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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (59 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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IV
El final del camino

Río Hífasis

Finales de verano de 326 a. C
.

1

Macedonios muertos de cansancio, atenienses aburridos de ser atenienses, tebanos sin más patria que el ejército, espartanos a los que Antípatro no dejó otra salida, épiros de las montañas, anfípolos sin oro, delfianos convencidos por la Pitia, jonios de las ricas ciudades costeras.

Marineros egipcios, marineros fenicios, babilonios que no encontraron la manera de salvarse de las deudas, persas que un día vieron a su emperador llorando como una mujer, medos satisfechos de servir a un Gran Rey que no fuera persa, hircanos y partos hartos de estepas y desiertos.

Sogdianos cansados de emular a Espitámenes, escitas atraídos por las arcas del Imperio, bactrianos que prefirieron no ser desollados.

Indios de doce etnias diferentes, los hombres de Taxiles, de Meroe, de Poro, pero también otros que se habían ido incorporando a aquella impresionante maquinaria de matar en que se había convertido su ejército, algunos jóvenes y entusiastas aunque los más llenos de cicatrices, enfermos de disentería y cansados de fatigas sin sentido.

Todos lo observaban desde el lodo, como puercos recién salidos de una pocilga. A él o a alguno de los que traducían sus palabras desde las inacabables filas de aquella informe soldadesca acuchillada por las sombras del crepúsculo.

Todos aguardaban una palabra de ese rey que todo lo había podido y que, no contento con haber sometido al gran Poro, aún quería llegar más allá de las montañas violetas que se dibujaban entre anillos de nubes en el levante.

Y el más grande de los conquistadores se había encaramado a una roca con un aspecto desaliñado y barbudo no mucho mejor que el de cualquiera de ellos. El hijo de Filipo jamás los había visto tan malquistos y se sentía derrotado por todas aquellas miradas que se clavaban como incontables reproches en su alma.

Y por primera vez en su vida una emoción desconocida se filtraba en su voz y la iba tiñendo de un tono razonable. De un tono que ya no exigía, que ya no imponía su voluntad, sino que buscaba, de manera humillante, el asentimiento, el consenso. Como un vil demócrata, pensó.

—Escuchadme, hombres de todas las naciones; pero sobre todo, vosotros, mis compatriotas. Os he convocado para convenceros de seguir avanzando. O para retroceder, si es que lográis convencerme vosotros. Sé lo que pesan las fatigas que os he impuesto. Y no puedo deciros sino que nos acercamos al final. ¿Vais a malograr la cosecha a tan poco de la recolta? ¿Vais a desfallecer estando tan cerca de la meta?

»Mis griegos y macedonios —se dirigió exclusivamente a ellos—: nada ha sabido resistiros. Echad la vista atrás. Hace ocho años que cruzamos el Helesponto. Y ¿qué podéis ver más que victorias? Ni los mares ni las montañas nos han detenido. ¿Por qué ha de hacerlo este río?

»¿No hemos cruzado tres más en este verano? ¿Es éste más ruidoso que los anteriores? Los bárbaros de la otra orilla ¿son más valientes que todos los pueblos que os reconocen como sus señores?

»Sois los dueños del universo y no puede haber para vuestros corazones otro fin que la más alta de las glorias. Por eso os pido un último esfuerzo. Si seguimos hacia levante llegaremos al Ganges, el río que todo lo purifica. Y no muy lejos queda el océano oriental en el que nos bañaremos para que les contéis a vuestros hijos que hemos contemplado el fin del mundo. ¡Jamás griego alguno lo había conseguido!

»Si lo alcanzamos, los límites de nuestro imperio serán los que los dioses imponen a la tierra. Pero si retrocedemos, quedarán sin dominar pueblos beligerantes que tarde o temprano infundirán ansias de independencia a los demás y nuestros esfuerzos habrán sido inútiles.

»No dejemos las cosas a medias. La gloria es la recompensa al sufrimiento y a la constancia. ¿Qué habría conseguido Hércules si se hubiera quedado en Argos? Y nosotros —se encaró con los hombres más cercanos—, que hemos conquistado más que ningún otro ejército, ¿vacilaremos tan cerca del final?

»Seguidme y disfrutaréis de más riquezas y mujeres de las que jamás hayáis soñado. Y una vez terminada la expedición yo mismo os conduciré de vuelta a nuestra patria… Os lo juro, aquí delante de todos y en nombre de nuestros dioses. ¡Un paso más! ¡Es lo único que os pido!

2

Su desesperado entusiasmo habría resultado persuasivo para quien hubiera podido cerrar los ojos, pero bastaba con lanzar una ojeada para que la realidad se impusiera.

Hacía diez semanas que no paraba de llover. Alazanes o bayos, todas las bestias parecían negras por el barro, las crines empapadas hacían parecer sus cuellos doblemente delgados, hasta sus cascos se habían desgastado.

Y con los hombres ocurría tres cuatras partes de lo mismo.

Las sucias piernas de los soldados se resentían de tanto caminar sobre el mal terreno. Estaban calados hasta los huesos, tosiendo o llenos de hongos y de hartazgo y sin otro interés común que las futuras rapiñas, una zanahoria demasiado vista, además, por la mayoría.

Había que rendirse a la evidencia: aquel ejército no era ya sino una horda multirracial, un conglomerado de harapientos y maltrechos hombres.

Hacía muchos días que corrían vientos de rebelión y los más decididos instaban al amotinamiento.

Ellos eran los que ahora lo miraban con mayor animadversión.

Ninguno rompía el silencio que lo atenazaba.

—¿Estoy en un desierto…?

La mirada encendida se paseó por una cohorte de rostros renegridos e hirsutos. No muy lejos se oía el rumor de quienes resumían sus palabras en otros idiomas. Más allá quedaba la turba amenazante de follajes empapados de la que habían surgido.

—¿Os habéis quedado sin voz? ¿Nadie se atreve a contestarme? ¿Hablo con hombres o con simios?

Su tono hiriente removió los ánimos de los generales.

Ellos también se encaraban con los hombres. Algunos tenían en mente los brutales castigos con que se había premiado su sinceridad. Calístenes ejecutado. Y Eúmenes en Bactria, con Artábazo, relegado a un plano subalterno. Si se lo había respetado era por su avanzada edad. Pero aún los había con valor para alzar la voz.

Esta vez fue Nearco quien dio un paso al frente.

—Visto que afirmas que no actuarás en contra de nuestros deseos —dijo—, me atrevo a tomar la palabra, Alejandro, y espero no hacerlo sólo en nombre de los generales.

Desde la batalla contra Poro, en la que perdió la mano, Nearco llevaba vendado el muñón que ahora se toqueteaba con nerviosismo. Su rostro estaba crispado. El hipaspista se volvió hacia sus compatriotas e hizo un gesto con la mano buena.

Su expresión tenía una intensidad patética.

—Mira bien a todos estos griegos…

Los hombres continuaban tan inmóviles como la crecida vegetación.

—Son los últimos de aquel ejército que cruzó el Helesponto. Mira su estado, tú, que eres su rey. En Ecbatana licenciaste a los tesalios porque su ardor se enfriaba. Y no te equivocaste…

»Luego muchos se han quedado guardando plazas conquistadas o protegiendo tus fundaciones. Casi todos los demás han perecido o bien han quedado lisiados por la enfermedad o el combate. Y los restantes, ya lo ves, estamos agotados y anhelamos reencontrarnos con nuestros hogares, que es algo legítimo tras muchos años alejados de nuestros hijos y mujeres.

»¿Es tan difícil entenderlo, Alejandro? No los lleves contra su voluntad en un viaje que sólo te satisface a ti. Y ya ni siquiera, porque nada parece saciar tu hambre de gloria. ¡Desde luego que podríamos cruzar este río y someter a más naciones! A nadie le cabe la menor duda…

Nearco esperaba los asentimientos que nadie le dio. Su muñón se agitó en el aire.

—Pero después habrá otro río. Y después muchas más naciones. Y cuando llegues hasta esa orilla del fin del mundo, entonces querrás costearla y ver hasta dónde eres capaz de llegar…

»¡Ya no podemos más! Te rogamos por última vez que abandones estas tierras. Que vuelvas a abrazar a Olimpia y que pongas orden en los asuntos de Macedonia. Nadie ha elegido a Antípatro como rey. Piensa en que más adelante podrás emprender nuevas y mayores expediciones. Y te seguirán jóvenes fogosos y deseosos de adquirir nueva fama que no habrán conocido los horrores de la guerra en vez de viejos extenuados.

»Ellos serán la aurora de tu imperio cuando nosotros somos el crepúsculo de un reino. Todos sabemos que la virtud está en la medida. No rompas el saco ambicionando demasiado, Alejandro. Y permite que se diga que tu mayor gloria fue que, no habiendo sido derrotado por ningún enemigo, te dejaste vencer por tu propio ejército…

3

Era difícil no comparar a aquellos hombres con quienes lo habían aclamado, diez años atrás, en Macedonia. El entusiasmo de entonces había dejado lugar a la peor apatía. Eran madera mojada que no acababa de prender.

Y sin embargo el patetismo de Nearco consiguió alumbrar aquello que se le resistía al Gran Rey: antes incluso de que terminara arrancó de las filas más cercanas un aplauso que terminó por hacerse extensivo al conjunto de los griegos.

Muchos de los que se habían sentado se pusieron en pie. Otros pisotearon el suelo o golpearon la espada contra sus escudos, primero con hastío y poco a poco con una rabia mal contenida.

Pronto el estrépito fue tal, que Alejandro se tapó los oídos.

—¡Silencio! —gritó enfurecido—. ¡Silencio!

Pero nadie acataba ya órdenes.

Los guardias desenvainaron sus espadas y los generales empezaron a pasearse entre las filas.

Eso fue calmando a la manada. Un tropel de asesinos desdentados los miraba con ojos llenos de resentimiento.

—¿Os dais cuenta de lo que me estáis proponiendo, desventurados? ¿Os creeis imprescindibles? ¿Pensáis que no puedo desecharos como a una montura reventada? ¡Os equivocáis, hombres necios y de poco valor! Os he dado mi palabra y seré fiel a ella. No obligaré a ningún griego a seguirme. ¡Pero no me faltarán guerreros!

»Volveos todos los que a falta de razones golpeáis vuestras lanzas contra los escudos como cuando me aclamasteis como rey. ¡Regresad a Macedonia! ¡Id! ¡Decidle a Antípatro y a vuestros hijos que me habéis abandonado en medio de los peligros! Yo seguiré con mis restantes súbditos. ¡Mirad a vuestro alrededor! ¡Ellos suplirán con su coraje vuestra ausencia, hatajo de cobardes!

Los extranjeros más alejados se incorporaron.

Muchos no entendían lo que ocurría, aunque la mayoría se unía a la baraúnda por mimetismo.

La misma lluvia fina y persistente que los había martirizado durante semanas empezó a empapar la melena del hijo de Filipo. El monarca los miraba con ojos febriles. Sus palabras eran espadazos dados al aire. Pero los hombres no se inmutaban. Con la fina intuición que tiene el caballo con respecto a su jinete, habían comprendido que era su último intento desesperado para espolearlos. Para forzarles la mano. Para ganarles in extremis el pulso.

Su silencio no dejaba lugar al equívoco. Los lazos se habían disuelto.

La bestia no estaba dispuesta a dejarse ensillar.

A Alejandro se le secaron las palabras. La emoción le atenazaba en la garganta. Muchos, cosa inaudita, empezaban a darle la espalda y el monarca meneó la cabeza con incredulidad. Al verlo bajar de la roca Pérdicas quiso darle una palmada de ánimo. Pero el Gran Rey lo apartó con un empujón. Empezó a abrirse paso entre las filas con un paso furibundo.

—¡Apartad, cobardes!

Los ojos se le salían de las órbitas.

—¡Fuera de mi camino!

V
La iluminación de
Hefastión

Babilonia

Noche de los Muertos (continuación)

«[…] ¡O sea que era eso! Ahora lo entiendo. ¡Por eso reaccionaste de aquella manera cuando nos detuvimos a orillas de ese último río! Parece que fuera ayer. ¿Recuerdas que fui el único en seguirte? No creas que resultó fácil. Los hombres estaban tan irritados que en cualquier momento podían convertirse en una jauría asesina. El pasillo se iba cerrando a mi paso y yo sabía que estaba metiendo la cabeza en las fauces de la fiera. Pero ya había tomado partido y tenía la conciencia tranquila. Por eso, aunque muchos ardían en deseos de destrozarme, la mayoría se sintió impresionada y se apartó. Los guardias rodeaban tu tienda con las espadas desenvainadas y, pese a su nerviosismo, me dejaron pasar. Pero tú me gritaste que querías estar solo. Estabas de espaldas a mí. Te agarrabas con las dos manos la cabeza. «¡He dicho que fuera!» Cuando te giraste, vi tus ojos enrojecidos a punto de verter lágrimas. Los guardias me rogaron que saliera. Y yo no insistí. Pero sin ti no sabía qué hacer. Fuera de servirte, mi vida carecía de sentido. Cuando volví hacia los demás, me crucé con sus semblantes malencarados. Alguno incluso escupió para provocarme. Pero eso me dejaba indiferente. Yo hacía tiempo que había roto con ellos y con el resto de la humanidad. Era el precio a pagar para poder seguirte. Había cruzado esa línea roja que ningún hombre debe cruzar. Unos se iban a las tiendas para refugiarse de la lluvia y otros esperaban a orillas del río a que ocurriera algo. Pero por suerte, la mayoría se sentía satisfecha con haberte hecho perder los estribos. Nearco había expresado su sentir y los había halagado al afirmar que nadie podría vencerte salvo ellos. Fue una finura que seguramente nos salvó la vida y que tú nunca apreciaste, encerrado como estabas en tu propio drama. Ya habías soltado las riendas al amenazarlos con seguir a solas cuando sabías que ninguna de tus tropas bárbaras formaría nunca una vanguardia tan bien entrenada. Sólo los griegos podían garantizarte futuras victorias. Te gustara o no, ellos eran la punta de acero de tu lanza. Y ahora sólo te quedaba torturarte. Porque ninguno de aquellos macedonios estaba dispuesto a dar ni un paso más. Aun así, nunca apreciaste lo lejos que te llevaron. Ellos fueron el águila que te transportó en el vuelo de tu ambición hasta que, al mirar a tu alrededor, el mundo había desaparecido. Sólo que tú, al contrario que Etana, el héroe babilonio, no eras capaz de decirle: «
No quiero, compañero mío, seguir subiendo, detente para que pueda regresar a mi tierra
». Tú habrías querido continuar sin descanso. Hasta que el propio sol te hubiese quemado las alas o la vista. Hasta que tu ejército estuviese aniquilado. ¡Qué poco te importaba! Detrás de las cariñosas palabras con que los exhortabas, para ti no eran más que bestias, el instrumento propicio para satisfacer tus deseos y huir de tu destino. Pero al final tuviste que someterte a la realidad. A
su
realidad. Sólo que eras demasiado orgulloso para admitirlo. Por eso, en medio de la lluvia incesante, convocaste a Aristandro, que estaba jugando a los dados a la puerta de una tienda y que miró a sus compañeros sin que ninguno le diera su aprobación. Pero al final consideró que las aguas se habían amansado y que el peligro mayor estaba de nuevo del otro lado, de modo que se puso en pie y siguió a Nicias a través del campamento. Al poco ya salía de tu tienda para pedir que le trajeran un par de cabras y las pocas gallinas que quedaban para los sacrificios. Siguieron tres días de mutismo. A los hombres les ofendía el olor a carne asada que salía de las inmediaciones de la antigua tienda imperial. Alguno sugería barbaridades, pero la mayoría todavía respetaban el quehacer de los dioses. Y por fin te diste por vencido. Aunque no directamente, desde luego. Explicaste que eran los dioses, a través del recurrente mal tiempo, los que te hacían cambiar de opinión. Y la alegría del ejército cuando se supo fue tan inmensa que hasta se olvidaron de la lluvia. Muchos lloraban y se abrazaban, felices de dar por terminada tu insensata
anabasis
, aquella increíble y alucinada expedición. Y al día siguiente te dirigiste hasta la orilla del río y colocaste con todo tu despecho aquella estela que decía:
Aquí se detiene Alejandro, vencido por sus hombres
. Y era verdad que te habían vencido. Porque lo que habías experimentado cuando te enfrentabas a ellos era el miedo, una emoción que de repente irrumpía en tu conciencia con una violencia inusitada. La conciencia de tu vulnerabilidad introdujo en tu alma un acuciante temor que a lo largo de la accidentada vuelta no hizo más que incrementarse. Decidiste dejar a Poro al mando de los territorios conquistados. Y yo aún recuerdo la expresión de tu rostro cuando volvimos a la recién fundada Bucéfala. La habías mandado erigir en el lugar en el que murió tu caballo, en un claro de aquella zona boscosa a orillas del río. Pero los huracanes otoñales la habían arrasado. La ciudad estaba en ruinas y no quedaban más que restos de los muros y alguna columna del templo desmontado en mitad de aquello. La piedra la habían utilizado las poblaciones locales para sus propias construcciones. Las aves huían. El cielo se había despejado. El sol ardiente no hacía sino más patética la premonitoria visión. Río arriba, en una elevación del horizonte se podía ver uno de aquellos extraños templos budistas, una de esas
stupas
como las que habíamos encontrado en la ciudad de Taxiles, tan aclimatados a unas tierras que se empeñaban en rechazarnos. Tu caballo inclinaba de lado la cabeza y agachaba las orejas. Tú te fijaste en aquella extraña arquitectura y luego, con la misma atención meditabunda, en las ruinas. Tu estado de ánimo empezaba a ser mórbido. Y eso te impulsó a la última de tus aventuras: aquel absurdo rodeo que —ahora lo entiendo— no tenía otro fin que retrasar la vuelta. Porque no podía ser un regreso natural. Desde luego que no. Aquello no habría sido digno de Alejandro. Volveríamos, dijiste, pero bajando por el Indo. Y explorando en lo posible la costa marítima. Ante las protestas generalizadas explicaste que eso nos evitaría dar el espectáculo de una retirada vergonzosa. «No le hacemos ningún favor a nuestros aliados dando la sensación de abandonarlos. ¡No podemos perder el prestigio adquirido!» Tú habías sido fiel a tu palabra, y ahora les tocaba a ellos. ¡El Gran Retorno! Tu monstruoso capricho costó muchas vidas. Pero ¿qué importaba comparado con tu Gran Tragedia, verdad? Las tropas no tardaron en construir las embarcaciones. Todos tenían las mismas ansias. Los hombres cortaban leña o transportaban troncos siguiendo sin rechistar hasta las más mínimas órdenes de los carpinteros. Poco a poco las trirremes se fueron levantan do en improvisados astilleros. Las lluvias del monzón quedaban atrás y un sol otoñal alegraba nuestros corazones. El día de la partida dejaste que Pérdicas te acompañara con buena parte de la caballería por una de las márgenes del agua y yo, con todos los extranjeros y una cincuentena de elefantes, por el otro. Aún recuerdo la maravillosa sensación que nos embargó cuando, tras empujar las embarcaciones al río, escuchamos el chapoteo de los remos. Las palas se elevaban y bajaban en medio de los clamores de las orillas. Aquello parecían unos juegos, más que una despedida. Además a medida que avanzábamos hacia el sur, las tribus de los alrededores nos seguían enviando emisarios con sus mejores presentes, animales y frutas exóticas que nunca antes habíamos visto, entre ellos nuevas variedades de esos «monos» que tanto te habían impresionado. Y, por fin, a finales de año llegamos al Delta. Aquello era una llanura empapada por las inundaciones donde las aguas variaban de curso y eran detenidas por una multitud de lenguas de arena formando grandes charcas salobres infestadas por los mosquitos. Allí decidiste que nosotros volveríamos por tierra mientras que Nearco y la mitad de los hombres costearían el nuevo mar. Nearco no se lo tomó mal, pero no se engañaba: era su castigo por haberte plantado cara. La historia se repetía. El punto de encuentro sería Babilonia, a la que en adelante pensabas convertir en tu única capital. La despedida fue fría. Sobre todo por tu parte, porque Nearco hacía lo imposible por recuperar tu afecto. Tras su partida nosotros todavía pasamos unas semanas tomando las últimas disposiciones administrativas sobre los territorios que dejaríamos atrás y preparando el itinerario más atractivo para el regreso. No pudiste escoger peor, Alejandro. La penosa marcha por el desierto acabó con más macedonios que todas las enfermedades de las junglas juntas. Murió un tercio de los hombres. Muchos veteranos agotados por las campañas a los que su cuerpo dijo basta. Y cuando por fin alcanzamos la fértil Mesopotamia, con sus canales, sus naranjos y sus limoneros, al cabo de semanas de sufrimiento, los supervivientes no acabábamos de creérnoslo. Era como volver a encontrarse en un oasis. Nos sentíamos como si hubiéramos vuelto a nacer y los palacios de tus ciudades se convirtieron en los escenarios de nuestras bacanales. Fueron tiempos de placer desbocado para todos salvo para una única persona: tú te acababas de enterar de que Hárpalo había huido hasta Atenas y fue un golpe duro. Lo habías dejado como tesorero del Imperio y según comunicaron rápidamente nuestros espias se había aliado con Demóstenes que contaba con su oro para movilizar nuevas alianzas en tu contra. Aquello fue definitivo. La «camarilla» era el núcleo afectivo que te protegía, todavía, del sinsentido. El taparrabos. Lo último que te quedaba antes de verte expuesto a la gelidez de la soledad más absoluta. Por fin eras un eslabón librado totalmente a ti mismo. Y tu desconfianza creció hasta un punto sin límites. Ahora volvías a enseñarme las cartas de tu madre. Pero ya no te burlabas como en otros tiempos: tu monolítica seguridad se había resquebrajado. Ya no existía ese Alejandro capaz de decirle a su médico que lo acusaban de envenenarlo al tiempo que apuraba hasta la última gota la pócima que le traía. Al igual que al arreón de un animal moribundo sigue la aceptación de su suerte, a tu histérico avance había seguido aquella apatía llena de inseguridades. El germen de la duda empezaba a corroerte. Te sentías amenaza do por to do y te encerrabas en tu palacio como un minotauro en su laberinto. Ni siquiera permitías que se te acercara Roxana. Y menos aún las Aqueménidas, que sufrían como un menosprecio intolerable el que tardaras en casarte con Estatira. Tu silencio era una fortaleza tan impenetrable que muchos habrían dudado de que siguieras con vida si no hubieses aparecido de cuando en cuando como una sombra nocturna por las terrazas de tu palacio. Desde allí contemplabas el zigurat en lo alto de la ciudad y observabas las estrellas que brillaban en la bóveda celeste formando constelaciones que los astrólogos babilonios te enseñaban a reconocer. Con ellos procurabas descifrar el significado de algo que nadie entendía. Ibas a la deriva en un mar desconocido sin que ni yo mismo alcanzara a comprender qué era aquello contra lo que intentabas protegerte. Yo pensaba que no querías tener a nadie cerca porque de cerca ya no deslumbrabas. La duda nunca lo hace. Tú mismo me habías confesa do, en más de una ocasión, que el poder necesita distancia. Pe ro me equivocaba. Era, una vez más, el Oráculo. El maldito Oráculo. […]»

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