no se acuerda de los versos de su admirado Eurípides.
Fueron los griegos quienes con su sangre conquistaron la victoria, mas el honor recae sobre su jefe triunfador…
—Yo sólo admiro a Esquilo. Pero no te estarás burlando de mí, ¿verdad, Bitón?
—¿Yo? ¿Del Gran Rey? Zeus me libre. ¡Prefiero conservar la cabeza!
En la cumbre de sus grandezas desprecia al pueblo.
Él, que sin embargo no es nada sin él…
Alejandro se reía para no romper la fraternidad del momento. Pero en su cerebro empezó a hacerse a la idea de que aquello no era sólo humor.
Terminó su copa de un trago y soltó un eructo.
—Vamos a ponernos serios. ¿Qué insinúa Bitón con esos versos?
—Pensaba que la seriedad era mal vista en la mesa. Pero, ya que me lo pide un Gran Rey, obedezco. No insinúo más que lo que digo. Ya sabéis que mi gran defecto es que soy incapaz de inventar nada que no piense, y mi escasa imaginación me impide decir que Alejandro ha hecho solo todas esas hazañas de las que se jacta…
La inteligencia en los ojos de Bitón casi hacía desaparecer la fealdad de su rostro. Dos orificios descubiertos cubrían su sonrisa desdentada. Él y Alejandro se agasajaban a la luz de las antorchas. Pero el juego se había convertido en otra cosa. Los bebedores se daban cuenta y los empezaban a mirar como se mira a dos luchadores.
—Entonces ¿quién las ha hecho?
—Alejandro y los macedonios.
Las risotadas ya no eran tan jóvenes ni tan ingenuas.
—¡Silencio!
Alejandro dio un golpetazo sobre la mesa.
—Yo no niego el valor de los griegos. ¿Pero cómo explicas que los mismos hombres que luchabais con Filipo conmigo hayáis conseguido tantísimas más victorias?
—¡Porque somos tantísimo más hombres!
Más alborozo. Bitón sabía jugar con su público.
—Alejandro, perdona que te hable con crudeza, pero Filipo sometió a tebanos y a atenienses, no a bárbaros que huyen despavoridos con el primer envite. Eúmenes, que es un viejo servil, me está dando patadas en la espinilla para que no siga. Pero ya sabéis que es privilegio de los bufones decir lo que los demás callan. Los jóvenes no saben lo que era Macedonia antes de que reinara Filipo. Así que permite que mis burlas defiendan su honor…
—A lo que parece, Bitón, dudas que Alejandro sea mejor guerrero que Filipo. A lo mejor piensas que la victoria de Queronea vale más que la del Gránico…
La seriedad del semblante rubicundo mitigó las últimas carcajadas.
—¿Por conquistar este país de cucarachas? No. En el Gránico no habrías durado ni dos minutos si los viejos no te cubrimos. ¡Si se te cayó la lanza en mitad del asalto! ¡Mirad!