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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (65 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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IV
El Oráculo

Oasis de Siwah
Otoño de 321 a. C
.

1

Por fin penetraron en un pasadizo ahogado lleno de olor a inmundicia que les hizo arrugar la nariz.

Al otro lado estaba la bulliciosa plaza del mercado. Había grupos de impasibles carneros, de gansos, de cabras, de burros que no dejaban de rebuznar y también grandes bueyes mansos de cuernos largos. Ese día era la fiesta sagrada de Amón, y nada más llegar a las puertas de la ciudadela habían visto pasar a un grupo de sacerdotes que sacaban en cortejo la naos del dios a la que transportaban hasta uno de los lagos. Las mujeres iban ataviadas con sus mejores atuendos y los niños jugaban desnudos en medio de una algarabía incesante.

Casi resultaba increíble que poco antes hubieran estado en el desierto y el bullicio se les hacía, por el contraste, prácticamente insoportable. Decenas de modestos productores mostraban en grandes espuertas de mimbre o en mesitas bajas sus dátiles, sus habas, sus panes, sus tortas, los pescados desventrados y decapitados, las carnes crudas o cocidas, algunas alhajas, perfumes y telas de todas las tinturas. Los compradores llegaban con productos propios para trocar o para rebajar en lo posible el precio en incesantes regateos. Delante de ellos un hombre quería cambiar un frasquito de perfumes por cuatro gigantescas sandías.

—¿No huele esto lo suficientemente bien como para animarte? —mostraba el gollete—. Acerca tus narices, anciano, a esta fragancia que aliviará el trago a tu esposa…

Una mujer soltó una carcajada y Nicias volvió la cabeza.

Le había recordado a Nubta y se topó con un rostro velado cuyos ojos le sonreían, afables, aunque con la incomprensión de los forasteros. Pese a ello se le contagió el calor humano y se dio cuenta de que de repente se sentía partícipe de aquel mundo en el que en algún momento había tenido su sitio.

A su alrededor los utnu circulaban de mano en mano. Y mientras aceleraban el paso, uno de los comerciantes le señaló las muñequeras.

—¿Cuánto ofreces por ellas, viejo?

El que hasta hacía muy pocos meses fuera un dignatario del Imperio ahora vestía como un lugareño más. Parecía otra persona, aunque no hubiera conseguido desembarazarse de esa rigidez del soldado que se había convertido en una segunda piel.

—¿Sólo cinco utnu? —exclamó—. ¿Sabes la historia que tienen?

—¿Desde cuándo cuestan dinero las historias?

El hombre enseñaba una boca sin dientes: viejo instrumento que, a falta de notas, rebufaba o sonreía estúpidamente.

—Tienes toda la razón —asintió Nicias quien a continuación tuvo la impresión de haberse liberado del último vestigio del pasado. El hambre empezaba a acuciarlo y se apresuró a convertir sus utnus en almíbares y en pasteles de miel que ofrecían las dos mujeres nubias más hermosas de la plaza.

Desde que había abandonado Alejandría, despertando a su padre en mitad de la noche, su tranquilidad interior le confirmaba que su decisión estaba en consonancia con sus deseos más profundos. Su vida iba tomando poco a poco el color de la de su padre.

—Pero te resistes a beber en los veneros adecuados y haces mal —le había dicho éste la víspera mientras cenaban rodeados de beduinos en torno a la hoguera—. Eres como un molino sin agua. Necesitas creer en algo, pero te has equivocado de ídolo.

Y era cierto que desde la desaparición de Alejandro Nicias se sentía huérfano. Quince años dedicados a su causa, la mitad de una vida, ¿y en qué ha quedado todo? Veía cómo actuaban Tolomeo y los demás generales y le parecía de una ruindad absoluta. La Invasión había sido una farsa y, puestos a dudar, dudaba hasta del supuesto hijo de Zeus-Amón.

Al mismo tiempo, ¿quién sino un dios habría podido conseguir semejante hazaña? A ratos casi tenía la sensación de que unos ojos bicolores se clavaban burlones en sus espaldas.

Pero el escepticismo había empezado a corroerlo y ya sufría del descreimiento de los renegados.

2

Con el calor del desierto y la fatiga del viaje los higos y los dátiles frescos les parecieron el mejor almuerzo del mundo. Una vez saciada la sed volvieron hacia el punto en el que habían dejado los camellos.

A medida que se acercaban al oasis las bestias se habían ido volviendo más asustadizas y pugnaban por regresar al desierto. Al final tuvieron que dejarlas a la puerta de una de las residencias de los sacerdotes de Amón, donde harían noche y donde los acogieron con reservas y sin permitirles purificarse en las aguas del lago sagrado.

Todavía tardaron en alcanzar la avenida de esfinges. Pasaron la tarde paseando por aquella ciudadela donde hombres y mujeres se apartaban con respeto ante la piel de pantera que ahora lucía el padre de Nicias y ya empezaba a suavizarse la llama incombustible del sol y se levantaba un viento agradable cuando por fin llegaron.

Por los alrededores del templo los infatigables servidores se ocupaban de los últimos suplicantes que acudían con sus ofrendas. Una multitud de sacos se apilaba contra las columnas de una sala hipóstila que, aunque grande, se veía minúscula en comparación con las de Karnak.

Mientras penetraban en ella, Nicias rememoraba las descripciones del lugar que le había hecho Eúmenes. También se acordaba de los relatos oídos a los compañeros sobre la aparición de los dos cuervos y sobre las maravillas que habían encontrado en el palmeral. Una pareja de religiosos se prosternó ceremoniosamente ante el padre de Nicias y éste les rogó que le anunciaran al Oráculo su presencia.

—Que sepa que ha llegado el primer profeta de la Morada de Amón, en Karnak.

—Ahora mismo no podrá atenderos —dijeron los dos hombres—. Está al fondo, sacrificando en el santuario.

—Entonces iremos hasta él. Descálzate, Nicias.

Nicias obedeció y lo siguió a través del fresco vestíbulo.

Allí donde se hacían sacrificios, los techos estaban negros. A los lados se veían esterillas con mesas bajas repletas de granos de arroz, de tomates, de zanahorias. Vasijas y tinajas con sangre de buey y con el vino y el agua necesarias para la subsistencia del dios y de sus numerosos sacerdotes. Había un par de cámaras reservadas para los racimos de uva, los ramos de flores de loto y de hibisco, y otra para las telas. En realidad no era muy diferente de tantos otros templos, y sin embargo la importancia que le había acordado Alejandro lo dotaba de un aura especial.

Al fondo, el Oráculo acababa de cerrar las puertas del santuario y permitía que los esclavos lo sellasen. En los jeroglíficos de las hojas se repetían hasta la saciedad las mismas fórmulas rituales.

… los egipcios adoran a Amón-Ra, Amón-Ra es el más grande…

Mientras los servidores terminaban de aplicar el rodillo con el sello de la divinidad a la cera caliente, el Oráculo se volvió, sorprendido por la presencia de aquellos forasteros. No ayudó a relajarlo la piel de pantera que ceñía la cintura del mayor de los dos.

—Amón os saluda…

Tenía una cierta edad y la voz áspera de alguien acostumbrado a que se le atienda con reverencia. El padre de Nicias respondió con un escueto saludo antes de explicarle la razón de su venida.

El Oráculo lo escuchó con atención.

—De modo que quieres penetrar en los misterios de Amón.

Su sonrisa se había vuelto benevolente. Lo observaba casi con ironía. Su naturalidad tenía poco que ver con la solemnidad con la que había recibido a Alejandro. Parecía un hombre banal, mientras que con el Macedonio había desplegado todo su repertorio de gestos rituales.

—Ah, Amón tiene sus razones… Dime qué pretendes saber exactamente.

Entonces llegó la pregunta.

En los ojos del Oráculo apareció un brillo casi burlón. Su sonrisa se tiñó de compasión por la ignorancia del suplicante. Era la misma expresión que Nicias había visto en muchos religiosos. La insultante suficiencia de los iniciados en los misterios.

—¿Y por qué habría de desvelártelo? Es el privilegio de los reyes guardar secretos hasta de sus mujeres y de sus padres, si les place…

—Porque si no, mi alma no descansará en paz.

3

—Entra, hijo del sol —le había dicho el Oráculo.

Y el hijo de Filipo lo había seguido con el corazón palpitante por el interior del edificio. El templo era un bosque inacabable de columnas. El santuario estaba en lo más profundo. Parando ante las dobles puertas, el Oráculo rompió el sello de Amón. Al fondo, entre unos braseros alumbrados perpetuamente reposaba sobre unas parihuelas la imponente naos de Zeus-Amón. A popa y a proa la remataban cabezas de carnero coronadas por un disco solar. Un largo cortinaje blanco caía sobre los lados ocultando a medias una cámara. Además de la esfinge que guardaba la proa, la figura de un hombre que parecía estar moviendo los remos de gobernar y diferentes estatuillas de menor tamaño repartidas por la nave representaban a los faraones adorando a su padre divino.

El Oráculo descorrió el cortinaje blanco y apareció la estatua del dios con su imponente presencia dorada. Negro pelo y negra barba, ojos de esmalte que relucían en la sombra. Alejandro no apartaba la vista. No olvidaba las palabras de la Pitonisa y sentía que se apoderaba de él una excitación febril.

El Oráculo tomó asiento ante Amón y se cruzó de piernas en mitad de la sala.

Se dedicó a quemar algunos granos de incienso.

Y por fin, con los ojos entrecerrados, empezó a musitar algo con una voz ronca que al principio resultaba incomprensible pero que pronto adquirió una entonación imperativa al pronunciar las palabras que se le clavaron en el alma: «
Hazle saber a mi hijo el suplicante que obtendrá todo lo que desea. Que conquistará Asia y que sus hombres saldrán victoriosos de toda batalla que libren contra cualquier ejército. Pero que por ello habrá de pagar el precio más alto. Que sepa que sus dioses han dictaminado que jamás volverá a probar los frutos de las tierras que le vieron nacer. Y que cuide de no detenerse, porque entonces morirá. Así lo han dispuesto sus dioses, y así lo quiere también Amón…»
.

El semblante de Nicias estaba atenazado por la seriedad.

—¿Es eso cierto? —exclamó Alejandro—. ¿Caerá el mundo en mis manos?

—La voluntad de Amón se cumple irrevocablemente —sentenció el Oráculo—. Jamás he oído un designio suyo que no se realizara. Alejandro oyó lo que no tenía que haber oído. ¿Has quedado satisfecho?

—Completamente —repuso Nicias.

¡O sea que eso era lo que había dicho Zeus-Amón! Eso era el mensaje que la Pitia quiso que escuchara. Eso lo que le había hecho avanzar infatigablemente, campaña tras campaña, a través de medio mundo. ¡Al Hombre Divino! ¡Al Gran Conquistador! De repente su comportamiento se le aparecía como un libro abierto. Volvía a verlo a orillas de aquel último río mientras los arengaba suplicándoles que continuaran con él, que no lo abandonaran. Recordaba la cólera en su semblante, su indignación, la resignación y el pánico con que el clavó aquella estela:
Hasta aquí llegó Alejandro
. Su vida entera parecía resumirse en un único instante, en un oscuro y dramático acontecimiento acaecido a espaldas de todos. ¡Qué límpida parecía! ¡Qué patéticamente aclarada la caverna de su alma!

—¿Es eso todo lo que necesitabas saber?

El Oráculo parecía compadecerlo.

—Entonces que Amón sea con vosotros.

—Amón es grande —repusieron al unísono.

Fuera, el sol de membrillo se ponía en el horizonte. Por un momento a Nicias se le antojó el hermoso manto de un dios fugitivo y mientras se encaminaban por la avenida de columnas se volvió para contemplar por última vez los gigantescos grabados de Zeus-Amón. La luz crepuscular difuminaba a la divinidad, que parecía sonreírles con socarronería. Tomaron las mugrientas callejuelas y el cielo que los cubría estaba tan despejado como su conciencia. La repentina brisa refrescaba el ambiente. El pueblo empezaba a recogerse. Las madres daban voces y los niños renegridos iban desapareciendo en el interior de las viviendas. A medida que avanzaban contemplaron en silencio las brasas del sol poniente. ¡Qué tranquilidad! ¡Qué bello parecía el mundo! Nicias jamás habría creído que pudiera sentir una sensación de plenitud semejante. Donde antes había pasión furiosa, desesperación o incertidumbre, ahora sentía una calma intensa y dulce.

—¿Qué piensas hacer ahora? —le preguntó su padre quien desde que habían salido del templo guardaba un respetuoso silencio—. ¿Regresarás a la Media? ¿Volverás con tu mujer y tu hijo?

Nicias levantó la vista hasta el cielo. Reinaba aquella luz en la que uno no distingue a los lobos de los perros.

No contestó.

Pero a esas alturas tampoco hacía falta.

V
Las
ranas

Lo más profundo del Hades

«[…] Brekekekex, coax, coax. Somos las húmedas hijas de los pantanos. Nuestros cánticos se mezclan con los sonidos desafinados de vuestras asquerosas voces, coax, coax. Día tras día repetimos los mismos himnos. Los entonamos cada vez que alguien cruza nuestros pantanos. Brekekekex, coax, coax. ¿Dónde está ahora tu imperio, insolente?, coax, coax. Brekekekex. Brekekekex. ¿Adónde te diriges, presuntuoso mortal? Brekekekex, coax, coax. Nosotros te lo diremos: hacia lo más profundo de la más profunda de las oscuridades. Hacia el último pasadizo de las últimas cavernas de este submundo. Hacia el infierno más absoluto. Hasta donde sólo se obliga a ir a los que han impuesto su voluntad al resto de sus semejantes y han explorado hasta el último resquicio de su alma. Allí entenderás el sentido de tu vida. Brekekekex, coax, coax. Aquí todos arrastran la misma existencia. Tendrás sed y hambre, pero sólo encontrarás basura y polvo. Tendrás frío y únicamente podrás taparte con las plumas de los grajos. No saldrás más que para aterrar y atormentar a los vivos y no conservarás recuerdo de lo hecho. No te quedará más que el inmenso disgusto de haber abandonado la luz y el deseo ardiente de volver a ella. Brekekekex, coax, coax. Ahorra tus energías, porque no te valdrá de nada maldecir. Brekekekex, coax, coax. No puedes acercarte, y ni las armas ni los ejércitos te servirán. Tampoco tu bravura, porque ya eres sólo espíritu etéreo, fino aire invisible. Brekekekex, coax, coax. Y ahora cualquiera se puede burlar de ti. Brekekekex, coax, coax. Brekekekex, coax, coax. […]»

VI
Fin de trayecto

De José Ángel Mañas a sus lectores, salud
.

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