Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
—Antes que nada, atenienses, os ruego que excuséis la tosquedad de mis palabras —empezó—. Esquines ha tenido, no ya meses, sino
años
para preparar su acusación —la mirada que le dirigió fue como la picadura de una avispa—, mientras que yo vengo de escucharla y he de improvisar sobre la marcha la mayoría de mis argumentos. Tened presente, por lo tanto, que mi mérito habrá de ser necesariamente mayor que el suyo al hallarme en una situación de flagrante inferioridad…
»Ruego asimismo a todos los dioses que os inspiren hacia mi persona y mi discurso la misma benevolencia que he podido tener yo hacia vosotros. Espero que para defenderme me dejéis la libertad de hacerlo siguiendo el orden que tenga por conveniente, tal y como permiten nuestras leyes. Porque tampoco en esto es la misma mi posición que la de mi adversario. Esquines sólo arriesga un poco de reputación, en tanto que yo puedo perder vuestra benevolencia que para mí es más preciosa que la propia vida…
Demóstenes volvió a inspirar con profundidad.
No corría ni una pizca de viento. Aunque estaban en julio, el sol de la mañana apenas calentaba. Hasta los elementos parecían haberse olvidado de su trabajo para escucharlos.
—Sin embargo no anticiparé posibles infortunios. Soy muy consciente de que Esquines, siendo acusador, habla mal de Demóstenes. Eso gusta más que oír elogios. Y me deja la parte más odiosa, pues para defenderme tendré que hablar a menudo de mí mismo, algo que procuraré hacer con la mayor circunspección posible. Pero antes me siento obligado a mencionar la situación actual.
»Ya veis que Esquines ha entremezclado con habilidad dos asuntos en su acusación: el elogio de Macedonia y el ataque bilioso contra mi persona. A todos nos ha quedado claro que todo lo bueno lo reserva para Macedonia y todo lo malo para mí, con lo cual si consigo probaros que no todo lo hecho por Macedonia es tan bueno, de ello se seguirá, como el día sigue a la noche, que no todo lo hecho por mí ha sido tan malo.
»Habréis notado que mi enemigo ya no habla de los últimos incidentes protagonizados por Alejandro. ¿Por qué no menciona sus notorios
desvaríos
? ¿Por qué no cita las estremecedoras ejecuciones de su lugarteniente Parmenión, de Filotas, del propio jefe de su guardia personal, Bitón, y de tantos otros como han sucumbido a su desmedida?
»¿Por qué no menciona el tratamiento que le ha dado a su mujer, la infeliz Barsine, y a su hijo Heracles, a quienes desprecia tan profundamente que los deja a merced de las intrigantes Aqueménidas en la corrupta Corte de Susa? ¿Por qué no menciona la cobarde detención de nuestro admirado Aristóteles, presente ahora mismo entre vosotros, quien desde entonces ha vuelto a nuestra ciudad para retomar en lo que fuera el Liceo de Platón la enseñanza de los jóvenes?
»¿Por qué obvia la ejecución inhumana que les ha reservado al bactriano Beso y al filósofo Calístenes? ¿Por qué no habla de la envilecedora proskyne que pretende imponer a los griegos? ¿Por qué no explica la razón por la que ha desposado a la bárbara hija del gobernador de la Roca de Sogdiana despreciando todas nuestras costumbres y nuestras mujeres?
»No niego que en un principio este chico tuviese en mente vengar a los griegos y extender nuestra democracia por el mundo. Es posible que me equivocara entonces. Y, si ha sido el caso, os pido mi más humilde perdón por ello…
»Ahora bien, hace ya tiempo que las circunstancias han cambiado para darme la razón. Alejandro ha destruido el ancestral Imperio persa y lo ha sustituido por un edificio prácticamente idéntico que se llama Imperio macedonio, pero que no tiene ni leyes ni tradiciones.
»Esquines y sus partidarios objetarán que hay que dejarle tiempo. ¿De qué tiempo me hablan? ¡
Ocho años
hace que partieron desde nuestras costas las trirremes con las que desembarcaron en las tierras jonias! ¡
Cuatro
, desde que murió Darío! ¡Más de dos desde que ejecutó a Beso! ¿A qué espera el todopoderoso hijo de Filipo para edificar algo duradero en vez de partir hacia la India rumbo a unos pueblos que no lo amenazan en absoluto?
»Si iba para vengar los incendios de nuestros templos, ya lo ha hecho. Si quería castigar a Darío, también. El problema, yendo al fondo de la cuestión, es que nadie sabe hasta dónde quiere llegar, porque
ni siquiera lo sabe él mismo
.
»Lo que no quieren aceptar los que macedonizan es que Alejandro
ha perdido la cordura
. Y yo afirmo por enésima vez, atenienses,
que sería mayor insensatez todavía seguir secundándolo
.
»¿Y por qué, os preguntaréis, se obceca un hombre supuestamente respetable en una postura tan contraria al sentido común? Esquines pretende probar que me ha sobornado Darío. Pero, ¿quién le envía una semana sí y otra también esplendorosos regalos desde los confines de Persia? ¿Es un crimen recibir ayer dinero de un Gran Rey y hoy no? ¡Que salga aquí y que lo niegue, si es que se atreve! ¿Quién pensáis que ha enviado esos documentos que ha estado exhibiendo ahora mismo, tan ufano…?
Demóstenes empezó a sonreír.
Los primeros murmullos corroboraban que la opinión del público empezaba a oscilar. Los atenienses y él eran imanes que se atraían con una fuerza irresistible. Si Esquines oficiaba ante sus fieles, él los arengaba. Si Esquines mantenía bien sujetas las riendas de la bestia, él la fustigaba con su entusiasmo.
—Ya veis que ni los intereses de Macedonia son tan nobles, ni los de Esquines tan puros ni los míos tan espurios como pretende mi enemigo. Y visto que se han dicho demasiadas cosas falsas a propósito de mi persona, habréis de tener paciencia mientras rebato todos sus argumentos, uno por uno, empezando desde el principio.
Cuenca del Hidaspes
Verano de 326 a. C
.
En ese mismo momento, en el otro lado del mundo, un empapado Alejandro penetraba a través de uno más de los bosques de cedros que seguían atravesando desde que habían cruzado, hacía más de dos meses, el Indo. Los elefantes que cabalgaban los indios Taxiles y Meroe los precedían, pisoteando arbustos y allanando con sus patazas el sendero por el que luego iba desfilando en estrechas filas su cada vez más multirracial ejército.
¡La India! Aquél era el país del que Herodoto sólo hablaba de oídas. El lugar por donde había vagado el mismísimo Dionisio, fundando todas aquellas colonias ya milenarias donde aún crecía la hiedra y donde, cosa maravillosa, los nativos todavía cantaban el «evohé», al igual que en tantas ciudades de la lejana Grecia.
Hacía más de un año que soñaba con aquellos parajes que en algún momento habían de desembocar en el océano inmenso que a decir de todos los sabios delimitaba el mundo. ¡El fin del mundo! Quería verlo con sus propios ojos. Quería ver lo que ningún mortal antes que él había vislumbrado y hacia lo que su voluntad tendía con todas sus fuerzas…
A sus espaldas dejaba una Sogdiana definitivamente pacificada. La caída de la Roca, la última fortaleza en rendirse, la había forzado gracias a que sus escaladores tomaron los riscos más altos. A modo de tributo le pidió a Oxiartes la mano de la última de sus hijas; de aquella a la que el reyezuelo pensaba retener para alivo de su vejez y cuya belleza lo había deslumbrado desde el momento mismo en el que había posado los ojos sobre ella. Había algo profundamente sugerente en su mirada, un lugar en el que comprendió que tendría siempre un lugar predominante, pues la sensibilidad de la joven era lo más parecido que había a un nicho en espera de la estatua de un héroe al que idolatrar.
Al final la guerra había terminado en festejos matrimoniales.
—Ella vale lo que todo mi reino —dijo Oxiartes.
A los macedonios no les había hecho gracia que embrazara la poligamia de los bárbaros. En cambio a la viuda de Darío le dio alas. En sus últimas cartas le daba a entender que se había quedado sin argumentos para no casarse con una de sus hijas. Lo convertía en una cuestión de estado y le recordaba que los persas tomarían su negativa por un desprecio,
algo que no conviene a quien pretende mantenerse a la cabeza de su Imperio
.
Al final su insistencia epistolar le había arrancado el compromiso de que, nada más terminar la campaña, volvería para desposar a Estatira.
Pero por el momento, a medida que progresaba por aquellos pasajes cada vez más húmedos con los monzones veraniegos, el Gran Rey del Imperio no pensaba más que en lo que le esperaba por delante. En medio de tantas tribus hostiles había sido una suerte poder contar con la ayuda de un aliado como Taxiles. El monarca indio había ido a buscarlos a Bactria. Ya entonces había expresado su deseo de llegar a un entendimiento para vencer a su vecino, el temible Poro, y nada más iniciar la campaña hicieron un alto en la ciudad de Taxia, donde salió a su encuentro con una decena de elefantes cubiertos de telas de se da con incrustaciones de diamantes. A la hospitalidad con que los agasajó había que añadirle los mil indios que desde entonces los acompañaban.
—¡Alto! —exclamó Alejandro quien desde que estaban en campaña volvía a afeitarse.
En los últimos estadios el bosque parecía hacerse menos denso. Taxiles había hecho girar a su elefante, que protestó con un suave barrito. Los paquidermos no eran animales ágiles. No les gustaban las idas y venidas.
—Di a tus hombres que se preparen. Estamos muy cerca —dijo el indio en su casi incomprensible persa.
El hijo de Filipo se volvió hacia Hefastión, que se lo comunicó a los oficiales. Taxiles volvió a hacer girar sobre sus patazas a su animal, el cual echó a andar camino de donde los esperaba la montura de Moroe agitando la cola y las inmensas orejas.
Poco después los dos elefantes salieron repentinamente de la arboleda. Mientras los seguían, a muchos macedonios les alivió poder encontrar un horizonte despejado.
—¡Ahí lo tenéis! —señaló Taxiles.
Y entonces pudieron comprender por qué se temía tanto a Poro.
Bajo un cielo gris, las fuerzas enemigas los esperaban en la otra ribera del río, perfectamente desplegadas en orden de batalla entre una masa compacta de elefantes grandes como torres. Los paquidermos más cercanos al agua se refrescaban con los chorros que esparcían a trompazos. Y sobre la mayor de las bestias iba montado Poro, un indio esbelto, de tez casi tan negra como sus ojos de azabache, que les sacaba dos cabezas a la mayoría de sus súbditos y que, protegido por su cota de malla reluciente, no dejaba de mirar en su dirección con fiereza.
—Es él —confirmó Taxiles.
A sus espaldas, los macedonios empezaban a salir de entre los cedros y a desplegarse por la ribera siguiendo las órdenes de sus superiores. Los ingenerios y los carros se iban colocando en segunda línea. Los menos entusiastas eran los indios, que se mantuvieron en todo momento en la retaguardia junto a los dos elefantes y a los caballos de la guardia personal y de los oficiales macedonios.
El Conquistador observó el nuevo escenario.
Era la época de las lluvias y el río llegaba revuelto. Su espumosa y virulenta corriente imposibilitaba en muchos puntos el vado; y en aquellos donde éste se estrechaba, era donde Poro había concentrado la mayor parte de sus tropas.
—¿Qué hacemos? —preguntó Hefastión.
—Ordena que los hombres construyan almadías. En cuanto puedan, que las vayan moviendo por la orilla regularmente. Hay que confundir al enemigo. Que se mantenga alerta y que se canse mientras decidimos cómo cruzamos.
Durante el resto de aquella jornada y de las siguientes se dedicaron a transportar los troncos que iban talan do en el bosque cercano. Los ataban entre sí y construían improvisadas balsas ante la vigilancia constante de sus enemigos.
A veces, siguiendo las indicaciones de Alejandro, echaban un puñado de ellas al agua para probarlas. Remaban unos metros, provocando la agitación de los indios que se apresuraban a colocarse en sus puestos, y cuando llovían las primeras flechas se volvían a la orilla entre carcajadas y señales de burla.
Aquella comedia duró unos días sin mayores incidentes que algún que otro caído por haberse expuesto demasiado. Las tropas de Poro dormían en un campamento dispuesto entre los árboles de la otra margen y cada mañana se despertaban con los primeros rayos de sol para formar pacientemente.
Por fin, tras varias reuniones se decidió que el propio Alejandro aprovecharía la oscuridad para salir con discreción al frente de un destacamento de un centenar de sus guardias en busca de un paso más al norte. La orden era meterse en las tiendas y esperar hasta que estuviera bien entrada la noche para deshacerlas.
Y así se hizo, con el máximo sigilo, como si fueran ladrones.
La luna los observaba con un ojo entreabierto. A un lado se oía el sonoro fluir de la corriente; al otro, los animales nocturnos. Todos fueron abandonando el campamento en pequeños grupos, procurando que sus armas no sonaran. El punto de reunión era el rastro de los elefantes en el linde del bosque y los que no iban en grupo fueron los primeros en presentarse. Al poco se les unió Nicias junto con los que guiaban el puñado de caballos y mulas que cargaban con sus armas y víveres.
Alejandro fue de los últimos en llegar.
Desde allí desaparecieron entre los árboles y anduvieron a la luz de las antorchas hasta el amanecer. El ruido de la noche desquiciaba a algunos caballos y ya estaban bastante más al norte cuan do acamparon unas horas. A su alrededor había menos cedros y la distancia entre tronco y tronco les permitió montar las tiendas sin problemas. Nicias se durmió en el acto pero pronto lo despertaron: Alejandro ya estaba en pie y quería continuar.
El resto del día volvieron a marchar a buen ritmo y antes de que cayera la noche encontraron lo que buscaban: río arriba había un punto donde la vegetación se hacía más exuberante hasta resultar casi selvática. Además contaba con una isla ancha y cubierta de verde que los protegía de la vista de la otra ribera.
—Cruzaremos por aquí —dijo Alejandro.
Las órdenes eran esperar mientras Alejandro volvía al campamento. Tenían que construir nuevas almadías de la manera más disimulada posible.
Pronto se les fueron uniendo los carpinteros que les enviaron de refuerzo y por fin, pasadas tres jornadas, unos cinco millares de macedonios con el reaparecido Alejandro y Hefastión a su cabeza.