Read El secreto del oráculo Online

Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (13 page)

BOOK: El secreto del oráculo
2.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Aquellos muros eran del color de la arena y su base tres veces más ancha que el camino de ronda. Vistos desde la distancia casi parecían un monstruoso castillo de arena. Y detrás asomaba el cuerpo desordenado de las viviendas de barro, primero, y luego de piedra, las más lujosas, al pie de la acrópolis.

Había una progresión cromática tan natural de lo uno a lo otro, culminando con los verdes jardines de la acrópolis —que casi escondían el templo— que si uno entrecerraba los ojos, renunciando a la acuidad visual, podía tener la ilusión de hallarse ante una masiva y hermosa colina en mitad de la llanura, una ilusión que ni siquiera enturbiaban las manchas pardas que parecían pequeñas rocas difuminadas por su base.

¡Qué diferencia, pensaba Cambyses, entre aquella tierra seca y tan miserable como una clámide espartana y la espléndida y lujuriosa riqueza verdiocre de los alrededores de Halicarnaso o de la propia Rodas, con la ondulante silueta del mar envolviéndolo todo en un abrazo de arenas y azures!

Él ya había estado alguna vez en Gordion, aunque siempre de paso y nunca había sentido o recordaba haber sentido el rechazo visceral y la animadversión que le asaltaban ahora mismo.

Mientras sus ojos se fruncían, se daba cuenta de que algo le hacía sentir inquieto.

¿Qué pasa si lo consigue?
, pensó de pronto.

Pero enseguida meneó la cabeza.

Tonterías. Ningún mortal lo ha logrado jamás. ¡Sería imposible!

Y además, ¿qué podía importarle, ahora que se iba a convertir en un… renegado?

III
El amor de
Filipo

Babilonia

Noche de los Muertos (continuación)

«[…] Todo lo que ha rodeado tu vida, desde el momento mismo de tu concepción, ha sido milagroso, Alejandro. Y la manera en que nos conocimos tu madre y yo tampoco podía ser diferente. Han pasado los años pero aún lo recuerdo como si fuera ayer mismo. Era la primavera en la que empezábamos a enfrentarnos con los atenienses, y los primeros reveses me llevaban a cuestionar la viabilidad de mi empresa. Yo entonces era joven y tenía esa misma necesidad que has podido sentir tú más adelante de que los oráculos me ayudaran a encontrar esa fe en mí mismo que me permitiera continuar por el arduo camino que los dioses parecían abrir ante mi destino. Caía uno de aquellos aguaceros tan frecuentes en las costas de la Tracia y yo andaba con el cuerpo destemplado. Las dudas me torturaban como una nube de insidiosos mosquitos y desde el puente de mi nave no dejaba de observar cómo la quilla rompía las negras aguas mientras el viento marino me azotaba la cara. Era la primera vez desde que había subido al trono que hacía un viaje sin Parmenión ni Eúmenes, y sólo me acompañaban para la ocasión un puñado de guardias. Encogido en mi clámide, yo sentía que el salitre se me pegaba a la piel y que la humedad me penetraba en los huesos. Nos habíamos embarcado bajo un cielo casi negro, pero el horizonte se había ido despejando, y eso me permitía recuperar esperanzas. Pronto las bajas nubes que nos habían acompañado desde la costa se fueron levantando y vi que aparecía ante mis ojos la silueta inconfundible del monte Samos, en lo más alto de la isla. Mi expresión era sombría, pues mi intención era consultar al oráculo de Samotracia sobre la evolución de los conflictos que agitaban la Hélade. Yo estaba convencido de que la gloria de Atenas estaba declinando; de que su hegemonia, al igual que la de Esparta o la de Tebas, nunca volvería. Eran proyectos viejos para una tierra necesitada de nuevos reyes y yo intuía que el sol de Macedonia estaba a punto de alzarse sobre todos los territorios. Pero necesitaba que los dioses me lo confirmaran. Y un tiempo como aquél no presagiaba nada bueno. ¿Era por eso por lo que temblaba? No sabría decirte. Yo presentía que algo extraordinario estaba a punto de ocurrir. Pero aun así mi sorpresa no dejó de ser mayúscula cuando, al dirigirnos al santuario, tras haber encallado en la playa, nos cruzamos de pronto con una veintena de ménades que con el pelo humedecido por la llovizna danzaban al son que marcaba la flautista que las acompañaba. Surgieron a mis espaldas como una aparición y de una manera tan súbita que tuve que tranquilizar a los hombres. Y unos momentos después ellos también se echaban a un lado para admirar como yo a todas esas hembras que pasaban con el torso en alto y una expresión de felicidad arrebatadora. Tu madre era la única pelirroja del grupo, y también la más joven de todas. Cerraba la comitiva, un poco descolgada de sus compañeras pero agitándose como la que más y con un quitón mojado que se le pegaba al cuerpo desvelando unas formas magníficas. También hay que decir que llevaba bajo el brazo una cestita repleta de culebras, pero eso no impidió, te lo aseguro, que a más de uno de entre mis acompañantes se le endureciera la entrepierna. Muy pronto el extraño grupo abandonó el camino y el sonido de la flauta se fue perdiendo por detrás de unos olivos. Sin embargo, la aparición no por breve había sido menos intensa, y a mí la visión de aquellas mujeres que vagaban libres de toda obligación por la isla me inspiró unas ganas irresistibles de presenciar sus ritos. Entonces el santuario no era como ahora. Te hablo de hace más de treinta años. De cuando mantenía una atmósfera recogida y llena de autenticidad en medio de su por lo demás imponente localización. Los sacerdotes eran humildes, y el oráculo me recibió con una sencillez muy alejada de la soberbia de sus compadres de Delfos. Y cuando escuchó mi demanda, me hizo entender que aquello que solicitaba estaba prohibido a los varones. Pero yo insistí. Y de paso le recordé, por si no se había percatado, que tenía a mis ejércitos a un par de días de navegación. Pero él me previno que los reyes no estaban excluidos del infortunio. Me hizo ver que la sabiduría a veces era peligrosa. «También Edipo quiso saber más de lo que le correspondía. ¿Estás seguro de que querrás pagar el precio, oh, rey?» «Lo estoy», le contesté aunque bastante a la ligera. Yo aún seguía embelesado por el perfume que había dejado en mi memoria aquel desfile imprevisto de hermosuras. Además reconozco que desconocía el precio que pretendía cobrarme Dionisio. En realidad creo que he seguido ignorándolo durante todos estos años. Pero ahora sé que lo pagué contigo. Porque tú, más que yo, Alejandro, has sucumbido ante los poderes de ese sátiro vesánico que despierta nuestros instintos más profundos y contra los cuales se muestran impotentes todos los serenos ensueños de Apolo. Tú, hijo mío, has encarnado esas fuerzas y esa furia que te transmitió tu madre y que para desgracia de nuestra nación ningún educador ha sabido refrenar. Al final quedé en esperarlo despierto en mis aposentos. Y al filo de la medianoche se presentó. «Yo sólo te acompañaré hasta aquí», dijo. Me había guiado hasta el lindero de un bosque negro como boca de lobo. «Si quieres continuar, habrás de hacerlo por tu cuenta. Penetra en la floresta y encontrarás un claro. Allí verás lo que deseas. ¡Que Dionisio se apiade de ti, Filipo de Macedonia!» A mí sus palabras me produjeron una profunda desazón. Pero al final pudo más la curiosidad que la prudencia y penetré con paso decidido en aquel paraje nemeroso. La tierra estaba humedecida y la maleza se enganchaba a mis piernas. Mis sentidos magnificaban el ulular de las lechuzas y los gruñidos de unos animales invisibles que yo imaginaba monstruosos y aterradores a mi alrededor. Al cabo, viendo que no llegaba a ningún claro, empecé a temer que el oráculo se hubiese burlado de mí. O peor: que me hubiera tendido una emboscada en connivencia con los atenienses. ¿No había llega do recientemente una embajada ática a la isla? ¿Y si no la habían abandonado, tal y como aseguraban mis espías? ¿Y si habían burlado su vigilancia? De repente me pesaba correr aquel riesgo y con todos mis sentidos en alerta eché mano a la espada al tiempo que procuraba que los matorrales amortiguasen mis pisadas. El momento se me hizo eterno. Pero por fin me topé con un espacio abierto en mitad de la arboleda. Y efectivamente, allí la luna que se asomaba por entre las nubes empezaba a alumbrar con su claridad incierta un escenario por el que campaban a sus anchas todas aquellas féminas con las que me había cruzado por el camino hacia el santuario. Alguna todavía se cubría con la piel de ciervo. Pero la mayoría se mostraba con la misma desnudez con que sus madres las echaron al mundo. Con el peplo caído la más cercana amamantaba a un corderillo al que sujetaba en brazos: el animal tenía los pies atados y ella le susurraba palabras dulces y amorosas como las que le podría dedicar cualquier mujer a su retoño. A ratos, cuando el dolor se le hacía insoportable, se mordía los labios y cerraba los ojos. Y no muy lejos otras dos mujeres bailaban enfrentadas al son de una flauta invisible. Los cabellos sueltos y oscuros les caían sobre las espaldas desnudas mientras a su lado una tercera hembra se contorsionaba sobre un lecho de flores. Sus movimientos eran tan bruscos que me costó entender que se estaba acariciando como una adolescente en celo. En cuanto a las demás, no alcanzaba a verlas debido a que me había encaramado a una higuera cuyas frondosas ramas entorpecían mi visión y la prudencia me impedía exponerme más cuando de repente, al son de una cierta melodía, vi que se acercaban todas a acariciar al corderillo, que empezaban a toquetearlo pronunciando palabras incomprensibles y que de pronto se liaban a tirar de las patas del animalillo, que soltó un chillido angustia do. Unos instantes después exhibían alborozadas sus miembros descoyuntados y las vísceras con que empezaron a untarse de sangre. Todo. La cara. Los senos. Los brazos. Y allí, en mitad de todas aquellas furias, estaba tu madre. Su cuerpo escultural y tan pálido a la luz de la luna me pareció de marfil. Quita la sangre fresca de la boca y era la réplica perfecta, en versión femenina, del sátiro de Praxíteles. Yo jamás había visto una hermosura igual y te juro que no conseguía apartar la vista de esas caderas que giraban y giraban fustigadas por su propia cabellera humedecida. Y entonces debí de avanzar más de lo necesario puesto que la rama que me sostenía se rompió con un chasquido seco que me pareció como un trueno y, según caía, oí el chillido espeluznan te que me dedicaba la mayor de las mujeres mientras me señalaba con los ojos desorbitados y un dedo que temblaba de indignación. Alarmadas, las restantes hembras empezaron a incorporarse con torpeza, como si despertaran de un sueño, y me fueron rodeando con su opresiva desnudez en tanto que yo aún luchaba por desengancharme de las ramas de la higuera. Y al ver su expresión vagamente amenazadora, eché mano a la espada. Pero antes de que hubiese tenido ocasión de desenvainar se abalanzaron todas sobre mí, hijo mío, buscando mi garganta. Mis ojos. Mis genitales. Y eso sin que el gran guerrero que era tu padre hiciera nada para protegerse. Dionisio me había paralizado ante aquellas bestias sanguinarias que parecían dispuestas a despedazarme. Y muy mal habría acabado la cosa, de no ser porque en ese preciso instante se alzó a mis espaldas una voz imperiosa: «¡Atrás, fieras!». Era el oráculo, que acababa de irrumpir en el claro y que las apartaba a manotazo limpio con la misma autoridad con la que un maestro de escuela disuelve a un grupo de niños. «¿Queréis atraer la desgracia sobre nuestra isla?» Sus ojos brillaban de indignación. La lluvia había cesado sólo para escucharlo. «¿No veis que se trata del rey de Macedonia…? ¡Atrás, os digo!» Yo tenía la clámide desgarrada como si me hubiera atacado una manada de lobos y aún jadeaba impresionado cuando, en el silencio que siguió, se escuchó una risa desenfadada: era Dionisio, que se burlaba de mí por boca de sus adoradoras. Y en ese preciso instante comprendí que muy pronto toda aquella historia emprendería el vuelo por la Hélade provocando a su paso oleadas de carcajadas entre mis enemigos. Y cuando constaté que la risa provenía de la pelirroja, contuve mi furor. Pero me juré que la poseería como fuera. Más tarde, de vuelta en mis aposentos, no conseguí pegar ojo. Me removía en mi yacija, pre so de un hervor incontenible. No paraba de rememorar esa cabellera de fuego que rasgaba como una espada en llamas el lienzo de mis desvelos. Y cuando la aurora asomó sus dedos rosáceos por el balcón del oriente, me encontró con los ojos como platos, ardiendo en deseos de comenzar mi búsqueda. Ese mismo día mis hombres averiguaron que la fulgurosa pelirroja se llamaba Olimpia, y que era la huérfana de un rey del Epiro. «Olimpia…» Yo saboreaba su nombre, mascando cada sílaba como si fuera una fruta deliciosa. Estaba en la isla junto con su primo Pleurias Lincestida, su familiar más cercano. No se decían cosas demasiado buenas de ninguno de ellos, pero yo estaba más que satisfecho de que fuera de sangre real y me recreaba en las connotaciones que su nombre sugería. «Olimpia…», mi lengua iba y venía en el interior de una boca cada vez más seca por el más tiránico de los deseos. El montaraz Pleurias resultó ser un hombre barbitaheño, de brazos gruesos, de aspecto rudo y tan ojizarco como ella. Su familia, que también es la tuya, tenía un palacio no muy lejos del templo, con pozo propio, en medio de unos pinares deforestados para la labranza. Y cuando le desvelé el motivo de mi visita, lo primero que hizo fue mandar bajar del gineceo a Olimpia, que apareció con un simple peplo blanco y sin manifestar sorpresa. Yo la devoraba con la mirada. Me deleitaba con su blancura, con la suntuosidad de sus curvas. Con la espesa y ensortijada cabellera suelta y flamígera en la luz matutina. Pero ella hacía como si no me conociera. Sólo un brillo burlón en sus ojos la desdecía. Por fin me miró con una expresión divertida. Dijo que prefería dejarnos entre hombres, nos dio la espalda y se alejó cubierta por aquella delicada capa de cobre. Entonces Pleurias me sirvió un
rhyton
de vino, y me invitó a ocupar un lecho. El lugar estaba decorado con hachas y lanzas de sus antepasados. «Ah, mi buen Filipo. Hoy podría ser el día más feliz de mi vida —se lamen tó—. Y sin embargo los dioses han dispuesto que me abrume la tristeza. Olimpia es lo único que me queda de mi pobre tío, el rey del Épiro, a quien todo debo. Desde que murió, he cuidado de ella como si fuera mi propia hermana. Año tras año la he visto crecer y me he preocupado de traerla aquí para que se purifique al servicio de Dionisio. Es la única alegría que me ha brindado la vida. Y ahora me anuncias tú, el rey más poderoso de la Hélade, que pretendes quitármela…» La luz entraba a mansalva por las puertas abiertas. El buen tiempo hacía parecer lo ocurrido durante la noche como un mal sueño y mientras Pleurias proseguía con su contrariada afectación yo empecé a acariciarme la barba, cada vez más pensativo. «¿Cuánto?», le dije al cabo. Y entonces en sus ojos enrojecidos por el vino se encendió una lumbre inconfundible. Los dos hablábamos el mismo idioma. Y estoy convencido de que, de no ser por ciertas cuestiones, hubiésemos acabado siendo amigos. Pero su petición superaba por mucho la oferta que traía pensada. De modo que tuve que subir mi cifra y obligarlo a rebajar sus exigencias. Y por fin, tras un pequeño tira y afloja, llegamos a un acuerdo. Y así fue como durante los maravillosos días que siguieron pude disfrutar del fuego de aquel vientre insaciable que los dioses habían engendrado para perderme. Porque te garantizo, Alejandro, que ninguna otra mujer me ha hecho gozar como pudo hacerlo tu madre durante esas inacabables noches en la isla de Samotracia. A mi regreso muchos criticaron la rapidez de nuestra unión. Y los que constataban la fuerza que me atraía a su lecho día tras día aseguraban que me había hechizado. Y de alguna manera así era. Pero yo siempre pensé que al hacerla mi consorte enterraba su pasado. Y sin embargo me equivocaba, ay, cuánto me equivocaba, hijo mío. Porque aquellos ritos aprendidos del sátiro estaban demasiado arraigados en sus costumbres perversas, como tuve la oportunidad de constatar demasiado pronto, para la desgracia de todos. Al final habíamos decidido celebrar las nupcias en su ciudad natal, a la que yo me había desplazado con la plana mayor de mis generales, y estábamos alojados en su palacio, en mitad de las montañas del Épiro, cuando ya durante la víspera tuve sueños inquietantes anunciándome que la semilla de todo lo por venir estaba plantada. Pero fue de madrugada, tras uno de los últimos banquetes, cuan do me entró el prurito de acercarme a sus aposentos y de espiar la a través de la rendija de la puerta. ¡En buena hora se me ocurrió semejante imprudencia! ¡Qué estúpido fue tu anciano padre, aquí presente! Porque lo que vi me heló el alma, Alejandro. Tu madre estaba echada cuan larga era sobre el tálamo: dormía de lado, cubierta únicamente por su larga cabellera. Apoyaba la mejilla sobre las manos unidas en una posición tan plácidamente relajada que habría resultado idílica de no ser porque enroscada en torno a una de sus piernas tenía a una descomunal serpiente. Y al oírme el reptil giró su cabeza ondulante y clavó en mí sus ojillos al tiempo que sacaba su ahorquillada lengua con un prolongado siseo que procedía de los peores infiernos del Hades: «Psss». Y yo me precipité de vuelta a mis aposentos, víctima del mayor desasosiego. Y esa misma mañana despaché a dos de mis hombres para que consultaran a la Pitia de Delfos. Y por una vez la vieja fue perfectamente clara. Les explicó que Zeus-Amón había toma do aquella forma para honrar en sus nupcias a mi esposa. Que por eso debía ofrecerle sacrificios y reverenciarlo por encima de cualquiera de los demás dioses. Y de paso añadió que sería castigado por haber puesto mis ojos en su intimidad con Olimpia. Y no se equivocaba en sus predicciones, por esta vez, la loca. Pues no mucho después los dioses quisieron que perdiera, a causa de un desafortunado saetazo, todos lo sabéis, mi ojo izquierdo. Precisamente aquel que los había sorprendido durante la madrugada en el más obsceno de los actos. […]».

BOOK: El secreto del oráculo
2.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The White Mountain by David Wingrove
When Sparks Fly by Sabrina Jeffries
The Torn Guardian by J.D. Wilde
Choices by Sara Marion
The Immaculate by Mark Morris
Black British by Hebe de Souza
Promised Land by Brian Stableford
Dead on Arrival by Lawson, Mike