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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo (16 page)

BOOK: El secreto del oráculo
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10

Barsine se lo agradeció con una reverencia. El hijo de Filipo se mostraba a la altura de la fama que lo precedía. Sus maneras, aunque hoscas, no estaban exentas de cierta elegancia natural, y el interés que había despertado en él no dejaba de halagarla.

—No me deis las gracias. Dádselas al valor de vuestro marido. Ahora quiero noticias de Susa. ¿Qué hace Darío?

—Por el momento sigue preparando un gran ejército que reunirá a todas las naciones del Imperio y que movilizará en cuanto llegue el verano…

La mano del Macedonio se posó sobre la empuñadura de su espada. Su sandalia taconeó en el suelo. La luz torneaba las columnas iluminando su costado derecho.

—¿En verano? —repitió—. En verano, todo el Asia Menor estará bajo mi mando. ¿De cuántos hombres?

—Se dice que puede llegar a quinientos mil entre los dos ejércitos —dijo suavemente Barsine—. Las naciones de todas las satrapías no dejan de acudir a su llamada. Una parte se concentra en Trípoli, y el resto, la mayoría, en Susa. Los habitantes del Imperio están soliviantados desde que Alejandro ha aparecido en el horizonte de sus vidas. Todos se muestran dispuestos a ayudar contra el gran demonio en que os han convertido los propagandistas reales…

Algunos guardias se removieron. Pero Alejandro no parecía impresionado. Quería saber si Artábazo sería el nuevo comandante en jefe de los ejércitos persas. También le interesaba conocer los ánimos de la población en Susa. Pero lo que más le importaba, en el fondo, era descubrir qué se decía de él. El ego juvenil desplegaba su burdo plumaje y Barsine recordó cómo Memnón había criado a sus hijos insistiendo en que nunca solicitasen la opinión de los demás a su propio respecto.


No olvidéis que junto con los oídos les abris las puertas de vuestro corazón a los aduladores
.

—Estáis en boca de todos —dijo comprobando que se avivaba el brillo en los ojos del joven y recordando a aquel niño que afirmaba ser capaz de contar las olas del mar—. La mayoría os retrata como a un diablo sanguinario y teme la mera mención de vuestro nombre. Pero otros no esperan otra cosa que vuestra cercanía para pasarse a vuestro bando. No son tan pocos como el Gran Rey se cree. Si conseguís llegar hasta Susa contaréis con más apoyos de los que Darío espera. No es un rey amado…

Aquello volvió a animar a los guardias. Pero a su rey le interesaba el propio Darío. Preguntó si lo había tratado directamente.

—Lo digo porque hasta la fecha sólo he tenido oportunidad de encontrarlo o bien escondido detrás de los jonios que envía a combatir contra mí, o bien huyendo delante de sus hoplitas…

La burda fanfarronada consiguió que Barsine sintiera una súbita repulsa.

De pronto le pareció que la delicadeza de aquella cara sonrojada cuadraba mal con la bravuconería castrense que su vozarrón subrayaba. Por suerte en eso debió de aparecer la diosa Artemisa para disipar con uno de sus soplos los pensamientos negativos. O a lo mejor fue sencillamente una tendencia natural suya a quedarse con el lado bueno de las cosas. Con el lado hermoso. La fealdad no tenía cabida ni siquiera en su pensamiento.

—Darío es menos bravo que Alejandro —dijo—. Pero ya me parece suficiente ofensa haber venido. Preferiría no tener que traicionarlo dos veces…

—Eso es muy noble por vuestra parte —repuso Alejandro—. Pero sólo se traiciona cuando se debe fidelidad a alguien, y un griego no le debe nada a un persa. Habéis vuelto al bando que os corresponde.

11

—Pero yo no soy griega…

Lo había indicado muy suavemente. Era un pequeño detalle que su interlocutor, vista su facilidad para manejar su idioma, parecía pasar por alto.

—Pues habláis maravillosamente bien… —se corrigió Alejandro, que por fin parecía dispuesto a recuperar una cortesía que tenía bastante olvidada. Esta vez había algo más que mera curiosidad estética en su mirada.

—Os agradezco el halago. Lo perfeccioné en Macedonia. Memnón y yo vivimos durante dos años en la corte de Filipo, puede que os acordéis… Fueron tiempos felices. Filipo apreciaba la compañía y la conversación de mi esposo…

—Espero que no bebiera tanto como él…

Se percibía un fondo de amargura detrás de sus palabras, y Barsine rectificó el tiro.

—También tuve ocasión de intimar con Olimpia. Era una bellísima persona, y muy iniciada en las cosas divinas…

—Es cierto. No deja de prevenirme contra supuestos complots —se burló el monarca—. Según ella, todo el mundo sueña con envenenarme. Pero qué curioso que la conozcáis…

La nueva mirada incomodó a Barsine, que se sintió como si la estuvieran desnudando. Y mientras reflexionaba sobre cómo enderezar una conversación, vino en su auxilio Eúmenes, quien acababa de torcer la esquina y se les acercaba reclamando su atención. Tenía un mensaje en la mano.

—¡Alejandro!

Por suerte, Artemisa había hecho bien su trabajo: Alejandro le indicó que le encantaría poder conversar con más calma por la tarde. Le preguntó dónde se hospedaba y ella replicó, algo sorprendida, que tenía previsto reanudar el viaje. Su intención era continuar hasta Halicarnaso para honrar la tumba de su marido. Pero el Macedonio repuso que ya habría tiempo para ello.

—¡Nicias! Acompáñala a palacio. Que ocupe los mejores aposentos. Su belleza no merece otro marco. Mientras permanezcamos en Gordion, se alojará con nosotros. Y tú acércate… ¿Eres griego?

Se había vuelto hacia Cambyses, que se le acercó con su paso lento característico.

—De todo salvo de nombre y de corazón… —repuso el rodio, que era sencillamente incapaz de traicionar sus sentimientos.

Durante el viaje desde Susa, Cambyses se había dejado arrastrar por la persuasión materna. Pero ahora que constataba la magnitud denigrante de su maniobra se sentía profundamente avergonzado. Aquellas maneras sinuosas no eran dignas de la viuda de Memnón. Además, ¿no habían venido a causa del acoso de Darío? ¿Por qué su madre, que se había mostrado tan virtuosa con el Gran Rey, parecía de repente tan acomodaticia? Las preguntas empezaban a surgir, una tras otra, con ese mecanismo tosco pero seguro que era su mente.

—Cambyses está muy afectado por la muerte de su padre…

Barsine se apresuró a limar las asperezas de su carácter.
No lo fastidies todo ahora
, decía su mirada furibunda.

—Quiere pediros una gracia…

Cambyses la observó con dureza; luego bajó por un instante los ojos.

Cuando volvió a alzarlos su actitud era cualquier cosa menos suplicante.

Por suerte para él, Alejandro estaba acostumbrado a la hosquedad de los soldados. Ambos tenían más o menos la misma edad, pero cuando posó su vista en Cambyses fue para preguntarle si lo reconocía como señor de Asia.

Su tono se había vuelto arrogante y el vástago de Memnón lo acusó como una bofetada en plena cara.

—Te reconozco como señor de tus conquistas —dijo—. Mientras las guardes, te rendiré los servicios que me impongas, salvo uno… No lucharé contra mi hermano Autofrádates.

—Me parece razonable —asintió Alejandro—. Si ignora que habéis venido, hacédselo saber. Ninguna familia noble debería servir a dos amos. Añadid que le recompensaré por cada bajel persa que me consiga. Autofrádates es hijo de un gran guerrero —se sintió magnánimo—. Contará con mi gracia.

—Te doy las gracias en su nombre, señor.

—¿Y tú qué? ¿No me lo agradeces?

—Te agradezco, Alejandro, haberme devuelto lo que era mío.

—Te agradecemos, señor, tu magnificencia…

Barsine agarró la mano de Cambyses.

—Ambos.

V
El dilema de
Hefastión

Babilonia

Noche de los Muertos (continuación)

«[…] En eso te equivocas, Alejandro. Átalo te había ofendido. Y no sólo durante las nupcias de Filipo con Cleopatra. Toda Macedonia sabía que a la hora de la muerte de Filipo, mientras las tropas de Antípatro y de Parmenión junto con los restantes generales te aclamaban como rey, las suyas fueron las únicas que se pronunciaron a favor de tu primo Amintas. Su eliminación resultaba a todas luces necesaria. Pero no así la de tu hermanastro. ¡El pobre Arrideo! Olimpia le había ablandado el cerebro envenenándolo con alguna pócima de las suyas, siendo muy pequeño. ¡Nadie lo podía considerar como una opción sucesoria medianamente seria! Pero tú sólo te dejabas influenciar por Olimpia. Porque nadie me quita de la cabeza que eso también fue cosa suya. Desde que estabais de vuelta en Pela ella veía un complot bajo cada alfombra. Le había entrado en la cabeza que ese matrimonio era un nuevo peligro para tu sucesión y quiso evitar a toda costa que Arrideo se casara con la hija menor de Artábazo, el único sátrapa con quien tu padre mantenía buenas relaciones desde que se había exiliado en nuestra Corte. Por eso no dejó de hostigarte hasta que le prometiste que nos embarcaríamos en una de las trirremes reales rumbo a Halicarnaso. Ella quería que pidieras en persona esa misma mano que Filipo reservaba para Arrideo. Pero nunca llegamos a hacer aquel viaje, porque todo llegó a oídos de Filipo, quien al saberlo montó en una cólera terrible. Yo estaba contigo cuando empezó a aporrear la puerta de tus aposentos. A Filipo se lo llevaban todos los demonios. Y tú me indicaste que me saliera a la terraza. Unos momentos después ya se paseaba malhumorado por la estancia. «No me andes con guasa», dijo posando su ojo bueno en aquel tálamo revuelto que no olía precisamente a hembra. En la terraza yo seguía descalzo y abajo tenía a dos guardias todavía abrigados con sus pieles de carnero junto a una de las puertas laterales. Más allá el cielo era una losa que oprimía el horizonte. Unas espesas y premonitorias nieblas impedían la visión del cercano monte. «¿Es cierto que has pagado una trirreme para viajar a Halicarnaso y pedirle la mano de su hija pequeña a Artábazo? —el tono de Filipo era de furiosa incredulidad—. Pero ¿cómo has podido ser tan necio? ¡Si no es más que la hija del esclavo de un rey bárbaro! ¿Cómo has podido creer que fuera suficiente para ti? ¿O es que piensas que voy a dejar el futuro de Macedonia en manos de un idiota como Arrideo…? Explícamelo, porque no lo entiendo, hijo mío…» Por fin se avino a oír tus razones. Entonces se calmó y exclamó que habías sido víctima de los cotilleos de Olimpia y de las insensateces de sus adivinos. «¿Qué te puede importar que la descendencia de Arrideo reine en la Caria? ¿O es que te crees que pienso esperar una generación sólo para que un trocito de ese mal gobernado imperio caiga en nuestras manos? No digas nada y escucha, hijo mío: estoy reuniendo el mayor ejército que han organizado jamás los griegos. Por el momento he enviado por delante a Parmenión para que prepare las guarniciones que pueda en el Asia Menor. Pero antes de finales de año invadiremos con todas nuestras falanges los territorios del Gran Rey. ¡Eso es lo que quiero legarte! La Caria no será más que una ínfima parte de nuestro imperio, ¿no te das cuenta? ¿O es que acaso no confías en mí? ¿No he dado pruebas de la mejor voluntad?» Había cierta suspicacia en su voz, y tú quedaste callado. «¿No os he permitido a ti y a tu madre volver a Pela, y eso después de que a Átalo le hubieras tirado el vino a la cara y de que a mí mismo me hubieses insultado, en mi propia boda y delante de todos mis hombres? ¿No os he ido a buscar personalmente, incluso a expensas de mi propia dignidad? ¿No me he avenido a negociar con Pleurias vuestra vuelta? ¿No me he humillado delante de tu perrito faldero en esa cueva? —lanzó una mirada al lecho—. Alejandro, ahora, más que nunca, necesito que estemos unidos, y no permitiré que las intrigas desestabilicen el reino. De entre todos mis descendientes tú eres el más digno de sucederme. Eres el favorito del ejército. Mis hombres de confianza te consideran mi heredero natural. Y si Cleopatra me diera un varón, descuida, que sólo pensaré en él si te ocurriera algo…» «Eso es lo que me inquieta», oí que decías. Pero Filipo no te dejó terminar. «¡Bah! —exclamó—. Cuantos más rivales te conceda Zeus, más te esforzarás en superarlos a todos.» Y engarzó una retahíla de insultos contra la «camarilla», como nos llamaba con desprecio. Él sospechaba que estábamos conchabados con Olimpia para influirte. Y cuando volví a entrar, yo estaba helado. Pero más que del frío, de encontrarlo tan mal predispuesto contra nosotros. Tú veías en ello, y con razón, una nueva intriga de Cleopatra y de su cada vez más influyente familia. Dijiste que sería prudente que despejáramos el campo. Y, al oír aquello, a mí se me hizo un nudo en la garganta. Pero ya me iba resignando a mi suerte y comprendí que no había más remedio. De modo que esa misma noche salí en busca de Tolomeo, de Filotas y de los demás, y juntos zarpamos desde el puerto de Pela rumbo a un exilio en las islas del que al final regresaríamos antes de lo previsto porque terminaba ya el verano cuando Filipo, a instancias tuyas, nos llamó de vuelta para los festejos. Nuestra alegría, ya te imaginas, fue inmensa. Aquella Gran Partida la pretendía celebrar en Aigai, la antigua capital de Macedonia, la ciudad sagrada de nuestros antecesores y para la ocasión Filipo la había vestido con tantos esplendores que no se sabía muy bien quién era más novia, si tu hermana o ella. Las calles estaban repletas de pendones y estandartes con el omnipresente sol macedonio que nosotros mirábamos sin reconocer. Eran los mil y uno oropeles de la gloria creciente de Filipo que aún seguían allí, como una burla cruel, cuando al día después de su muerte empezó a vaciarse el palacio. Resultaba extraño ver a esos mismos embajadores a los que poco antes habíamos visto llegando tan sumisos con sus regalos recogiendo sus bártulos y despidiéndose a toda prisa. En pocas horas ya estaban abandonando la ciudad con sus respectivas escoltas, precedidos todos por algún mensajero. Ya se temía que la resolución del conflicto sucesorio tomara tintes sangrientos. Y de todas maneras la mayoría pensaba que ni tú ni tu primo Amintas volveríais a tener el mismo peso político que Filipo. Pero tú y tu madre estabais dispuestos a demostrarles lo contrario. Así que esa misma noche, mientras los diferentes emisarios volaban con las noticias de lo ocurrido en dirección a todos los rincones de la Hélade, nos reuniste en palacio para exponernos tus planes. Y mis objeciones en el caso de Arrideo fueron tan infructuosas que unas horas más tarde ya estaba yo mismo introduciéndome en su alcoba. Él dormía con el sueño de los inocentes mientras por la ventana abierta la luz de la luna se reflejaba en la hoja del cuchillo desenvainado. De pronto se me venían a la mente imágenes de su rostro ilumina do el día en que domaste a Bucéfalo. ¿Y si lo dejaba partir? Me entraban unas ganas irresistibles de despertarlo. Que se fuera lo más lejos posible. A Egipto. A Persia. A donde fuera. Duran te unos momentos acaricié aquella posibilidad descabellada. Pero enseguida la imaginación fue cediendo ante esa lucidez que siempre ha sido mi sino. ¿Adónde iría Arrideo si, fuera de su madre, una cortesana de palacio muerta envenenada hacía unos años, no tenía otra familia? ¿Y cómo se las apañaría un ser como él, que siempre andaba mendigando nuestra presencia, que era incapaz de salir de nuestro propio palacio si no era acompañado? ¿Y si luego reaparecía? ¿Quién pagaría los platos rotos? Porque tú jamás me lo perdonarías. No. La idea era absurda. No podía haber parangón alguno entre el amor de Alejandro y la vida de un bastardo. A todo esto Arrideo continuaba respirando plácidamente y yo habría jurado que hasta te nombraba en sueños. Su sonrisa era tan dulce que detuve la hoja a una pulgada de su yugular. En ese preciso instante abrió un ojo y se sobresaltó al verme acuclillado en la oscuridad. «¿He-hefastión? ¿Qu-qué estás hacien do…?» Acercó su mano al cuchillo. Pero yo tensé la mía. Por su cuello se deslizaron, oscuras, las primeras gotas de sangre. Con una mueca de dolor apartó el brazo. «T-te lo ruruego, Hefastión… Yo os qu-quiero… a ti y a-a Alejandro… Ja-jamás os he-he hecho daño… —tartamudeaba incontroladamente—. La C-Caria… Fue idea de Filipo… Él me lo pi-pidió… Pe-pero no iré, s-si no qu-queréis» ¡Pobre idiota! Me miraba implorante. Era incapaz de contener las lágrimas y cuando le indiqué que dijera sus últimas plegarias saltó del lecho. «T-tengo mucho miedo, Hefastión…» Se abrazaba a mis rodillas. Hundía su cabeza entre mis piernas y me las humedecía con sus lágrimas. «¡Muéstrate digno, por todos los dioses! —lo aparté asqueado—. Eres un hijo de Filipo…» De repente, en algún lugar de palacio se oyó el chillido agonizante de Cleopatra, y él redobló sus ruegos. Se encogía a mis pies como un miserable perrucho apaleado. «D-déjame vivir… Di-dile a Alejandro qu-que no aceptaría nunca su c-corona. Sólo qu-quiero es-estar a vuestro la do… Sois mi familia…», gemía. Y yo me sentía atrapado entre tu voluntad diamantina y la blandura de ese hombre sin orgullo. De ese niño. Peor: de ese animal absolutamente incapaz de defenderse. «No tienes honor. ¿Cómo puedes vivir así?» «No t-todos valemos para c-conquistar el mmundo… Soy un idi-diota, to-todos lo sabéis. Seré lo que tú qu-quieras, Hefastión… Vuestro siervo. Vu-vuestro esclavo…», rogó, aferrándose a mis rodillas. «Entonces, es que efectivamente no mereces vivir», dije. Tanta debilidad me avergonzaba. La furia se apoderaba de mi ánimo. «Y yo tampoco lo merecería si saliera de aquí llevando en la memoria una imagen tan vil. No podría volver a miraros a la cara. Ni a ti ni a Alejandro. ¡Di tus plegarias!», exclamé. «P-por favor…», Arrideo tenía el rostro descompuesto por las lágrimas. «¡Tus plegarias, animal!» […]»

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