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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (64 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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Eso por no mencionar aquel sepulcro en el que habían depositado los restos de Alejandro, un pequeño mausoleo en miniatura, con un columnado semejante y estatuas trabajadas por artistas de toda Grecia, donde nada más llegar se instaló, como si de una reliquia se tratara, el carro traído des de Babilonia.

—¿No os dije que era un lugar digno de él? —se ufanaba Tolomeo.

Y allí en definitiva, fue donde al llegar el día señalado, nada más asomar los rosáceos dedos de la aurora, se pudo ver cómo desde todos los rincones de la ciudad los millares de visitantes empezaban a acudir al estadio y a distribuirse por los amplios taludes y el graderío que lo bordeaban.

2

Al salir de palacio, Nicias sentía cómo sus pulmones se llenaban con el aire de la madrugada. No muy lejos se escuchaba el incesante rumor del mar y por unos instantes tuvo la impresión de que las Nereidas pronunciaban su nombre. Los suaves vientos acariciaban la costa. Y aquí y allá se oía jaleo a la puerta de una taberna donde los más juerguistas continuaban con sus celebraciones.

Unos momentos después se dirigía hacia donde su padre encabezaba a su propio cortejo y se emparejó con él mientras proseguían hasta el extremo suroeste de la ciudad, no muy lejos de la ajardinada Necrópolis, allí donde se cruzaban los dos principales canales y se alzaban ante el lago unas murallas blancas, de tan recientes y nuevas, pero ya totalmente construidas.

—Me habían llegado noticias, pero nunca pensé que en tan poco tiempo se pudiera levantar una ciudad. Y sin mediar la fe…

Al otro lado del canal quedaba el lago Mariotis, con sus profundas aguas. Por sus orillas habían paseado y conversado largamente durante la última noche. Pero si entonces en su seno brillaba la luna llena con tal intensidad que parecía un rostro titilando en el agua acuchillada de estrellas, ahora era una superficie de color indefinido y sin apenas encanto. Algunas aves levantaban el vuelo, sorprendidas por la aparición tan temprana de los hombres.

—O con otro tipo de fe —observó Nicias, pues por todas partes seguía reinando ese ambiente de rara concordia auspiciada por Tolomeo, quien para que aquellos juegos fueran recordados no había escatimado esfuerzos, procurando entre otras cosas alojamiento a unos peregrinos a los que se estaba recibiendo como a hermanos.

El respeto que imponía la memoria del difunto hacía el resto.

¡Era un raro milagro ver a espartanos y macedonios, a atenienses y a tebanos enterrando los viejos agravios y departiendo amistosamente! Y mientras avanzaban Nicias no paraba de acariciarse nerviosamente aquellas muñequeras con los dos gavilanes engastados que le había robado hacía más de diez años a Bitón: ¡qué lejano y brumoso empezaba a parecer el recuerdo de aquel otoño! Después las habían poseído Filotas y el mismísimo Alejandro, quien se las había entregado a Stenaro nada menos que para él. Las piedras se habían desgastado, alguna se había caído. Pero el gavilán con las alas extendidas seguía pareciendo hermoso.

Y mientras las acariciaba no dejaba de darle vueltas a esa idea, a esa puñetera idea, que se le había metido en el magín.

Desde que tenía veinte años el ejército era su única familia. Pero en los últimos tiempos algo se había resquebrajado en su interior. Ya no le encontraba ninguna razón a seguir sirviéndole a Pérdicas. Él ya había comprendido que las guerras intestinas se recrudecerían en cuanto finalizaran los funerales y sabía que estaba a punto de librarse una gigantesca batalla campal a muchas bandas de la que resultaría imposible predecir otro desenlace que la destrucción de aquello por lo que tanto había luchado.

Desde que estaban en Egipto, además, se daba cuenta de que evitaba hablar de Nubta y de su hijo y ya le había dado a entender a su padre que, aunque fuera sin los restos de Alejandro, él contaba con continuar su viaje hasta Siwah.

—No seré yo quien te juzgue, hijo mío —le había dicho su progenitor.

3

Al poco ya sonaban los salpinx. El altar humeaba en mitad de la arena. Los jueces ofrecían sus últimos sacrificios y el faraón y sus invitados iban ocupando el palco de honor en el pequeño hemiciclo en uno de los extremos de la pista mientras que el pueblo seguía accediendo de manera desordenada y pacífica a los terraplenes y al graderío.

La mayoría de los luchadores ya estaban bajo su tienda. Se iban despojando de sus vestiduras y se empezaban a ungir los unos a los otros con aceites. Era la manera de calmar la tensión.

Y allí, mientras el público empezaba a desgañitarse, fue donde Nicias y Tolomeo mantuvieron su última conversación.

Durante las diferentes celebraciones, los dos hombres habían cruzado anodinas felicitaciones y halagos mutuos y habían compartido discretos pareceres sobre sus respectivos enemigos. Pero Nicias, ahora, sentía la necesidad de hacerle partícipe de su estado de ánimo.

—¿Hastío? —se sorprendió Tolomeo—. ¿Tan cerca del corazón del Imperio? ¿Con alguien como Arrideo rondando en la sombra por los palacios de Babilonia? No me mires así. Vamos, compañero, no me vas a decir ahora que te has creído su papel de tonto. ¿Es que no llegan informaciones a la Media? ¿Por qué te crees que Pérdicas está enfermo? ¿Quién te crees que envenenó a Hefastión y a Alejandro?

Para las celebraciones Tolomeo se había ataviado al uso de los egipcios. Un paño de lino le cubría la parte superior de los muslos y llevaba la corona de las Dos Tierras, la misma con la que en su momento había coronado el profeta de Apis a Alejandro en Menfis y que lo significaba como monarca más que como sátrapa.

Su varonil corpulencia contrastaba con la relativa delgadez de su invitado.

—Yo también miro con pesimismo el futuro. Pero creo que es el momento de actuar, no de lamentarse. Todavía somos jóvenes para sentirnos hastiados, así que mejor escucha.

Tolomeo nunca había perdido la costumbre de hablarle como a su subordinado.

—Pronto desaparecerá Pérdicas, y todos los demás lucharán para erigirse con la tutela del joven hijo de Roxana. No hace falta que te diga que tarde o temprano tendrán que suprimir a Arrideo, quien no podrá guardar en secreto sus quehaceres por más tiempo y por si así fuera no te preocupes que yo mismo me ocuparé que salgan a la luz, aunque no descarto que se les adelante él… Arrideo parece más hijo de Olimpia que de Filipo.

»Pero eso a mí no me incumbe: yo estoy satisfecho con mi reino; tengo suficiente con procurar que esta ciudad adquiera las dimensiones que Alejandro habría deseado. Sólo ambiciono que no me molestéis ni tú ni ninguno de los demás, a los que haré esta misma proposición. Pero quiero que sepas que, de no aceptarla, me obligaréis a entrar en este juego de coaliciones y traiciones en el que te aseguro que no soy menos astuto que ninguno de vosotros…

El tono era agresivo, y a Nicias lo invadió una sensación de extrañeza primero, y luego, casi, de tristeza. Arrancaban las primeras pruebas y los corredores se iban colocando en la línea de salida. De pronto el público estalló en jubilosas exclamaciones. El juez acababa de dar la voz y los atletas salían disparados. Sus musculosos cuerpos se agitaron levantando una polvareda. Había un pilar en cada extremo de la alargada pista y corrieron, bordeándolos por el exterior, hasta completar una vuelta.

Al alcanzar la meta los derrotados se dejaron caer o se apoyaron sobre las rodillas recuperando el aliento. Entretanto el triunfador se dirigió hacia el público de los taludes. Todavía boqueaba por el esfuerzo, pero no dejaba de alzar los brazos con unos ojos brillantes de satisfacción. «¡Meriones!» Mientras se acercaba al palco a saludar, el pueblo aún coreaba su nombre. «¡Meriones! ¡Meriones!»

—¡Bravo! —exclamó Tolomeo.

Berenice también se levantó para soltar una exclamación admirativa. Todos apreciaron la musculatura del atleta. Más allá los jueces ya acompañaban a los luchadores hasta el lugar asignado para las confrontaciones. El sol subía en el horizonte y las parejas de contendientes brillantes de aceite se fueron situando en la arena, por la zona más cercana de los espectadores de honor, a uno y otro lado del pilar, donde empezaron a engancharse. Pronto uno desequilibró a su contrario.

—Ese Meriones que acabas de ver es mi mejor arquero, un tipo admirable, el único vicio que tiene es que le gustan demasiado los niños —aclaró el faraón—. Pero sigamos con lo nuestro. A mí no me preocupa Pérdicas, que ya tiene un pie y medio en la tumba, sino el que lo ha mandado envenenar y al que nadie está prestando la suficiente atención.

»Desde que le quitamos la corona, Arrideo no ha dejado de hacer lo imposible para recuperarla y es muy posible que, con los demás tan ocupados luchando los unos contra los otros, vuelva a tener una oportunidad. A río revuelto, ganancia de pescadores. Pese a ello, Arrideo sin Antípatro no es más que una planta sin tutor. Mis espías me dicen que piensa que podrá llamarlo a su lado en algún momento, y eso sería lo peor que nos puede ocurrir. Con un bobo como Arrideo en el trono es imposible que se recomponga un territorio tan vasto y complejo. Pero con ese viejo sapo, vete tú a saber… Ya sabes que desde que ha desmantelado la liga de Corintio, su posición en Grecia es más fuerte que nunca…

Era cierto. Una vez muerto Alejandro, Demóstenes había utilizado el tesoro de Hárpalo, a quien Tolomeo no había conseguido eliminar, para movilizar una nueva confederación de ciudades. Pero los refuerzos asiáticos permitieron el rápido triunfo de Antípatro y finalmente Atenas se había visto obligada a aceptar la presencia de guarniciones macedonias en todo su territorio además de entregar a los jefes de la revuelta. Hárpalo acabó colgado y Demóstenes bebiendo la cicuta bajo la supervisión personal de Antípatro. El regente aún recordaba los lamentos de Filipo cuando, tras la batalla de Queronea, le perdonó la vida.

—Y tú tienes que ayudarme. Hay que impedir a toda costa que se haga con la tutela de Arrideo. ¿No me has dicho que, antes de volver, quieres hacer una escala en Pela…?

Se les acercaba otro vencedor, y Tolomeo se levantó para aplaudir. Por el fondo iban apareciendo dos luchadores de manopla con los rostros llenos de cicatrices y los puños envueltos en correas guarnecidas con hojas de plomo.

—Por lo demás, hay muchos jóvenes que también empiezan a intrigar. Se huelen que Pérdicas no vivirá mucho y se preparan para reclamar su parte de los despojos. No hay ninguno que valga demasiado y nos pueden ser beneficiosos. Y una vez sacado a Antípatro del juego, entonces nos quedará librarnos de Roxana. Su hijo tiene dos años y debe desaparecer por el bien de todos…

»Y después quedará el de Barsine, que actualmente se esconde en Bactriana, donde su madre lo cree a salvo con ese viejo acabado de Artábazo…Cualquiera de los herederos podría reclamar, llegado el momento, la herencia completa del padre… Y no dejan de ser hombres de la estirpe de Filipo y de Alejandro…

El jolgorio anunció el inicio del combate de boxeo. Muy pronto uno de los luchadores ya se arrastraba por el suelo con la cara destrozada. Otro alzaba los brazos en medio de un clamor generalizado.

—Mira a estos hombres —dijo Tolomeo que no parecía consciente de la zanja que se había abierto entre él y su acompañante—. Cómo se disputan por esas tontas coronas de laurel. Ah, el poder. Todos lo desean, y conseguirlo es relativamente fácil… Pero defenderlo de los demás aspirantes… eso es harina de otro costal. Harina de otro costal —repitió convencido.

III
El reencuentro con
Filipo

El Hades

«[…] Así que por fin has decidido bajar, hijo mío. Ya he visto que tus hombres no dejan de tirarse los trastos a la cabeza. Hasta mi viejo amigo Eúmenes se ha puesto a intrigar, quién lo habría pensado. Pero no te preocupes, es la historia más vieja del mundo. La humanidad nunca aprenderá. No permitas que te depriman, y haz lo posible por olvidar, que es lo que nos corresponde aquí. No hagas caso de esos pendencieros y sígueme; deja que tu anciano padre te guíe por este lugar que, como ves, es el Hades. Yo te acompañaré un trecho, aunque aún te falta bastante. Ahí delante, en esa laguna tan grande que parece que cubre la cueva entera, te espera Caronte. Es el que guía ese botecillo. A los recién muertos les cobra los dos óbolos de rigor. Es una cantidad simbólica, se entiende. Pero con los veteranos prefiere no andarse con minucias. Y tú llevas ya un tiempo en esto: no estás tan confuso como los otros; si no quieres no tienes ni que hablarle. Es más: él lo preferirá. A Caronte le deprimen las historias de los nuevos. Lleva demasiados siglos acogiendo almas llorosas. A los inmaduros siempre les parece patética esta existencia subterránea. Pero no nos queda otra que adaptarnos, hijo mío. […] Vamos por partes. En la otra orilla tendrás que echar a andar en dirección a la oscuridad creciente. Y a poco que avances atravesarás un territorio cenagoso, siempre bajo tierra. Allí verás multitud de serpientes, y a lo mejor alguna gorgona, que aquí hay de todo. No hace falta que te diga que es preferible no acercarse. Procura seguir por los pasadizos hasta que te encuentres un vasto cenagal lleno de inmundicias. Queda en una nueva cueva, algo más pequeña. En ella verás a quienes faltaron a los deberes de la hospitalidad, a los prevaricadores, a los avaros. A los que maltrataron a su madre o a su padre. Más de uno querrá que te quedes con ellos. Te felicitarán porque comprobarás que nuestra fama se ha ido extendiendo por el submundo. Es posible que te encuentres con algún conocido. No sería extraño, hemos tratado de todo en esta vida. Pero ten claro que ése no es tu sitio, y no pierdas el tiempo, que tu viaje aún es largo. Sigue caminando hasta que salgas de ese territorio infecto y llegado a un punto verás que empiezas a oír el dulce sonido de los caramillos. Saldrás a una cueva con una bóveda tan alta y luminosa que te parecerá de día. Allí te encontrarás con unos bosques de mirtos iluminados por una luz purísima. Un gran cañaveral donde hombres y mujeres charlan alegremente. Te parecerán todos en paz consigo mismos. Ésos son los iniciados en los misterios de Ceres, un contubernio de pacatos que te hastiarán con su compasión. Allí puedes detenerte un rato. Pero no les hables de mí, haz el favor. Ellos te explicarán por dónde debes continuar, así que sigue sus indicaciones. Y más allá… bastante más allá… por donde se estrecha de nuevo la caverna y arranca un nuevo pasadizo… Bueno, eso prefiero que lo compruebes tú mismo. Ya me contarás a la vuelta. No te preocupes; yo echaré un ojo a lo que vaya sucediendo allá arriba, aunque ya te irás dando cuenta de que no tiene demasiada gracia esto de observar sin participar. Y menos cuando se comprende que lo esencial siempre se repite, y que lo accesorio ha dejado de tener interés para los muertos. ¡Que tengas mucha suerte! Y deja de echar la vista atrás; yo cuido de que nadie se acerque a tus despojos. Piensa en que no te ocurrirá como a mí, que vendrán a remover mis huesos y a exhibirlos ante cualquiera que quiera pagar cuatro monedas. El futuro es muy extraño. Pero no nos distraigamos. Mira hacia delante, que te quedan tus últimas batallas por luchar. Aquí te traigo a mi hijo, Caronte. […]»

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