Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Zadracarta
Otoño de 330 a. C
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La escaramuza duró poco.
Muy pronto se vieron confrontados entre quitarse la vida y entregarse y, como ninguno estaba por la labor, al final se los trasladó hasta la Torre Vieja. El edificio estaba habilitado como cuartel, de modo que no costó despejar alguna de las salas. La idea era no juntarlos con los presos comunes y a Cambyses, encima, lo separaron de los demás.
Su improvisada celda no tenía otra abertura que una tronera por la que apenas pasaba un brazo. Desde allí podía ver el talar del palacio, minúsculo en comparación con el de Susa, donde se había coronado no hacía nada a Alejandro.
Cambyses todavía se acordaba. La viuda de Darío y Sisigambis permanecían junto con Barsine y las dos jóvenes bajo un alto dosel que las protegía del sol mientras engalanadas para la ocasión miraban hacia donde el Macedonio se arrodillaba frente a los magos y el brasero.
Yo purifico a este hombre y pronuncio en su nombre estas palabras.
Yo combato la impureza que importuna al fuego, al agua, a la tierra, al ganado, a los árboles.
Yo te combato, ¡oh, perverso Angra Mainyús!
Yo te expulso de la mansión del fuego, del agua, de la tierra, del ganado, de los árboles, del hombre puro, de las estrellas, de la Luna, del Sol, de la luz que no tiene principio y de todo lo que Ahura Mazda ha creado…
Era la primera vez que Alejandro se presentaba con una larga túnica como las del difunto. Su atuendo lo remataban el grueso anillo imperial y una corona de laurel. Al verlo ataviado de semejante manera, la reina madre sintió que un vuelco de emoción agitaba su frágil cuerpo. Respirando profundamente se apoyó en el brazo de Otanos quien sujetaba el cojín de seda sobre el que reposaba la cidaris.
—
Ahura Mazda ha escuchado mis ruegos…
El recuerdo de Cambyses voló unos meses atrás hasta cuan do había escuchado pronunciar aquellas palabras a la viuda y volvió a verla tras la batalla de Gaugamela: sus sollozos incontrolados, con Estatira y Parisátide escondiendo la cara en su regazo. A partir de ese momento habían comprendido que la muerte era la única salida digna y después de esperar la noticia durante todo el invierno partieron hasta Persépolis para recibir el cuerpo embalsamado de Darío al que dieron sepultura en un regio mausoleo.
—Es lo mejor que podía pasar —dijo cuando tuvo al cuerpo delante.
Desde que estaban de vuelta en los países persas, sus hijas se habían transformado en las dos princesitas malcriadas que seguramente nunca habían dejado de ser, pese a los esfuerzos conciliadores de Sigigambis, su actitud no había variado ni durante los funerales ni tampoco después, mientras viajaban hacia Zadractarta, donde su actividad no había cesado en medio de los laboriosos preparativos para la coronación. Habían sido ellas quienes se empeñaron en que Alejandro adoptara la vestimentaria clásica de los soberanos persas.
En cuanto a la pobre Sisigambis, ella encaraba el acto con la mayor serenidad posible. Si el duelo por la muerte de su vástago había sido duro, más lo estaba siendo aquella ceremonia que marcaba la extinción de su dinastía. Tolomeo, Parmenión y más generales a los que se había obligado a asistir permanecían en silencio. Por fin la anciana avanzó sin mirar a nadie. Le rogaba a Ahura Mazda que le diera fuerzas. Conteniendo la emoción llegó hasta donde el monarca arrodillado ante los magos a un la do del brasero alzaba hacia ella su mirada. «Madre…» Ella controló su estremecimiento. Con una mano repentinamente firme retiró la corona de laurel y se volvió hacia el eunuco para agarrar la tiara.
—¡Levántate, hijo de Zeus-Amón y nuevo Gran Rey de Persia!
Los ojos de la viuda de Darío brillaban.
Alejandro cogió a Sisigambis, que estaba a punto de derrumbarse. Por todas partes, hircanos y persas golpeaban sus armas contra los escudos.
—¡Gran Rey! ¡Gran Rey! ¡Gran Rey!
Cambyses cerró los ojos deprimido.
Pero enseguida le sacó de su ensimismamiento la voz del carcelero. En la torre empezaban a oírse los gritos de Filotas y los del desfigurado Bitón, que era quien se encargaba de los interrogatorios.
Mientras lo sacaban de su celda respiró profundamente y se fue preparando para lo peor. Por unas estrechas escaleras de caracol se descendía hasta la planta baja donde lo empujaron al interior de una habitación vacía. Lo alumbraba una única lámpara de aceite sobre una mesa. Al otro lado había dos hombres sentados en la penumbra.
Ambos eran persas aunque sólo el mayor llevaba la mitra.
Uno se puso en pie para encararse con él.
—¡Salud!
Era Farnabazo, que ahora se afeitaba como los griegos haciendo alarde de una pulcritud sin tacha. Casi no se lo reconocía de tan mejorado que estaba.
Desde su encuentro en Hircania, el sobrino de Darío había seguido a los macedonios hasta Zadracarta donde ahora convivía con las Aqueménidas. Ni él ni ningún otro persa habían participado en la campaña veraniega contra los hircanios. No obstante, desde su vuelta Alejandro mostraba unas ganas inusitadas de conversar con antiguos dignatarios y tanto Farnabazo como Artábazo habían cazado con él en alguna ocasión.
—Perdona que no me levante —dijo su acompañante—. Pero a mi edad empiezo a agradecer el permanecer sentado. ¿No tomas asiento? Acércale esa silla, Farnabazo. Ya imaginas por qué te han separado de los demás. Ni Farnabazo ni yo pensamos que puedas estar seriamente involucrado en esta absurda conspiración.
El tono del anciano no dejaba lugar a la réplica.
—No hace falta que me contestes. De haberte querido rebelar, ya hace muchas semanas que nos habrías abandonado. Te habría sido muy fácil ir a encontrarte con Autofrádates. El Gran Rey lo sabe. Pero eso no te salvará de la ejecución que espera a tus compañeros… Los carpinteros están ya construyendo un cadalso.
Artábazo observó la reacción que producían sus palabras, pero no parecían hacer mella en el ánimo monolítico del rodio. El depuesto sátrapa tenía la impresión de desconocerlo totalmente. El buen sentido era lo que siempre había caracterizado a su familia.
—¿Qué piensas de todo este embrollo? ¿Qué piensas de Tolomeo…?
Cambyses permaneció en silencio.
—¿No has reflexionado nada al respecto de todo lo ocurrido?
Había un primer deje de irritación en la voz del anciano.
—¿No vas a decir nada?
Artábazo empezaba a comprender que no se iba a producir el intercambio deseado.
—Igual es mejor así —musitó—. Aunque poco importa. Hijo mío, en cuanto le han llegado noticias de lo ocurrido Barsine ha intercedido por ti. Ha procurado ablandar el corazón de tu soberano. Ha tardado en poder verlo. Y cuando lo ha hecho no se ha encontrado con un monarca muy comunicativo. Pero su insistencia ha logrado hacer mella en el Gran Rey. Farnabazo y yo venimos como mediadores con una proposición de su parte. No tendrás otra oportunidad. Si la aceptas, todo se resolverá. Sí no…
En sus ojos grises brillaba una inteligencia compasiva. Al llegar al final de trayecto la senda recorrida cobraba todo su sentido. Sus fuerzas mermaban pero la sabiduría le permitía entender cualquier conflicto humano con un mero golpe de vista.
Durante su escrutinio, la expresión de Cambyses carecía de expectación o de curiosidad.
Artábazo volvió a irritarse.
—Prefiero que se lo digas tú, Farnabazo. Resulta muy fatigoso dialogar con mulos…
—Es muy sencillo —dijo el Aqueménida—. Alejandro quiere que nos acompañes a buscar a Autofrádates a su refugio. No tendrás que enfrentarte a él, sólo ayudarnos a convencerlo de que se someta. Piensa que entre los tres podemos ponerle fin a esta inútil enemistad que además no puede acabar más que con su derrota. Ahora sólo queda que nos digas si vendrás o no con nosotros… La decisión está en tu mano.
La misma expresión sombría cubría las facciones de Cambyses.
—Ya me lo temía…
Artábazo se puso en pie con un suspiro.
—Yo vi morir a Memnón, Cambyses. Y te puedo asegurar que a él no le habría gustado que esto acabara así.
Estuvo a punto de decir algo más pero se retuvo.
—Tendrás toda la noche para considerarlo —dijo con frialdad—. Mañana te visitará uno de nuestros hombres y le comunicarás tu decisión final. ¡Carceleros! ¡Llevadlo con los demás!
Los hircanos lo empujaron de vuelta por las escaleras.
—Te veo muy enterito, persa…
Filotas estaba tan maltrecho que no se podía poner en pie. Permanecía echado bocarriba y sólo volvió la cabeza para soltar un escupitajo sanguinolento.
Los demás, a su alrededor, seguían a la expectativa.
Ya se sabía que el desfigurado Bitón trabajaba con hierros candentes en presencia de Pérdicas o de Nearco. Lo que más parecía preocuparles era la extensión de la conjura. A Filotas habían procurado arrancarle la implicación de Parmenión. También le hicieron saber que desde el día mismo de su captura Tolomeo se dejaba ver por Zadracarta con Tais.
—Sois todos unos pájaros de cuidado…
Filotas se frotó el antebrazo desnudo: le había quitado las muñequeras que no le habían traído la suerte prometida. En su fuero interno él todavía esperaba que la intervención de Parmenión influyera en el ánimo de Alejandro. Pero a medida que pasaban las horas la desesperación empezaba a sumirlo en la más profunda miseria.
—Jodidos persas…
Esa noche descansaron todo lo bien que les permitía el duro suelo y cuando la luz que entraba por las troneras los arrancó del sueño comieron lo que les dejaban en unos cazos por el suelo. Con el amanecer subió hasta ellos el ruido de la vida. A los pies de la torre se instalaba un mercadillo y aquello pronto se convirtió en un hervidero de gente. También había actividad en el interior de la torre, y al poco aparecieron los carceleros. Uno se quedó en la puerta mientras el otro le preguntaba a Cambyses si tenía algo que comunicarle.
El rodio negó rotundamente con la cabeza.
Cambyses se encontraba extrañamente sosegado.
En los primeros momentos había sentido una profunda rabia contra una vida en la que tenía la impresión de apenas haber participado, de no haber decidido nada. Pero después había descubierto en el seno de la resignación un remanso de paz inesperado, un refugio de su tormentosa vida interior.
Las pasiones dolían demasiado. Para alguien como él la libertad era la peor tortura y casi se alegraba de que el sufrimiento se acabara.
Mientras sus compañeros de celda se abandonaban a la desesperación él sólo pensaba en asumir lo inevitable. Para mantener el ánimo —y para aislarse— tarareaba para sí una de las canciones que le había oído de niño a su nodriza. Pese a la amargura con que resucitaba una infancia bañada por el Egeo la melodía se había convertido en casi una plegaria.
Las fuerzas humanas
son débiles.
El pensamiento
vano y ligero.
Y en una corta vida
el hombre sufre males
sin medida.
A todos por igual
la muerte alcanza.
Nadie rehúye su furor.
Y el malo como el bueno
es fuerza
que desciendan
en su seno…
Dos tardes después, los carceleros aparecieron con rostros ceñudos.
Les anudaron un lienzo en la cabeza y los sacaron de allí en rebaño.
—¡Fuera! Que vais a tomar un poco el fresco…
La luminosidad les hacía daño. En la plaza la mayoría guiñaba los ojos incluso debajo de la capucha. Por el barrio de las prostitutas, entre las voces que los insultaban, Cambyses reconoció la de la mujer a la que Tolomeo había apartado la tarde de su captura. Ella y sus amigas les tiraban hojas de acelgas y tallos de verduras.
—Mañana pasaremos a ver cómo se os levanta… ¡cuando estéis colgaditos!
Las risas arreciaron. Era triste escuchar aquella lengua desconocida y adivinar lo que les decían. Alguno respondió con exabruptos en griego, pero la mayoría aguantó en silencio mientras los conducían a palacio.
En la logia abierta de palacio era donde se congregaban cada día los notables y Cambyses se imaginó que Barsine estaba entre ellos. Lo que más le dolía era que lo hubieran hecho pasar por un traidor. Ahora sentía que por fin la podía perdonar, y al pensar en ella un caluroso sentimiento le recorrió el cuerpo. Como no podía estar lejos volvió instintivamente la barbilla y procuró mirar a través de la tela. Le habría encantado volver a hundirse en la poza calurosa de sus dulces pupilas. Al mismo tiempo le hacían un favor al impedirlo.
—¡Quietos ahí!
Quedaron apelotonados ante el tablado y cuando los guardias los descubrieron muchos parecieron sorprendidos al ver a su alrededor a tantos de sus antiguos subordinados.
Al pie de las escaleras de palacio se congregaban todos los oficiales en apretadas filas a ambos lados del cadalso. La mayoría evitaba su mirada, aunque alguno había para quien la situación se había convertido en el desquite soñado.
Helos aquí
, parecían decir sus rostros, ávidos de espectáculo.
—¡Silencio!
El sol desapareció tras unas nubes. El tiempo se enrarecía. Muchas cabezas se volvieron hacia el cielo. ¿Era algún tipo de presagio? ¿Dónde estaba Aristandro? De pronto se oyeron pasos marciales provenientes del palacio.
—¡Saludad a Alejandro!
La guardia real apareció por la logia abierta con su rey al frente. Éste lucía el mismo uniforme de gala blanco que Filipo el día de su muerte. En su coraza dorada brillaba el sol de Macedonia. Traía un papiro enrollado y al bajar por las escaleras se vio que lo flanqueaban Hefastión y Tolomeo que se convirtió en el objetivo inmediato de las miradas de los conspiradores.
—¡Dejad paso a Alejandro!
Se abrió un pasillo entre los prisioneros por el que penetró el hijo de Filipo antes de subir con su acostumbrada energía al cadalso. Ignorando a los hipaspistas paseó una amplia mirada por sus hombres que, protegidos por sus clámides, formaban una tupida cortina humana alrededor del cadalso.
Con el otoño llegaban los primeros frescores que empezaban a acostumbrar al cuerpo para un invierno que no tardaría en echárseles encima.
—Macedonios. No sabéis el pesar que me causa estar hoy ante vosotros. Me veo obligado a hablaros de un asunto extremadamente doloroso. Todos conocéis los vínculos que me unen a Parmenión. Pues bien: uno de sus hijos, y precisamente aquel que asistía a todos mis banquetes, me ha traicionado…