Hubert recordaba su fugaz visión de Fátima a través de la puerta entornada mientras Francesco Monterga la retrataba. Le sorprendía la generosidad con la que el maestro había representado su busto, siendo en realidad mucho más austero de lo que se veía en la pintura.
Giovanni Dinunzio guardaba una silenciosa admiración por la pintura. Cada vez que veía cómo el maestro Monterga contemplaba el boceto condenado a muerte antes de nacer, creía adivinar en los ojos del viejo pintor una mezcla de desconsuelo e incredulidad; parecía no poder comprender por qué arbitraria razón la portuguesa había desdeñado el retrato antes de que pudiera, siquiera, empezarlo. Acaso la mujer, en su ignorancia supina, imaginaba que la apariencia final de una pintura quedaba plasmada en la ejecución de la primera aguada. Por mucho que intentó convencerla de que aquello no era más que un bosquejo, no tuvo forma de disuadirla. Apenas unos pocos días había posado Fátima para el maestro. Era como pensar que el esqueleto de un barco constituía el aspecto final de un galeón el día en que es botado al mar.
Pero la paciencia de Francesco Monterga para con la esposa del armador lusitano acabó por colmarse cuando ella pronunció el nombre de los Van Mander como ejemplo de expeditiva belleza. Su discípulo flamenco escuchó los gritos del maestro mientras discutía con su cliente y la reacción indignada de la mujer que concluyó con un estruendoso portazo. Había conseguido hundir su delicado e inocente índice en la llaga abierta de su obsesión.
Para el maestro Monterga fue la humillación más grande que pudiera recibir de su enemigo, Dirk van Mander.
El humillante episodio del matrimonio Guimaraes no era solamente uno de los mayores agravios que hubiera recibido Francesco Monterga, sino que encerraba la verdadera médula de la antigua disputa que mantenía con su enemigo flamenco: la secreta fórmula del mítico preparado de sus óleos. Pese a que Greg van Mander había renunciado al
Oleum Pretiosum
, las pinturas al óleo que preparaba eran muy superiores a las que utilizaban los florentinos. Se destacaban por el particular brillo y la perfecta textura, absolutamente uniforme y exenta de barnices transparentes aplicados sobre la última capa. Pero lo más sorprendente era la rapidez del secado, siendo que no trabajaban al temple de huevo, sino al aceite.
Francesco Monterga pintaba al temple o al aceite de adormideras, según lo requirieran las circunstancias. Pero la aplicación de una u otra técnica estaba siempre sujeta a una disyuntiva inapelable: el temple permitía un secado rápido entre una capa y otra, aunque jamás, ni aun aplicando barnices incoloros al final, podían alcanzar el brillo y la calidez de las veladuras trabajadas al aceite. Los pigmentos ligados al óleo, en cambio, permitían una maleabilidad ilimitada y, sobre todo, una resistencia inalterable frente a la luz, la humedad, el calor y el paso del tiempo; sin embargo, el secado entre capa y capa tardaba días y, en algunos casos, meses enteros hasta terminar de evaporar los humores oleaginosos. Nadie podía saber cómo los hermanos Van Mander habían conseguido resolver este dilema en apariencia irrevocable. En Flandes todos los secretos parecían quedar entre hermanos y extinguirse con la muerte de ellos.
Entre los profanos existía la creencia de que los hermanos Van Eyck habían inventado el óleo. Pero eran pocos los pintores que ignoraban que el uso de los aceites era casi tan antiguo como la pintura misma. Sólo que, por alguna extraña razón, eran muy pocos los que consiguieron componer las distintas fórmulas que aparecían, de forma más o menos críptica, en los viejos tratados, y que lograban la perfección del color así como la rapidez del secado con fórmulas ignotas.
Francesco Monterga sabía que se habían empleado aceites de lino y de espliego en las antiquísimas pinturas que decoraban los tesoros de los pueblos del Nilo. Plinio había afirmado en el capítulo XIV de su
Historia Universal
que «todas las resinas son solubles en aceites», previniendo que no era el caso del obtenido de la oliva. Aecio, en el siglo VI, escribió que el de nueces era un buen aceite secante, apto para fabricar barnices que protegieran los dorados y la pintura de encausto. En el manuscrito de Lucca del siglo VIII se hacía mención, también, a las lacas transparentes obtenidas del aceite de linaza y las resinas. En el
Manual del Monte Athos
se describía la misma técnica, aplicando el
pesen
o extracto de lino hervido y mezclado con resinas, hasta convertirse en barniz. Se recomendaba para el uso en veladuras, combinada con temples o ceras para los atuendos, los fondos y los accesorios.
El misterio de las vírgenes negras halladas en Oriente encontraba su explicación, justamente, en el uso de los aceites; innumerables exégesis se habían tejido en torno al descubrimiento de las efigies. Clérigos, teólogos, eruditos y místicos habían expuesto las hipótesis más esotéricas. Sin embargo, el misterio tenía su explicación en un problema mucho más terrenal, al cual solían confrontarse todos los pintores: la oxidación del aglutinante de los pigmentos. Las vírgenes negras eran imágenes bizantinas cuyas carnes habían sido pintadas al óleo, mientras que para la superficie de los ropajes se aplicaron otros procedimientos. De modo que el rostro y las manos se habían ennegrecido a causa del contacto con la luz y el aire, mientras que las partes pintadas al temple conservaban su color original.
Éste fue uno de los motivos que habían desanimado a los antiguos pintores a emplear la técnica del óleo, en lugar de intentar perfeccionarla. En el tratado de Teófilo, el
Diversarum Artium Schedula
, el monje alemán expuso con la mayor sencillez el uso de los aceites para diluir los colores molidos, en especial el de linaza, y afirmaba que este procedimiento era aplicable a casi todos los pigmentos. Estaba especialmente indicado en la pintura sobre tabla, «puesto que la pintura debe ponerse a secar al sol»,
in opere ligueo… tantum in rebus quae solé siccari possunt
, escribió. En el
Tratatto
de Cennino Cennini también aparecía una mención clara del uso de distintos aceites como vehículo de los pigmentos y daba la fórmula empleada por Giotto: «El aceite de lino debe mezclarse al sol con el barniz líquido en la proporción de una onza de barniz por una libra de aceite, y en este medio se deben pulverizar todos los colores. Cuando quieras pintar un ropaje con las tres gradaciones, divide los tonos y colócalos cada uno en su posición con tu pincel de pelo de ardilla fundiendo un color con otro, de modo que los pigmentos queden espesos. Después de varios días mira cómo han quedado los colores y retoca lo que sea necesario. De esta manera pinta las carnaciones o lo que quieras y las montañas, árboles y todo lo demás».
En otro capítulo, Cennino indicaba que sobre determinadas partes de una pintura hecha al temple de huevo se aplique óleo, aunque prevenía que este último demoraba mucho en secar.
La combinación de óleo y temple era, justamente, un recurso al que muchas veces había apelado Francesco Monterga para que, de esta manera, fuesen menores las superficies de óleo, acelerando el secado.
Así y todo, aún existía otro problema: los colores diluidos en aceite resultaban demasiado espesos. Y los escritos no eran muy específicos a este respecto; en
De re aedificatoria
, Alberti alude al problema pero no menciona la solución: «Para que el óleo resulte menos espeso puede refinárselo; no sé cómo, pero puesto en una vasija se clarifica por sí mismo. No obstante, sé que existe una manera más rápida de manejarlo».
Otro texto contemporáneo del anterior, el
Manuscrito de Estrasburgo
, establece un procedimiento casi idéntico a aquel del que dejaba constancia el gran Cennino: «Se deberá hervir aceite de linaza o de nueces, mezclándolos luego con determinados secantes como la
caparrosa blanca
. La mezcla obtenida, blanqueada al sol, adquiere una sustancia no muy espesa y se hace tan diáfana como el aire. Quienes han podido verlo, afirman que es de una transparencia más pura que la del diamante. Este aceite posee la particularidad de secar rápidamente y tornar todos los colores hermosamente claros y brillantes. Pocos pintores lo conocen, y aun conociéndolo, pocos han podido prepararlo; por su excelencia se lo denomina
Oleum Pretiosum
. Con él pueden molerse y templarse todos los colores. Sin embargo, aunque no es venenoso, antiguos manuscritos señalan su peligrosidad, pero ninguno dice en qué reside esta precaución». Esta última fórmula era la que le quitaba el sueño a Francesco Monterga, ya que reunía las propiedades hasta entonces irreconciliables: brillo y versatilidad, inalterabilidad al paso del tiempo y secado rápido. Sin embargo, la práctica se resistía a la fórmula. En innumerables ocasiones Francesco Monterga siguió paso por paso el procedimiento indicado, pero siempre el resultado era el mismo: al exponer la tabla al sol, el calor torcía la madera hasta el punto de quebrarla.
Había experimentado con todos los aceites secantes que se mencionaban en los antiguos manuscritos; disolvió los pigmentos en aceite de linaza, de adormideras, de nueces, de clavel, de espliego y hasta en aquellos francamente contraindicados como el de oliva. Los resultados eran siempre más bien desalentadores; cuando los pigmentos no alteraban su color virando hacia tonalidades inclasificables, la mezcla resultaba tan espesa que apenas si podía despegarse del fondo del caldero; si en cambio su consistencia era sutil y se dejaba esparcir suavemente por la tabla, el secado podía demorar hasta medio año.
Las veces que consiguió aunar una mezcla en la que los colores no variaran, al mismo tiempo que su consistencia fuera delicada y fraguara en un tiempo razonable, los desenlaces fueron siempre iguales: a los pocos días la pintura empezaba a cuartearse hasta deshacerse por completo.
Estos experimentos le demandaban un precioso tiempo material e intelectual. Derrotado, volvía a la preparación de los viejos temples y, mientras partía los huevos desligando las claras de la yemas, no podía evitar sentirse un triste cocinero. Rodeado de cáscaras, espantando las moscas que sobrevolaban la mezcla, se preguntaba una y otra vez cuál era la fórmula de los Van Manden Por otra parte, debía ser sumamente cauteloso con sus ensayos y hacerlos fuera de la vista de eventuales testigos, ya que existían severos reglamentos que regían las asociaciones, gremios, corporaciones y a los particulares. El artículo IV del reglamento, inspirado en la carta de maestría de Gante, decía:
Todo pintor admitido en la corporación trabajará con buen color de carne, sobre piedra, tela, trípticos en madera y otros materiales, y si se le encuentra en falta pagará diez ducados de multa.
El artículo VI señalaba:
En toda obra que deba ser realizada con azur y sinople fino, si el decano y los jurados comprueban que ha cometido fraude con los materiales, el delincuente tendrá que pagar quince libras de multa.
El artículo X prescribía:
Los jurados están obligados a hacer visitas domiciliarias en cualquier tiempo y lugar, como buenos y escrupulosos inspectores, para saber si alguno de los artículos precedentes ha sido violado, o si cualquier otra infracción no ha sido cometida, y las visitas serán hechas sin que ninguna persona pueda impedirlo.
Los estatutos eran tan rígidos con los artistas que se diría que cuidaban la pureza de las pinturas con el mismo celo con el que los doctores de la Iglesia perseguían la brujería. Y, ciertamente, experimentar con materiales poco convencionales y, más aún, con resultados ruinosos, ponía en peligro su prestigio, su escaso capital y, sobre todo, la práctica del oficio y el ejercicio de la enseñanza.
El único confidente de Francesco Monterga en todas estas actividades y especulaciones había sido Pietro della Chiesa. Con su más antiguo discípulo, junto a la cauta luz de una vela, se pasaban noches enteras hirviendo aceites, mezclando resinas y espolvoreando toda suerte de limaduras. Cualquier testigo eventual hubiera jurado que estaba presenciando los preparativos de un aquelarre.
Ahora, sin su más leal aprendiz, el maestro Monterga no tenía con quién confrontar sus hipótesis y conmiserarse de sus fracasos.
Pero si la consecución de la fórmula del
Oleum Pretiosum
ocupaba buena parte de la existencia cotidiana de Francesco Monterga, no era éste ni el único ni el más importante de los desvelos del maestro florentino; el problema que realmente le quitaba el sueño era el enigma del color.
Las sospechas de Pietro della Chiesa sobre la persona de su condiscípulo Hubert van der Hans tenían sus fundamentos. De hecho, había sorprendido al rubio alumno husmeando en la biblioteca del maestro. Las amenazas del joven flamenco y, poco más tarde, la muerte del propio Pietro, habían hecho imposible que el discípulo dilecto informara a Francesco Monterga sobre las oscuras actividades de Hubert.
Pero no hacía falta. Francesco Monterga albergaba la sospecha que Van der Hans pudiera ser un espía enviado por Dirk van Mander. Ahora bien, ¿qué podía tener él que pudiera interesarle a los hermanos flamencos? Quizá, se decía, fuera el secreto de las fórmulas matemáticas de las perspectivas y los escorzos. Sin embargo, en su enseñanza cotidiana el maestro percibía un escaso interés de Hubert a este respecto. Deliberadamente había dejado a la vista del alumno flamenco unas anotaciones —por cierto apócrifas— que aludían al problema de las perspectivas, y pudo comprobar que no manifestó la menor curiosidad.
Si había alguien interesado en conocer, a cualquier precio, un secreto, ése era Francesco Monterga. Y ese secreto estaba en manos de los Van Mander. Ahora bien, ¿por qué motivo el maestro florentino toleraba la presencia de un espía en su propio taller? ¿Por qué le franqueaba la puerta de su casa al enemigo? Existían varias razones. El discípulo flamenco era el vehículo, en primer lugar, para saber qué podían estar buscando los Van Mander. Quizá, se decía Francesco, él mismo fuera dueño de un secreto que desconocía poseer. En segundo lugar, cobijaba la esperanza de que el propio Hubert, habida cuenta de que había sido discípulo de los hermanos flamencos, conociera, aunque fuera en parte, la fórmula del
Oleum Pretiosum
. Se trataba de jugar, pacientemente, al juego del cazador cazado.
Francesco Monterga no ignoraba el indisimulable interés de Hubert van der Hans por la biblioteca. Y sabía que el mayor tesoro que guardaba el recinto era el manuscrito que había heredado de su maestro, en el cual se revelaba, justamente, el enigma del color: el maestro Monterga se había devanado los sesos durante años tratando de descifrar el jeroglífico que sucedía al revelador título. Sin embargo, las arduas noches junto a Pietro della Chiesa intentando penetrar la roca infranqueable de los misteriosos números que se intercalaban en el texto de San Agustín, habían resultado siempre por completo estériles. Inesperadamente, sin embargo, ahora que ya no podía contar con la colaboración próxima de Pietro, Francesco Monterga había encontrado un sucesor que lo ayudaría a develar el enigma.