Read El secreto del oráculo Online
Authors: José Ángel Mañas
—No sería bueno, efectivamente —asintió Farnabazo.
—Peor que eso… —remachó el rodio—. Sería un desastre.
Al llegar al puerto, los primeros hombres saltaron a tierra y amarraron los cabos. Una vez inmovilizada la embarcación, sacaron dos estrechas pasarelas por las que empezaron a salir los restantes remeros y soldados que los acompañaban desde la isla de Rodas, ahora otra vez bajo su jurisdicción, y empezaron a descargar sacos y escudos.
Los sobrevolaba una nube de gaviotas. Por un momento el sol iluminó unos charcos brillantes como espejos en los que se reflejaba un cielo poco claro.
Más allá las tabernas y hospederías las atiborraban los marineros y los comerciantes que se habían refugiado de la lluvia. Algunos aprovecharon que escampaba para asomarse. Pero cuando comprobaron que volvía a chispear desaparecieron de nuevo.
Una figura los esperaba sobre el muelle, no muy lejos de los postes de madera donde amarraban el barco.
Se trataba del mismo jinete que habían visto llegar al galope y que tras haber preguntado a algunos marinos fue orientado por uno de los militares que guardaban el puerto.
Farnabazo había tenido el mismo presentimiento que Autofrádates.
El hombre vestía como un noble de las provincias orientales sólo que con el gorro frigio de campaña sustituyendo a la mitra y no dejaba de mirar con impaciencia en su dirección. Su traje estaba lleno de la suciedad del camino.
Autofrádates lo reconoció perfectamente.
Aquél había sido el principal responsable de la derrota del Gránico. El hombre que se había opuesto, durante el malhadado Consejo celebrado esa noche en la tienda del Gran Rey, al criterio de Memnón.
Autofrádates no recordaba haberlo visto durante la batalla, absorto como estaba en sus labores, pero sí su actitud resentida en Susa durante sus meses de rehén: un orgulloso de trato difícil y aspiraciones poco claras y alejadas de la rectitud que a él le parecía lo mejor de las costumbres persas.
Su actitud era recelosa y esquiva. En todo aquel tiempo sólo habían coincidido una única vez. Ocurrió a la puerta de los aposentos de la ateniense Tais, la afamada cortesana, donde tras intercambiar un saludo más bien gélido, Beso había desaparecido como una sombra por los pasillos de palacio.
—¡Busco a Autofrádates, comandante en jefe de la flota del Gran Rey, y en su defecto a Farnabazo, el sobrino de Darío!
El bactriano paseaba la vista por la embarcación con esa prepotencia que tan a menudo manifestaban los cortesanos y que no plugo a los presentes. Tenía la expresión demacrada y tensa de quien ha dormido poco después de una jornada agotadora. Tras haberse echado en la playa apenas había tenido tiempo por la mañana de humedecerse la cara con agua de mar antes de montar sobre su caballo y partir al galope. No parecía darse cuenta de que volvía a llover.
—Yo soy, como bien sabes, Autofrádates, el hijo del rodio Memnón —repuso desde el puente el primero de los aludidos.
Algunos hombres dejaron de descargar para mirarlos.
El cielo volvía a estar blanco.
—¿Quién le busca…?
La expresión de Autofrádates transparentaba sin tapujos la antipatía que sentía por el personaje. Entre otras muchas cosas que Memnón le había transmitido estaba el desprecio por aquellos parásitos que gozaban tranquilamente de las riquezas acumuladas por el Imperio gracias a que los hombres como él se dejaban la piel defendiendo las fronteras. Era uno de los tantos prejuicios que componían su personalidad. Capas de cebolla que con los años formaban una masa compacta, reacia a la rectificación y cada vez más cerrada a las nuevas experiencias.
—Soy Beso, sátrapa de Bactriana —el recién llegado permitió que su caballo, sudoroso con el esfuerzo, levantase los corvejones—, y traigo malas noticias. ¡Ha sucedido algo terrible!
El rodio saltó a tierra para encararse con el jinete. Su actitud era retadora.
Son como dos gallos de pelea
, pensó Farnabazo.
La lluvia volvía a ser insidiosa.
—¿Qué es lo que puede ser tan terrible?
Beso los miró sin bajarse del caballo.
Le costaba hablar. Tragó saliva. Pero antes de que pronunciara ninguna palabra todos los presentes ya sabían lo que iba a decir.
Babilonia
Noche de los Muertos (continuación)
«[…] Así es, hijo mío. Al filo de mi medio siglo y enamorado de una mozuela, casi una púber. Cleopatra era la más atractiva de las sobrinas de Átalo y mi idea era convertirla en mi segunda esposa, pero ella se negaba en redondo. Yo se lo había anunciado esa tarde que bajamos a la ciudad. «¡Ni hablar!», exclamó. Estábamos dando un paseo vespertino por los soportales
.
Era la primera vez desde que su padre me había preferido sobre los demás pretendientes que nos dejábamos ver en público y recuerdo que se cubría la cabeza con un pliegue del himatión. Cada vez que miraba hacia otro lado, éste ocultaba sus preciosas facciones. Yo andaba con las manos enlazadas detrás de la espalda, procurando disimular mi cojera, y a ratos saludaba con un gruñido a un conocido o echaba una ojeada distraída a las figurinas de terracota a la puerta de los locales de alfarería. La mayoría representaban a Atenea o a Dionisio. Siendo sinceros, eran todas bastante malas. Y más allá se veía a esos charlatanes de los sofistas: resultaba cada vez más difícil pasearse por el ágora sin encontrarlos gesticulando como monos y corrompiendo, como bien se dice, a la juventud. Hacía una temperatura de entretiempo y el día se moría lánguidamente, sin sobresaltos. Cleopatra llevaba la cabeza tan alta como de costumbre: en su familia la habían malcriado desde la cuna y, antes incluso de serlo, ya era toda una reinita. Se la veía encantada con tener una escolta real, con ser el centro de todas las miradas y suscitar cuchicheos a nuestras espaldas. Y cuando se volvió hacia mí sus ojos lanzaban cuchillos. Yo le dije que intentara comprenderme. Pero me recordó que no había tenido el menor inconveniente en convertir a mi esposa en una bárbara, mientras que a ella, que era noble y macedonia, pretendía relegarla a una posición subalterna. «Entenderás que no pueda aceptarlo, mi cíclope.» Así era como me llamaba. Yo empezaba a comprobar que mis guardias lo repetían jocosamente a mis espaldas, pero ya sabes que nunca he sido susceptible. «Si me quieres, seré tu esposa.» Cleopatra alzaba esa voz penetrante que me estaba destrozando los tímpanos. Parecía querer que se enterara toda la ciudad. «Y si no, volveré al palacio de mi padre. Pretendientes, y mucho más jóvenes que tú, ya sabes que no me faltan. ¡No sé qué le encuentras todavía a esa bruja! Además, sabes perfectamente que no puede tener más hijos…» «No olvides que Olimpia ya me ha dado a Alejandro y a su hermana», la defendí con un deje de cansancio. Y me rasqué el ojo bueno. Sentía una gran fatiga. «Un rey nunca tiene suficientes descendientes —contestó en ese tono de gatita enfurruñada que me desarmaba—. ¿O es que acaso no quieres tenerlos conmigo?» «Que no es eso, criatura. Ojalá las cosas fueran tan sencillas…» «¡Pero es que las cosas son sencillas, Filipo! Eres tú quien se empeña en complicarlas. No tienes más que repudiar a esa arpía y luego desposarme pero como los dioses mandan. ¿No es lo que me prometiste anoche…? Demasiado bien me porté, pensando que podía fiarme de esa palabra de rey que me dijiste que me dabas…» Yo apenas me acordaba. Había estado borracho como una cuba, y, la verdad, anduve bastante desinhibido. Me entraban ganas de decirle que demasiado bien hacía ella las cosas para una chica que según me juraban su padre y Átalo no había salido nunca del gineceo; pero preferí callar. Con semejante fierecilla no valían las medias tintas. Había que bailarle el agua o zurrarla. Al final le expliqué que Olimpia no dejaba de ser quien era y que, por el momento, eras mi sucesor. «Y eso, nos guste o no, implica unas prerrogativas. No la puedo tratar de cualquier forma.» Pero ella me saltó enfurecida. «¡Ay, no sabes qué harta estoy de oírte hablar de esa mujer! ¿No anda pregonando a los cuatro vientos que su Alejandro es el hijo de Zeus-Amón y que por eso ha salido rubio y claro de piel y no moreno y peludo como tú? ¿Qué más excusas quieres? Sea con un hombre o con un dios, ella misma confiesa que te ha sido infiel. Y la ley de Macedonia te permite repudiarla. Escucha, Filipo: tú lo que pasa es que no quieres casarte conmigo…» «¡Que no es eso, criatura!» A mí me molestaba dar la nota en público, de modo que sugerí que volviéramos a palacio para hablar de todo aquello con más calma. Yo era consciente de las complicaciones que podían surgir, y admito mi parte de responsabilidad en todo lo que estaba por suceder. Pero tú estabas demasiado avanzado en la carrera por la sucesión como para que nadie te robase a esas alturas un derecho que te habías ganado por méritos propios. Eso siempre te lo dije. Aunque tampoco te voy a negar, hijo, que de haberme salido otro vástago que te superara en méritos… Pero a estas alturas no tiene sentido hacer elucubraciones, ¿no te parece? En cualquier caso yo ya digo que habría preferido una ceremonia sencilla. Pero Cleopatra quería las mayores pompas. Incluso insistía en que se celebrara en Aigai, algo a lo que me negué, desde luego; fue la única concesión que me hizo. Ella exigía la presencia de mis generales, incluyéndote a ti. Yo te habría excusado, te lo aseguro, y podía entender perfectamente cómo te sentías mientras jugabas a los dados con Hefastión y con Arrideo en tu esquina. No le hacíais ningún caso a las bailarinas ni a los suculentos manjares. Y luego Átalo sólo hizo lo natural: brindar por el futuro de su sobrina. «¡Por el gran Filipo, y por el heredero legítimo que nacerá de esta unión!» Lo dijo claro y alto, como correspondía, y todos los hombres se pusieron en pie para aclamarme. Hasta Aristóteles se unió a ellos. Y a mí ni se me pasó por la imaginación que pudiera ofenderte. Y sigo convencido de que no lo habría hecho si en vez de enmurriarte de aquella manera tan tonta hubieras bebido y participado en las danzas, como correspondía a un hijo mío y como todos esperaban. Pero tú estabas aguardando la ocasión para montar el numerito. Reconócelo. Y, antes de que nadie comprendiese nada, ya te habías precipitado a tirarle tu vino a la cara. ¡Pobre Átalo! Le chorreaba por la barba. Los ojos, vidriosos por la bebida, buscaban al causante. Y cuando te vio frente a él, con toda tu insolencia, sólo te faltó hacerle una higa, hijo mío, no lo dudó: con un rugido de león, te lanzó su rhytón a la cabeza. Pero tú, que no habías bebido, lo esquivaste con soltura, y en ese momento él agachó su cabezota y cargó como un toro bravo a través de la sala. ¡Menudo alboroto que montasteis los dos, con los invitados poniéndose en pie y las mesas volcándose con el mayor estrépito! La comida, las cráteras, los cubiletes, vuestras coronas de laurel: todo caía por los mosaicos en un río de vino que por un momento pareció sangre. Y yo seguía sin entender la razón de tanto alboroto, pero en cuanto Parmenión me lo aclaró me puse furioso. Ponte en mi lugar: estás en tu lecho, disfrutando con tus invitados, y aparece un hijo susceptible para aguarte la fiesta. ¡Sobraban razones para estar descontento! Y dadas las circunstancias, considero que incluso reaccioné de una manera más bien moderada. Yo tenía la vista nublada. Me costaba tenerme en pie. Y es cierto que aparté a Eúmenes y que me fui a por mi espada. Pero tenía el estómago lleno. Y, francamente, ¿qué podías temer de un hombre tan embriagado? Además, mientras empujaba a la gente, de pronto resbalé y me caí de culo en mitad del charco de vino. Y en medio de las risas de los invitados tú pudiste tomar tu revancha. «Ved el buen guía que lleváis, macedonios», te salió ese tonillo altisonante tan tuyo. «El hombre que pretende llevaros a conquistar Asia, ¡y no es capaz de pasar de una mesa a otra! Bien empezáis, macedonios…» Y a mí me dolió el que te mofaras de mi cojera. Sobre todo cuando tú mismo habías dicho, tiempo atrás, que debía de enorgullecerme de aquella herida que testimoniaría a cada paso mi valor. Me hiciste sentir viejo. Y sí, estaba tan enfurecido que fui en tu busca y en la de tus amigotes. Y de haberos encontrado en palacio no niego que os habría dado muerte a todos, con tu perrito faldero por delante. Pero en fin, hijo mío, deja que te haga una única pregunta: ¿tú conoces alguna familia real en la que no pasen cosas así? […]»
Fenicia
Otoño de 333 a. C
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¡Despertad y contemplad las llamas brillantes de la verdad!
¡Abrid los ojos a la nueva enseñanza!
Sucede con los dos espíritus primitivos, emparejados desde siempre.
Son uno lo mejor y otro lo peor
tanto en pensamientos como en obras.
Y has de elegir bien, hombre bondadoso,
si lo que deseas es obrar sabiamente.
Escoge con cuidado
o extenderás el mal con cuanto realices.
¡Celebremos todos juntos la creación de Ahura Mazda!
¡Abrid los ojos a la nueva enseñanza!
Sucede con los dos caminos creados desde tiempos remotos.
Son uno para impíos y otro para santos.
Y has de elegir bien, hombre bondadoso,
si lo que deseas es obrar sabiamente.
Escoge con cuidado,
pues el puente Chinvat
tiene un paso para santos
y ninguno para impíos.
¡Celebremos todos juntos la creación de Ahura Mazda!
¡Despertad y contemplad las llamas brillantes de la verdad!
Beso tenía razón: de haberlo podido ver, a Autofrádates le habría desesperado.
El monstruoso ejército jamás se ponía en movimiento antes de que los salpinx de los jonios anunciaran el nuevo día. Y entonces se estiraba con la torpeza de una infinita culebra, pues tan interminables como los cánticos de los magos que llevaban sobre andas el fuego sagrado eran las líneas de carros de guerra que a su vez eran seguidas por la caballería de doce naciones diferentes. Entre ellos estaban los bactrianos, a las órdenes de un sátrapa a quien la Corte después de haberlo ninguneado sin piedad durante meses empezaba poco a poco a adular; su tocado era parecido al de los medos y los persas, pero los diferenciaban las botas forradas.
Y a su zaga llegaban diez mil «inmortales» de corazas escamadas, con pequeñas adargas a la espalda por encima del carcaj. Y también millares de hombres de diversas satrapías entre los que destacaban los altos nubios cubiertos con pieles de pantera y con el cuerpo pintado, la mitad de color bermellón, la otra de crema pálido.
Y más allá aparecían los jonios. Las mismas poderosas falanges que habían combatido en el Gránico y que con sus largas sarisas en alto y sus escudos de bronce le abrían paso al carro real, el cual tenía un esplendoroso águila a punto de desplegar las alas en el yugo.