El secreto del oráculo (5 page)

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Authors: José Ángel Mañas

BOOK: El secreto del oráculo
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Y Artábazo miró a su yerno. Pero éste negaba tranquilamente con la cabeza.

El rodio ya había aclarado su posición. Él siempre había pensado que dichas una vez las cosas resultan menos confusas que cuan do son reexpuestas innecesariamente.

Pese a ello el clima del Consejo había cambiado y Memnón se daba perfecta cuenta de que algunos generales rivales se mostraban repentinamente satisfechos de ver desestimadas sus propuestas. Por ello él también se volvió hacia Darío, quien ahora pasaba una mirada desconfiada por los rostros de los sátrapas.

El Gran Rey removió las babuchas sobre su taburete.

Al cabo, una débil sonrisa asomó en sus sonrosados labios.

—Plantaremos cara al hijo de Filipo —dijo—. En cuanto amanezca, ordenaré que las tropas preparen el terreno.

III
La sombra de
Filipo

Babilonia

Noche de los Muertos (continuación)

«[…] Ahora que ya estoy muerto procura escucharme, Alejandro. Olvidas que fui yo, no tú, el artífice de la unidad de los griegos. Mucho antes de que nacieras tu anciano padre, aquí presente, ya pensaba en ello. Yo no podía permitir que las estúpidas ciudades desangraran con sus eternos enfrentamientos lo que siempre soñé que sería un gran territorio unido bajo mi férula. ¡Veinte años, hijo mío! ¡Cuatro lustros para someter a aquellas naciones que durante siglos nos llamaron bárbaros y que hasta muy recientemente nos despreciaban y nos excluían de sus reuniones, no lo olvides nunca! ¡Ah, mi amor propio estaba resentido, y tú lo entenderás mejor que nadie! Es cierto que ya entonces empezaba a ver, aunque lejana todavía, la futura ruina del Imperio. Los conflictos sucesorios lo habían debilitado y yo siempre intuí que con su extensión desmesurada y su pésima administración la Persia de los Aqueménidas era un gigante con pies de barro al que si nos uníamos podríamos derrotar con mayor facilidad de la que nadie esperaba. Pero para eso necesitaba una Hélade que me prestase su brazo sin rechistar, no esa Grecia rebelde que me salía a cada paso liderada por los malditos atenienses. ¡La de rodeos que tuve que dar para engañarlos! Me pasé años dándoles continuas seguridades de que mis operaciones no tenían que ver con ellos, reiterándoles que se equivocaban a mi respecto. Por cada alianza que acordaba con sus enemigos, pactaba una nueva con Atenas. Y cuando por fin se movilizaban, entonces retiraba mis tropas. O bien pagaba a sus mejores oradores para que defendieran nuestros intereses en la Asamblea de la colina del Pnyx. ¡Veinte primaveras y sin perder en ningún momento el norte, hijo mío! Pero había que aguardar pacientemente el pretexto adecuado para intervenir en la Grecia continental. Porque no sólo con valor y astucia se forjan las victorias. También ha de contarse con la oportunidad. Y ésta nos llegó, bien lo sabes, cuando unos emisarios de la ciudadela sagrada de Delfos nos pidieron auxilio en la guerra que mantenían desde hacía un tiempo con sus vecinos, los locrios anfisenses, un pueblo de los valles cercanos que había ocupado y cultivado contra todas las leyes sagradas unos terrenos fértiles entre los olivares, no muy lejos del templo de Apolo. Y ello sin que ninguna de las demás naciones que formaban parte del Consejo que gobernaba la ciudad y a las que habría correspondido según los tratados que regían Delfos des de tiempos inmemoriales proteger el santuario llevase a cabo ninguna acción punitiva. ¡Con qué alegría me froté las manos aquel hermoso día! Eúmenes me reprochó el que mi mirada traslucía demasiado mis intenciones. Pero bien poco me importaban, llegado a ese punto, los disimulos. Siguieron cuatro años de guerrear incesante. Más de veinte asedios tras los cuales arrasamos otras tantas ciudades. Pero el esfuerzo mereció la pena. Vaya si lo mereció. Porque en Delfos no sólo me levantaron una estatua de oro macizo como al héroe que empezaban a considerarme, sino que me permitieron, a mí, a un bárbaro, me llamaban en el Ática, presidir sus Juegos. ¡Yo habría pagado por ver la cara de Demóstenes y sus partidarios cuando les llegó la noticia! Ellos ya habían entendido, con ese instinto tan fino que tenían mis enemigos para anticipar hasta el más mínimo de mis movimientos, que eso suponía el principio del final para su debilitada patria. Y no se equivocaban nuestros amigos los atenienses, dado que muy pocos veranos después les plantábamos por fin cara abiertamente. Y esa victoria ante tebanos y atenienses en la llanura de Queronea, en la que tanto colaborasteis tú y el resto de la «camarilla», fue la que instó a todas las demás ciudades a írsenos sometiendo una detrás de la otra. Yo estaba en lo más alto de mi gloria y el Imperio atravesaba sus momentos más bajos. Era el momento o nunca de atacar. A esas alturas nadie en la Hélade habría osado rehusarme el mando de ese ejército que al final has acabado dirigiendo tú. Y con una incontestable autoridad, sería estúpido negarlo. En eso reconozco que me equivoqué. Pero has de comprenderme: ¿qué podía pensar viendo que no te alejabas de las faldas de tu madre? Yo te encontraba tan blando que ¿cómo no iba a tener mis dudas? Cuando naciste los augurios fueron inmejorables: el mismo día ganaban nuestros caballos en los Juegos Olímpicos y llegaba desde el frente la noticia de una magnífica victoria de Parmenión. Es cierto que además ardía en el Asia Menor el más famoso de los templos dedicados a Diana, y a mí eso me preocupó, no te voy a decir lo contrario. Pero Aristandro me convenció de que era otro signo de que tu futuro sería grandioso. Tu comportamiento, sin embargo, resultaba tan desconcertante que empecé a temer que el incendio pesara más en la balanza de los augurios que las victorias de mis caballos. Yo te metía en la alcoba a las cortesanas más apetecibles, y tú no sacabas la nariz de todas esas lecturas que te recomendaba Aristóteles. Y cuando lo hacías era para destrozarnos los oídos con tus composiciones de arpa. ¡Qué mal tocabas, hijo mío! Con doce años te habías convertido en un jovencito con el aliento dulce y una tez pálida salpicada por las mismas rojeras que tu madre y parecías, no te voy a engañar, más hecho para el amor de los hombres que para la guerra. Era normal que la Corte se preocupara. No sentías afición ni por el boxeo ni por el pancracio. Y en vez de emborracharte como cualquiera de los chicos de tu edad, sólo parecía interesarte andar enredando con los adivinos. O interrogar a los exiliados, a los que aburrías como a las ostras con tus preguntas sobre sus respectivas naciones. Pero habías sacado, pese a todo, mi carácter. Y todos lo pudimos constatar aquel día con el tratante de caballos. […] Veo que te acuerdas. Sí. Habíamos sacado al prado a ese animal con cara de buey que no soportaba la monta de nadie. Yo había intentado doblegarlo en medio del jolgorio de mis hombres. Pero al final me harté de su resistencia y ordené que se lo llevaran. Y entonces escuché tu voz de niño que decía clara y sonora a mis espaldas: «¡Dioses! ¡Qué caballo pierden por falta de habilidad y valor!» ¡
Por falta de habilidad y valor!
A cualquiera que se hubiera atrevido a semejante insolencia lo habría mandado azotar allí mismo delante de todo el mundo, bien sabías tú eso. No obstante, tratándose de mi propio hijo me vi obligado a morderme la lengua. Por lo pronto hice como si no hubiera escuchado. Pero según me alejaba sentí que tus palabras iban destilando poco a poco su incisivo veneno. Con cada paso una furia creciente se iba rebelando en mi fuero interno contra esa templanza que parecía dictar la sensatez. «
Por falta de habilidad y valor…
», mascullé entre dientes. De pronto me paré en seco: mis hombres me miraron sorprendidos. Tú ya te ibas por la ladera con tu grupito de inseparables, con tu hermano Arrideo y con ese perrito faldero de Hefastión a la cabeza. Y al oír mi voz te diste media vuelta y te destacaste con una insolencia evidente. Yo te miraba con severidad, dejando claro que no te ibas a ir de balde con tu ofensa. Pero tú no bajabas la vista. «Criticas a gente de más edad y experiencia que tú —te dije—. ¿Te crees que sabes lo que hay que hacer para domar a este caballo?» Tu actitud seguía siendo desafiante. Afirmaste que sí, y aquello provocó risas entre mis hombres. El único que no se reía era Parmenión. A los dos nos pareció como si te descubriéramos en esos instantes. Nunca antes te habías opuesto de una manera tan descarada. Tenías tus berrinches, desde luego, pero solían ir dirigidos contra tus servidores, rara vez contra tus amigos, y mucho menos contra tu padre. Tus ayos, los espartanos, me confirmaban en esa idea. Y tu comportamiento con Aristóteles, al que tenías en un pedestal, nunca había dejado de ser ejemplar. «Pues ya que lo dices, mozalbete malcriado, te vamos a dejar intentarlo —consentí clavando en ti mi ojo bueno—. Pero, si no lo consigues, pagarás una multa por tu descaro. ¿Convienes en ello?» «Convengo en ello.» «Estoy tentado de decir que unos azotes reales», murmuré recuperando el buen humor. Más risas burlonas encendieron tu rostro. Pero entonces intervino Parmenión. Dijo: «Eso me parece injusto, Filipo. Que pague los trece
talentos
que pide el tesalio por el caballo. Es precio más que suficiente. Ten en cuenta que las posibilidades de éxito son escasas y el riesgo grande». Yo lo medité. Sin embargo, antes de que hubiera dado mi acuerdo, tú ya te habías ido hacia el animal, que nos aguardaba a unos pasos. Su amo el tesalio era un hombre alto que nos sacaba a todos una cabeza. La suya tenía forma de huevo y muchas calvas. Había seguido la conversación, temeroso por lo que pudiera ocurrir, y no parecía demasiado feliz. Pero te tendió la brida, aunque no sin antes dirigirme una mirada y comprobar que yo asentía. Según se apartaba, tú volviste la testuz negra del animal hacia el sol que brillaba con una singular intensidad en medio de un cielo despejado. Y en ese instante entendí que había perdido la apuesta: mientras intentábamos montarlo el caballo tenía el sol resplandeciente a sus espaldas. Lo había asustado su propia sombra proyectada sobre el suelo. Y tú te habías percatado para, con la astucia de un Ulises, dejarnos en evidencia a tus mayores. Parmenión tampoco dejaba de observarte. Tú parecías gozar de la mirada admirativa de la chiquillería. Acariciabas a la colérica bestia sin dejar de murmurarle suaves palabras al oído. Y por fin te lanzaste, con un salto, sobre sus lomos. Manteniendo la rienda suelta, sin forzarlo, lo dejaste relinchar y soltar lo que le quedaba de despecho antes de hincarle los talones. Y yo entonces sentí cómo la angustia me agarrotaba la garganta. Temí quedarme sin hijo y maldije mi feroz orgullo. Te vi cayendo del endiablado caballo. Te vi aplastado. Pisoteado, como las uvas de la vendimia, bajo sus cascos. La congoja me atenazaba por dentro. Y sin embargo tú galopabas sobre ese demonio de Bucéfalo que ante las exclamaciones maravilladas de todos tus amigos te obedecía como si siempre hubieras sido su amo. El tesalio tampoco daba crédito a sus ojos. Y cuando volviste a acercarte, con una justificada fiereza, me precipité a cogerte en mis brazos. «¿Has visto, Parmenión? ¡Hijo mío! —Casi se me saltaban las lágrimas—. Tendrás que buscarte un reino digno de ti, porque las tierras de esta rústica Macedonia jamás podrán bastarte…», exclamé […].»

IV
A orillas del Gránico

Río Gránico
Primavera de 334 a. C
.

1


Los únicos que aman la guerra son los hombres sin hogar y sin ley
.

La frase la había pronunciado meses atrás su maestro, y aunque entonces no le había prestado demasiada atención se le había quedado grabada de tal manera que ahora, según observaba a Bitón, excitado como un león ante el olor de la sangre, volvía a resonar en su cabeza como en el interior de un templo.

—Qué curioso…

El tebano se acababa de encaramar a la roca más alta. Se agazapaba con todos los músculos en tensión, cual un felino a punto de saltar.

—Son sus mejores hombres, y Memnón los ha colocado en segunda fila. Echa tú un vistazo…

Se bajó hasta su altura y Nicias se encaramó a su vez para asomarse con cuidado.

Abajo las tropas enemigas se hallaban dispuestas en la margen derecha del río. La caballería persa permanecía tan pegada al agua que sus caballos mojaban los cascos en la orilla o abrevaban.

Detrás quedaban los mercenarios jonios que contaban con el apoyo de hombres de la arrasada Tebas y de los numerosos atenienses que se resistían a someterse a Macedonia. En total, dos falanges de hoplitas perfectamente equipados, con sus largas lanzas en alto doblándolos en altura, sus escudos de bronce, sus cascos puntiagudos, sus grebas rutilantes.

Y a sus espaldas los arqueros habían aprovechado los diferentes desniveles del terreno para irse posicionando. Algunos se entretenían afilando sus flechas.

—Fíjate en los jinetes al frente de la segunda falange. Son sus hijos…

El sol subía en su carro brillante y el portaescudos guiñó los ojos.

Las dos figuras maniobraban a caballo. Cada cual llevaba bajo la silla de montar una piel moteada de leopardo. Sus corazas, al igual que las de los restantes jonios, eran similares a las de los hoplitas griegos. Los escudos eran más pequeños y sus armas más cortas y curvadas, aunque no tanto como las de los asiáticos.

Ambos tenían la misma presencia corpulenta del padre pero con la energía de veinte años menos. Eran guerreros que se sabían respetados y que arengaban con una confianza absoluta a sus hombres.

—Al que no veo es a Memnón. Y tampoco a ningún jerifalte persa… estarán en el campamento… Alejandro se va a alegrar. ¡Vamos! —susurró Bitón, quien ya empezaba a arrastrarse a cuatro patas, con las piernas por delante, colina abajo.

Para la ocasión iba armado a la ligera, sin coraza ni casco.

Nicias se dispuso a seguirlo pero resbaló, y aquello provocó que un peñasco suelto rodase por la ladera. La mirada que le dirigió Bitón fue asesina: sólo las circunstancias impidieron que recibiera una tunda de puntapiés. Durante unos instantes el tiempo pareció congelarse. El ruido, magnificado por la momentánea hiperestesia, les pareció estrepitoso. Los dos se habían detenido esperando alguna reacción. Pero estaban al otro lado de la colina y no había nadie a la vista.

Aun así los vigías no podían estar lejos, y Bitón permaneció en tensión durante unos segundos. Todavía acuclillado miró hacia lo alto del promontorio desde el que se habían asomado como si por detrás de aquellas rocas afiladas que arañaban el aire pudiera surgir algún enemigo. Y sólo cuando comprobó que lo único que se oía era a unos jilgueros alborotando detrás de un escobón de retama, volvió a ponerse en movimiento.

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