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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (63 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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5

Apostado en la puerta, Stenaro acogió con deferencia a quien nunca había dejado de ser la más respetada de las esposas del difunto y la única que se había quedado al margen de las intrigas palaciegas. Explicó que mientras el Gran Rey todavía luchaba por mantenerse consciente durante los días precedentes se había considerado el trasladarlo al mismo templo en el que falleció Hefastión, pero que Antípatro ordenó que no se lo moviese.

Su tono desvelaba lo poco que apreciaba al actual regente de Macedonia. Todos habían acogido con sorpresa la reaparición de Arrideo, y la cercanía de su resurrección con la muerte de Hefastión y de Alejandro les parecía sospechosa. Ningún miembro de la guardia había compartido el entusiasmo del viejo sapo cuando los habían reunido, en el Gran Patio, para aclamar a Arrideo.

—¡Saludad al Gran Rey Arrideo!

—A-la-laba-b-bado se-sea Zeus —sonreía el niño idiota, tan feliz con su tiara, y a cuya derecha en el balcón aparecía la viuda de Darío.

Barsine amagó una sonrisa, como diciendo que aquello ya nada tenía que ver con ella.

A continuación penetró en unos aposentos en los que hasta el momento, se daba cuenta, no se le había permitido entrar.

6

El cadáver seguía en su lecho de muerte. Pese a que Roxana y Estatira lo habían lavado, con el calor emanaba de él un penetrante olor a enfermedad y a podredumbre.

—No temas, es tu padre —dijo viendo que Heracles daba un paso atrás.

Casi parecía como si temiera que en cualquier momento se fuera a despertar el muerto que yacía sobre el lecho con una de sus coloridas túnicas asirias, ungido con aceite y envuelto de pies a cabeza en una fina tela de lino que le cubría todo salvo el rostro.

A éste lo tapaba una gasa que no llegaba a cubrir sus apagados bucles y la hija de Artábazo la retiró para encontrarse con una tez en la que se dibujaba, tras las rubias barbas, una profunda paz. El tono rubicundo había desaparecido. El arco de la risa y los arcos superciliares se marcaban en torno a los ojos cerrados.

—Madre, hiede…

Heracles le tiraba de la manga. Pero Barsine no escuchaba: se soltó para arrodillarse junto al lecho y coger entre sus manos una de aquellas extremidades frías y rígidas.

La adornaban los ricos anillos de oro que le habían puesto sus otras mujeres.

Tras besársela con una infinita ternura, levantó la mirada.

—Alejandro…

Luego quiso recuperar su dignidad y se recompuso.

—He venido para despedirme. Me llevo a Heracles lo más lejos posible. A Bactriana. O a Sogdiana, donde está Farnabazo. No puedo confiar en nadie más. He sabido que cuando te preguntaron tus generales a quién dejabas tu imperio, pronunciaste la palabra «kratisto», «el más fuerte». No puedo creer que hayas olvidado a tu hijo. Pero puesto que las cosas se ordenan así, prefiero que crezca sano y libre de peligro, lo más lejos posible de tu corte…

La voz le temblaba.

Barsine tenía la impresión de que sólo ahora, delante del cadáver, se daba cuenta de lo que significaba aquella muerte. Por su mente desfilaron las imágenes de Memnón, de Cambyses y Autofrádates, de todos aquellos que habían perecido en tan pocos años. No podía quitarse de la cabeza el absurdo que semejante Conquista había supuesto. Y sin embargo, de no haberse dado, jamás se habrían conocido.

De pronto miró al muerto.

—¿Qué ha sido de nosotros, amor mío…?

Su voz se quebraba.

—Madre…

—Calla. Éste tenía que haber sido tu heredero, Alejandro, y yo lo habría educado para que no desmereciera tu fama. Me has robado todo… Un esposo. Mis dos hijos. Pero no te guardo rencor. Quiero que sepas que te he amado con todos tus defectos, y hasta quemarme. He cogido la rosa sin miedo a las espinas. Tu amor me ha enloquecido sin que a ti te haya vuelto más cuerdo. Pero no por ello he dejado de quererte. Nunca te he traicionado…

»Tú has sido mi segunda vida, aunque más que vida haya parecido efímero ensueño. Te confieso que he llegado a pensar en ser madre de un Gran Rey. Pero al final he despertado a las puertas de la vejez. Me he quedado a solas con mi tristeza. He comprendido que el único consuelo que me queda es Heracles. Él y tu recuerdo vivo. Así que descuida: crecerá honrando tu memoria. Dale un último beso a tu padre, Heracles.

—No quiero…

—Acércate, y bésalo en la mejilla.

Sus palabras no dejaban lugar a la desobediencia y Heracles miró muy fijamente el rostro del rey muerto. Le aterrorizaba la muerte, pero al final se inclinó sobre la cama y depositó un beso en la mejilla.

—Aprende que así es el mundo, Heracles. El que anoche vivía aún, el monarca más poderoso y rico de la tierra, helo aquí muerto al despuntar la aurora. Adios, amor mío…

Cubrió la faz con delicadeza.

—Pronto nos encontraremos…

Entonces se oyó el carraspeo de Stenaro a sus espaldas.

—Arrideo y las Aqueménidas están de camino —dijo—. Llegarán con el resto de la Corte de un momento a otro…

Barsine se puso en pie.

Desde el umbral de la puerta Heracles todavía le dirigió una última mirada al padre muerto.

V
Hefastión
se despide

Babilonia
Noche de los Muertos (continuación)

«[…] Soy yo de nuevo. Barsine se ha ido, y yo vuelvo para despedirme. Ya has escuchado. Ni un solo reproche. ¡Qué lástima que nunca la hayas amado! Ni a ella ni a nadie, ¿no es cierto? Todos los que te rodeábamos fuimos existencias fantasmagóricas comparadas con la tuya. Y aun así, te envidio. ¿Sabes por qué? Porque, siendo un monstruo, has conseguido arrancar las emociones más hermosas de los corazones más puros. Pero eso nunca lo apreciaste. En el caso de Barsine te cansaste enseguida. El encanto de las mujeres maduras dura poco y la presencia de Heracles era un obstáculo insalvable. Tú nunca habrías aceptado la competencia. Por eso lo tratabas con aquella frialdad. Y ya podía esmerarse, que vuestra relación, mucho antes de que asesinaras a Autofrádates, estaba condenada al fracaso. Una lástima, porque ella valía mucho más que ninguna otra, y su consejo te habría sido más útil que el de la viuda de Darío que tanto hizo para separaros. Incluso que la propia Sisigambis con su visión anticuada de las cosas. Pero nunca has acertado en tus decisiones personales. Has sido sordo para la música de los corazones. Yo también, como Barsine, puedo presumir de haberme entregado por completo. Me cegaba la admiración y me pasé media vida aterrorizado por la idea de perder tu estima. Por eso sucumbí a las presiones de Demóstenes. Y todo, ¿para qué? Ni siquiera tuviste la decencia de tomarte en serio mi traición. De reconocer mi existencia, aunque fuera sintiéndote dolido. ¡Cómo me hirió tu indiferencia! ¡Cómo me humillaron tus palabras cuando mientras nos emborrachábamos me hiciste entender con tus frases tranquilizadoras lo poco que yo significaba para ti, el escaso valor que le dabas a nuestras mutuas promesas de fidelidad! Y yo te miraba y pensaba en aquella noche en la playa junto a Halicarnaso, cuando comprendiste que había atisbado tu Gran Secreto. Entonces yo había tenido un valor para ti. Entonces nuestras almas fueron de verdad una, como decía Aristóteles. Y cuando caí enfermo yo ya estaba cansado. Pero disfruté al ver que por lo menos mi agonía conseguía atraerte a mi lado. Fue una victoria pírrica. Pero una victoria, al fin y al cabo, sobre tu monstruoso orgullo. Y eso allanó el terreno para el final. Porque no fue un mosquito lo que te mató. Te estrangularon el poder y ese terrible egoísmo en el que te habías encerrado. Al final conseguiste ser una isla en mitad del océano humano. Era absurdo, pero lograste tu objetivo, y en muy poco tiempo. A mí en cambio me ha hecho falta una vida entera y luego dejar este mundo para poder calibrar la medida exacta de mi estupidez. ¿Cómo pude no darme cuenta? A ti nunca te interesó otra cosa que tu propia persona. «Alejandro…» Era lo único que oías. La humanidad era un coro, y tú el protagonista. ¿Que pasabas por un bosque? Los árboles susurraban «Alejandro». ¿Qué estabas en la batalla? Los hombres gritaban «Alejandro». ¿Qué estabas con un amante, con un general? Todos reflejaban de una u otra forma tu personalildad. «¡Alejandro!» «¡Alejandro!» Leías tus propios rasgos en los demás. Y así pasaste junto a la belleza de la vida sin ver otra cosa que vagos e imprecisos reflejos. Lo lograste. Viviste ignorante y has muerto ignorante. Porque en tu relación con el mundo siempre triunfó tu amor a ti mismo y ese inconcebible miedo a verte menoscabado en los espejos humanos. Incluso cuando lloraste junto a mi cadáver o cuando ordenaste construirme templos, lo que de verdad te dolía era tener que inclinarte ante la voluntad de los dioses. ¡Pobre iluso! Era previsible. Pero en el fondo, ¡qué decepción! Nadie escapa a la mediocridad humana. Zeus sabe que lo intentaste. Pero, al final, ¿para qué? Tantos crímenes y sólo porque no soportabas que vieran tus flaquezas. No te bastaba con ser Alejandro. Tenías que ser el hijo de Zeus-Amón, el Aquiles de los nuevos tiempos, el nuevo Hércules. ¡Los dioses sabrán qué más papeles habrías querido interpretar! Y lo peor no fue eso. Lo peor fue que tú mismo empezaste a creer lo que se reflejaba en las palabras de tus aduladores. Necesitabas demasiado su admiración; ésa era tu falla. Reconozco que eras habilidoso a la hora de arrancarla. Y comenzaste pronto. La doma de Bucéfalo fue tu primera victoria. Mucho antes de que Filipo se percatara, ya estabas retándolo. Él mismo, con toda su astucia, tardó en darse cuenta del escorpión que tenía en casa. Y luego esa necesidad de regalar. Tus continuas dádivas, incluso cuando abandonaste Macedonia con las arcas vacías. Y todo para quedar como el héroe magnánimo que sin duda has llegado a ser para la mayoría pues por suerte para ti mueres lejos de quienes habrían podido entenderte. A muchos los mataste por eso. ¡Pobres macedonios! Pero oigo que llega mi asesino. Te llevan a la pira, así que basta de digresiones. Ya has entendido el significado de la ambición. Ojalá hubieras utilizado mejor tu energía. Pero no has sabido qué hacer con ella. No has sabido ahuyentar el pánico del sinsentido. No has sido otra cosa que un muñeco en manos de ese amo del mundo que nos azuza como un jinete despiadado hasta el abismo. Y lo seguirá haciendo, generación tras generación, hasta que el último hombre haya desaparecido. Porque nada impedirá que pobres imbéciles como tú se obstinen en hacer creer que hay algo digno de ser hecho. La engañosa ambición es la más piadosa de las mentiras, ¿no es así? Maldita miseria humana cuya imaginación nunca se agota ni se seca jamás ese pozo infame del que salen todos los monstruos. ¡Felices los cerebros que engendran las alucinaciones sin las que se derrumbaría en un solo día el imperio más grande! No se puede vivir sin mentir. Pero hay que morir para ver claro. Es el precio de esa lucidez que resulta intransferible. Porque ningún moribundo tiene ganas de desengañar a los que quedan atrás: ya basta con la propia decepción. Y para eso hemos nacido. Es poca cosa cuando se echa la vista atrás, ¿verdad? Ese mundo que parecía inabarcable cuando a la luz de las antorchas interrogábamos a Artábazo y a Memnón sobre sus respectivos países; aquel maravilloso misterio velado ha resultado no esconder nada más que una ruda broma, el chascarrillo de un borracho, una promesa incumplida, vil metal que compramos a precio de diamante y que la muerte ilumina con la crudeza de un amanecer imprevisto. Tantas conquistas y tenía que ser un miserable mosquito el que te lo enseñara. Arrideo tiene razón. Mueres víctima de una chanza endiablada. Los dioses han sido crueles. Pero no merece la pena maldecirlos. Es como ladrar a la luna. Y ahora, he de despedirme. Disfruta de los últimos momentos. ¡Nos vemos en el Hades! […]»

VI
Las últimas voluntades

Babilonia

Primavera de 323 a. C
.

De Alejandro a Roxana
.

Cuando Stenaro te entregue esta misiva habré muerto. Te escribo con mano temblorosa, consciente de que no podré volver a hacerlo. La vida tiene tan poco sentido que la dejo sin sensación de pena. He vivido plenamente. Recuérdame como me conociste, en lo alto de mis fuerzas, y no sientas lástima
.

Cuida de mi descendencia. Si nace varón, críalo en la veneración de mi memoria. Que se convierta en un hombre justo, enérgico y capaz de encargarse de mi imperio
.

Dispón que mis mejores generales se ocupen de mis territorios. Que Antípatro vuelva a Grecia; que Tolomeo gobierne en Egipto; Poro en la India; Eúmenes en Caria; Pérdicas en Mesopotamia; Nicias en la Media y Farnabazo y Artábazo en los territorios orientales
.

Ellos mantendrán el orden durante el tiempo que tarde en cumplir su mayoría de edad
.

Y si alguien hablara mal de mí en mi ausencia, hazle saber que yo los perdono a todos
.

No le guardo rencor a nadie. He vivido como un hombre y como hombre muero, pues no hay estabilidad en las cosas humanas, y en este mundo todos somos nubes pasajeras
.

… cual las hojas vanas
descienden volteando levemente
,
cayendo de las ramas elevadas
,
así cae también la humana gente
.

E
PÍLOGO
LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE

Donde se cierran los flecos de esta extraordinaria historia
.

El Imperio se ha convertido en el gigantesco escenario de las maquinaciones de los generales. En medio de una cruenta guerra civil, los funerales de Alejandro Magno marcarán un breve paréntesis durante el cual se recordará al desaparecido.

Creo que a los muertos les importa poco tener funerales suntuosos. Ello no es sino pompa inútil que halaga la vanidad de los supersticiosos
.

E
URÍPIDES

I
El cortejo fúnebre
1

Echad más leña a este fuego. Sí. La fiebre de los pantanos nos lo arrebató. Y luego sus propios generales no respetaron el duelo. La precipitada elección de Arrideo sólo favorecía al maligno Antípatro. Pero los demás ya se habían dado cuenta y, al igual que los hombres se levantan de una borrachera y lamentan todo lo ocurrido mientras dura la ebriedad, sólo les faltaba un motivo para revocar su decisión.

Y éste se lo concedió la carta que Stenaro le entregó, con el mayor secreto, a Roxana.

Si no se la hizo llegar durante la noche fue porque Estatira permanecía junto a la sogdiana mientras las dos esposas velaban el cadáver.

Pero al día siguiente se presentó en sus aposentos, y Roxana lo consideró brevemente con sus consejeros antes de hacerla pública.

A raíz de aquello los generales se volvieron a reunir y en una discusión más tranquila se determinó que, al ser Arrideo menor por razones de mente, la decisión tomada el día anterior era absurda. Lo que correspondía era que se ejerciera una regencia que se mantendría hasta que naciera el hijo de Roxana, y también mientras éste crecía, si es que, desde luego, nacía varón.

Y por una vez estuvieron todos conformes salvo el ladino Antípatro, que se mordía los dedos después de haber tenido la victoria en la mano. El viejo sapo se resistió todo lo que pudo, aunque al final hubo de aceptar la decisión mayoritaria.

Y así fue como se estableció aquella regencia que finalmente acabó en manos de Pérdicas. Él fue quien, habiendo recibido de Alejandro el anillo imperial, expuso con mayor acierto sus pretensiones.

Y una vez decidido, todos empezaron a dirigirse a sus respectivos territorios.

Las despedidas fueron frías, pues la mayoría ya intuía que la supremacía de Pérdicas iba a ser contestada.

Y muy pronto, en efecto, todos empezaron a buscar ampliar sus respectivas zonas de influencia.

Seguramente fue Antípatro el primero que agitó las aguas. Pero enseguida se le unieron todos los demás de modo que las culpas quedaron repartidas y no hubo ni uno solo, salvo tal vez Eúmenes, que se mostrara mejor que los otros.

Y a continuación se produjeron los enfrentamientos, que no tardaron en llegar a las armas. Siguieron demasiados asesinatos. Demasiadas guerras que habrían de llenar muchas noches si hubiera que relatarlos en detalle.

Los hombres que habían crecido juntos en aquel lejano palacio de Pela ahora se disputaban el mundo.

Y no obstante, en medio de aquellas mezquinas rencillas hubo una pausa, un único y milagroso paréntesis, a los dos años de desaparecer el hijo de Filipo, cuando Pérdicas propuso que se trasladaran sus restos al oasis de Siwah.

Para ello pidió a los diferentes contrincantes una tregua que éstos se vieron obligados a conceder, pues ninguno se atrevía a empañar la memoria de aquel de quien se reclamaban herederos.

Y así fue como, en el seno de una súbita paz, quienes todavía seguían en Babilonia pudieron ver aparecer el cortejo fúnebre, y entonces todos comprendieron por qué se había tardado tanto en fabricarlo.

¡Era algo digno de ser contemplado!

Los mejores artesanos habían consagrado largos meses a la construcción de un carro cuya magnificencia no ha vuelto a tener semejante. El féretro estaba cubierto de láminas de oro. Sobre su tapa, en un paño de púrpura, yacían la espada, el escudo de bronce y la lanza del ausente. A su lado quedaba el trono, con hocicos de machos cabríos en sus brazos. Y sobre él, una guirnalda de jade, de jaspe y de plata.

La bóveda descansaba sobre columnas con capiteles y el grueso cordaje que las abrazaba le servía de apoyo a cuatro grandes cuadros que habrían provocado la envidia del propio Apeles.

En uno, el difunto posaba en quien lo miraba sus ojos claros. Vestía la túnica larga, como en su época más gloriosa, y sujetaba un cetro esplendoroso en medio de un puñado de aguerridos «inmortales».

Las otras imágenes lo representaban entre elefantes montados por lanceros indios; entre gallardos escuadrones de caballería; y en medio de una batalla de trirremes en un mar que no desmerecía de este que se extiende a mis espaldas cuando lo acaricia el mediodía.

Pero eso no era todo. Porque bajo la bóveda se había instalado un mecanismo giratorio concebido para preservarla de las sacudidas. Y en lo alto una barra sostenía las campanas que anunciarían su llegada a las restantes ciudades.

El vehículo descansaba sobre dos ejes con ruedas de hierro en cuyos salientes destacaban cabezas de león con una punta de lanza entre los dientes. Y cada uno de los cuatro timones tenía enganchados cuatro yugos, y en cada yugo iban cuatro bueyes. Y de todo aquel tiro de sesenta y cuatro fuertes y hermosas bestias no había ninguna que no llevase los más fastuosos pendientes de diamantes…

2

—Bueyes con pendientes de diamantes, me diréis…

El hombre frunció los ojos y los mantuvo fijos en la hoguera.

A su alrededor seguía la misma docena de jóvenes que lo escuchaban desde que atardecía. Fuera cierto o falso su relato, todos permanecían embrujados por la voz de aquel extraño sacerdote que afirmaba haber llegado a ser el jefe de la guardia personal de Alejandro y sátrapa de una de las regiones más ricas.

El hombre cogió un canto sobre la arena. Su expresión era dolorosamente reconcentrada. Lo lanzó con fuerza y el canto fue engullido por el misterioso mar Egeo.

—¡Qué delirio! Pero así de inigualable era el vehículo que salía escoltado del palacio real. El carro fúnebre deslumbraba a aquellos que se acercaban a despedirlo. Un gentío emocionado los acompañó hasta las puertas mismas de la muralla exterior.

»Todos volvían a llorar por la pérdida de aquel irrepetible Gran Rey, de aquel monarca de rubios cabellos cuya grandeza ya nadie osaba poner en duda. Y todavía los siguieron un buen trecho por el camino, más allá de las murallas exteriores, lanzando vivas al Gran Rey y mueras a Antípatro y a los generales que osaban perturbar la paz.

»Y al frente de todos iba Nicias, yo mismo, sí, con una expresión serena en la que empezaba a notarse el cansancio.

»No diré que su caso fuera peor que el de otros, pues muchos habían muerto.

»Tampoco diré que se comportara mejor que los demás, pues el tambíen había intrigado.

»Y sin embargo se sentía hastiado. Hastiado del asfixiante poder que venía de experimentar en Ecbatana. Era un sentimiento que ni siquiera la presencia de una mujer a la que amaba y respetaba por encima de cualquier otra paliaba. A esas alturas él habría deseado abandonar el palacio de Doyeces. Poder vivir tranquilo con su familia y con las riquezas acumuladas en alguna ciudad menor.

»Pero tras pactar la tregua los generales habían decidido que sería él quien acompañaría al cadáver, pues ninguno más quería arriesgarse a ser huésped de Tolomeo, y mientras miraba a sus espaldas aquella ciudad que volvía a abandonar él ya intuía que no regresaría y era por ello por lo que le latía el corazón con fuerza.

»Era un largo camino el que los separaba de Egipto, bien lo sabía, y ninguno de los que componía la comitiva descartaba eventuales peligros.

»Sin embargo, no sólo no los hubo, sino que la acogida fue similar por todas partes.

»En cada ciudad la misma marejada humana acudía hasta las puertas en cuanto escuchaban el doblar de las campanas. Nadie parecía cansarse de mirar aquel carro dorado. Todos se confundían con quienes entonaban cánticos y plegarias.

»Y así iba aumentando aquella pompa para regocijo de Dionisio y Atenea, los cuales habían cogido forma humana y nos acompañaban, temerosos de que alguno de los generales rompiera la frágil tregua.

»Y al cabo de dos largos meses, en las tierras de Siria, salió a su encuentro el cortejo de Tolomeo.

»Fue el día más caluroso desde que partieran. Nada parecía protegerlos de aquel sol que caía a plomo sobre sus cabezas. El campo se agostaba, maltrecho y silencioso. Y cuando los saludaron, en pleno mediodía, unos solemnes cornetazos, se detuvieron, y entonces delante del regimiento que se les acercaba se destacó Tolomeo.

3

»Tolomeo llegaba acompañado por su esposa Berenice, cuyo tocado y belleza empezaban a ser celebrados por el mundo entero. Los dos sabían que los ojos de los siglos venideros estaban puestos en ellos. Les seguían unas tropas mixtas de egipcios y griegos, la mayoría tonsurados en señal de duelo.

»Y al encontrarse frente a frente, los dos hombres descendieron de sus caballos y se abrazaron delante de los vítores de sus respectivos contingentes.

»Hacía muchos meses que no se veían, y sin embargo parecían dos hermanos que acabaran de reencontrarse. El tiempo había despejado el cráneo de Tolomeo y afilado los rasgos de Nicias. Pero tras ese trabajo de erosión cada cual seguía reconociendo uno al hombre a cuya sombra había atravesado todos los rangos del ejército y otro al único que jamás había traicionado su confianza

»Los dos se habían sostenido contra viento y marea durante años.

»Los dos habían permanecido junto a Alejandro hasta el momento mismo de su muerte.

»—¡Qué alegría me da verte, por todos los dioses! —exclamó Tolomeo.

»Y el sentimiento era recíproco, pese a la tensión que se evidenciaba, pues los dos tenían noticias no tan agradables que intercambiar.

»Pero por el momento a Nicias le aguardaba una sorpresa.

»—Hay alguien que te espera —dijo Tolomeo echándose a un lado.

»Y quien llegaba montado a caballo y precedido por dos de sus esclavos era su propio padre. Uno de sus siervos lo ayudó a bajar de la montura. Dijo:

»—Amón te da la bienvenida a estas tierras donde se te ha echado grandemente en falta. Te encuentro cambiado, hijo mío.

»Pero quien más había cambiado no había sido Nicias.

»Si a su marcha aquel sacerdote todavía estaba en el apogeo de sus fuerzas, ahora parecía un anciano. Su rostro afeitado se había arrugado como un papiro. Lo mismo podía decirse de sus manos, y en sus ojos ya no brillaba ningún entusiasmo.

»Había una punzante acritud en su voz, y muy pronto entendió la razón de aquello.

»—Ahuri está muerta…

»Una extraña enfermedad la había dejado en los huesos impidiéndole comer. Su voz había llegado a ser quebradiza y asmática como la de una flauta cascada. El cabello se le había ido cayendo. Su piel se había ido poniendo amarilla hasta que una noche se fue, tan discreta como era en vida, sin que su compañero se diera cuenta hasta la mañana siguiente.

»Habían pasado los meses y el sacerdote procuraba restarle importancia a su ausencia. Lo esperaba en la morada de Amón. Pero su amargura y su transformación probaban mejor que cualquier palabra lo mucho que la echaba de menos.

»Había cortado cuidadosamente las trenzas de su peluca. Las llevaba siempre consigo en una pequeña bolsa. Un manojo de serpientes muertas, madeja sin gracia una vez separadas de la vida, reliquias que para él, no obstante, eran más importantes que las del propio Amón.

»—Al saber de tu llegada, decidí pedirle a mis superiores la autorización de ausentarme. Tengo licencia para acompañarte hasta el oasis de Siwah.

»—Alto ahí —intervino Tolomeo—. Os recuerdo que mientras que en Asia no se cansan de hacer la guerra, yo he invertido mis esfuerzos a eregir la más gloriosa de nuestras fundaciones.

»Es allí donde deben enterrarse estas cenizas, y no en el oasis de Siwah. He mandado construir un templo cuya grandiosidad rivaliza sin complejos con ese carro mortuario. Sé que no era lo previsto. Pero espero convenceros de que no hay lugar más adecuado.

II
Juegos en Alejandría

Alejandría
Verano de 321 a. C
.

1

¡Alejandría! Pese a su juventud, la gema de Egipto mostraba a los ojos del mundo una faz resplandeciente. De la decadente Atenas, de la humillada Esparta, de la hermosa Corintio, de la sagrada Delfos, de la desafortunada Eubea, de la norteña Dodona, de la costera Mileto, de la inigualable Halicarnaso. De todas ellas llegaban los peregrinos y mercaderes que cubrían con sus tiendas y barracas la campiña y las orillas del lago y del mar dentro y fuera de las inacabadas murallas.

De día las procesiones avanzaban con sus cánticos por las amplias avenidas cuadriculadas por las que circulaban tantísimos carros hasta converger, a veces dos y tres al mismo tiempo, en el recinto sagrado donde se depositaban ofrendas en los templos y donde, desde los puntos más elevados, se podía admirar el mar, y también la isla de Faros, casi pegada a la costa.

Y después se disolvían y los peregrinos vagaban en pequeños grupos por entre los diferentes barrios ocupados por una multitud de razas —no sólo egipcios, sino también sirios, fenicios, helenos, jonios y nubios—, pues todas eran igualmente bienvenidas, tal y como habría querido Alejandro, y nada había más abigarrado que aquella ciudad donde confluían hombres y comerciantes de todos los rincones del mundo a los que ahora se añadían los que llegaban de Babilonia y los peregrinos.

Quienes habían conocido el poblado de pescadores de hacía menos de diez años no podían dejar de admirarse. ¡Cómo había cambiado el lugar! De la colonia original apenas quedaban los muelles y los habitantes de las barriadas más miserables eran ahora una minoría, pues la mayor parte de la población se componía de colonos venidos de todas las ciudades del Nilo que, desde que Tolomeo había decidido que se instalaría allí, llegaban atraídos por el mucho trabajo que había.

Y en efecto se había trabajado duro en muy poco tiempo y los visitantes se maravillaban cuando pasaban ante el palacio real, ante los cimientos de la futura gran biblioteca, ante los esbozos prometedores de todos aquellos monumentos a los que Tolomeo dedicaba semana tras semana lo mejor de sus esfuerzos.

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