Read El secreto del oráculo Online

Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (62 page)

BOOK: El secreto del oráculo
10.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
IV
Duelo de un Imperio

Babilonia

Primavera de 323 a. C
.

1

Al día siguiente de su muerte ya estaban los dos paseando una vez más por un sendero de arena fina que serpenteaba entre los famosos sauces llorones del jardín. Desde su vuelta, Nicias tenía poco que ver con un soldado macedonio. Ahora era un alto dignatario del Imperio con su capa larga, sus pantalones medos y una mirada imponente que lo distinguía de cualquiera de los hombres que lo escoltaban.

Había pasado un año entero gobernando una de las satrapías más poderosas y aquello se notaba en su crecida autoridad. Hacía casi un mes que se había presentado por la puerta de Marduk al frente de un centenar de medos y de todos aquellos tributos —rebeldes encadenados, trigo y cebada recoltadas y, sobre todo, muchos impuestos— que probaban lo bien que había gestionado, en ausencia de Tolomeo, el territorio.

Durante aquel tiempo Nubta había demostrado ser una esposa ejemplar y capaz de velar con inteligencia por la administración del palacio de Doyoces y de un reino que consideraba prácticamente como una extensión de aquél. «Si las cosas van bien aquí, todo irá bien allá», decía la que muy pronto, además, le daría su primer hijo.

El mundo, en aquel espacio de tiempo, también había cambiado.

El Imperio llevaba más de un año de duelo. Alejandro había sollozado durante semanas sobre el cadáver embalsamado de Hefastión y, al atenuarse el dolor, había ordenado construir una decena de monumentos en cinco ciudades diferentes. Se decretó el luto público y el que todos los niños que nacieran en el año llevaran su nombre. El cuerpo fue paseado con gran pompa tras una división de jinetes y se envió una embajada a Siwah para preguntar si el difunto podía ser tratado como un dios.

La respuesta tardó varios meses en llegar: el Oráculo consideraba que no debía de ser tratado como dios sino como héroe. Y a poco de regresar el mensajero de Siwah, también aparecían en la ciudad Tolomeo, de vuelta de su viaje a Atenas, y Nicias, a quien hizo venir de la Media y al cual nada de aquello con lo que se encontró había extrañado, al igual que tampoco le extrañaba lo que escuchaba ahora mismo.

—En este momento lo velan todavía sus mujeres. Mañana se lo quemará en el patio de armas —seguía explicando Tolomeo—. Lo presidirá Arrideo y estarán presentes los generales. Ha habido mucha tensión por todo lo que se ha discutido a lo largo de la noche en palacio… con el cuerpo todavía caliente —añadió con amargura.

El sol estaba en su cenit y ambos procuraban buscar la sombra.

En el palacio de verano de Nabucodonosor, en aquel terreno prácticamente a orillas del Éufrates, se alojaba la mayoría de los altos dignatarios del Imperio cuando estaban de paso por la capital. Sus familias también paseaban por aquellos senderos ribereños antes de que se sirviera el almuerzo, ora en el pabellón principal, ora en las mesas instaladas bajo unos enormes toldos; y entre ellos estaban los hermanastros de Barsine quienes nada más saber de la agonía del Gran Rey habían viajado hasta Babilonia junto con Artábazo.

—Por eso está todo el mundo tan inquieto. Todos se dan cuenta de lo que se avecina…

Tolomeo se acuclilló junto a la orilla para refrescarse la cara. El que fuera hombre de confianza de Alejandro seguía teniendo la misma mirada penetrante y el mismo entendimiento agudo. La primera vez que se habían vuelto a ver no había podido evitar una cierta sonrisa burlona al encontrar a su antiguo guardia, al hombre al que él había conocido siendo aún un portaescudos, ataviado con tanto lujo. Pero había mucho de paternal en sus burlas. Por lo demás se lo veía ojeroso. Había dormido poco y tenía la desagradable impresión de que esta vez no era él quien manejaba las riendas.

—Nadie duda de que estamos ante una situación provisional. No sé lo que puede ocurrir, pero me alegro de que sigas aquí…

Nicias dijo que mientras estuviera en Babilonia él y sus hombres estarían a su disposición. Le había costado abandonar la Media, pero una vez de regreso no había tardado en volver a ser el hombre de confianza de Tolomeo. Éste lo sabía. Y también se daba perfecta cuenta de lo que le costaría devolverle el puesto. Pero aquellos asuntos habían decidido posponerlos a la espera de ver qué ocurría con la sucesión.

—Ojalá pudiera decirte que no va a ser necesario…

Estaban junto al lugar en el que Alejandro había sentido las primeras fiebres. Fue al día después de celebrar aquel banquete en honor del reaparecido Nearco cuando se reencontraron los últimos miembros de la «camarilla». Un poco más allá había sufrido su desvanecimiento justo antes de que apareciera aquel loco que se había sentado en el trono y al que Stenaro había degollado detrás del primer grupo de árboles.

—…Porque ahora mismo de entre los de nuestra quinta el único que se está comportando con cierta sensatez es Nearco. Lleva poco tiempo en Babilonia y todavía no se ha hecho su hueco en la Corte… Pero él tampoco soporta a ese sapo intrigante en que se ha convertido Antípatro… Todos saben que ha sido una maniobra suya. Hay un ambiente de desconfianza generalizada en el que Eúmenes es el único que apuesta por el hijo de Barsine…

Tolomeo se volvió hacia los hermanastros de Barsine que ahora conversaban en voz baja y les dirigían miradas llenas de curiosidad y recelo.

—Míralo. A ellos también hay que tenerlos en cuenta. Parece que se han pasado la madrugada reunidos con Artábazo. Me imagino que son partidarios de reclamar la herencia legítima para Heracles. Pero si quieren tener una baza van a tener que enseñar las cartas pronto, porque si abandonan el campo se lo van a encontrar arrasado.

»Su problema es que Barsine apenas tiene influencia. Lleva demasiado tiempo apartada de la Corte y además en Bactriana, una de las satrapías más pobres. En cuanto a Roxana, no ha parido; y Estatira, mal que le pese a su madre, no está preñada. Los hombres se sienten más cercanos al trono que cualquiera de los posibles herederos. Se hace necesario un regente. Y al mismo tiempo se sabe lo que ocurrirá en cuanto lo haya… Por el momento, yo sólo veo una solución satisfactoria que nos pueda evitar el conflicto.

—¿Cuál? —preguntó Nicias.

Tolomeo tardó un momento en contestar.

—Dividir entre todos el Imperio —dijo clavando la mirada en su antiguo subordinado.

2

Tras el almuerzo, Tolomeo volvió a palacio y Nicias se dio una vuelta a solas por la ciudad.

Hacía un espléndido día y pudo volver a disfrutar al contemplar una vez más el zigurat. Pero sobre todo quería tomarle el pulso a la población. Le inquietaba la atmósfera de conflicto inminente que se respiraba. En los últimos tiempos había adquirido unas nociones suficientes del idioma, gracias a Nubta, y por las calles no se hablaba de otra cosa que de la muerte de Alejandro y de la coronación de Arrideo.

Por toda la ciudad se inmolaban víctimas. Había plañideras en cada esquina. Y como durante el año que acababan de pasar había habido tantos juegos y sacrificios, muchos tenían la impresión de haber asistido a un único e inacabable funeral. La gente se acercaba hasta los alrededores del palacio buscando atisbar a aquel rey bobo y tartamudo que, según se decía, había sido coronado por los generales macedonios. Sin embargo nadie creía que las cosas fueran a quedarse así y todos esperaban que se dieran los primeros movimientos por parte de las diferentes facciones.

A Nicias aquello le recordaba el clima vivido en Pela tras el asesinato de Filipo.

Parece como si hubieran pasado dos siglos
, pensó.

Gracias a Tolomeo él ya sabía que de entre los cortesanos la más práctica había sido la viuda de Darío, quien, aprovechan do que Arrideo estaba en sus aposentos, no había tenido reparos a la hora de correr en mitad de la noche a postrarse ante él y explicarle la conveniencia de casarse con su hija Esta tira. Le hizo ver que entroncando con la antigua línea de los grandes reyes afianzaba su legitimidad a ojos de los persas, un argumento al que un receptivo Arrideo contestó que iba a «co-considerar».

Pero no todos estaban recibiedo la noticia con los mismos reflejos y a poco de haber abandonado el palacio de Nabucodonosor Nicias pudo ver el carromato de Artábazo y Barsine penetrando por la puerta de Ishtar.

Era a última hora de la mañana y la Vía Procesional durante esa época no tenía nada que ver con la avenida que había podido ver el día de la Festividad de Marduk. Llegaban las horas en las que el calor animaba a los lugareños a refugiarse en sus casas y no resultaban discretos todos aquellos bactrianos armados que se paraban a la puerta de palacio expuestos en pleno sol a la curiosidad generalizada.

Nicias acercó a husmear y vio que los guardias de palacio se ocupaban del vehículo y ayudaban a que descendieran, por unas escaleritas laterales de madera, Barsine, el anciano sátrapa y el retoño de Alejandro. Los hijos de Artábazo se habían quedado fuera con los demás hombres.

3

—Ánimo, padre. No tardaremos mucho…

Barsine cogía del brazo a Artábazo, que la seguía con tristeza.

—¡Cinco! —iba diciendo—. Ya he visto subir y caer a cinco grandes reyes en mi vida…

El anciano no había dejado de repetirlo desde que habían mantenido el consejo familiar. Sus hijos lo animaban a reclamar la corona y buscar aliados, pero al final se había impuesto el criterio mucho más prudente de Barsine.

—Y todavía, con un poco de suerte, habrás de ver alguno más —dijo ésta—. ¡Vamos! No te pares…

El patio de honor estaba pavimentado con ladrillos cocidos a excepción de un gran alcorque circular donde crecían tres acacias centenarias que, aunque no se jactaran de ello, habían visto pasar muchos más grandes reyes que Artábazo. A sus pies un grupo de magos se afanaba preparando la pira y vertiendo sobre ella el agua que purificaría la madera antes de entrar en contacto con el cadáver.

En una de las puertas laterales, dos guardias babilonios entrecruzaron sus lanzas. Ambos llevaban el pelo cortado en señal de duelo.

—¡Apartaos! —exclamó el anciano—. Le estáis hablando a Barsine, la esposa del difunto, y a Artábazo, y al actual sátrapa de Bactriana.

Una amenazante autoridad brillaba en sus ojos grises y las lanzas se apartaron. Por el pasillo, los frescos de vivos colores representaban ceremonias del culto oficial: un toro coronado conducido al altar, el Gran Rey arrodillado ante un sacerdote de tamaño superior. Eran cuadros hermosos para quien tuviera un ánimo contemplativo lo que desafortunadamente no era el caso. Y al volver la esquina, más allá de unos arcos de dovelas amarillas y añil se veían los primeros escalones de los jardines colgantes.

Unos momentos después, por las escaleras se cruzaron con Pérdicas. El macedonio pasaba a la cabeza de un grupo de oficiales. Andaba con prisa, inmerso en sus propias preocupaciones. Tras apartarse para dejarlo pasar Barsine y Heracles tuvieron que esperar en el rellano al anciano, que resoplaba, y fue entonces cuando apareció Sisigambis.

—Lo han matado…

Su actitud intranquila e irresoluta se veía reflejaba en unos ojos demasiado abiertos que se fijaban en unos y otros. Su voz se quebraba a las puertas del llanto. No parecía saber dónde estaba.

—Lo han matado…

Desde que sabía que Alejandro agonizaba, la madre de Darío había dejado de comer. Era, de entre todas las mujeres de la Corte, la que demostraba un dolor más sincero.

—¿A quién te refieres, madre?

La anciana se encaró con Artábazo. Se conocían de antaño y sin embargo sus ojos no lo reconocían. «¡Ellas! ¡Todas ellas!» Se tapó la boca y echó a correr escaleras abajo. Barsine se le quedó mirando, sintiendo una pena infinita. Pero Artábazo la cogió del brazo.

—No podemos hacer nada por ella. ¡Vamos!

4

Durante la agonía del monarca, la antesala de los aposentos se había convertido en improvisado lugar de reunión. Había muchas sillas alrededor de las dos grandes mesas centrales, aunque desde por la mañana el lugar estaba relativamente despejado.

En uno de los dos corrillos de mujeres vieron a la esbelta y ojerosa Roxana.

La altísima hija de Oxiartes conversaba con las damas que la habían acompañado tras la caída de la Roca de Sogdiana cuando a instancias de Alejandro y del propio Oxartes puso rumbo definitivo a la Corte. Dos años después había tenido tiempo suficiente para familiarizarse con la geografía y el idioma de Babilonia y con los personajes de su nuevo entorno.

Ella y Estatira habían pasado la noche velando al cadáver. Pero mientras la Aqueménida se retiró con los primeros despuntares del día, Roxana había optado por aguantar sin dormir.

Era la manera de demostrar que su dolor era el más profundo…

Al ver a los recién llegados interrumpió su conversación y dejó a sus damas. Incluso preñada de seis meses y tan poco descansada, la sogdiana era una mujer de una extraordinaria belleza. Su larga melena caía hasta los tobillos. La llevaba perfectamente peinada y tenía un color avellanado y saludable que contrastaba con el cabello ahora blanco y macilento de Barsine.

Y no era el único contraste.

Con las desgracias de los últimos tiempos Barsine había terminado por rendirse al acoso del tiempo. Si la piel de ébano de Roxana era suave como la seda, la suya en cambio se había agrietado como la superficie de una vasija antigua.

Su peinado mostraba las amplias vetas blancas aparecidas a la mañana siguiente de haberse enterado de la muerte de Autofrádates. Estaba ya más cerca de Sisigambis, con su frágil belleza de anciana, que de Roxana, y en su mirada al cruzarse con tan soberbia juventud se acusaba esa conciencia.

Casi parecía que quien hubiera velado al cadáver hubiera sido ella más que la sogdiana, cuya actitud por lo demás era cordial.

Roxana temía a las Aqueménidas, celosa de su elevada educación, y desde un principio había buscado ganarse al resto de los que rodeaban a su esposo, y en especial a las concubinas que no le hacían competencia. Además la coronación de Arrideo la llevaba naturalmente a arrimarse a aquella rama de la familia con la que tantos enemigos en común tenía.

Su alargada mano acarició la mejilla de Heracles. Le costaba ya agacharse debido al avanzado estado de gestación.

—Cuánto se parece a él…

Lo dijo afectuosamente y en un persa que empezaba a ser fluido. Pero no hubo tiempo de más: Artábazo prácticamente empujó a Barsine hacia la puerta y, al ver su expresión, Roxana se apartó con una sonrisa comprensiva que les invitaba a considerar la mano que les tendía.

BOOK: El secreto del oráculo
10.02Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Quatrain by Sharon Shinn
The Insanity Plea by Larry D. Thompson
The Bigger They Are by Jack Allen
Tycho and Kepler by Kitty Ferguson
Not Your Father's Founders by Arthur G. Sharp
Dafnis y Cloe by Longo