Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
Si de él dependiera, seguramente habría retrasado la confrontación. El lugarteniente habría asegurado sus posiciones en la costa y les habría obligado a salir a su encuentro. Habría resuelto el problema del abastecimiento y del dinero con algún saqueo estratégico y se habría aprovechado de su velocidad para burlar e irritar al enemigo tal como hubiera hecho Filipo…
La vida le parecía un estrecho puente tendido sobre el abismo y no había mejor manera de acabar cayendo que el precipitarse.
Pero el hijo de Filipo era un jabato demasiado ansioso por obtener la mayor gloria en el menor tiempo posible y Parmenión ya había comprendido que no habría nadie, llegado a este punto, capaz de impedirle correr a su pérdida.
—En mi opinión lo más prudente —dijo por fin— sería acampar por la noche a orillas del río, y luego cruzar con rapidez en cuanto amanezca. Con un poco de suerte podremos atacar antes de que nuestros enemigos hayan recuperado el orden de batalla. Eso es lo que a mi juicio nos garantizará las mayores probabilidades para alzarnos con la victoria.
La propuesta pareció judiciosa y la mayoría de los presentes la aprobó con hoscos asentimientos.
Alejandro permanecía caviloso.
Al cabo su mirada se posó en el río dibujado junto a su sandalia, donde algunas hormigas se afanaban a un par de palmos, y a renglón seguido alzó la vista.
Muchos de los presentes lo imitaron.
Por encima de los alcores que los acompañaban desde que se habían alejado de la costa circulaban algunas nubes que un perezoso viento azuzaba.
Un águila ascendía en amplios círculos bajo el ardiente sol.
—Se te olvida que vamos hacia el levante, Parmenión. Y al alba, con un sol tan potente de cara, los arqueros no podrán apuntar ni ver llegar los dardos —dijo—. Dejaremos los carros y todo lo que pueda ralentizarnos aquí, y cruzaremos esta misma tarde. Toma el mando del ala izquierda; yo me ocuparé de la derecha. Da órdenes de que todo el mundo se ponga en marcha. Haremos una última parada a tres estadios del río.
Alejandro se había colocado a la cabeza de todos. Iba armado con su coraza de combate y con una clámide encarnada que le caía por las espaldas. Todavía no se había puesto el casco y su melena rubia se agitaba con el movimiento de Bucéfalo.
Los guardias, la mayoría a caballo, lo seguían a una distancia muy corta, al igual que los principales hipaspistas que a ratos se acercaban hasta el rey, quien no dejaba de mirar por encima del hombro para ver cómo se iban desplazando los falangistas: eran los que mayor peso transportaban y los que marcaban la velocidad del avance.
Durante la marcha hasta el río, Nicias sintió el estómago revuelto y nada más hacer la última parada tuvo que apartarse para aligerar el vientre.
—¡No te vacíes del todo! —se burló Bitón—. ¡Déjales algo a los enemigos!
Ya se avistaba la pequeña arboleda que escondía el río y todos recibían las últimas instrucciones. Con la inmediatez de la contienda a Nicias la mente se le había quedado en blanco. Ya no había pasado ni futuro, tan sólo un presente en el que se iba a librar una batalla en la que los portaescudos malarmados como él tenían bastantes pocas papeletas de salir con vida.
Entre los restantes portaescudos que se agitaban alrededor de la guardia había de todo. Los veteranos estaban tranquilos. Pero más de uno de los novatos se sentía con un pie en el Hades. Sus rostros eran un poema. Alguno todavía pensaba en ese capitán épiro que, con toda su experiencia, se había arrancado la lengua a mordiscos ante el mero anuncio de la proximidad de las tropas imperiales.
—Cagad bien, respirad hondo y olvidaros de todo lo demás…
Ése había sido el consejo del tebano. Nicias siguió la primera consigna; y según alcanzaban la orilla, la segunda.
Entonces pudo ver de frente a todos aquellos hombres a los que había observado horas antes desde lo alto de la colina. La impresión que le produjo, aun así, fue considerable. Los caballos le parecían más grandes y los hombres más feroces. Tuvo miedo de que fueran a echarse al agua de inmediato. Pero tras un primer momento de tensión se tranquilizó al comprobar que los dejaban posicionarse tranquilamente.
No piensan desaprovechar flechas
, pensó.
El silencio de los persas se mantuvo mientras los invasores se desplegaban según la posición que iban a ocupar en el río, los lanceros de Hefastión ligeramente adelantados, los tesalios a la izquierda, el resto de la infantería en el centro, los hipaspistas a la derecha y los honderos y las fuerzas de armamento ligero a espaldas de todos con libertad para moverse y hostigar al enemigo.
No mucho después los dos ejércitos ya estaban frente a frente a lo largo de la orilla. Tras los pasos apresurados y las voces, reinaba de pronto una calma ominosa en aquel paraje ribereño cuyas aguas de relucientes cantos estaban a punto de cambiar de color.
Muchos guerreros invocaban silenciosamente el favor de los dioses.
Por su parte Nicias procuraba concentrarse en el recuerdo de su madre.
Era un ejercicio al que se había acostumbrado durante sus años en Egipto. Pero en estos momentos la única imagen que se le venía era la de aquella mujer demacrada, con el pelo cano despeluzado y con mal aliento que se había encontrado en su lecho de muerte.
—
No debiste volver, Nicias…Corren tiempos demasiado turbulentos para los jóvenes…
Alejandro se destacó de entre los hipaspistas y cruzó por delante de todos para ir a saludar a Parmenión. Le puso un brazo conciliador sobre el hombro. Después se colocó más o menos en el centro de las filas formadas y se deshizo de su capa para dejársela al paje que corría tras él. Se encaró con sus hombres y se dispuso a maniobrar con la espada en alto sobre Bucéfalo.
—¡Escuchadme, griegos!
Desde detrás de los guardias, Nicias no conseguía apartar la mirada de aquel casco tocado con plumas blancas que, de tan reluciente y pulimentado, parecía de plata.
Voy a morir
. Se sentía como un animal atrapado. Las lanzas eran los barrotes de su jaula. Por primera vez lo abrumaba la presencia de un terrorífico batir de alas que nunca había tenido tan cerca. La conciencia repentina de su inminente desaparición resultaba atroz. Las palmas le sudaban. Agarró su miserable jabalina. ¡Era imposible que todo pudiera acabar tan pronto!
—Ha llegado el momento ansiado —seguía Alejandro—. Esos persas de la otra orilla son los descendientes de aquellos cobardes que masacraron a Leónidas en las Termópilas. Ellos fueron quienes incendiaron vuestros templos en el Ática. Recordad cómo cayeron en la gloriosa batalla de Maratón bajo la carga furiosa de los atenienses. Macedonios…
Se encaraba con los hipaspistas. Miró a los lanceros de Hefastión y luego hacia los restantes infantes, listos también a sus espaldas.
—… Sois hombres libres y endurecidos por las fatigas de la guerra y vais a mediros contra los persas reblandecidos por el lujo. Y vosotros, mis leales griegos, mis aliados de las restantes ciudades, estáis a punto de combatir a vuestros compatriotas, los mercenarios del Gran Rey, pero no por un salario, ni por el resentimiento, como esos tebanos y esos despreciables atenienses que veis enfrente, sino por la libertad de Grecia.
»Y en cuanto a mis demás aliados —se dirigió hacia los jinetes tesalios, en uno de los extremos; la espada alzada señaló a las tropas más alejadas—, sabed que, siendo los pueblos más belicosos de Europa, estáis a punto de enfrentaros a las razas bárbaras más indolentes de Asia.
»¡Emulad todos a vuestros antepasados, y venced!
Con un último alarido, encabritó a Bucéfalo y lo precipitó hacia el agua.
A Nicias la arenga le había puesto los pelos de punta.
Unos momentos después él también formaba parte de aquellas tropas enfervorecidas y convertidas por arte de la elocuencia en una incontenible marea humana.
Sonaban gritos y esas trompetas de metal que se utilizaban como instrumento de llamada y para órdenes militares, los
salpinx
.
Los macedonios, con los pies hundidos en el fango, empezaban a vadear el río. Los primeros lanceros luchaban por mantener las líneas oblicuas con respecto a la orilla, una ligera uve que contenía a quienes los seguían. Una nube de flechas ennegreció el cielo y se levantaron los escudos.
Caían los primeros hombres, moscas miserables que agonizaban mientras las monturas resbalaban en el cieno que tapizaba el lecho del río y perdían el orden creando la mayor de las confusiones. Otras se levantaban sobre sus patas traseras dando coces y relinchando como animales poseídos. Nicias se refugió entre un grupo de
peltastas
3
de la retaguardia que también se empezaba a meter en el agua. Pero antes de que se diera cuenta, su pequeña adarga de cuero tenía cuatro flechazos. Un quinto penetró por debajo de la superficie del agua, hiriéndolo profundamente en el muslo, algo que no notó hasta más tarde, debido a lo helada que estaba el agua.
—¡Adelante! —los animaba el guerrero del penacho blanco—. ¡Adelante!
Despreciando los dardos, Alejandro se acababa de dar la vuelta para abroncar a los que a instancias del propio Hárpalo ya retrocedían. La caballería de los hipaspistas tenía problemas para avanzar, pero sus voces consiguieron que los más determinados se separaran de los lanceros y se enzarzaran con los persas que les salían al paso en un combate que más bien parecía de infantería, con los caballos inmovilizados por la corriente lomo con lomo mientras los jinetes luchaban penosamente emparejados.
Y en medio de aquel grotesco baile de centauros, sólo la loca determinación de Alejandro evitó que cejara el empeño suicida de tomar la orilla. Su yelmo lo convertía en objetivo de todas las flechas que saltaban de los arcos enemigos. Más de una lo habría acertado, de no haber bajado Atenea a protegerlo con su escudo.
No cabía otra explicación para su milagrosa supervivencia.
En algún momento se le rompió la lanza, y Bitón se precipitó a prestarle la suya.
No muy lejos tenían a Mitrídades, el futuro yerno de Darío, el hombre destinado a casarse con Estatira, la hija mayor del Gran Rey. Mitrídades acababa de rebanarle el pescuezo a su oponente, uno de los jinetes tesalios más cercanos a Parmenión, y el hijo de Filipo no se lo pensó dos veces: cargó contra él y lo abatió de un certero lanzazo en plena cara.
—¡Ganad la ribera! —se desgañitaba—. ¡Adelante, compañeros!
Poco a poco las largas sarisas obligaban al enemigo a ceder un terreno precioso en el centro y en las alas que iban aprovechando para agruparse los guerreros que surgían belicosos y chorreantes del agua. Nicias se encontró entre un grupo de honderos que hostigaban a una caballería persa que ya retrocedía por la orilla. Y en cuanto vieron que la espinosa falange empezó a formarse, la mayoría huyó al galope.
Unos instantes después se escuchaba el celebérrimo grito de guerra macedonio.
—¡No los persigáis! —clamó Alejandro que, con el yelmo hendido y con la cara ensangrentada, se había puesto al frente de todas las lanzas. Y, tirando de las riendas, obligó a Bucéfalo a avanzar contra los restantes jonios que, con Memnón y sus dos hijos al frente, habían permanecido en su puesto, sin moverse, durante toda la refriega acuática—. ¡Que avance la falange!
Babilonia
Noche de los Muertos (continuación)
«[…] Ni tú ni tu padre llegasteis nunca a entenderlo, Alejandro. Fue su amor a la gloria, más que al dinero, lo que lo llevó a enristrar sus lanzas retóricas contra nosotros. De joven Demóstenes había sido un hombre enfermizo de escasos pulmones que cada vez que tomaba la palabra en público arrancaba las risas del pueblo. Pero hostigado por un monstruoso orgullo fue capaz de corregir su pronunciación a base de llenarse la boca de guijarros y se preparó tan concienzudamente que al cabo de los años ya se había convertido en uno de los mejores si no en el mejor de los oradores atenienses. Se decía que era capaz de encerrarse durante semanas enteras en una cueva acondicionada para el estudio debajo de su casa y que allí permanecía con la mitad del cráneo afeitado para que la vergüenza lo impidiera abandonar sus ejercicios. Allí trabajaba sus expresiones. Y allí corregía su postura gracias a una hoja de acero que pendía sobre su cabeza y que lo lastimaba si se dejaba por lo que fuera llevar por la excitación. En la Asamblea se lo aclamaba como a un nuevo Pericles. Y desde la muerte de Filipo no había parado de encrespar los ánimos de los áticos en tu contra. Al principio te tildó de «bisoño timorato»; proclamaba que un niñato como tú jamás sacaría la patita de palacio. Después te trató de «jovenzuelo necio e imprudente». Y cuando le llegaron noticias de nuestras primeras victorias, se apresuró a poner en circulación aquel rumor que traía tan alterados a los hombres que iban llenando el graderío. Muchos, con sus sombreros de campesinos, exclamaban: «¡Alejandro ha muerto, guerra a Macedonia!». Estábamos a finales de verano, cuando las tormentas suavizan el calor del Ática y la temperatura en lo alto del Pnyx era agradable. Desde mi grada, hacia poniente, se apreciaba en la colina vecina la orgullosa Acrópolis que habíamos contemplado por primera vez tres veranos antes, después de nuestra victoria de Queronea, cuando decidiste festejar allí tus dieciocho primaveras. Yo todavía guardaba memoria de nuestras noches de borrachera. Entonces había sido cuando mostraste tu curiosidad por conocer a Diógenes y le preguntaste si quería algo de los reyes de Macedonia y él te contestó que te apartaras, que le quitabas el sol. Era ese mismo sol el que ahora se levantaba a espaldas de los monumentos de la Acrópolis, alargando la sombra de las columnas al igual que las de los pinares y olivares en las faldas de su ladera. Y a mí todavía se me venían más recuerdos a la mente cuando, al poco, los sacerdotes pasearon a unos cerdos a los pies del graderío y los degollaron, tal como mandaba la tradición, regando con su sangre el suelo en torno a la tribuna. En cuanto el heraldo hubo maldecido a todo el que intentara engañar al pueblo, el presidente expuso las cuestiones del día y preguntó a la Asamblea si quería discutirlas. Entonces se alzaron muchas manos y dos ancianos procuraron tomar la palabra. Pero nadie fue capaz de imponer silencio hasta que no se acercó a la tribuna el propio Demóstenes. En eso el pueblo se lió a chistar, y su voz penetrante se fue imponiendo como la de un protagonista sobre el coro. En un tono casi paternal les dijo que los veía muy excitados ante el regalo que parecía hacerles la fortuna. Listos para precipitarse y actuar en base a noticias dudosas cuando en una situación así lo primero era confirmar informaciones. «Y eso es lo que me he permitido hacer para ahorraros el trabajo, atenienses…» No dejaba de pasearse por la tribuna. Era algo que se le reprochaba. Los oradores antiguos hablaban con sencillez, pero los jóvenes lo hacían con viveza, sin dejar de moverse, y Demóstenes no podía regalarles semejante ventaja. Se volvió hacia el hombre que se acercaba a la tribuna y explicó que mientras recorría Atenas en busca de la persona que pudiera confirmarle la veracidad de los últimos rumores, se había topado en la taberna del mercado con un mercenario veterano de nuestras campañas. «Como podéis imaginar, ardo en ganas de desvelaros los detalles de su narración. Pero sabiendo que mis enemigos harían parecer mis impresiones como uno más de tantos bulos que circulan últimamente por el Ática, he considerado más prudente que escuchéis vosotros mismos al testigo en persona…» Y le indicó con sus gestos que se acercara. Se trataba de un soldado de complexión delgada y aspecto miserable. Traía la clámide llena de rotos y una mirada recelosa de animal salvaje que lo mismo podía deberse a la timidez de alguien poco dado a la palabra que a la cobardía del mentiroso. Pero el ardid había surtido efecto: ahora reinaba un silencio en el que se habría oído volar a una mosca. Tras presentarse parcamente como mercenario ateniense a nuestro servicio, el hombre declaró haber presenciado tu última batalla. Afirmó, sin ruborizarse, que te habían descalabrado de un hondazo mientras salías en persecución del enemigo. Y por último, cuando lo obligaron a abundar en detalles, no dudó en apuntar con una mano temblorosa hacia el pequeño nicho con la estatuilla de Zeus que había a su derecha. «¿Acaso ponéis en duda la palabra de un honesto soldado? Lo he visto con mis propios ojos. ¡Y que Zeus, aquí presente, me fulmine, si en este preciso instante no están los manes de Alejandro en el Hades!» Aquello produjo el mismo efecto que si hubiera mostrado tu cadáver. A mí la bajeza de la artimaña me revolvía el estómago. Pero si hubieras escuchado las sabias entonaciones de Demóstenes, cuan do retomó la palabra, y cómo utilizaba en cada momento los giros y entonaciones más persuasivos, te habrías maravillado conmigo. Era una ficción pero representada con tal maestría que subyugaba el ánimo tanto o más que la propia verdad. «Ya habéis escuchado, conciudadanos —alzó la voz—. El alocado jovenzuelo deja el trono en manos de los intrigantes. La cuestión ahora es: ¿cómo actuar? Oigo que muchos me lo preguntáis y por eso me atrevo una vez más a indicaros el camino. De entrada resulta imprescindible que dejemos de lado nuestras diferencias. Hemos de deliberar de forma conjunta sobre lo que conviene más al interés común, si someternos a los macedonios o ser libres…» Al calmar a los exaltados se le cayó del hombro el himatión. Se lo recolocó nerviosamente. «¡Silencio! —exclamó—. No podemos decidir de manera impetuosa. Tenéis que permitir que tomen la palabra los portavoces de ambos partidos y luego sopesar con detenimiento sus respectivas razones. Si os parece, yo mismo expondré los argumentos por los que considero que no debemos apoyar a Macedonia, pues sabéis que ésa siempre ha sido mi opinión. Y después pasaré la palabra a mi gran rival Esquines, quien lleva un tiempo convertido en portavoz del partido felipista…» La Asamblea accedió a su petición, pero su discurso resultó tan contundente que, sin esperar a escuchar a Esquines, todos proclamaron a grandes voces la libertad de Atenas y salieron de allí en medio de la confusión más absoluta. Yo los seguí; llegué incluso a pensar en asesinarlo allí mismo. Pero iba demasiado bien acompañado y además enseguida lo perdí de vista. Por la tarde lo anduve buscando por todas partes. En la plaza del mercado los hombres se agrupaban bajo los toldos de los puestos, a la sombra de los plátanos, bajo los pórticos que frecuentan los filósofos. En uno al que llamaban el «pintarrajeado» porque lo había decorado un amigo de Apeles, pude ver a Esquines comentando lo ocurrido con Foción y otros partidarios nuestros. Tras hacerme seña de que lo aguardara, se acercó a indicarme que nuestro enemigo andaba de visita en casa de un miembro del Consejo de los Quinientos, al pie de la Acrópolis. Así que hacia allí me fui, y me tiré un buen rato esperando. Algunas esclavas iban y volvían de una fuente cercana con una ánfora encima de la cabeza. Pasó incluso un carro nupcial y los higos que les lanzaba el bullicioso cortejo aliviaron mi espera. Y ya estaba sentado, bastante aburrido, cuando por fin se abrió la puerta y aparecieron el dueño de la casa y nuestro enemigo. Demóstenes debió de hacerle una gracia porque el otro, una persona de cierta edad, soltó una carcajada y le endosó una palmada afectuosa en el omoplato. Nada más despedirse, se encaminó calle abajo pero un par de manzanas más abajo pasaron por la otra acera dos muchachos comentando su discurso de la mañana y Demóstenes cruzó para pegar la oreja. Yo lo imité; pero según lo hacía, él volvió la cabeza y clavó en mí sus ojillos de pájaro. Al principio dudé que me hubiera reconocido porque continuaba andando a su paso, que ya de por sí era apresurado. Pero ya se había desentendido de los jóvenes y, al torcer la primera esquina, se recogió el himatión y echó a correr como alma que lleva el diablo. Por suerte yo sabía que su casa no estaba lejos, y pude alcanzarlo justo antes de que atrancara la puerta. «Perdóname la vida, macedonio. No me mates —me suplicó mientras lo empujaba dentro—. Tengo mujer e hijas…» Su expresión no tenía nada que ver con ese desdén que podía manifestar cuando se encontraba en situación de superioridad. Estaba lívido y el himatión caído le descubría el pecho palpitante. «Tus hijas llevan mucho tiempo muertas —le refrescqué la memoria—. Y ahora, haz el favor de sentarte.» Como ya se acercaban sus esclavos, guardé la espada recuperando a mi vez el aliento y le aclaré que lo único que quería era su palabra. Con aquello recobró el color. Le indicó a sus sirvientes que todo iba bien y mientras me acompañaba al andron musitó que la vida podía robársela pero no la palabra. Pero yo ya sabía que a un orador no se lo convence con razones, así que me limité a abrir la bolsa que llevaba atada al cinto y a desperdigar por el suelo, entre dos de los lechos, los primeros tetradracmas que le traía de tu parte. […]»