El secreto del oráculo (31 page)

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Authors: José Ángel Mañas

BOOK: El secreto del oráculo
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Se corrigió con una sonrisa benévola.

—Pero no adelantemos acontecimientos. Vamos dentro y descansa.

V
Hefastión
cae en desgracia

Babilonia

Noche de los Muertos (continuación)

«[…] Ciertas cosas no pueden esconderse eternamente. Puedes pensar que porque nadie las conoce no existen. Pero lo que se ahoga en el ciénago de la memoria termina tarde o temprano por resurgir, Alejandro. El más mínimo coletazo del destino basta para que salgan a flote los recuerdos. Y con ellos los muertos, que siempre vuelven para atormentar a los vivos. Tú tuviste la suerte o la desgracia, todavía no lo sé, de que mientras luchabas contra Memnón en los territorios de la Jonia no te quedaba tiempo para pensar. Pero luego, ya lo viste: bastó el primer parón para que traicionaras tu Gran Secreto. ¡Yo jamás olvidaré aquellas primeras victorias! Ya habíamos rozado la gloria a orillas del Gránico. Y la toma de Halicarnaso nos había convencido de que a partir de ese momento todo era posible. Sólo había pasado medio año desde que habíamos desembarcado en la Jonia, pero el sitio había sido tan laborioso que tras ocupar el lugar te decidiste a concederles a los hombres unas merecidas semanas de descanso. El clima era suave. Y la ciudad te agradaba especialmente. Mientras la asediábamos recordabas haber visto desde lo lejos a Artábazo y a Memnón paseando poco antes del crepúsculo por el camino de ronda. Pero ahora éramos tú y yo los que cada tarde nos escapábamos de nuestras labores y aparecíamos en lo alto de las murallas que rodeaban al palacio y que coronaban por el mediodía aquel peñón que dominaba la ciudad entera. Sólo lo superaba en altura una pequeña colina al otro lado del puerto natural. Allí se elevaba inatacable la mayor de las torres que custodiaban las murallas exteriores: era el tramo amurallado más alto y nosotros ni siquiera habíamos intentado tomarlo, concentrándonos en la Puerta de Mindo más al norte, en cuyas inmediaciones los sillares todavía estaban en mal estado a causa de nuestros arietes. Había días en los que dábamos una vuelta completa a aquel pequeño recinto fortificado. Era una fortaleza perfectamente independiente del resto de Halicarnaso, una auténtica ciudad dentro de la ciudad muy poco dañada por nuestras máquinas que incluía el palacio con sus jardines y sobre todo el muelle secreto a los pies del palacio y paredaño con el resto del puerto. Aquel alargado portezuelo, tan bien protegido de los posibles observadores por elevadas murallas, le había permitido a la viuda de Mausolo luchar en su momento contra una tentativa de invasión rodia. La anécdota era conocida por todos. Mientras los rodios iniciaban el asedio los hombres de Halicarnaso se habían hecho a la mar desde el puerto secreto sin ser observados y así se pudieron apoderar de unas trirremes desprotegidas en la playa más cercana; y después alcanzaron la isla de Rodas, haciendo pensar a los lugareños que eran sus compatriotas que regresaban. Era una vieja historia que ilustraba la funcionalidad de aquel puerto desde el que había escapado Artábazo y en el que ahora se concentraban la mayoría de las trirremes capturadas. Pero aun sin él, las gruesas murallas exteriores habrían sido argumento más que suficiente para justificar la elección del lugar como plaza fuerte. Si hasta ese momento su política había sido ceder el terreno arrasado ante nosotros, en Halicarnaso Memnón había encabezado la primera de las furibundas salidas con las que aclaraba su voluntad de convertir la plaza en una nueva Troya. Tardamos dos semanas enteras en rellenar los fosos al pie de los muros y en construir las trincheras que vinculaban las máquinas de asedio con los campamentos. Además de protegernos contra los proyectiles con que se nos saludaba desde lo alto de las almenas teníamos que montar guardias nocturnas para proteger las máquinas de unas salidas que se iban haciendo cada vez más audaces. Pero lo mucho que costó tomar la plaza hacía que ahora la disfrutases y que apreciaras más que nunca su belleza, obcecado como estabas en su restitución, una penosa labor de reconstrucción en la que colaboraban todos los soldados. Además del Mausoleo te gustaba la estatua que habían erigido en una de las plazas a Aristóteles, quien había pasado un tiempo en el Asia Menor debido a que su hija se había casado con un tirano de la región: de ahí su influencia en la región. Era una obra de buena factura, pese a que perdía en realismo lo que ganaba en solemnidad, pues no se adivinaba el nerviosismo extremo del persona je, ni tampoco le habían colocado todos esos anillos que gastaba quien a diferencia de otros filósofos no había renegado nunca de lujos, mujeres y buen vino. Aristóteles decía que la virtud no era suficiente para la vida feliz, sino que se necesita de los bienes del cuerpo y que un sabio no debía padecer trabajos ni pobreza si podía evitarlo. Quizá por eso convenció a un Filipo harto de todos esos ayos espartanos que te asignaba Olimpia desde que eras niño. Al ver la estatua resultaba imposible no recordar nuestros paseos por los verdes prados llenos de amapolas que rodeaban su aldea. El sitio era estupendo para pasar el invierno, con un aire claro y seco, nevadas refrescantes y un sol que nunca agobiaba. Y allí, en lo alto de una colina, con una vista sobre la llanura y las montañas arboladas, se había construido el gran dormitorio común donde nos alojábamos tus mejores amigos. Y era por los alrededores de aquel lugar siempre vigilado por los hombres de Filipo por donde solíamos pasear escuchando a un Aristóteles que nos precedía con sus piernas delgaduchas y sus ojillos inquietos al tiempo que con sus comentarios llenos de despecho hacia el Gran Rey ayudaba a fomentar en nosotros el odio de los persas. «
Su poder está basado, como el de los cobardes, en el miedo. Sólo quien controle ese miedo, podrá derrotarlos
.» Pero sus enseñanzas eran más amplias. Él pretendía darnos una visión de todo lo que podía saberse y estimulaba al máximo nuestra curiosidad. «
La curiosidad es la esencia de la vida.»
Nos dejaba hablar, y cuando surgía de nuestras discusiones un tema lo encauzaba haciendo brotar con naturalidad las preguntas a las que daba respuestas que siempre desembocaban en nuevos interrogantes. La suya no era una mano dogmática sino amigable y llena de ductilidad. Conversaba con nosotros, y así aprendíamos sin esfuerzo. Aristóteles siempre tenía una máxima para cada asunto.
«Lo que diferencia a los sabios de los ignorantes es lo mismo que diferencia a los vivos de los muertos
.
»
Decía que los padres que instruyen a sus hijos son preferibles a los que sólo los engendraban, algo que nunca supe si hacía referencia a Filipo o a Nicomaco, con quien era notorio que no se entendía. A Filotas le anunció que moriría presto si seguía hablándole con tanta libertad a un rey. A Tolomeo lo alababa por su sagacidad para percibir las causas menos evidentes. «
Tú verás lo que muy pocos.»
En cambio a Hárpalo lo regañaba por mostrarse siempre tan huraño. «
Encerrándote en ti mismo sólo encontrarás la perversidad.»
Y luego a nosotros nos dijo que nuestra amistad era un alma que habitaba en dos cuerpos. Eso era antes de que lo arrestasen, porque entonces empezó a decir que la amistad no existía, que era una quimera, una entelequia engañosa. Era de los hombres más sabios de Grecia y yo siempre pensé que había un paralelismo entre él y Filipo. Los dos habían triunfado fulgurantemente, el uno entre los reyes de la tierra, el otro entre los sabios. Pero para ti representaban polos opuestos y la adoración que le demostrabas a Aristóteles contrastaba con tu odio a la autoridad de Filipo. Pero como nunca has sabido amar sin herir al mismo tiempo, una noche se te ocurrió arrastrarnos a todos hasta aquella plaza donde nos incitaste a aplaudirte mientras coronabas la estatua con una guirnalda de flores. «¡Éste es nuestro verdadero padre!», proclamaste entre nuestras risas. Y viendo que yo permanecía en un banco algo apartado, todavía aletargado por el vino, me instaste a que me uniera al corro de borrachos que bajo tus indicaciones empezó a girar en torno al impávido Aristóteles. «¡Ahora a la derecha! ¡A la izquierda! ¡Más rápido! ¡Más despacio! ¡Otra vez a la derecha! ¡Corriendo hasta volver al mismo sitio!» A Aristóteles la corona medio caída le cubría uno de los ojos como un parche. Y mientras girábamos yo no podía dejar de acordarme de la vez en la que nos había preguntado cómo lo trataríamos cuando fuéramos mayores. Él ya se había percatado de cuáles eran tus fallas, y en más de una ocasión te dijo que eras impetuoso como un potro salvaje. «
Pero igual que tú has domado a Bucéfalo, yo te haré entender los beneficios de la moderación, que es la madre de todas las virtudes.»
La farsa duró hasta que de uno de los edificios nos lanzaron bacines de orín. Y cuando viste la cara que se le ponía a Hárpalo, al que habían alcanzado de lleno, ya no pudiste contener tus risas. Hárpalo tiró de espada entre las sonoras carcajadas que se redoblaron al ver que destrozaba una aceitera junto a una de las puertas. Entonces nos dijiste que volviéramos a los caballos. Nos condujiste a través de la ciudad hasta la Puerta de Mindo, y de allí a la playa más cercana donde, mientras los demás hacíamos una hoguera con arbustos de los alrededores, empezaste a desnudarte. Como de costumbre, Filotas fue el primero en imitarte. Sólo llevaba esos brazaletes egipcios de los que no se desembarazaba desde que Aristandro le había explicado que eran mágicos y que le traerían suerte. Él ya empezaba a alardear de su miembro. Lo llamaba «el gran Príapo». Lo tenía grande y torcido hacia un lado. Lo agitaba delante de nuestras narices y, en cuanto le dábamos la espalda, buscaba nuestros traseros. «¡Quien quiera entrar en calor, que le abra las puertas al Gran Príapo!» Al poco todos los demás se sumaban al estúpido juego. ¡Los grandes conquistadores! Así os tenían que haber visto todos los que os miraban con tantísimo respeto cuando entrabais con vuestros uniformes de gala y serios como papiros en los templos de sus ciudades. Al cabo Hárpalo fue el primero en dirigirse a la orilla. Su falo pequeño y tieso se bamboleaba con cada zancada. «¡El último que llegue al agua, persa!» A él también se le había contagiado la estupidez. Y como no hacía falta mucho para animar a los demás, todos echaron a correr como una exhalación, y yo los seguí sin demasiadas ganas. Al final llegué entre los rezagados y me quedé cerca de la orilla. Siempre he sentido respeto por el mar, y el agua, por mucho que el invierno en aquellas costas sea clemente, estaba fría. En cambio tú disfrutabas a grandes brazadas de aquella libertad que encontrabas entre las olas. Te sentías protegido por las Nereidas y al ver que me quedaba cerca de la orilla te viniste para agarrarme a traición por el cuello. Yo me revolví con ahínco. Me empezaba a atragantar y tosía cada vez que después de sumergirme la cabeza me permitías coger aire. Pero tú conseguiste arrastrarme mar adentro. «¡No hagas como las mujerzuelas!», repetías. Al final conseguí liberarme y te sujeté entre mis muslos hasta que acabaste tragando tanta agua como yo. Y cuan do salimos entre toses y tropezones nos echamos en la arena. No estábamos lejos de donde Filotas y Hárpalo se enlazaban impúdicamente y, viéndolos, te acaricié el bajo vientre. Pero a ti se te había bajado la ex citación. Te entraba uno de esos ataques de melancolía que conocíamos tan bien tus íntimos. «En momentos así me gustaría vivir dos mil años…», dijiste. Yo también lo sentía. Estábamos en la cima de la vida pero la habíamos alcanzado demasiado pronto y sin apenas ser conscientes de ello. «¡Y pensar que cada instante es irrepetible, que no volveremos a bañarnos dos veces en esta agua!» Te sacudiste una melena enmarañada por el salitre. Tu mirada se perdía por aquel mar negro que se confundía con el horizonte. «Lo decía Filipo. Los dioses nunca dan segundas oportunidades. Ésa es la terrible belleza de la vida…» De pronto te miraste la mano y empezaste a arañar con dedos crispados la arena mojada. Yo creía saber lo que pasaba por tu mente y te rogué que no pensaras más en ello. Te dije que el regicida estaba ahorcado y que la muerte de Filipo quedaba vengada. Yo estuve a tu lado cuando encerraste sus huesos junto con el más suntuoso ajuar en su tumba. En la antecámara quedaban los restos de Cleopatra, a la que Hárpalo había degollado, y todos vertimos abundantes lágrimas antes de que ordenases cubrir las tumbas formando el túmulo más grande de todo Aigai. Ninguno de nuestros antepasados lo superaba en fausto. Pero tu mueca, cuando te volviste en la noche, era sólo una sonrisa a medias. «¿Porque tú crees que los dioses se han olvidado de quién guió la mano de Pausanias?» De repente te pusiste en pie. Recogiste tu quitón y me advertiste que no repitiera tus palabras a nadie, que mi vida depende de ello. Y a mí me ofendió profundamente. ¿Cuándo había traicionado yo tu confianza, Alejandro? Te repetí que podías confiar plenamente en mí, que no tenías nada que temer ni en aquel asunto ni en ningún otro. Aquello pareció tranquilizarte y yo pensé que había sido una nueva prueba de fuego. Una más de tantas. «Reúne a los demás —dijiste posando sobre mi hombro una mano todavía fría—. Volvemos a Halicarnaso.» […]»

VI
Dos viejos conocidos

Egipto

Invierno de 332-331 a. C
.

De Parmenión a Aristóteles, salud
.

No deja de sorprenderme, mi sabio amigo, tu misiva. Pero no podría estar más de acuerdo. A mí también me preocupa la evolución que percibo en nuestro joven compañero. No cabe duda de que empieza a desvelar las aristas de un carácter cuanto menos complicado y convengo en que resulta más que conveniente que dos hombres con la suficiente experiencia de las cosas de es te mundo aunemos nuestros esfuerzos, si es que queremos que no se nos descarríe este muchachuelo alocado que los dioses nos han concedido como rey
.

Ambos se lo debemos a la memoria de Filipo
.

Así pues, si la tosquedad de un hombre de armas no es óbice para que mantengamos esta relación epistolar, ea, mantengámosla
.

Ante todo has de saber, Aristóteles, que tu pupilo no ha dejado de demostrar un gran tacto en su trato con el mundo egipcio. Al honrar a las divinidades locales como lo está haciendo, ha conseguido congraciarse con el clero local, tan poderoso en estas tierras donde, como bien sabes, han sido a menudo capaces de hacer y deshacer faraones. Yo reconozco ahí rasgos del padre. Al mismo tiempo encuentro a nuestro joven amigo bastante ensoberbecido. Te habrán llegado noticias del desprecio con el que ha rechazado el ofrecimiento de Darío. Desde entonces no deja de proclamar a los cuatro vientos que el mundo nunca tendría un ordenamiento armonioso si contara con dos soles
.

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